Ana

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Primera parte. Los ojos » 4

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El atestado hacía agua por todas partes. Por algún motivo que aún no acierto a adivinar, aunque tengo algunas ideas al respecto, el teniente me dejó echarle un vistazo con toda amabilidad, lo cual me sorprendió, y no soy una de esas personas que van por ahí sorprendiéndose. Según los últimos cambios en la ley, tenían que dejarme leer ese informe, pero lo habitual era que lo retrasaran lo máximo posible, que me dieran largas. Hacerlo antes de ver a mi hermano podía ser de gran ayuda y me ahorraría muchas preguntas incómodas y estériles.

Me senté en una mesa con el informe de tres páginas y lo leí someramente. Moncada permaneció detrás de mí.

La cosa se resumía en los siguientes hechos.

A las 06.45 se había recibido una llamada en el cuartel de la Guardia Civil de Robredo alertando de que había un hombre muerto en el interior de la sala privada del casino Gran Castilla. El autor de la llamada era un tal Aarón Freire, jefe de seguridad del casino.

A las 07.05 se presentaron en la citada sala cuatro agentes de la Benemérita. Leí los nombres, ninguno correspondía con el teniente Moncada. Al llegar al lugar de los hechos encontraron dentro de la sala a quince personas, que se describían a continuación con nombres completos y DNI. Seis de los presentes eran empleados del propio casino. Los nueve restantes constaban como «particulares», lo cual imagino que significaba que eran clientes. Entre estos nueve, estaba el nombre de Alejandro Tramel (este nombre estaba subrayado). Cuando se personó la Guardia Civil en la sala, Ale ya se encontraba esposado en una silla. Por lo visto, el jefe de seguridad del casino, el mismo que hizo la llamada, fue quien lo esposó, a la vista de que todos los indicios lo señalaban como culpable de la muerte de la víctima. Aarón Freire, tal y como averiguaría poco después, había sido comisario de Policía durante veinte años, y aunque ahora trabajaba en la empresa privada, seguía pensando que era el sheriff del lugar y que las cosas se hacían a su modo. Tal vez, aún no podía saberlo, el hecho de que hubieran esposado a mi hermano antes incluso de la llegada de la Guardia Civil podría favorecernos. Ya veríamos.

A las 07.10 se hizo un reconocimiento ocular del cuerpo inerte y sin vida de Bernardo Menéndez Pons en una pequeña sala contigua, un despacho multiuso de cuyas dimensiones, mobiliario y características se daba cuenta también en el informe. El fiambre presentaba tres golpes contundentes en la parte superior de la cabeza. Los tres denotaban una gran violencia. La parte superior occipital del cráneo estaba completamente hundida, lo que posiblemente le había causado la muerte. En el suelo del despacho, junto al cuerpo, había abundantes restos de sangre.

En este primer reconocimiento, a instancias del forense, se establecía que la muerte se había producido entre las 06.20, cuando la víctima había sido vista con vida por última vez por varios de los testigos presentes entrando en el despacho multiuso (adyacente a la sala privada de juego), donde todo indicaba que se había producido el asesinato, y las 06.43, hora a la que Menéndez Pons fue encontrado sin vida por Aarón Freire.

A las 07.15 el agente Pastor había localizado debajo de la mesa principal del despacho una estatuilla india de color gris. Es un objeto pesado, de unos treinta por treinta centímetros, que presentaba manchas de sangre. Podía ser el arma del crimen.

A las 07.18 entra en escena Moncada. Después de un reconocimiento general, ordena llevar a cabo un acordonamiento y precintado de la zona donde se encuentra el cuerpo y asigna al agente Luis Pastor la tarea de vigilar tanto el cuerpo como la presunta arma para que nadie se acerque hasta que llegase el forense y se levantara el correspondiente atestado.

Entre las 07.30 y las 08.45 se produce una primera ronda de interrogatorios a los presentes. Estos primeros interrogatorios suelen ser decisivos en muchos casos, y aunque yo aún no estaba en plenitud de facultades, no se me escapaba el hecho de que allí podría estar gran parte del meollo de todo este asunto. Los interrogados coinciden, en líneas generales, en los hechos que condujeron al incidente, y que se detallan a continuación. Aproximadamente a las 23.00 da comienzo una partida de póquer (modalidad holdem no limit 5/10) en la sala común del casino, en la cual participan numerosos jugadores durante varias horas. Alejandro Tramel está en ella desde el inicio y apuesta fuertes sumas, con suerte dispar, que lo llevan a perder una cantidad superior a los diez mil euros. La cuantía media de las apuestas va en aumento. El nombre y número de jugadores va variando, como suele ocurrir en estos casos. En torno a las 03.00 de la madrugada, el jefe de sala, señor Morenilla, invita al señor Tramel y a otros jugadores a continuar en la sala privada, a salvo de ojos indiscretos, dado el cariz que ha tomado. En un primer momento los jugadores, encabezados por el propio Tramel, declinan dicha invitación alegando que se encuentran muy a gusto en la sala principal. Un rato después el director del casino, señor Menéndez Pons, se persona en la mesa e invita de nuevo a los presentes a trasladarse a la sala privada. Se produce un primer intercambio de acusaciones veladas entre Tramel, Pons y uno de los crupieres, de nombre Sebastián Kowalczyk. Tras una conversación privada entre Menéndez Pons y Alejandro Tramel, este accede a trasladar la partida a la sala privada. El resto de los jugadores lo siguen sin poner ninguna objeción. Varios camareros y crupieres cooperan para trasladar las fichas de todos los participantes, habiendo acordado que no se disputaría una partida nueva, sino que sería una continuación de la misma en cuanto a las posiciones que ocupan los jugadores y los restos sobre la mesa. Tramel continúa perdiendo fuertes sumas y discute con varios de los presentes. Se señala un nuevo intercambio de palabras malsonantes con el señor Kowalczyk, al que Tramel acusa de traerle mala suerte, y solicita un cambio de crupier, petición que por supuesto es ignorada. A las 05.50 el señor Morenilla, acompañado de Menéndez Pons, entra en la sala privada para informar a los presentes de que en diez minutos se cerrará la mesa, así como las dependencias del casino. Tramel, secundado por alguno de los jugadores, protesta instando a Pons a alargar la partida dos o tres horas más. Esta petición es tajantemente denegada por el crupier, por el jefe de sala y por el propio director; la licencia del casino los obliga a cerrar todas las mesas de juego a las 06.00 y así se va a hacer. Tramel acusa a los presentes y en especial a Menéndez Pons de haberle estafado, de haberle preparado una encerrona, e insiste en prorrogar la partida para tener oportunidad de resarcirse. Levanta la voz profiriendo insultos. Se persona en la sala el jefe de seguridad del casino, señor Freire, y conmina al señor Tramel a tranquilizarse y no perder las formas, o se verá obligado a llamar a las autoridades. Los ánimos parecen relajarse. Durante el recuento final de fichas, el señor Morenilla en nombre del casino invita a todos los presentes a una consumición, que la mayoría acepta de buen grado. Con el ambiente más relajado, Pons le pide a Tramel que lo acompañe al despacho adyacente (sobre este punto, hay divergencias, pues tres testigos afirman que fue la víctima la que pidió a Tramel que lo siguiera, mientras que otros dos afirman lo contrario, que fue Tramel quien solicitó entrar en el despacho con Menéndez Pons; el resto de los presentes no están seguros o no lo escucharon). Unos minutos después, alrededor de las 06.40, Alejandro Tramel sale del despacho con el gesto demudado, no habla con ninguno de los presentes y va al cuarto de baño. Viendo su extraña actitud, el señor Freire entra de inmediato en el despacho y encuentra muerto al director del casino en el suelo. A continuación, Freire y otros empleados retienen a Tramel contra su voluntad y hacen la llamada a la Guardia Civil.

La cosa desde luego no pintaba bien. Sentí la presencia de Moncada detrás de mí, pero decidí no hacer ningún comentario y seguir leyendo.

A las 09.00 se procede a detener a Alejandro Tramel como principal sospechoso de la muerte de Bernardo Menéndez Pons, y es trasladado a las dependencias del cuartel de la Guardia Civil de Robredo. Se advierte al resto de los presentes en la sala del casino que serán llamados para declarar en los siguientes días como testigos, y que no abandonen bajo ningún concepto la comunidad de Madrid.

Entre las 09.30 y las 10.30 se procede a leer sus derechos al detenido y se le asigna un letrado provisional de oficio que no llega a personarse en el cuartel ante la prerrogativa ejercida por Alejandro Tramel de llamar y contratar a su propia abogada. Durante la espera en instalaciones policiales, se le provee al detenido de café y agua. Sin que medie pregunta ni interrogatorio alguno, el señor Tramel repite por su propia voluntad hasta en cuatro ocasiones: «Pons merecía morir». Dicha afirmación la hace en presencia de los agentes Pastor, Segura y Moncada.

Sin duda, esto último no era una confesión, ni mucho menos una prueba de autoinculpación que pudiera usarse en su contra durante el juicio.

Ahí terminaba el informe preliminar.

—¿Puedo hacer una copia ahora?

Moncada sonrió y cogió las tres páginas del atestado con mucha suavidad.

—Ya tendrá la copia cuando corresponda —dijo.

Asentí y me puse en pie.

Miré a Moncada. De nuevo intenté adivinar las razones por las que había sido tan amable conmigo, dejándome entrar sin documentación y permitiéndome leer aquel informe tan pronto. Tal vez quería que yo estuviera en deuda con él. Tal vez mi hermano le caía bien. Tal vez él también era jugador de póquer y había compartido más de una velada con mi hermano. O tal vez, y esto era lo más improbable, simplemente tenía un carácter colaborador.

Del informe se deducían varias cosas.

La primera, que mi hermano no había confesado. Al menos no directamente. «Pons merecía morir» no era ni de lejos una confesión de asesinato, y el teniente lo sabía perfectamente.

La segunda, que todos esos testigos no eran tales, ya que el asesinato se había cometido en un despacho adyacente al lugar donde se encontraban. En todo caso, eran testigos circunstanciales que habían visto al acusado entrar al lugar donde se había cometido supuestamente el crimen. Por mucho que hubiera pasado cinco años haciendo recursos de multas de tráfico, sabía perfectamente que la diferencia entre un testigo directo y uno circunstancial era muy grande.

Respiré profundamente.

—Ahora me gustaría ver a Alejandro Tramel —dije.

—Por supuesto —respondió el teniente—, para eso ha venido.

Cruzamos la puerta por la que él había salido, que a su vez daba a otra puerta más estrecha. Allí había un agente apostado.

—Abre —dijo Moncada.

El chico sacó un manojo de llaves y comenzó a manipular la cerradura.

—Le agradezco su colaboración, teniente —dije secamente intentando no añadir ni una sola palabra que no fuera necesaria, en parte porque nunca se me ha dado bien dar las gracias (ni tampoco decir «lo siento», dicho sea de paso), y en parte porque no quería decir ni una sola palabra de más.

—No hay de qué —dijo él—, al fin y al cabo, todos queremos lo mismo: que se haga justicia.

—Así es.

Miré de reojo a Moncada. Por algún motivo, me fijé en las canas de su barba. Me gustaban, me producían una cierta tranquilidad, me entraron ganas de agarrarlas, de hundir ambas manos en esa barba poblada y quedarme allí un buen rato, simplemente acariciándola. Por desgracia, no había tiempo para eso, por no mencionar lo poco apropiado que sería que la abogada defensora de un acusado de asesinato hiciera algo así con el teniente que llevaba el caso, seguramente sería malinterpretado y se volvería en mi contra. Hacer y decir cosas que se volvían en mi contra era, por así decirlo, otra de mis especialidades. Por si alguien aún no lo tiene claro, mis especialidades no son cosas que la gente en general aprecie a primera vista como tales.

La puerta se abrió. De su interior salía una luz azul blanquecina. Allí dentro estaría mi hermano, al que no veía desde hacía mucho tiempo, y al que para ser sincera tenía ganas de ver y abrazar y tal vez incluso disculparme por desaparecer de su vida, pero no en esa eventualidad, con una acusación de asesinato de por medio. El asunto es que estaba a punto de hacerlo y no se me ocurría ninguna manera de escabullirme. Di un paso al frente.

—Ah, otra cosa —dijo el teniente antes de que franqueara la puerta.

Me detuve.

—Absolutamente todo está grabado, incluyendo el asesinato en sí —musitó Moncada sin darle mayor importancia—. Como ya sabe, en el casino hay cámaras de seguridad que lo graban todo. Es una suerte, así podremos corroborar cada palabra dicha por los testigos, ¿no le parece?

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