Angel

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El estaría allí para protegerla. Parecía bonito, parecía seguro. Sólo que quien lo decía era El Angel de la Muerte. El problema era que Cassie no lo creía capaz de limitarse a protegerla. Querría pagarle el favor al señor Pickens lo antes posible. No se conformaría con sentarse a dejar que las cosas siguieran su curso natural. Pero Cassie no quería pensar en lo que él podía hacer si se le metía en la cabeza que podía hacer algo para acelerar las cosas.

En el trayecto de regreso al rancho insistió en la necesidad de que no hubiera ningún muerto. No estaba segura de que él la escuchara. De cualquier modo, era dudoso que le prestara mucha atención. Al fin y al cabo, no era ella quien lo había contratado; Angel no se sentiría obligado a recibir sus órdenes.

El viaje le puso los nervios de punta. Cassie había abrigado la esperanza de que, al terminar la conversación, Angel se apeara del carruaje para montar a caballo, pero no fue así. Y no era muy conversador, por cierto. Si ella no le dirigía la palabra, él no decía absolutamente nada. A veces no lo hacía tampoco cuando ella le dirigía la palabra.

Además, su proximidad la ponía inquieta, haciendo que prestara poca atención al camino. La mirada se le desviaba hacia esas piernas, enfundadas en negro y estiradas a su lado. Las botas eran de buena calidad y estaban obviamente bien cuidadas; las espuelas relucían como si nunca tocaran el polvo. Las botas y el pañuelo eran tan negros como el resto de su atuendo. Todo era negro, salvo el revólver, las espuelas y ese impermeable amarillo que lo hacía visible desde muy lejos.

No había nada normal en su manera de vestir. Estaba ideada para llamar la atención. Cassie habría querido saber por qué, pero no estaba dispuesta a formularle preguntas personales. Por desgracia, tendría tiempo de sobra para hacerlo, si alguna vez reunía coraje; lo tendría cerca... pegado a sus talones. Por Dios, era de esperar que no tomara la frase al pie de la letra.

Durante el trayecto Angel se descubrió observando a Cassandra Stuart más de una vez. No podía apartar la vista de su cara. El perfil era más bonito de lo que le había parecido a primera vista. Mostraba una naricita respingona, el ángulo suave de los pómulos, un mentón dulcemente redondeado y la plenitud de esos labios apetitosos. Los labios eran francamente hermosos e infinitamente dignos de ser besados. Ya anteriormente se había sorprendido mirándolos; ahora se preguntaba a qué sabrían; el pensamiento lo confundió, pues esa mujer irritante no lo atraía en absoluto.

No era difícil comprender que su presencia la ponía nerviosa, pero eso no le pareció raro. Angel ponía nerviosas a casi todas las mujeres, sobre todo a las bien nacidas. La espalda tiesa, la tensión de cuello y hombros, la palidez de los nudillos cuando ella apretaba demasiado las riendas: todo lo expresaba con mucha elocuencia. Hasta había recogido el rifle para ponerlo en el asiento, entre ambos. Eso lo divirtió tanto que estuvo a punto de soltar una carcajada. Pero no lo hizo; tampoco tenía intenciones de tranquilizarla. En general, intentarlo era perder el tiempo; aunque en este caso tampoco tenía ganas de hacerlo.

Sabiendo quién era la muchacha, él la miraba de otro modo, desde una luz más favorable, después de haber agregado la mentira a la lista de cosas que le disgustaban de ella. Claro que la joven era de Cheyenne y eso cambiaba las cosas; a su pesar, lo inducía a mirarla de un modo más personal.

Pero Cheyenne era lo más parecido a un hogar que él conocía, pues era allí donde había pasado más tiempo desde que abandonara las montañas, a la edad de quince años... aproximadamente. No estaba seguro de su edad; rondaba los veintiséis años. No sabía cuándo ni dónde había nacido. Ignoraba quiénes eran sus padres y dónde buscarlos, si aún estaban con vida. Oso Viejo lo había robado en San Luis, pero él recordaba haber llegado allí en tren, de modo que San Luis no era su ciudad de origen. Cierta vez había vuelto allí, pero nadie recordaba que en la ciudad hubiera desaparecido ningún pequeño después de tantos años. Y la búsqueda del pasado no tenía mucho interés para un muchacho que había pasado la niñez virtualmente prisionero de un viejo montañés loco. Demasiado tenía con aprender todo lo que le había sido negado por nueve años... y con adaptarse a vivir otra vez entre la gente.

No le gustaba la sensación de conocer a Cassandra Stuart, pero seguía en pie el hecho de que ella era una de los Stuart, esa gente loca y rica. Y él conocía a la madre. Una vez había ido a su rancho con Jessie Summers, en el breve período en que había probado dedicarse a la ganadería para decidir muy pronto que no estaba hecho para eso. Pero recordaba ese día con claridad cristalina por varios motivos.

Era la primera y única vez que había visto a Catherine Stuart y, por lo que había oído hablar de ella, no se encontró con lo que esperaba. Se trataba de una mujer agradable, de carácter fuerte y actitud franca, que lo miraba a uno a los ojos para evaluarlo, tal como lo, haría un hombre. No había en ella nada blando ni tímido, nada de lo que se estila en una dama; al menos, eso le pareció aquel día, pues la había visto venir de la pradera, vestida con pantalones y chaparreras, calzando revólver; ahora comprendía que la señorita Stuart tuviera el coraje de salir armada. Debía de ser algo hereditario.

No conocía a Charles Stuart, el marido. Este había abandonado Wyoming antes de que Angel hubiera oído mencionar a los locos Stuart. Pero entre quienes conocían la historia de las rencillas familiares (o creían conocerla) no había alma que lo criticara por haber abandonado a la esposa y a la hija.

Algunos decían que Catherine lo había sorprendido en la cama con otra mujer, pero diez años era mucho tiempo para que un hombre pagara una única indiscreción. Otros decían que él la había golpeado una vez, sin que ella se lo perdonara jamás. Y existía otra versión: que Catherine había sufrido tantas dificultades para dar a luz a esa única hija que jamás le permitió compartir su cama.

Cualquiera que fuese la causa de esos diez años de silencio, a la partida de su esposo ella se hizo cargo de la administración de Lazy S; manejaba ese gran rancho con mano de hierro. Los hombres que trabajaban para ella la obedecían a ciegas y al conocerla Angel comprendió por qué: esa mujer tenía algo de intimidatorio, decididamente.

Pero lo que hizo de esa mañana algo tan memorable para Angel fueron los dos papagayos color fuego encaramados en la barandilla del porche delantero en una casa idéntica a la que había visto esa mañana, ahora que lo pensaba. Los papagayos eran lo más raro y cómico que hubiera visto nunca. Avanzaban y retrocedían a lo largo de la barandilla con tal simetría que parecían una sola ave y un espejo que la siguiera. ¡Y qué vocabulario sucio! Jessie reía estruendosamente. Catherine Stuart no parpadeaba siquiera. Angel se ruborizó en tres tonos de rojo ante las dos mujeres, sobre todo por la sorpresa, porque no sabía que esas aves existieran, mucho menos que supieran hablar.

Pero ese era sólo el primero de los motivos que mantenían ese día en su mente con tanta claridad. El otro era que esa tarde había estado a punto de morir al tropezar con los ladrones de ganado que llevaban varias semanas diezmando el hato de Rocky Valley. Angel recibió una bala en el costado; cuando estaba a punto de recibir otra entre los ojos, a quemarropa, apareció Colt, el medio hermano de Jessie. Lo hizo muy a tiempo, pues faltaban apenas segundos para su último aliento. El herido llegó a ver que el gatillo empezaba a moverse.

Esa era su segunda deuda; por devolver el favor a Colt Thunder había demorado su viaje a Texas recientemente. Colt era, además, el único hombre a quien Angel consideraba su verdadero amigo. Existían quienes se decían amigos suyos, hombres que deseaban compartir la gloria de su reputación; Angel los toleraba sólo hasta cierto punto. Con Colt la cosa era distinta. Ambos eran solitarios y rápidos con el revólver; ambos se enfrentaban a la extrañeza con que la gente los miraba, aunque por motivos diferentes. Colt había dicho que eran espíritus afines. Angel no estaba en desacuerdo.

Cassandra Stuart y su madre eran vecinas de Colt. Él debía de conocerlas muy bien. Ese era un motivo más por el que estaba obligado a mirar de otro modo a la mujer ahora que lo sabía. Era amiga de un amigo. Caramba, habría preferido no saberlo.

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