Angel

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Fue el silbido lo que despertó a Cassie. Tardó un momento en caer en la cuenta de que se trataba de un silbido estridente, desafinado, que sonaba como si proviniera del otro lado de su puerta o muy cerca de ella. No se molestó en preguntarse quién estaría haciendo ese horrendo ruido, pero sí a qué se debía.

No le hizo falta mirar el reloj de su escritorio para saber que era pasada la medianoche. Se había quedado levantada hasta tarde esperando el regreso de Angel, preocupada porque sabía dónde había ido: a la ciudad en una noche de sábado, la que los vaqueros de la zona reservaban para armar escándalo, la que casi garantizaba algún tipo de disturbios. ¿Qué había en los hombres que los incitaba a buscar el desastre?

Imaginaba el peor supuesto: un tiroteo, otra muerte... Y todo sería culpa de ella, porque Angel no habría estado allí si ella no hubiera escrito a Lewis Pickens para pedirle ayuda. Imaginó que lo arrojaban al calabozo; que ella discutía con Frank para hacerlo liberar y, fracasando en eso, lo rescataba de la cárcel para que huyera, libre, pero convertido en un asesino buscado. Y todo sería culpa de ella por no haber sido capaz de tratar por sí sola con unos cuantos texanos tercos.

Si parecía increíble que hubiera podido conciliar el sueño, ahora estaba bien despierta. Pero no abandonó la cama abrigada. Se quedó escuchando, alerta a cualquier silencio indicativo de que Angel había hallado su propia cama. Por la mañana le preguntaría por ese silbido. En los cuatro días transcurridos desde que se instalara en la casa era la primera vez que se mostraba tan descortés. Generalmente Cassie debía esforzarse para percibir el menor ruido en su cuarto.

Pero el siguiente sonido fue un golpe sordo, como si el pistolero hubiera caído al suelo; en un segundo estuvo fuera de la cama y abriendo la puerta de par en par. Pero se detuvo en seco al verlo aún de pie, aunque a duras penas. La luz que había dejado encendida en el pasillo lo mostraba con la espalda apoyada contra su puerta, en un ángulo tan inclinado que en cualquier momento los pies se le deslizarían bajo el cuerpo. Y seguía silbando.

Comprensiblemente, Cassie se irritó.

—¿Quieres decirme qué problema tienes, hombre?

El apartó la cabeza de la puerta, sólo para dejarla caer otra vez inmediatamente, en vez de girarla hacia ella.

—No puedo abrir mi puerta.

—¿Perdiste la llave?

—No está con llave.

Ella arrugó el entrecejo.

—¿Y por qué no la abres?

—Tengo la mano demasiado hinchada para girar el picaporte.

—¿Las dos?

—No.

—¿Y por qué no usaste la otra?

—No se me ocurrió. Gracias.

En ese momento Cassie cayó en la cuenta de que él estaba ebrio, muy ebrio, y sonaron las campanas de alarma. No quería tratar con Angel en estado de ebriedad. Le convenía volver directamente a su cuarto y dejar que él se las compusiera para llegar a la cama... o no. Pero en ese momento él giró y la muchacha le vio la cara.

Entonces ahogó un grito.

—¿Qué te pasó?

Tenía un ojo tan lívido e hinchado que no se abría. En la mejilla se veía una parte despellejado, rodeada de otros raspones. Desde la nariz descendían dos surcos gemelos de sangre que en un punto habían sido desviados para manchar la otra mejilla. Cassie vio entonces la botella de whisky abierta que tenía en la mano y los cuatro dedos ensangrentados. Parecía tenerlos hinchados. Y esa era la mano con que operaba el revólver.

Su único ojo sano no se centró del todo en ella; se limitó a dirigirse hacia el sonido de su voz.

—Tuve un pequeño enfrentamiento con tu pretendiente.

—¿Qué pretendiente?

—Morgan.

Por algún motivo inexplicable, la mujer se ruborizó. No sabía con certeza por qué, pero habría preferido que él no se enterara de que Morgan la cortejaba. Por suerte, Angel no prestó atención a su reacción. Giró un poco más para probar el pomo de la puerta con la otra mano. Esa vez la puerta se abrió, pero como Angel seguía inclinado contra ella, cayó de bruces hacía adentro.

Cassie puso los ojos en blanco al ver las piernas que asomaban hacia el pasillo. Ya no la inquietaba la posibilidad de que en ese estado pudiera ser peligroso. Por lo visto, era inofensivo y necesitaba ayuda decididamente.

Al mirar hacia dentro de la habitación vio que tenía la cabeza apoyada en ambos brazos. Como por milagro, la botella de whisky no se había volcado y él la protegía en el hueco de un brazo, aunque estaba inconsciente.

Por un momento Cassie pensó en dejarlo donde estaba después de quitarle las botas y cubrirlo con una manta. Pero no pudo. Estaba demasiado herido y pasar la noche en el duro suelo no le haría bien. Tirando y empujando entre una buena cantidad de acicales vocales logró meterlo en cama. El apenas despertó. Aprovechando su inconsciencia, ella fue en busca de agua y paños para limpiarle la cara.

Era un desastre, sin duda. La muchacha se preguntó quién habría iniciado la pelea y en qué estado se encontraría Morgan. Sobre todo se preguntó por qué Angel se había dejado enredar en una riña de ésas si iba armado. No parecía costumbre suya.

—Tienes una mano suave, tesoro.

Cassie dio un respingo apartando el paño mojado de su mentón. Él había dicho eso sin abrir los ojos. Con toda probabilidad, no estaba del todo despierto y no sabía siquiera con quién hablaba. Aun así, le provocó una extraña sensación oírse llamar “tesoro”, algo cálido y blando.

—No puedo decir lo mismo de otras mujeres que me han puesto parches sobre las heridas — continuó Angel, siempre sin mirarla.

Ella lo habría dejado divagar pero sintió curiosidad.

—¿Qué otras mujeres te han curado?

—Jessie Summers, para comenzar. — Eso le avivó la memoria.

—Cierto. Recuerdo haber oído que unos ladrones de ganado te hirieron en tierras de ella. ¿Fue grave?

—Bastante.

—En ese caso deben de ser las heridas las que recuerdas, no la curación.

—Puede ser... no, podría contar con dos dedos a las mujeres que han sido tan suaves como tú. Un dedo, digamos.

Ella sonrió.

—¿Tratas de halagarme, Angel?

Por fin él abrió una rendija en un ojo.

—¿Da resultado?

—Sí.

—No.

—Lástima grande.

—¿Dónde querías llegar?

—A que te acostaras a mi lado. En este momento me hacen falta algunos mimos.

Ella quedó con la boca abierta. Luego la cerró con brusquedad.

—Lo que te hace falta es un médico — dijo ásperamente asombrada de que él se atreviera a hacerle semejante proposición.

Debía de ser por la bebida. Caramba, probablemente estaba tan ebrio que no sabía con quién estaba hablando. Siguió pensando así, aunque él respondió:

—Ningún médico puede curar lo que me ocurre... a menos que sea una doctora.

—No conozco a ninguna. Como segunda opción, te sugiero que duermas.

—¿No vas a darme gusto con la primera?

—De ningún modo.

—Quizá te gustara, Cassie.

Ella aspiró bruscamente. Conque sabía quién era ella al fin y al cabo. Ese simple dato tuvo un efecto asombroso en ella: lo pensó mejor. ¿Qué tenía de malo acostarse junto a él? Por cierto, el hombre no estaba en condiciones de hacer otra cosa que buscar mimos pese a lo indecoroso de sus comentarios y... Pero ¿acaso estaba loca?

Cassie se levantó de un salto y corrió al balcón donde había puesto un paño mojado a enfriar para ponerle en el ojo. Detrás de ella, Angel dejó escapar un suspiro. Ni siquiera borracho podía quitársela de la mente.

Ella tenía puesto un camisón de algodón blanco parecido al de l a otra noche, con mangas largas y volantes en los puños, cuello alto con más volantes y un adorno de encaje, totalmente sin forma... y ese no estaba desgarrado en la pechera. Por cierto, no tenía nada que pudiera tentar a un hombre, exceptuando el hecho de estar en ropas de dormir, cosa que no podía afectarlo en su estado actual.

Por Dios, cómo le gustaba verla así, con el pelo suelto. Flotaba a su alrededor como una rica caoba; parecía tan suave que él se moría por sepultar las manos en él. Probablemente ella no se lo permitiría. Esa noche era la muy educada señorita Cassandra, aunque por un segundo lo había mirado como para devorarlo. Seguramente el whisky le hacía ver lo que deseaba y no la realidad.

Ella volvió con los labios apretados.

—Esto aliviará la hinchazón.

Pese a su rigidez fue muy suave al depositar el paño frío sobre el ojo. Él le sujetó la mano antes de que pudiera retirarla.

—Un beso para que me duerma.

—No estoy segura de que estés despierto. Probablemente estás soñando algo que por la mañana no recordarás.

—Bueno, haz que sea un sueño agradable, tesoro.

Por un momento creyó haberla convencido, pues ella le miró los labios. Pero de inmediato la muchacha retiró la mano y él se hundió en el colchón. De pronto sentía todos y cada uno de sus dolores.

—Te estás portando muy mal — reprochó ella dirigiéndose hacia la puerta.

—Tengo derecho. Tu ex pretendiente trató de matarme con sus propias manos. Y todo porque me cree comprometido contigo.

—Buenas noches, Angel.

—Esta podría haber sido muy buena — gruñó él.

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