Angel

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Para Angel no fue una sorpresa que hubieran puesto vigilancia a los altos muros que rodeaban el rancho de los Catlin. Alguien debía de haberlo visto desde lejos, puesto que Buck Catlin y dos vaqueros le salieron al encuentro antes de que se hubiera acercado. Y no querían riesgos, los dos peones tenían los rifles apuntando y el dedo en el gatillo.

Angel se preguntó si habría más armas apuntándole desde esas murallas. No se molestó en mirar pues el hecho de ser delgado tenía sus grandes ventajas. Presentaba un blanco más pequeño, lo cual le permitía moverse con celeridad para quedar fuera del alcance de las balas. Desde luego, cabía una posibilidad en dos de encontrarse en el camino de una bala mal apuntada que no daría en el blanco si él se quedara quieto. Pero él juzgaba a la gente según sus propias normas, que eran altas, y atribuía a casi todos una puntería bastante decente.

Se detuvo a aguardar que los tres jinetes llegaran hasta él. Si era preciso, podía liquidarlos. Así de rápido era y nunca fallaba a corta distancia. A cambio podía recibir un balazo, considerando que dos de ellos estaban preparados, pero ¡qué diablos! Esa mañana su estado de ánimo era peligroso, pues incluía una buena dosis de odio contra sí mismo; además, tenía la sensación de que su estupidez de la noche anterior merecía algún castigo. Habría debido tomar precauciones para que Slater no pudiera entrar en la casa con tanta facilidad. Habría debido seguirlo inmediatamente después. Y habría debido mantener distancia con Cassandra Stuart.

En eso consistía lo peor de su angustia y su confusión: esa mujer. Esa mujer irritante, entrometida, que rara vez cerraba la boca y su mascota come hombres. ¿Qué podía gustarle de ella? Ni siquiera era bonita. En realidad, la noche anterior le había parecido endiabladamente bonita; claro que ese vino de la noche anterior no le había caído muy bien. De otro modo, ¿de dónde había surgido ese increíble anhelo de volver a probarla?

Los vaqueros se detuvieron delante de él con Buck algo más adelante. El ranchero se quitó el sombrero y se golpeó el muslo con él; Angel supuso que era un gesto nervioso, porque el joven parecía algo acosado.

Pero Buck Catlin tenía la arrogancia bien arraigada, de modo que su tono lindaba estrechamente con lo ofensivo al decir:

—¿No le dijo mi madre lo que pasaría si usted volvía por aquí?

Angel no respondió de inmediato. En momentos como ése lamentaba no tener costumbre de fumar. En esos momentos, liar un cigarrillo habría sido un buen modo de ignorar al joven ranchero y averiguar si estaba dispuesto a llevar a cabo esa amenaza o si era pura bravata.

—Según recuerdo, yo le dije que eso no me detendría... si tenía buenos motivos para regresar.

Buck rió entre dientes.

—Usted debe de ser el hombre más loco o el más valiente de cuantos conozco, caballero. ¿No se da cuenta de que a una palabra mía usted es hombre muerto?

—Muerto no, Catlin. Herido, tal vez. Pero le doy tres oportunidades de adivinar quién será el muerto y cualquiera de las tres será acertada.

—No creo que sea tan certero.

—No le conviene averiguarlo.

Buck echó un vistazo a cada lado para asegurarse de que sus dos hombres seguían listos para actuar. Comprobar que así era no lo tranquilizó tanto como esperaba.

—Vea, Angel, usted no tiene ningún motivo para volver por aquí. Aquí nos deshacemos de las manzanas podridas sin ayuda de nadie.

—Vengo por Slater.

—Como acabo de decirle, llega usted demasiado tarde — dijo Buck—. Cuando interrogué a los hombres, Sam confesó que su amigo Rafferty había planeado la estampida. Y como no estuvo ayer aquí, doy por verificada la declaración de Sam. No sé a qué hora se acostó Rafferty anoche, pero esta mañana lo levanté a puntapiés y lo despedí. Se fue antes del amanecer.

—¿Dónde?

—No lo dijo y yo no pregunté.

—En ese caso quiero hablar con Sam, su amigo.

—Hoy está en la dehesa del sur. Si quiere ir a buscarlo, vaya. Pero es una dehesa de ochocientas hectáreas. En las tierras de los Catlin es fácil perderse.

Allí estaba otra vez la arrogancia. Angel no estaba de humor para soportarla.

—En ese caso vaya usted a buscarlo y envíemelo. Ahora no se trata sólo de la estampida. Anoche Slater entró en la casa de la señorita Cassie y la asustó a muerte. Quiero a ese hombre.

Había tanta amenaza en esa declaración que los tres hombres se alegraron de no llamarse Slater. Pero Angel no esperó respuesta. Volvió grupas y se dirigió hacia el rancho de los Stuart.

Buck soltó un suspiro silencioso y giró hacia la izquierda.

—Yancy, convendría que fueras hacia el sur y trataras de localizar a Sam. No quiero que ese hombre tenga excusas para hacernos otra visita. No se lo deseo ni a los MacKauley.

—Pero entonces recordó los ojos enrojecidos de su hermana y agregó:

—Pensándolo bien, quizás a Clayton MacKauley sí.

Ese día Cassie buscó una excusa tras otra para no salir de la casa. Organizó una limpieza de primavera en pleno diciembre que por murmullos y chasquidos de lengua por parte de María. Hizo inventario de las provisiones. Escribió a su madre otra larga carta para contarle lo de Angel, pero luego la rompió. No convenía informar a su que un notorio pistolero vivía a pasos de su hija. Nada la habría hecho acudir más deprisa. Y aunque tal vez Cassie necesitaba el modo severo y práctico con que su madre afrontaba los problemas, la muchacha estaba decidida a solucionar ese desastre por cuenta propia.

Sin embargo al desastre se agregaba el nuevo aprieto en que se había dejado poner la noche anterior: su propia conducta. Su caprichosa conducta. A la luz del día la mortificaba haber permitido que Angel se tomara semejantes libertades. La había halagado que él la deseara, sí; la había halagado muchísimo, en realidad, tras haberle oído decir francamente que la explotación ganadera no le interesaba. Por una vez, el Lazy S no tenía nada que ver con el hecho de que un hombre la cortejara.

Pero eso no era excusa. Tampoco lo era el placer obtenido de la experiencia. Ella sabía perfectamente qué, conducta era aceptable y cuál no. Además, era absurdo pensar siquiera en un futuro con Angel. Era imprevisible y peligroso; un solitario. Si la deseaba era sólo por el momento. Y Cassie sabía cómo terminaba ese tipo de cosas. Las tabernas del sur y el oeste estaban llenas de mujeres que habían cedido a la pasión del momento.

No lograba imaginar qué pensaría Angel de ella tras haberla visto actuar como una solterona hambrienta de cualquier migaja de afecto. Probablemente, lo mejor que podía hacer era actuar como si nada hubiera ocurrido. Y él había dicho que no volvería a ocurrir. Tal vez deseaba tanto como ella olvidarse del asunto. Pero ella no lo olvidaría jamás. Cuando estuviera vieja y canosa, rodeada de nietos, con suerte, aún recordaría la mano de Angel contra su pecho.

Quedarse en casa sirvió para evitar a Angel, aunque él se presentó en la puerta, ya avanzada la tarde, con las alforjas al hombro.

—Lo he estado pensando — fueron sus primeras palabras al pasar a su lado para entrar en el vestíbulo—. Me instalo aquí

Ella lo miró con incredulidad.

—¿Qué?

Angel siguió caminando; sólo se detuvo al llegar al pie de la escalera para volverse a mirarla. Y como si no le estuviera dando un susto de muerte, dijo:

—Póngame en el cuarto que esté más cerca del de ella.

Cassie no se apartó de la puerta. Esperaba que ese primer encuentro con él fuera incómodo, pero él había logrado hacerle olvidar por completo lo de la noche anterior.

—Ni pensarlo — replicó, enfática—. Usted no puede.

—Hágame caso — la interrumpió él con el mismo énfasis. Pero cedió lo suficiente para explicar—: Slater ha salido de la ciudad. Mientras no sepa que está fuera de Texas o muerto, no quiero correr peligros. Quiero estar donde la oiga roncar.

—¿Qué?

El torció un poco los labios al verle los ojos tan redondos.

—Es un modo de hablar, señorita, pero usted me entiende. Si me necesita a cualquier hora de la noche, quiero estar bien cerca para enterarme.

A ella se le encendió la cara ante el doble significado que captaba en esas palabras, aunque estaba segura de que no era intencional... cosa que lo hacía mucho más bochornoso.

—Eso es muy indecoroso — se sintió obligada a señalar.

—Cuando se requiere protección, el decoro no viene al caso. Me instalaría directamente en su cuarto, señorita, si no supiera que usted se desmayaría con sólo pensarlo. Así que no vuelva a mencionarme el decoro, ¿eh?

El bochorno se convirtió en enojo. Cassie asintió secamente y se encaminó hacia la escalera.

—Sígame — dijo al pasar junto a él, con la voz tan rígida como la espalda; sus manos crispadas levantaron la falda el mínimo necesario para poder subir los peldaños.

Lo condujo al cuarto vecino al suyo que estaba desocupado. Ella lo había estado usando como cuarto de costura.

—Como María es un ama de casa excelente, las sábanas deben de estar limpias. Si necesita algo, ella suele estar en la cocina. Voy a informarle que usted está aquí.

—No se tome esto tan a pecho, señorita — recomendó él en tono agradable, ahora que se había salido con la suya—. Ni siquiera se dará cuenta de que estoy aquí.

Eso sí que era difícil.

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