Angel

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Al pasar junto al hogar, Cassandra Stuart dejó caer distraídamente un trozo de leña. En el otro extremo del cuarto, un gato levantó la cabeza siseando su protesta. La esbelta muchacha lo miró encogiéndose de hombros.

—Lo siento, Marabelle — dijo, reanudando sus agitados paseos—. Fue por costumbre.

Tanto Cassie como su mascota estaban habituadas al clima de Wyoming, mucho más frío, donde la muchacha se había criado. Allí, en el sur de Texas, donde estaba el rancho de su padre, la temperatura exterior debía de rondar los diez grados, aunque corría ya diciembre. Un trozo de leña habría bastado para aliviar el frío del dormitorio. Con dos... no pasó mucho tiempo antes de que se quitara todo, menos la camisola y las bragas.

El pequeño escritorio que evitaba desde hacía media hora aún seguía en su rincón, con el papel de membrete pulcramente apilado, el tintero abierto, la pluma afilada y la lámpara bien encendida. Su padre le había regalado ese anticuado equipo a su llegada en el otoño. Ella solía cumplir fielmente con su correspondencia, enviando a su madre una o dos cartas por semana... salvo en las seis últimas semanas.

Pero ya no podía seguir postergándolo. Esa tarde había llegado el telegrama.

Si no tengo inmediatas noticias tuyas iré con un ejército.

La última parte era una exageración; al menos, eso suponía Cassie. Pero no dudaba de que su madre se presentaría, con lo cual empeoraría todo. El padre, por cierto, no se alegraría de encontrarla allí a su regreso. Pero tampoco se alegraría al descubrir que sus vecinos se habían convertido en enemigos gracias a la entrometida de su hija.

Cassie había enviado una respuesta en la que prometía despachar al día siguiente una carta explicándolo todo. Ya no podía seguir postergándolo, con la esperanza de que el Pacificador llegara primero. De ese modo, al contar a su madre lo que había hecho, por lo menos podría decirle que ya estaba todo solucionado, que no había ningún motivo para preocuparse.

Emitió algo parecido a una queja; el brillante felino negro, al oírla, la siguió hasta el escritorio para investigar el problema. Marabelle era muy sensible a los estados anímicos de Cassie. No pudo quedarse tranquila hasta que la muchacha la tranquilizó rascándola tras las orejas.

Por fin tomó la pluma.

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Querida mamá:

Supongo que no te sorprenderás al enterarte de que he vuelto a entrometerme. No sé por qué, creí poder solucionar una guerra entre familias que se prolongaba desde hacía veinticinco años. Pero mira por dónde mi infernal optimismo volvió a fallar. A estas alturas habrás comprendido que me refiero a los vecinos de papá, las familias Catlin y MacKauley, de las que te hablé después de mi primera visita."

Esa era la segunda vez que Cassie visitaba el rancho texano de su padre. En la primera ocasión se había sorprendido al ver la casa construida por él diez años antes: era una réplica exacta de la que había dejado en Wyoming, incluyendo los muebles. Era como estar en casa... salvo cuando salía.

Hacía mucho que su padre quería recibirla allí, pero la madre no le permitía viajar sin ella antes de los dieciocho años. Y Catherine Stuart no pensaba pisar el rancho de Charles Stuart sino en caso de tremenda emergencia, referida a la única hija de ambos. No veía a su esposo desde que él abandonó Wyoming, diez años antes, y hacía veinte que no le hablaba, aunque durante la niñez de Cassie habían vivido en la misma casa. Si existía algo en lo que Cassie nunca había tratado de entrometerse, eso era la relación (o la falta de relación) de sus padres. Por mucho que ella lo lamentara, ellos se despreciaban mutuamente.

Pero al regresar al hogar, en la primavera del año anterior, Cassie había contado a su madre todo lo referido a los Catlin y a los MacKauley. También le habló de Jenny Catlin, su nueva amiga, dos años menor que ella. En esta nueva visita Cassie había encontrado a Jenny llena de melancolía porque había llegado a la edad en que las niñas deseaban casarse y, por desgracia, los únicos jóvenes apuestos de la zona resultaban ser los cuatro hijos de R.J. MacKauley, a quienes la mala suerte había hecho sus enemigos jurados.

Cassie lamentaba de verdad que Jenny hubiera mencionado a los MacKauley y al matrimonio en la misma frase. Eso la había llevado a pensar que su amiga quizá no los viera con los mismos ojos que su madre y su hermano mayor. Y le hizo reparar en las miradas que Clayton MacKauley, el hijo menor de R. J, echaba a Jenny en la iglesia y en los rubores de la joven cada vez que lo sorprendía.

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Es probable que esto tampoco te sorprenda, mamá, pero he logrado incluir en esa enemistad a los Stuart; cuanto menos, al que tengo conmigo. Papá aún no lo sabe, pero no creo que se alegre cuando lo descubra. Al fin y al cabo, yo me iré de aquí, mientras que él seguirá viviendo con esta gente.

Antes de que comiences a maldecirlo por permitir que yo me entremetiera, debo decirte que no estaba aquí para impedírmelo. En realidad, todo comenzó antes de que él se fuera, poco después de mi llegada, pero las cosas se hicieron en secreto, como una conspiración; luego papá recibió una carta de un hombre con quien estaba en negociaciones desde hacía dos años para comprar un toro premiado; el hombre, que vive en el norte de Texas, se había decidido por fin a venderlo. Tampoco puedes maldecir a papá por dejarme sola para ir en busca de su toro nuevo, porque el viaje debía durar menos de dos semanas y, después de todo, ya tengo veinte años y soy perfectamente capaz de administrar el rancho... cuando no estoy entremetiéndome en asuntos ajenos. Además, él quería llevarme consigo, pero le rogué que me dejara, pues ya había comenzado mi... bueno, no hay manera fácil de expresar esto. Lo que hice fue probar nuevamente mi habilidad de casamentera. Y por desgracia, esta vez tuve éxito.

Logré convencer a Jenny Catlin y a Clayton MacKauley de que estaban mutuamente enamorados. Y en realidad parecía que era así, mamá. Mis invenciones los sorprendieron y alegraron mucho. Fue muy fácil reunirlos y, después de sólo tres semanas, ayudarlos a partir hacia Austin para casarse en secreto. Por desgracia, en la noche de bodas descubrieron que no se amaban, que el romance sólo existía en mi caprichosa imaginación.

Al parecer, me equivoqué por completo al interpretar la situación, pero eso no es novedad. Como bien sabes, tiendo a hacerlo con bastante frecuencia. Claro que he tratado de arreglar las cosas. Fui al rancho de Catlin para tratar de explicar que mis intenciones, si bien equivocadas, eran buenas. Dorothy Catlin se negó a hablar conmigo. Buck, su hijo, me aconsejó que me alejara de Texas y no regresara jamás."

Buck no lo había dicho con tanta amabilidad, pero no hacía falta que su madre supiera lo desagradable de su cólera ni las amenazas que ella había recibido de los MacKauley, quienes le habían dado un plazo para irse bajo la amenaza de incendiar el rancho de su padre. Tampoco había necesidad de mencionar que Richard McKauley retiraba su correspondencia y le decía luego que la había perdido, razón por la cual Cassie no había recibido ninguna carta de su madre en las seis últimas semanas. Ni que al salir del banco, en Caully, se había encontrado los asientos y el suelo del coche llenos de melaza; ni que tres de los peones de su padre habían sido obligados a renunciar por intimidación, incluido el capataz. Tampoco quiso mencionar la nota deslizada bajo la puerta principal, donde le decían que, si su gato volvía a salir a la pradera, ella sería invitada a la barbacoa.

Tampoco sabría su madre que Sam Hadley y Rafferty Slater, dos peones contratados por los Catlin, la habían arrinconado en la caballeriza de la ciudad para darle un buen susto con sus manoseos hasta que alguien pasé y puso fin a aquello. Ni que a partir de ese episodio ella no usaba su colt modificado sólo para salir a la pradera, sino también cuando iba a la ciudad, pese a la diversión que eso proporcionaba a las buenas gentes de Caully.

Y le ocultaría, muy especialmente, que la ausencia de su padre llevaba ya siete semanas y duraría otras tres, porque el nuevo toro premiado lo había tirado rompiéndole en la caída dos costillas y un pie. Bastaba con decirle:

“Son muy buenas familias, pero cuando alguien no les gusta se convierten en verdaderos incordios, y en este momento, ninguno de ellos me tiene mucho aprecio.”

Pensó en tachar lo de “incordios”, pero decidió que a su madre le vendría bien reír un poco. A Cassie sí, con seguridad, pero sólo le quedaban tres semanas para arreglar las cosas, pues sabía con certeza lo que haría su padre al regresar: simplemente se mudaría, abandonando todo lo que había construido allí en los diez últimos años. Después de todo, era ranchero sólo porque disfrutaba con eso, no porque necesitara ganarse la vida, considerando que pertenecía a una de las familias más ricas de Connecticut. Pero Cassie no se perdonaría jamás si la situación llegaba a eso.

“Puesto que no quieren siquiera escuchar mis disculpas, hice lo único que se me ocurrió: mandé llamar al gran amigo del abuelo Kimbal, ese hombre al que llaman Pacificador. No tengo la menor duda de que él podrá poner fin a las hostilidades en cuanto llegue, cosa que debe ocurrir en cualquier momento.”

En realidad habría debido llegar varias semanas atrás; esa demora comenzaba a preocuparía, pues él le había asegurado que acudiría. Él era su única esperanza. Quizá le enviara otro telegrama al día siguiente, cuando fuera a la ciudad para despachar la carta a su madre.

“Ahora ya sabes por qué no te he escrito. En realidad, detestaba admitir que había vuelto a meter la pata y prefería no hacerlo antes de solucionar lo que había provocado. Volveré a escribirte en cuanto todo acabe y los vecinos de papá hayan vuelto a profesarse un simple odio."

Cassie se mordió el labio y miró la carta con el entrecejo fruncido. Había dejado lo peor para el final: ¿cómo convencer a su madre de que no acudiera corriendo a salvar a su "pequeña" de otra catástrofe creada por ella misma? Utilizando la astucia. La invitaría.

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Sé que exagerabas al decir que vendrías con un ejército, pero me gustaría que lo hicieras si no te molesta viajar en pleno invierno. Estoy segura de que a papá no le molestará que nos hagas una visita. Claro que este problema se solucionará antes de que puedas llegar, de modo que él bien podría extrañarse con tu venida. ¿Te parece que podría atribuirla a un interés tuyo por reconciliarte con él?”

Cassie decidió terminar la carta allí mismo. Conocía bien a su madre. Después de leer esa última pregunta lo más probable era que Catherine Stuart rompiera la carta en dos y la arrojara a la fogata más próxima. También imaginaba la respuesta verbal de su madre a la sugerencia: "¿Reconciliarme yo con ese putañero? ¡Cuando esté muerta y enterrada! ¡Y puedes decírselo!"

Cassie se había pasado la vida comunicando a cada uno de sus padres lo que el otro decía. Si no había nadie a mano para oficiar de intermediario, ¿se dignaban ellos a relajarse y dirigirse la palabra? No. Uno de los dos, el que estuviera más decidido a decir algo, buscaba a alguien que lo dijera en su nombre.

Cassie se apartó del escritorio, desperezándose, y miró a Marabelle.

—Por lo menos me he quitado una preocupación de encima... por el momento — dijo al felino—. Ahora sólo falta que aparezca el Pacificador para resolver este problema; entonces quizá podamos quedarnos hasta la primavera, como estaba planeado.

Tenía todas sus esperanzas puestas en el amigo de su abuelo, pero con buenos motivos. Cierta vez lo había visto decir unas pocas palabras a un hombre que estallaba de cólera asesina y, cinco minutos después, el hombre estaba riendo. Tenía un increíble talento para tranquilizar a la gente. Y ese talento le haría mucha falta para calmar la animosidad que ella había provocado.

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