Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 88

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Miré el viejo reloj de la pared que yo misma había utilizado como referencia el día de la apertura del juicio oral. Marcaba exactamente las 16.22. Barrios estaba leyendo la documentación que tenía delante de él, ante la atenta mirada de todos los letrados y de Emiliano Santonja, que aguardaba sentado en su silla habitual detrás de nosotros. Sin la presencia del jurado ni de periodistas, la sala parecía algo desabrida esa tarde. El juez se tomó su tiempo para consultar todos los escritos, sin prisa alguna. Al contrario, pareció disfrutar con el silencio expectante que reinaba, dejando claro que era él quien marcaría el ritmo de aquella comparecencia inusual.

Crucé una mirada con Jordi Barver, por una vez habíamos hecho una petición conjunta al juez. Tras las maniobras de Santonja en el entramado societario de Gran Castilla, cuyos detalles no tenía ningún interés en conocer, el veterano abogado lo había apoyado en la firma del acuerdo, como era previsible. Por mi parte, no había recibido noticias de Cimadevilla, aunque algo me decía que muy pronto volvería a asomar la cabeza. Imagino que estaba muy ocupado tratando de sobrevivir (empresarialmente, se entiende, aunque tampoco habría apostado por su integridad física). Después de una intensa mañana de tiras y aflojas habíamos rubricado en una conocida notaría del barrio de Salamanca un exhaustivo contrato de cincuenta y tantas páginas. Y lo que era más importante, el dinero había sido transferido a la cuenta correspondiente y obraba en nuestro poder. Que pudieran disponer de aquella cantidad desorbitada en el plazo de solo unas horas era una muestra clara del tipo de sociedad con la que nos habíamos enfrentado, y también por supuesto de todo lo que allí había en juego.

Ahora estábamos en manos de Barrios; si por alguna razón se oponía a nuestra solicitud por aspectos procesales, todo lo que habíamos acordado se desmoronaría como un castillo de naipes.

—No me gusta —dijo el magistrado al fin, después de más de casi veinte minutos en silencio—. Es cierto que el juicio oral no ha concluido, pero han tenido meses para variar sus conclusiones, y en último extremo para llegar a un acuerdo que hubiera evitado muchos contratiempos. Incluyendo el trabajo que esta sala y los miembros del jurado han venido desarrollando. Debo afearles su conducta, señores letrados, el sistema de justicia no está al servicio de intereses particulares, como muy bien saben. En ocasiones parecen olvidarlo.

Era obvio que haber forzado las cosas hasta este límite no iba a satisfacer al magistrado, y si soy sincera, tampoco a mí. Pero nada de lo que había ocurrido durante este último año, absolutamente nada, ni tan siquiera el trato que habíamos cerrado in extremis, era algo de lo que me sintiera satisfecha ni mucho menos orgullosa. Como decía con frecuencia mi viejo para justificar todos los desbarajustes que había hecho a lo largo de su vida, las cosas se habían dado así.

—Dicho lo cual —prosiguió Barrios—, y leo textualmente la sentencia del Tribunal Constitucional 172/2008: «Si bien la forma prioritaria de satisfacción del derecho a la tutela judicial es la sentencia de fondo, que se pronuncie y decida sobre las pretensiones de las partes del proceso, nada obsta a que el proceso pueda concluir mediante otro tipo de resolución judicial configurada legalmente al efecto», especialmente si las partes están de acuerdo y se dan por satisfechas.

Carraspeó, tomando nota mental de lo que él mismo acababa de decidir y que se disponía a compartir con nosotros.

—No vamos a perder más tiempo con este asunto —continuó con cierta fatiga—. Atendiendo al artículo 782 en su punto primero de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y siendo unánime de sobreseimiento la solicitud por todas las partes acusadoras, se establece la obligación a este juez de acordarlo, y dictar el auto correspondiente…

Ya está. Se acabó. Ahora sí. A continuación vendría toda la jerigonza legalista, pero la cuestión es que se iba a dictar auto de sobreseimiento y eso daría carpetazo al juicio. El magistrado siguió hablando sobre la diferencia dentro del proceso entre la vía penal y la civil en este caso, sobre la compensación económica y moral que debía satisfacer plenamente a la querellante y de la que él debía ser garante, y acerca de muchas otras cuestiones que sin duda eran importantísimas y sustanciales, pero que yo (lo reconozco) dejé de escuchar.

Como ya había hecho en otras ocasiones, me distraje posando la mirada en el único ventanuco que había en aquella sala. Algo había captado completamente mi atención. Unos metros por encima de nuestras cabezas, un folio blanco había ido a parar justamente al exterior de esa pequeña ventana. Era una hoja aparentemente normal y corriente, que se había quedado pegada al cristal. No sé cuánto tiempo llevaba allí, pero hasta ese instante no me había fijado. Desde mi posición no se distinguía del todo, pero por el tipo de letra y la disposición de los párrafos parecía alguna clase de escrito jurídico (teniendo en cuenta el lugar donde nos encontrábamos, no sería raro). Entonces, y eso justamente es lo que había despertado mi interés, aquel folio se movió ligeramente. Primero se levantó una de las esquinas, de manera casi imperceptible, como si estuviera cogiendo fuerza para despegar. Después comenzó a ahuecarse por la parte central, luchando consigo mismo y tal vez desafiando la inercia del papel a quedarse adherido en el cristal. Hasta que por fin, de una vez por todas y tras varios intentos fallidos, salió volando. Lo cual solo podía significar una cosa: que se había levantado una ligera brisa. Contra todo pronóstico, a esas horas de la tarde del penúltimo día de agosto, y después de una ola de calor histórica, soplaba el viento. Pude ver el folio alejándose por el aire, sobre el edificio de la Audiencia Provincial, rumbo hacia la calle Santiago de Compostela. Era mucho aventurar, pero ese mismo viento quizá también se llevaría poco a poco la calima del desierto y todos podríamos respirar de una vez por todas.

—… el jurado será convocado por la letrada judicial en unos instantes —continuó el magistrado, poniendo en nuestro conocimiento cuáles iban a ser los siguientes pasos—, y después de agradecer sus servicios y tras las pertinentes explicaciones, procederé a su disolución con efectos inmediatos.

Eso terminaba de zanjarlo todo. Crucé una nueva mirada con Barver, ambos estábamos pensando en lo mismo. Cuál habría sido el veredicto. Qué habría respondido el jurado a las veintiocho preguntas si les hubiéramos dejado concluir la deliberación. Al menos yo, podría vivir sin tener la respuesta, no me iba a quitar el sueño saber si aquellas personas finalmente habrían inclinado la balanza hacia un lado u otro. Era verdad que Santonja podría haber acabado entre rejas por haberle arruinado la vida a Ale. Pero también existía la posibilidad de que fallaran a su favor y que no solo quedara libre, sino que además se le hubiera despejado el camino para seguir presionando, con más ahínco, a Helena. Bien pensado, puede que algún día me lo preguntara, más por la innata voracidad de la abogada que llevaba dentro de mí que no por verdadera necesidad. En realidad, ya no era de mi incumbencia. Pasado un tiempo prudencial, lo olvidaría, quedaría enterrado para siempre. Tenía buenas razones para preocuparme de otro asunto mucho más urgente. Algo que, si todo transcurría según lo previsto, estaba a punto de suceder en cualquier momento.

Eché un vistazo a la puerta de la sala con inquietud. No sé a qué estaban aguardando, tal vez a que Barrios diera por concluida la comparecencia o que hiciera un receso. No esperaba que entraran derribando la puerta de una patada, aunque tampoco habría estado mal, pero al menos sí una puesta en escena digna de lo que iba a ocurrir.

—Haremos ahora un descanso de aproximadamente cuarenta y cinco minutos —anunció el juez—, hasta que el jurado sea trasladado desde el hotel hasta la sala, donde será informado en presencia de los letrados. A continuación dictaré el auto correspondiente. Pueden retirarse, gracias.

Estuve a punto de hacer uso de la palabra con cualquier excusa para ganar algo de tiempo. Pero no fue necesario. Aún no se había puesto el magistrado en pie cuando se abrió la puerta y la auxiliar judicial entró en la sala con su habitual discreción, seguida de tres hombres, dos agentes de la Policía Nacional uniformados y un tipo con barba descuidada, vaqueros y americana raída al que había conocido tres días antes, justo después del segundo incidente. Todos nos volvimos hacia ellos con enorme curiosidad. Pude ver que Sofía y Concha y otros de los presentes, como Tomé o Arias, murmuraban algo. Yo presté toda la atención a lo que estaba ocurriendo, no me perdería aquello por nada del mundo.

La auxiliar susurró unas palabras al oído del juez, que asintió con gravedad, haciéndose cargo de la situación.

—Puede proceder, inspector —concedió Barrios sin vacilar.

El hombre de la americana y la barba se adelantó hacia nosotros, pasó por delante de la mesa y se plantó delante de Santonja, que permanecía en su asiento con las piernas cruzadas y la mirada ausente.

—Buenas tardes —dijo en un tono educado y sobrio—. ¿Es usted Emiliano Santonja Pereiro?

—Sí, soy yo… —respondió titubeando.

—Soy el inspector Javier Moraleda, de la Policía Judicial de Madrid —anunció—. Según me ha sido ordenado por el Juzgado de Instrucción Número 36 de plaza de Castilla, me veo obligado a proceder a su detención.

El rostro del gran Gengis Kan se desfiguró en pocos segundos. Todos, excepto el propio Santonja y yo misma, se habían puesto en pie, formando un pequeño remolino alrededor del acusado. Moraleda sacó una copia del auto de detención que había firmado el juez de instrucción Alfonso Heredia y se la entregó.

—Se le acusa del intento de asesinato de doña Ana Tramel Hidalgo —continuó el inspector—, como inductor, y por lo tanto autor material de dicho delito, según el artículo 139 del Código Penal. Se le acusa de conspirar y pagar al teniente de la Guardia Civil, el fallecido Santiago Moncada Rodríguez, para la comisión de asesinato, con el agravante de abuso de autoridad.

Barver le quitó de las manos a su cliente el papel que le había sido entregado.

—Esto es muy irregular —protestó airado.

—Por favor, apártense —dijo con severidad Moraleda, que parecía muy dispuesto a cumplir con su cometido le pesara a quien le pesara—. Señor Santonja, ahora los agentes de la Policía Nacional le van a esposar y va a ser usted trasladado a las dependencias del juzgado. Le informo que tiene usted derecho a guardar silencio, no declarando si no quiere hacerlo, a no contestar ninguna pregunta que le sea formulada, o a declarar solo ante el juez. Asimismo tiene derecho a no testificar contra sí mismo y a no confesarse culpable. También tiene derecho a designar abogado y a solicitar su presencia para que asista a las diligencias judiciales e intervenga en todo reconocimiento de identidad de que sea objeto. Si no designa usted abogado, se procederá al nombramiento de abogado de oficio.

—Qué tontería —intervino de nuevo Barver—, tiene aquí mismo una docena de abogados. Le repito que todo esto es muy irregular. Si quieren tomarle declaración al señor Santonja, no tienen más que solicitarlo…

—Y yo le repito que se aparte —dijo Moraleda muy serio, volviéndose hacia él y levantando la mano extendida en tono amenazante—. Tengo que leerle los derechos al detenido y llevármelo esposado. Y eso es exactamente lo que voy a hacer.

Yo permanecía sentada, con una mano sobre el collarín y la otra en la muleta que tenía junto a la silla, temía perder el equilibrio y caerme al suelo. Todo lo que había sucedido después de la muerte de Ale, absolutamente todo, había merecido la pena para llegar a este momento. Noté que la ansiedad se apoderaba de mí, al mismo tiempo que una sensación de vértigo. Aquello estaba sucediendo realmente.

Los dos policías nacionales se habían situado delante de mí, acercándose a instancias del inspector. Barver y el resto de abogados se amontonaban en pie sin dar su brazo a torcer. Entre la maraña de cuerpos encontré un hueco, una oquedad, podríamos decir. Y a través de ella crucé una mirada con Santonja. Tenía el gesto desencajado, me pareció que el sudor había desaparecido de su rostro, quizá se había quedado completamente helado, incapaz de transpirar. Él y yo sabíamos perfectamente lo que estaba ocurriendo, a diferencia de los demás, que solo podían intuirlo o tener una visión parcial de aquellos hechos. Nos separaban apenas tres metros de distancia. A pesar de la docena de personas que en mayor o menor medida se interponían entre nosotros, sostuvimos la mirada varios segundos, los ojos del uno clavados en los del otro. No había reproche, ni siquiera desprecio, ira, odio o cualquiera de las emociones que imaginaba que asomarían en ese momento. Por mi parte, lo único que había era la íntima y silenciosa satisfacción de haber sido capaz de encajar los golpes y seguir en pie para asistir a ese instante.

Se había armado un buen revuelo. Hubo algunos empujones, y de mi campo de visión desapareció Santonja, tapado por unos y otros. La voz de Moraleda se hizo oír en medio de todos.

—También tiene derecho a que se ponga en conocimiento del familiar o persona que desee el hecho de la detención —exclamó como si la proclamación de los derechos del detenido fuera una tarea sagrada que pensaba llevar a cabo contra viento y marea—, y el lugar de la custodia en que se halle en cada momento…

Aquel inspector tenía una voz profunda, autoritaria, y una barba tupida a la que agarrarse. Irremediablemente, por comparación, me vinieron a la cabeza otros hombres, agentes de la ley también, que habían irrumpido en mi vida no hace tanto tiempo y cuyas imágenes borré de inmediato. No me costó mucho imaginarme a Moraleda en la cama pegando berreos. Si mi memoria no me fallaba (no pondría la mano en el fuego), no había estado jamás, en el sentido bíblico, con uno de esos de la Policía Judicial, cosa que tendría que remediar en cuanto me fuera posible, aun a riesgo de cometer algún tipo de infracción disciplinaria.

Vi al fondo cómo Barrios abandonaba la sala circunspecto, dando la espalda a todo aquello. Y pude contemplar también a Concha, de pie junto a Sofía en el primer banco, contemplando la escena atónitas, atando cabos.

Había una tercera persona que permanecía sentada, aparte de Santonja y de mí. Por supuesto, se trataba de Helena. Tenía una expresión serena, daba la impresión de comprender todo lo que estaba ocurriendo, no necesitaba que nadie se lo explicara. Puede que lo entendiera incluso mejor que otros. El hombre que le había arrebatado a su marido iba a pagar por ello. Primero con dinero. Con muchísimo dinero. Pero no era suficiente. Las dos sabíamos muy bien que no había ninguna cantidad que compensara lo que había hecho Emiliano Santonja. Si aquello salía bien, también iba a pagar con su libertad, aunque fuera por un delito diferente. Se iba a enfrentar a un proceso en el que podrían caerle hasta veinte años. Se defendería con uñas y dientes. Emplearía todas sus armas dentro y fuera de la ley para evitarlo. Y quizá lo conseguiría, quién sabe. Sea como fuera, esa sería una batalla que otra persona tendría que librar. Yo había terminado. Declararía cuando me llamaran. Nada más. El juez y el fiscal correspondiente serían quienes se encargarían.

—Por último, tiene derecho a ser reconocido por el médico forense o su sustituto legal, y en su defecto por el médico del juzgado si así lo solicita —concluyó Moraleda satisfecho.

Aunque no pude verlo directamente, intuí por los ruidos, y por las voces de unos y otros, que los policías estaban poniendo en pie a Santonja y esposándolo.

—Le aseguro que no es necesario —intercedió Barver.

—Es la tercera y última vez que se lo digo —le soltó el inspector—, apártese. Por las buenas o por las malas.

Un instante después Emiliano Santonja, con las manos esposadas a la espalda, cruzó la sala sin abrir la boca, custodiado por tres agentes de la ley.

Se creó una ruidosa comitiva de abogados que los siguieron, dondequiera que se lo llevaran.

Todos salieron detrás excepto Esteban Pardo, el abogado de la compañía de seguros, que guardaba indolente sus cosas en un portafolios. Se tocó el diminuto bigote, movió la boca como si la cosa no fuera con él y me miró de reojo.

—Ha liado una buena —murmuró.

Era evidente que se dirigía a mí, aunque no me di por aludida. No había tenido ningún interés en aquel tipo gris y sinuoso durante el proceso, y mucho menos lo tenía ahora.

—Mire, le voy a dejar mis datos una vez más, si no le importa —insistió Pardo, poniendo una tarjeta de visita de su despacho sobre la mesa—. Respeto su decisión de retirarse de los juzgados, más ahora que se ha llevado un buen pellizco. Pero tal vez dentro de unos meses se aburra. Le garantizo que en la compañía valoraríamos mucho a alguien como usted. Por suerte, en el tema de los seguros hay mucho trabajo por hacer sin necesidad de pisar un tribunal. Creo que le sorprendería, no es lo que la gente se piensa.

—¿Me está haciendo una oferta de trabajo? —pregunté sorprendida.

—Bueno —se disculpó—, ya le dije durante la instrucción que yo estaba de su parte, siempre he simpatizado con usted. En mi humilde opinión, ha llevado todo este asunto con un aplomo encomiable. Y todo sea dicho, con una gran audacia. Su visión sería muy refrescante en nuestra compañía. No digo ahora, pero quizá más adelante. Tómese un tiempo y piénselo, a veces es bueno salir de nuestra zona de confort y arriesgarse.

Me habría reído si no fuera porque aquel tipo era un adulador de tres al cuarto sin ninguna gracia.

—Me parece, Pardo —respondí—, que tenemos un concepto muy distinto de lo que es el confort y el riesgo. Por otra parte, le puedo asegurar que si algún día decido regresar al derecho y volver a ejercer, cosa que dudo, será precisamente para enfrentarme a empresas como la suya. Representa usted todo aquello que más detesto, es aún peor que las corporaciones a las que da cobertura. Espero sinceramente no volver a encontrármelo nunca más en mi vida. Si un buen día me ve por la calle, o en un restaurante o en cualquier otro sitio, le pido por favor que no se acerque a mí, se lo suplico, no me salude.

—Entiendo que es una negativa —musitó.

—Es usted muy perspicaz.

Terminó de recoger y se alejó de allí sin despedirse. Pardo había dejado la tarjeta de visita a la vista. No sé si lo hizo por despiste, o porque a pesar de todo aún seguía albergando alguna esperanza acerca de la oferta que me había hecho. No perdí ni un segundo más pensando en ello.

Agarré la muleta, mis carpetas, y yo también me dispuse a salir. Helena, Sofía y Concha me estaban esperando junto a la bancada de la audiencia pública. Aún seguían estupefactas con la detención de Santonja. No les debía ninguna explicación, y de hecho no pensaba dársela. Simplemente había hecho lo que tenía que hacer. Nadie podía garantizar lo que iba a ser de aquel desgraciado, pero como mínimo iba a estar en serios apuros durante los próximos meses. Ojalá que el sistema funcionara por una vez y alguien como él acabara en prisión. Ya veríamos.

Me detuve al lado de ellas tres. La puerta estaba cerrada y no quedaba nadie más en la sala. Me pareció un momento tan oportuno como cualquier otro para mostrarles algo. Saqué mi teléfono móvil y busqué en la carpeta de documentos sonoros. De alguna forma y sin haberlo pretendido, en los últimos meses me había convertido a la fuerza en una experta en ese tipo de archivos. Localicé enseguida lo que buscaba. Tenía el nombre genérico de U-2908, en referencia al día y el mes en el que había sido grabado.

Las miré de soslayo y sin más le di al play.

Primero se escuchó una especie de interferencia, que era en realidad el ruido ambiente del exterior de la carretera y la ciudad al fondo. Después un sonido extemporáneo, como si alguien estuviera respirando agitadamente. Era yo misma. Tenía el micrófono pegado a la ropa, junto al pecho, y al calor endemoniado se le sumaban los nervios de quien no está acostumbrada a hacer algo así. Tras unos segundos, por fin empezó la conversación. La primera en hablar era yo. La otra persona, mi interlocutor, era fácil de reconocer.

Una última cosa antes de irnos, señor Santonja. Ya que usted me ha hecho algunas preguntas personales, yo también tengo curiosidad por un asunto.

Dígame.

¿Cuánto le pagó a Moncada para que acabara conmigo?

Mucho menos de lo que voy a pagarle ahora a usted. Moncada era barato, dadas las circunstancias.

La primera vez que el teniente me atacó en el aparcamiento, ¿también fue cosa suya?

También.

Si hubiera sabido que lo podíamos solucionar con dinero, los dos nos habríamos ahorrado muchos problemas. Buenas noches, señora Tramel.

Después de aquellas palabras de Santonja, que se perdían en la lejanía, le di al stop. No me pareció necesario que me escucharan vomitar hasta echar la bilis. Las tres estaban perplejas. Helena, sin previo aviso, me agarró de la mano. Resistí mi instinto natural de retirarla. Creo que era un gesto afectivo y de reconocimiento.

—No lanzaría las campanas al vuelo —dije tratando de desviar la atención, para quitarle hierro al asunto—. Tal vez este fragmento pueda llegar a valer una condena. Tal vez. Si los peritos dan por válida la grabación, si el juez admite la prueba en el sumario, si el fiscal sabe sacarle provecho, si los abogados de la defensa no lo echan por tierra con algún tecnicismo… Aún tienen que ocurrir muchas cosas. Las garantías de la justicia para los acusados son muy amplias. No soy yo quien me vaya a quejar por ello.

—Tú muy seria —dijo Helena sin soltarme la mano.

Bajé la vista, incómoda, sin saber cómo reaccionar. Por si fuera poco, posó también su otra mano sobre la mía. Me sentí indefensa. Sofía, y especialmente Concha, que conocía de sobra mi aversión a ese tipo de muestras de cariño, parecían disfrutar con aquello.

—Por si no te has dado cuenta —dijo Concha—, tu cuñada te está dando las gracias.

—No hace falta, de verdad —murmuré deseando cortar de una vez aquella situación empalagosa e innecesaria a todas luces.

—Después de todo, parece que no formamos un mal equipo —añadió Sofía ufana.

—Teniendo en cuenta que me habéis mentido y que habéis intentado cerrar un acuerdo a mis espaldas hasta el último segundo —respondí—, permitidme que ponga en duda el concepto de equipo.

—Sssssshhhhhh —dijo Helena.

—¿Me ha mandado callar la polaca? —pregunté sin dar crédito.

Ella asintió esbozando una ligera sonrisa.

—Tú hablar mucho siempre —replicó Helena.

—Eso no te lo voy a discutir.

No sé cuánto tiempo nos quedamos dentro de aquella sala, a solas. Las cuatro. Con la dulce viuda polaca sosteniendo mi mano entre las suyas. En silencio. Respirando. Sea como fuera, me pareció una eternidad.

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