Angel

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Cassie caminaba de un extremo a otro del porche con los brazos cruzados con fuerza bajo los pechos; sus ojos escrutaban en ambas direcciones el lejano horizonte. Al regresar al rancho se había lavado. Ahora lucía una falda muy elegante con tres frunces profundos de satén color crema con salpicaduras de flores diminutas. La blusa de seda blanca tenía suave encaje de Sicilia en el cuello y en los puños que asomaban bajo un grueso chal blanco. Y con la ayuda de María había logrado hacerse un peinado sencillo pero favorecedor.

El efecto general no pecaba de llamativo ni de discreto en demasía; era "armado", como habría dicho su mamá, aunque Cassie, a diferencia de la madre, siempre escogía lo sutil antes que lo llamativo cuando se vestía con un propósito determinado. En ese momento, su propósito era presentar un aspecto sereno y sosegado cuando distaba mucho de sentirse así.

Esperaba el regreso de Angel desde hacía ya varias horas. Y las cosas que podían haber ocurrido en el rancho de los Catlin la hacían pasearse por el porche delantero.

Marabelle caminaba a su lado. De vez en cuando la pantera se acercaba y Cassie dejaba caer una mano para acariciar distraídamente el lustroso pelaje. Había hecho un intento de hacerla entrar, pero Marabelle se limitó a sentarse sobre las patas traseras negándose con rugidos, y ella no volvió a intentarlo. Claro que el felino siempre sabía cuándo a Cassie le ocurría algo; en esas ocasiones se negaba a separarse de ella y nunca se dejaba engañar por las apariencias.

Ya avanzada la tarde, Cassie oyó el galope de un caballo que se acercaba, pero no pudo saber si era el de Angel pues el ruido venía desde detrás de la casa. Sin esperar a que llegara, corrió por el lateral y llegó al establo al mismo tiempo que el pistolero.

—¿Qué pasó? — preguntó sin darle tiempo siquiera a desmontar.

Se estaba retorciendo las manos. ¡Adiós a sus esfuerzos de parecer sosegada! Y ese hombre endurecedor no respondió de inmediato. Bueno, posiblemente se demoró porque estaba teniendo dificultades con su caballo, puesto que Marabelle había seguido a la muchacha al establo.

Angel le clavó una mirada fulminante desde el lomo del caballo que alzaba las dos patas delanteras.

—Creo haberle dicho que mantuviera a ese gato lejos de mí.

—No le hará daño... Bueno, no importa. No se vaya — agregó antes de volver corriendo a la casa.

Entró por la cocina, esperó a que Marabelle la siguiera y luego volvió a salir, cerrando la puerta con firmeza. A su espalda sonó un rugido de disgusto, pero Cassie volvió corriendo al establo sin prestarle atención. Angel estaba desmontando, aunque su caballo seguía inquieto.

—¿Y bien? — inquirió, algo sofocada.

Él tomó a su caballo de la brida para llevarlo al establo; su voz tenía un dejo irritado.

—No tuve que matar a nadie, si eso es lo que se muere por oír.

Cassie sintió que se derrumbaba en un charco de alivio, pero lo siguió al interior del establo pese al malhumor que exhibía.

Como se sentía tan aligerada quiso tranquilizarlo.

—Marabelle no puede hacerle daño... bueno, al menos mientras usted tenga las botas puestas en su presencia.

Eso detuvo al hombre.

—¿Por qué?

—Tiene predilección por los pies; por los míos, en especial, pero cuando está de humor cualquiera le viene bien. Le encanta frotar la cara contra los pies y, de vez en cuando, se limpia los dientes con ellos.

—¿Que se limpia los...? ¿Cómo diablos lo hace?

Cassie sonrió de oreja a oreja.

—Masticando no, quédese tranquilo. Sólo raspa la superficie de los dientes contra el pie, pero eso puede ser algo doloroso cuando uno está descalzo.

El no parecía tranquilizarse. Por el contrario, parecía aun más disgustado.

—No tengo intenciones de averiguarlo — dijo con decisión. Y condujo su caballo hasta el establo vacío más próximo.

A sus espaldas, Cassie se encogió de hombros. Sabía por experiencia que a los desconocidos les costaba habituarse a Marabelle; mucho más difícil era relajarse en su presencia. En ese aspecto Angel no estaba resultando muy diferente, aunque existía una diferencia importante, si se sentía amenazado, lo más probable era que disparara contra el animal, mientras que casi todo el mundo se limitaría a huir corriendo. Por eso Cassie insistía en tratar de convencerlo de que Marabelle era inofensiva, pero decidió cambiar de tema por algo que la preocupaba más.

—¿Conque halló a los Catlin?

El siguió desensillando a su animal.

—Los hallé, sí.

—¿Y...?

—Y no aceptaron de muy buen grado el consejo que les di.

—¿Cuál fue?

—Que la dejaran a usted en paz o se las verían conmigo. Les expliqué por qué no les convenía.

Ella lo imaginó perfectamente.

—Pero no los amenazó, ¿verdad?

—Sólo les dije cuáles serían las consecuencias de continuar como hasta ahora.

Eso no revelaba nada. Por fin ella se irritó lo suficiente como para decir:

—Caramba, sacar de usted información es más difícil que hacerse obedecer por una mula. ¿No puede dármelo todo en una sola dosis?

Él le clavó una mirada larga.

—Si algo más le ocurre a usted, haré otra visita a Buck Catlin. Él lo sabe. Su mamá lo sabe. ¿Es eso lo que deseaba saber?

—¿Para dispararle?

—Probablemente sí.

Cassie gimió.

—Ojalá lo dijera con un poquito más de renuencia.

El la miró frunciendo el entrecejo.

—¿Acaso piensa que me gusta matar?

—¿No le gusta?

—No.

—¿Y por qué no cambia de vida?

—Dígame para qué otra cosa sirvo. Probé criar ganado, pero no resultó. No sé nada de cultivos. Probablemente podría instalar una taberna en alguna parte, pero dudo tener la paciencia de aprender el lado comercial del asunto. Sé cazar con trampas, pero preferiría morir antes que vivir otra vez solo en las montañas.

Para Cassie fue una sorpresa que él hablara tanto y que hubiera analizado otros medios de ganarse la vida.

—Sería un buen comisario — sugirió, vacilante—. ¿No le ofrecieron el puesto en Cheyenne?

El continuó atendiendo a su caballo.

—Con el sueldo de comisario tardaría un par de años en ganar lo que gano ahora con un solo trabajo. No creo que valiera la pena porque de cualquier modo estaría arriesgando la vida.

El argumento era válido y Cassie no tenía idea de que contratarlo fuera tan costoso. El comentario le despertó la curiosidad al punto de hacerle preguntar:

—Usted trabaja en esto desde hace unos cuantos años. Deberá de ser rico. ¿O gasta todo lo que gana?

El salió para cerrar el establo. Luego volvió hacia la joven toda su atención. Su labio inferior mostraba una ligera curva al responder:

—¿En qué podría gastar tanto dinero?

Ella sabía en qué, gastaban su dinero casi todos los hombres jóvenes; todo ello se podía conseguir en una taberna. Si él no las frecuentaba, a esas alturas debería de tener una considerable cuenta bancaria.

—¿Y no ha pensado en retirarse? — preguntó para añadir de inmediato: — ¿Para no tener que matar nunca más?

—Lo he pensado, pero aunque me retirara los buscapleitos seguirían desafiándome. Tendría que cambiarme el nombre.

—¿Y por qué no lo hace?

—¿Qué?

—Cambiar de nombre.

El guardó silencio tanto rato que Cassie empezó a removerse bajo su mirada. Por fin dijo:

—A la última mujer que me acosó con tanto parloteo le propuse casamiento... para tener derecho a golpearla.

Ella dilató los ojos por un momento. Luego contestó segura de sí:

—No sería capaz. Me ha dicho que le disgustan los hombres que tratan a sus esposas de ese modo.

—No se trata de que no sea capaz, sino de que no querría — replicó él, con su entonación perezosa—. Con una mujer se pueden hacer cosas mejores... siempre que no sea una plaga. — Luego inquirió, con una gran sonrisa: — ¿Se ruboriza, querida?

Cassie comprendió que debía de estar roja como una remolacha para que él lo hubiera notado en la penumbra del establo. Entonces insistió con aire pacato:

—Voy a pedirle que no vuelva a decirme ese tipo de cosas.

Él se encogió de hombros.

—Pida no más — replicó, marchando hacia la puerta del establo.

—¡Un momento!

Cassie corrió tras él; luego giró en redondo para bloquearle el camino a la entrada del establo. Por desgracia llevaba consigo el rubor, mucho más visible a la luz helada de la tarde. Pero no pensó en eso ni en lo indecoroso del comentario anterior. Probablemente Angel había dicho eso tan sólo para hacerla callar. Peor para él. Si no soportaba que le hicieran preguntas habría debido ser más informativo.

—¿Por qué tardó tanto en regresar? — quiso saber ella—. Estuvo fuera más de cuatro horas.

Él se levantó el sombrero con un suspiro.

—Debería haberme advertido que, además de entrometida, era preguntona.

Ella se erizó.

—Si usted no fuera tan reservado...

—Está bien — cedió él—. Di un paseo por la tierra de sus vecinos contando cabezas.

Eso la sorprendió.

—¿De ganado?

—De peones — corrigió él—. Conviene saber a qué nos enfrentamos. Conté doce empleados en las tierras de los Catlin.

Cassie, aceptando su razonamiento, decidió colaborar.

—Tienen más. Algunos estarían en la ciudad.

—Y unos catorce en la finca de los MacKauley.

—No sé cuántos son, pero es seguro que ambas familias tienen el mismo número. Cada vez que los Catlin contratan a un hombre, los MacKauley hacen lo mismo y viceversa. Es como si quisieran tener la certeza de que las posibilidades serán parejas si llegan a la guerra total.

—¿Alguna vez llegaron a eso?

—No. Pero cada vez que voy a la iglesia, con los MacKauley a un lado y los Catlin al otro, tengo la impresión de que va a estallar en cualquier momento por las miradas cargadas de odio que cruzan el pasillo. Fue por experimentar esa desagradable tensión domingo tras domingo que se me ocurrió la idea de aliviarla. Sobre todo, al notar que las miradas intercambiadas entre Jenny y Clayton no eran odiosas en absoluto.

—A mi modo de ver, usted no hizo sino acelerar un poco las cosas.

—¿Por qué lo dice?

—Ya sabemos que Clayton se está arrepintiendo. Al parecer, Jenny también porque según su hermano se pasa los días llorando.

—¡Pero eso es terrible!

Angel se encogió de hombros.

—Depende de por qué llore. Podría ser que esos dos jóvenes volvieran a unirse sin ayuda de nadie con el correr del tiempo. Si los parientes los dejan en paz, bien puede ocurrir. — Eso provocó en la frente de Cassie una arruga cavilosa muy fácil de interpretar. — No se le ocurra siquiera, señorita. Su mamá debería haberle quitado esa costumbre de entrometerse.

Ella le clavó una mirada agria.

—No es justo que Clayton y Jenny estén envueltos en esa pelea que los mantiene separados. Ni siquiera saben por qué, las familias se odian.

—Pero eso no es asunto suyo. No tiene nada que ver con ellos. No volverá a intervenir, ¿verdad?

Su expresión era tan intimidatoria que Cassie dijo:

—Bueno, visto de ese modo, creo que no. Pero dígame, después de conocer a Dorothy Catlin, ¿cree usted que estaría dispuesta a hablar ahora conmigo?

—Ni por casualidad. Pero le dije que usted sólo se iría al regreso de su padre. No creo que vuelva a causar problemas.

Cassie sonrió levemente

—Parece que esa visita suya no hizo mal a nadie a fin de cuentas. Gracias.

—De nada.

—Bueno, lo dejo ir.

La muchacha dio unos pasos hacia la casa, pero se volvió para agregar:

—Como los otros dos peones se quedan últimamente en la dehesa, usted podría cenar en la casa.

La noche anterior, Emanuel le había llevado la comida al alojamiento colectivo.

—¿Eso es una invitación?

El tono de sorpresa confundió a la muchacha.

—No. Es decir... sí, pero no en el sentido que usted da a entender.

—¿Eso significa que aún no le gusto, querida? — preguntó él con una sonrisa.

Una pregunta tan provocativa no merecía respuesta, pero obtuvo de ella otro enrojecimiento. Cassie giró en redondo para desaparecer de la vista. Comenzaba a preguntarse si Angel no tendría un sentido del humor tan extraño como Frazer MacKauley.

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