Ana

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Segunda parte. Las manos » 10

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Tras la muerte de mi hermano, estuve lavándome las manos con jabón de brea durante treinta y dos días. En el cuarto de baño de mi casa. Seguramente realicé alguna otra actividad significativa durante ese tiempo, tengo recuerdos intermitentes.

La mañana del día treinta y tres p. A. (pos Alejandro) me levanté de la cama, crucé el pasillo en penumbra, arrastrando los pies, y entré en el cuarto de baño una vez más.

Abrí la estantería blanca detrás de la puerta. Había docenas de pequeños paquetes amontonados, cogí uno al azar y le quité el envoltorio de papel. Antes de tirarlo a la papelera, seguí el ritual de los últimos días y leí someramente la inscripción: «Brea de hulla natural, aceite de árbol de té, caléndula, jojoba, ricino, zanahoria, eucalipto, limón y emolientes curativos». Volví a leerlo. En voz alta. Como una jaculatoria. A continuación lo aplasté despacio en el interior de mi puño y lo tiré. Sin más, dejé correr el agua en el grifo y me froté con aquella pastilla de jabón como si nunca antes me hubiera lavado las manos, como si en esa acción pudiera encontrar el sentido de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, como si mi vida no se estuviera desmoronando delante de mis narices, justo en este preciso instante. Sentí un ligero alivio al restregar el jabón entre los dedos, al pasarlo por la palma y el dorso de la mano, tal vez no un gran consuelo, pero si conseguía que mi piel quedara completamente libre de gérmenes, de bacterias, de restos de cualquier cosa, si de verdad lo conseguía, eso significaría que tal vez algo bueno podía ocurrir. Estuve entretenida un buen rato en la tarea.

Observé mi rostro en el espejo. No me reconocí en la imagen, lo cual no era ninguna novedad. Pude percibir que mi respiración estaba algo acelerada cerca de la garganta. Había pasado más de un mes desde el suicidio de Alejandro, sin embargo no conseguía hacerme a la idea. Aunque no era la primera vez que perdía a un ser querido de la noche a la mañana, eso no me hizo sentir mejor.

Mis manos extremadamente limpias, pulcras, mis ojos enrojecidos, mis ojeras abultadas, mi respiración agitada, mi ausencia de emociones, todo aquel cúmulo de dolor se manifestó de nuevo en mi oído interno, afectando a mi equilibrio de forma intermitente desde que escuché la noticia en el tribunal.

Me agarré a la encimera de mármol, apreté los dedos sobre la superficie fría, rugosa, húmeda, y traté de mantenerme en pie; intuía que si me derrumbaba, si simplemente me dejaba llevar, no volvería a levantarme en mucho tiempo.

Mientras permanecía allí agarrada, escuché distorsionado el timbre de la puerta. Parecía venir de una dimensión lejana. No supuse nada, no hice ninguna elucubración, no pensé de quién podría tratarse, y no solo porque me daba exactamente igual, sino sobre todo porque mi atención estaba concentrada en aquel mármol al que estaba sujeta, temiendo que si lo soltaba lo más probable es que me desplomara. La intensidad del malestar pareció crecer, un eco interior que reverberaba en las paredes de mi cabeza y regresaba amplificado. La mezcla de pastillas, alcohol, insomnio, falta de comida sólida y total ausencia de movilidad podían ser la causa, quién sabe. Volví a escuchar el timbre de la puerta. Supe perfectamente lo que tenía que hacer. Agarré el jabón de brea y volví a frotar mis manos. Noté la hulla y la jojoba, fuera eso lo que fuera, penetrando en mis poros, o más bien visualicé la idea de que semejante cosa estaba ocurriendo, suponiendo que fuera posible. Cerré los ojos y froté con fuerza, tratando de alejar a través de esa pastilla de jabón la sensación de mareo, el timbre de la puerta, la falta de equilibrio, el malestar, todo.

Un murmullo que provenía del pasillo me hizo abrir los ojos.

Palabras pronunciadas en voz alta solo podían significar una cosa: personas, seres humanos en el interior de mi casa, en el pasillo, acercándose a la puerta de entrada, supongo que atraídos por esos timbrazos que volvían a sonar. Detuve mi actividad. El sonido de la puerta abriéndose me produjo cierta curiosidad, tal vez más seres humanos estuvieran entrando en mi piso, tal vez (y esperaba que no se tratara de eso bajo ningún concepto) esas personas incluso querrían hablar conmigo, mantener una conversación inteligible.

Más palabras que no acerté a descifrar llegaron desde el pasillo, seis letras fueron pronunciadas por alguno de los interlocutores y llegaron hasta el cuarto de baño, hasta mi oído, amortiguadas por un zumbido, pero con la suficiente nitidez como para entenderlas: «Tramel». Esas eran las seis letras. Apenas unos segundos después, otra persona repitió la misma palabra: «Tramel». Por si no fuera suficiente, una tercera vez: «Tramel». Dicha insistencia empezaba a resultar muy desagradable. Hubiera preferido no escucharlo, darle al botón de rebobinar y volver al momento en el que simplemente estábamos el jabón de brea y yo, nada más, también hubiera preferido que no hubiera gente en mi casa, ese tipo de personas que caminan, que hablan, que abren una puerta cuando llaman al timbre, hubiera preferido muchas cosas que ya no tenían remedio, cosas que no iban a ocurrir por mucho que las deseara.

El jabón permanecía entre mis manos, deslizándose con fruición, perdiendo de forma imperceptible su volumen.

Al cabo de un rato, dejaron de escucharse ruidos, palabras, pasos, puertas que se abrían y se cerraban, timbres. Solo me llegaba el sonido del agua cayendo del grifo. Me sentí reconfortada, el malestar habitual volvía a su sitio, sin interferencias.

No sé cuánto tiempo permanecí en el lavabo frotando, pero cuando quise darme cuenta, la pastilla había adelgazado notablemente.

Al salir, me aseguré de que no había nadie a la vista. Atravesé el pasillo en sigilo, doblé la esquina hacia mi habitación. Me sobresalté: frente a mi cuarto había dos figuras. Parecían estar esperándome, iban agarradas de la mano y me observaban sin expresión en el rostro.

—Ana, traer esto de juzgado —dijo una de las figuras mostrándome un sobre en su mano derecha.

Negué con la cabeza. No quería saber nada. No quería que me hablaran. Y por encima de todo, no quería pronunciar ni una palabra.

Pensé en dar media vuelta, regresar al baño. Sí, era la mejor solución. Calculé mentalmente cuál sería la manera más eficaz de hacerlo, tal vez retroceder unos pasos y después dar media vuelta sin previo aviso, inesperadamente, así no les daría tiempo a reaccionar, aunque debía tener cuidado de no tropezar, creía recordar que unos días antes había resbalado en ese mismo recodo del pasillo, me vino la imagen borrosa de mi propio cuerpo tendido en el suelo, inerte, quizá babeando, sin ganas siquiera de pedir ayuda. Debía evitar riesgos innecesarios. Sería mejor volverme sin prisa, muy lentamente, ofreciéndoles mi espalda, deslizarme lentamente, dejando clara mi intención de alejarme para que no hubiera dudas al respecto.

Mientras mi cabeza elaboraba el plan de huida, la otra figura avanzó de pronto y me agarró de la pierna sin previo aviso. El gesto me cogió desprevenida, emití algún tipo de leve gemido, como un animal indefenso. Bajé la vista, el que me tenía sujeta era un niño que apretaba mi pierna con fuerza.

—Ven aquí —le dijo con severidad la otra persona, a la que poco a poco pude identificar.

Se trataba de esa mujer rubia que deambulaba por mi casa y a la que de vez en cuando entreveía o escuchaba al fondo del pasillo o en la cocina. Seguramente también era la que algunas noches encendía la televisión, y casi con seguridad, la que hace un momento había abierto la puerta. Ahora estaba allí delante sujetando un sobre marrón con aparente preocupación y hablando al niño.

Pensé que me iba a desvanecer, en parte por la presión en mi rodilla, y en parte por el inesperado contacto de aquellas pequeñas manos sin lavar y seguramente llenas de bacterias sobre mi cuerpo.

—Que vengas —insistió la mujer.

Miré al niño con aprensión.

¿Por qué me agarraba así? ¿Es lo que hacen todos los niños a su edad o este quería algo en particular? ¿Aquello tenía algún significado?

Pensé en decir mis primeras palabras en muchos días: «Niño, largo».

Pero no lo hice.

No estaba preparada. Y posiblemente, no serviría de nada.

Opté por el lenguaje gestual, moví una mano adelante y atrás una o dos veces, con cierto vigor, mostrando claramente mi desacuerdo con la operación que estaba llevando a cabo.

Creo que no me entendió, porque apretó con más energía si cabe.

La mujer decidió tomar parte activa, levantó la voz y pronunció unas palabras extrañas, en un idioma secreto que únicamente aquel crío y ella conocían. Él le respondió a gritos y la mujer subió aún más el tono.

Sin dejar de hablar en ese misterioso idioma, que al no tener ningún sentido semántico adquiría una desagradable modulación sintáctica, se acercó al niño y lo separó con brusquedad de mi pierna. Él gritó y se resistió, al parecer no quería soltarme, a pesar de las palabras, a pesar de los gestos, y a pesar de los ligeros y continuos empujones de la mujer.

Pensé: ahora sí que me voy a caer al suelo. No hay duda.

—Perdona, Ana, perdona a nosotros —dijo la mujer muy contrariada.

Al fin arrancó de un manotazo al niño de mi pierna y lo sostuvo en vilo, bajo su brazo. Él no dejaba de protestar y de alargar las manos hacia mí. Pude ver que el niño también era rubio y que tenía unos enormes ojos que no dejaban de mirarme. Me vinieron de golpe algunas imágenes de ese crío durante las últimas semanas, tumbado a los pies de mi cama, o acariciando mi pelo en el sofá, era todo confuso, pero aquellos fogonazos se convirtieron en una palabra.

Un nombre se formó en mi mente.

—Martín —dije.

El niño detuvo su pataleo.

La mujer también se quedó quieta, inmóvil.

Ambos me observaron perplejos. Estaban asombrados de que yo hubiera hablado.

Es posible que se tratara de mi primera palabra en muchos días. Puede incluso que fuera mi primera palabra p. A.

Los tres nos quedamos en el pasillo disfrutando del momento. Con suavidad, intentando no romper la tensa armonía, por llamarla de algún modo, que se había producido. La mujer posó al niño en el suelo. No tendría más de dos o tres años, pero él también parecía consciente de que aquello que estaba ocurriendo era importante, de que quizá podría suponer un punto de inflexión en su relación conmigo, fuera del tipo que fuera.

Armada de valor, hice lo único de lo que fui capaz.

Repetí:

—Martín.

Al escuchar su nombre, el niño volvió a agarrar mi pierna como una lapa.

¿Otra vez? ¿Era lo mejor que sabía hacer?

Me arrepentí de haber abierto la boca, un súbito agotamiento se apoderó de mí, los párpados comenzaron a pesarme, unos puntos brillantes fueron apareciendo delante de mis ojos y el mareo regresó. En ese incipiente estado vegetativo que conocía muy bien empecé de nuevo a sentirme cómoda, sin moverme del sitio inicié por enésima vez un viaje de desconexión que me llevaría muy lejos de allí.

La mujer debió notarlo porque se acercó con el gesto demudado y levantó el sobre que sostenía en la mano. Lo plantó delante de mis narices.

—Ana, por favor, tú mira —dijo.

Y lo repitió:

—Por favor.

Si pretendía que leyera algún tipo de documento, estaba claro que su convivencia conmigo no le había servido de aprendizaje. Las últimas neuronas que aún permanecían despiertas en mi cabeza estaban a punto de desconectarse.

La mujer rubia gimoteó y pronunció de nuevo palabras en su extraño idioma. Creí adivinar una lágrima surcando su rostro. Mágicamente supe que aquella lágrima deslizándose era la señal definitiva.

Clic.

Cerré los ojos y mi cerebro desconectó definitivamente.

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