Ana

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Segunda parte. Las manos » 22

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—Estáis invitadas —aseguró orgulloso el camarero, como si en gran parte fuera un logro suyo.

Señaló unos metros más allá, junto a la barra había dos chicos trajeados, sin corbata, con evidentes síntomas de haber ingerido una buena dosis de alcohol. Ambos nos sonrieron y levantaron sendos chupitos que contenían un líquido transparente, tal vez tequila o algún tipo de aguardiente. Sobre nuestra mesa alta el camarero había dejado otros dos chupitos idénticos.

Miré a los chicos con curiosidad, seguramente no llegaban a los treinta, tenían buen aspecto, en especial el alto entrado en carnes. Siempre he tenido debilidad por los hombres con unos kilos de más, me sentía cómoda y desacomplejada a su lado, y por otra parte me encantaba agarrar y pellizcar esos michelines, es una afición como otra cualquiera. Me sentí halagada, si con aquellas ojeras y sin apenas arreglarme aún podía atraer la atención de unos treintañeros, era buena señal. Quizá podíamos celebrar nuestro trato con esos dos, el juramento no decía nada en contra de los hombres y el sexo, que yo recordase.

—Llévese los chupitos, gracias —soltó Concha con el gesto torcido—. Lo siento, pero estamos en medio de una conversación privada.

—Sí, lléveselos —la secundé recuperando la compostura.

El camarero recogió los vasos sin hacer ningún comentario y volvió sobre sus pasos.

—Pobrecillos —murmuré—, parecían ilusionados.

Me fijé en la copa que había pedido Concha nada más llegar, la ginebra con ginger ale. Estaba intacta. Ni siquiera la había probado. No sabría explicarlo, pero me hizo sentir ligeramente incómoda. De nuevo, a causa de aquel gesto volvió la sensación de que mi amiga ocultaba cosas y que no eran necesariamente buenas.

—Esto no me resulta fácil —dijo ella como si tuviera algo atravesado que le costaba sacar.

—Soy toda oídos —traté de darle ánimos.

—Allá voy —confirmó—. Ya hemos hecho el trato. Ahora eres mi abogada y todo lo que te cuente pertenece al ámbito del secreto profesional.

—Por encima de todo somos amigas, y ahora socias también. Pero no te preocupes, si lo prefieres ahora estoy aquí como tu abogada. No usaré ninguna información que tú no desees.

Concha aflojó la tensión en el rostro.

—Esto no se lo he contado nunca a nadie, Ana. No sé cómo pudo suceder, pero ocurrió, te lo aseguro. Fue hace cinco años y medio. La pequeña Aitana había nacido poco antes y ya había vuelto a la oficina después de la baja maternal. Yo estaba en plena forma. Teníamos tres niñas preciosas y nuestro matrimonio parecía ir sobre ruedas. Sin embargo, Felipe perdió el trabajo y todo empezó a cambiar. Pasaba mucho tiempo en casa, meditabundo, taciturno, maldiciendo su suerte, la crisis había devastado la empresa para la que trabajaba y habían cerrado. De la noche a la mañana alguien con un altísimo prestigio profesional y muy bien pagado se había convertido en un parado. Se le agrió el carácter enseguida. Utilizó sus contactos para buscar otro empleo, pero nada se acercaba ni de lejos a sus pretensiones económicas ni de responsabilidad. Yo le ayudé también, incluso le ofrecí que se viniera conmigo a Promultas, pero yo creo que ni siquiera lo consideró.

—Al menos, no tendríais problemas de dinero…

—No, a decir verdad teníamos un buen colchón para aguantar todo el tiempo que fuera necesario, era más bien una cuestión de autoestima, lo cual me sorprendió bastante, no era el Felipe tranquilo y seguro que yo conocía, nada que ver. El asunto se prolongó, y después de unos meses en casa pasó a la siguiente fase. Discutía con todo el mundo, con la familia, con los amigos, incluso con las niñas. Un día cuando regresé de la oficina, me encontré a la chica que venía a limpiar llorando en la puerta. Al parecer Felipe le había gritado y la había echado de casa. Intenté hablar con él, pero me dijo que no quería volver a verla nunca más, que sabía perfectamente que nos robaba y que además era su casa y no tenía que dar ninguna explicación, si quería echar a alguien lo hacía y punto. Pensé que no lo decía en serio, así que me reí de su ocurrencia, la mera idea me pareció tan estrafalaria que di por hecho que era alguna clase de broma. Estábamos en la cocina. Mi risa le sacó de quicio y me ordenó que dejara de reírme. Por supuesto le contesté que me reiría siempre que quisiera. Se acercó a mí y lo hizo. No lo vi venir. Me dio una bofetada. Me quedé estupefacta, sin saber cómo reaccionar. Me empujó y me gritó y me dijo que siempre me creía superior, más lista, mejor persona. Siguió empujándome contra la pared. Estampó algunos objetos contra el suelo y se marchó.

Concha se detuvo para tomar aire. El ruido, la música, las voces a nuestro alrededor, todo había desaparecido. Solo estábamos ella y yo.

—Cuando se fue, recogí los platos atemorizada, sin saber qué debía sentir. Pensé en coger a las niñas y marcharme de casa. También pensé en denunciarle. Pero poco a poco me fui tranquilizando. Me dije que era la primera vez que ocurría algo así, que Felipe necesitaba mi ayuda, estaba pasando un mal momento, no podía tirar todo por la borda por un incidente aislado de apenas dos minutos. Regresó tarde aquella noche, yo ya estaba en la cama, aunque por supuesto no estaba durmiendo. Se tumbó a mi lado y me pidió disculpas llorando, suplicó que le perdonara, aseguró que nunca jamás volvería a ocurrir, que yo era lo que más quería en el mundo y que no sabía lo que le estaba pasando, nunca se había sentido así. Le abracé sin mucho convencimiento y por una vez tomé la decisión de no ser tan estricta como de costumbre, Felipe siempre había sido un buen padre y un buen compañero de viaje. Pero en las siguientes semanas las cosas fueron a peor. Me gritaba a la menor ocasión, casi por cualquier motivo, le molestaba todo. La casa se convirtió en un campo de minas, había que ir de puntillas por miedo a sus reacciones desmedidas. Las niñas percibían algo, aunque eran muy pequeñas. Y yo iba atemorizada. No sé cómo lo aguanté, ni por qué no me marché. Creo que cada día me decía a mí misma que era el último, que aquello tenía que cambiar o me iría, le dejaría de una vez por todas. También me repetía que las niñas adoraban a su padre y que no las iba a privar de él por una mala racha.

—¿Te siguió pegando?

No hacía falta que dijera nada, pude ver la respuesta en sus ojos.

—Sobre todo eran gritos, arranques de ira. No obedecía a un patrón determinado. Tenía algunas explosiones de violencia más fuertes que otras. Hasta que cruzó el límite, aproximadamente seis meses después. Era sábado por la mañana. Felipe llegó con el rostro desencajado de una supuestamente prometedora reunión de trabajo con dos excompañeros en el club de tenis. Nada más verlo supe que las cosas no habían ido bien y que se avecinaba tormenta. Las niñas estaban viendo la televisión, tiradas sobre la alfombra del salón. Cruzó sin saludar y emitiendo un par de gruñidos, prácticamente empujó a Rosa y Jimena cuando intentaron acercarse a él. Se encerró en nuestro cuarto un par de horas. Cuando salió preguntó a qué hora comeríamos. Le respondí que las niñas ya habían comido, que nosotros podíamos hacerlo cuando él quisiera. Jimena dijo que yo ya había comido con ellas, lo cual era cierto, lo había ocultado por si le sentaba mal. Eso desencadenó su ira. Empezó a preguntarme por qué le había mentido, que si le tenía miedo, que si opinaba que era un intransigente, y allí mismo me golpeó. Fueron dos golpes en el rostro con el puño cerrado, delante de las niñas. Resbalé con la alfombra y caí al suelo. Lo único que recuerdo con claridad es que las tres pequeñas empezaron a llorar y que yo las consolaba. Felipe había desaparecido. Un rato después hice las maletas y nos fuimos a casa de mi madre, que no me preguntó nada. Pensé que lo nuestro se había terminado para siempre, estaba decidida a denunciarle, pero siempre lo iba postergando. Me sentía culpable en parte y me preguntaba cómo me podía ocurrir algo así, me decía a mí misma que la violencia de género era algo que sufrían otras personas, con menos recursos, con menos preparación, eso no podía estar pasándome.

—¿No llegaste a denunciarle?

Mi amiga negó con la cabeza.

—Unas semanas más tarde, Felipe se presentó en casa de mi madre con regalos para las niñas. Me lo encontré allí cuando volví de trabajar, y aunque pensé decirle que se fuera inmediatamente si no quería que llamara a la Policía, fui incapaz. Tenías que haberle visto jugando con ellas aquella tarde, estaban tan contentas que todo lo demás me dio igual. Felipe y yo nos fuimos a cenar solos esa noche. Me pidió perdón de todas las formas que puedas imaginar, me contó que tenía trabajo de nuevo en una consultora importante, que la pesadilla había terminado, me aseguró que estaba arrepentido y asustado por todo lo que había pasado, que era como si un animal le hubiera poseído, que el de esos meses de atrás no era él. Sé que no hice bien, pero decidí creerle. Darle una nueva oportunidad. Todo volvió a la normalidad, Felipe volvió a ser el padre afectuoso, el compañero atento de siempre. La rutina regresó. Era como si esos seis meses de infierno jamás hubieran existido. Ninguno de los dos volvimos a mencionarlo. Por supuesto había algo subterráneo que se había roto para siempre, el sexo por ejemplo se convirtió en algo esporádico, casi en una obligación que cumplíamos como el que ficha al llegar a la oficina, otras muchas cosas tampoco pudieron recomponerse. Intenté volver a quererle, te prometo que lo intenté con todas mis fuerzas.

—Te creo.

¿Cómo era posible que yo no supiera nada de aquello? Hice un rápido cálculo mental. Las fechas coincidían con mi año de desconexión, los meses que había pasado completamente anestesiada y alejada del mundo, y en los que por lo que se ve me había perdido unas cuantas cosas. Como ya he dicho, fue la propia Concha la que me había sacado de mi letargo, recordé el día que se presentó en mi casa y me obligó a trabajar para Promultas. Me había arrastrado literalmente del sofá. Sabiendo ahora por lo que acababa de pasar ella, valoré aún más lo que había hecho por mí. Quería a esa mujer que tenía delante. En muchos sentidos me había salvado la vida. La admiración y el dolor que sentía por ella eran genuinos.

—Durante estos años no volvió a ocurrir nada, ni un incidente, ni una palabra fuera de tono, ni una mirada amenazadora. Nada. Todo fue bien, o mejor debería decir que todo fue apropiado. Hasta el otro día. Cuando descubrió que yo le engañaba, perdió otra vez los estribos.

Por lo que conocía de personas cercanas, los maltratadores siempre reincidían. Una vez que cruzaban la línea, era casi imposible que no la volvieran a atravesar. Más aún cuando les salía gratis su aberración, como en el caso de Felipe. Debería besar el suelo por donde su esposa pisaba. En lugar de ello, le había vuelto a pegar. No soy una persona violenta, pero, si hubiera tenido a Felipe delante de mí, creo que habría podido estrellar la botella de agua de Vichy en su cabeza. Habría sido muy capaz de hacerlo sin sentir ningún remordimiento. No creo que nadie deba tomarse la justicia por su mano, especialmente porque, si todos lo hiciéramos, esto sería una jungla. Pero no estoy hablando de que lo haga todo el mundo. Solo estoy hablando de hacerlo yo. Un golpe seco. Tal vez dos. O tres. Podía visualizar los diminutos cristales estallando en su cabeza.

Volví junto a Concha, aterricé de nuevo.

—Hace dos meses, una noche al salir de la ducha le encontré con mi teléfono móvil en la mano. Le pregunté qué estaba haciendo, le pedí que lo dejara de inmediato. Pero ya era demasiado tarde. Había encontrado unos mensajes comprometedores en mi buzón del hombre con el que me había acostado, mensajes que no había borrado por alguna razón. Pude ver en sus ojos que el animal había regresado, lo supe enseguida.

—¿Qué pasó?

—Forcejeamos, me arrancó la toalla de baño en la que iba envuelta y me empujó, me insultó y me dijo que era una traidora y una basura, y que iba a matarme. Estaba desnuda, indefensa, y él me golpeó con brusquedad. Le supliqué que dejara de pegarme, pero siguió haciéndolo hasta que se hartó. Llevaba puestos sus botines marrones. Me dio patadas en las piernas, en las costillas y en el abdomen. Pensé que me iba a matar. Cuando se cansó, me dejó allí tirada y se fue con el móvil. Me gritó que recogiera todo y que si le contaba a alguien lo que había pasado no volvería a ver nunca a mis hijas. Abrió la puerta y pude escuchar que llamaba a las niñas para llevárselas a cenar unas pizzas, ellas dieron saltos de alegría por la noticia. Antes de salir, Jimena le preguntó si yo no iba con ellos, Felipe le respondió que mamá estaba mala y que esta noche no venía. Eso fue todo. Se marcharon. Me dejó allí tirada en el suelo, magullada, sin ropa y con la sensación de que aquello era el fin del mundo. Pero no lo fue. No sé de dónde saqué las fuerzas. Me vestí como pude. Solo pensaba en salir de allí antes de que él regresara. Fui hasta el servicio de urgencias del hospital Virgen de la Luz, donde me atendió un médico de guardia muy diligente. Le conté que me había caído por las escaleras, cosa que no pareció creerse, me dijo que tendría que dar parte a la Policía. Después de las curas y las radiografías, tuve una charla con dos chicas de los servicios sociales, insistí en mi versión de los hechos y ahí quedó la cosa.

—¿Volviste con él?

—Pasé varias horas en el coche, dándole vueltas a todo. Se había preocupado de no golpearme en la cara, así que no tenía marcas a la vista. Al salir el sol, fui al despacho, anulé todas mis citas y estuve todo el día allí metida. Decidiendo qué era lo mejor para las niñas y para mí. Resolví cerrar la empresa, era algo que debía haber hecho hace tiempo. Y tal vez marcharme a otro sitio con mis hijas. Lejos de todo. No lo sé. No podía pensar con claridad.

—¿No le denunciaste?

—No quería que las niñas supieran que su padre era esa clase de persona, no quería hacerlas pasar por eso. No me digas que tenía que haberlo hecho, por favor. Hice lo que pude.

—¿Has vuelto a verlo?

—Regresé a casa casi veinticuatro horas después del incidente. Entonces fue cuando me encontré las dos maletas en conserjería y la cerradura cambiada. Durante ese día se había ocupado de contratar a Palmira y había iniciado los trámites para la demanda de divorcio, eso lo supe después. Se quedó mi teléfono con los mensajes, supongo que son la prueba de mi infidelidad.

—¿Cuándo fue esa última paliza, Concha?

—Unos días después de la muerte de Ale.

Otra vez había pasado lo mismo. Cuando ella más me había necesitado, yo no estaba disponible. Estaba en deuda con mi amiga. Y no solo por lo que había ocurrido en el último mes.

—Escúchame, por favor —dije con la mayor seguridad de la que fui capaz—. Entiendo perfectamente la dificultad de todo lo que me acabas de contar. No es comparable ni mucho menos, pero mi padre siempre fue violento en sus formas, en su comportamiento tiránico. Aunque él no llegó a ejercer la violencia física, al menos que yo sepa, no solo mantuvo asustada a mi madre durante todo su matrimonio, sino que mi hermano y yo vivimos nuestra infancia y adolescencia bajo una atmósfera irrespirable. Sé muy bien de lo que estás hablando. Permíteme que te ayude, te lo suplico. Vamos a denunciar a ese cabrón. Los delitos de hace cinco años y medio ya han prescrito, pero tiene que pagar por lo del otro día. Da igual lo que le dijeras al médico y a las de servicios sociales, estabas aterrorizada y no te atreviste a denunciarle. ¿Tienes una copia del informe de urgencias?

—Creo que sí.

—Muy bien. Sé que no va a ser fácil, pero tienes que contarle todo a la Policía y al juez. Absolutamente todo.

—Haré todo lo que me digas, salvo una cosa —dijo muy segura—. No voy a permitir que las niñas declaren. Ellas no saben nada.

—Sí que lo saben, fueron testigos directos de la paliza que te propinó hace años, y eso no se olvida. Pero no te preocupes, intentaremos que no declaren. No será necesario. Como mucho, el juez tendrá un encuentro privado con la mayor, ya sabes, una charla amistosa y privada.

—Jimena es muy sensible, está en una edad muy complicada. Lo va a pasar muy mal.

—Mira, Concha, no puedes borrar lo que ha sucedido. Tu marido es un grandísimo hijo de puta. Sería mucho mejor que no fuera así, pero desgraciadamente es lo que tenemos. Lo que sí puedes hacer es evitar que vuelva a hacerlo en el futuro, ni a ti, ni a ninguna otra mujer, ni por supuesto a tus hijas. Te lo repito: tienes que contarlo todo. Es la única manera. No vas a estar sola en esto.

Vi en su rostro que mi amiga estaba de acuerdo conmigo. No tenía una tarea fácil por delante.

—¿Queréis algo más?

La voz del camarero me sobresaltó. El local se había quedado medio vacío, ya ni siquiera estaban por allí los dos treintañeros ligones.

—La cuenta, por favor —respondí.

Fui dando un paseo con Concha hasta su coche. Me dijo que estaba durmiendo en un hotel. Eso teníamos que cambiarlo cuanto antes. Era ella quien debía ofrecer un hogar seguro y estable a las niñas, no su marido. Por lo que me explicó, la casa estaba a nombre de los dos. Él no tenía ningún derecho legal a dejarla en la calle y cambiar la cerradura. Teníamos que conseguir cuanto antes que Concha regresara allí y que el juez emitiera una orden de alejamiento provisional contra Felipe. Eso era lo más urgente. Si quería jugar duro, lo íbamos a hacer. Estaba deseando confrontar a ese malnacido con la realidad.

Antes de despedirnos, Concha se volvió hacia mí.

—No sé qué pensarás de mí, Ana. Estoy avergonzada. Me he comportado como una cobarde, tenía que haber parado todo esto hace mucho tiempo.

—La única persona aquí que debe estar avergonzada es tu marido. Y ya que sacas el tema, te diré lo que pienso de ti: que eres una madre estupenda, una mujer valiente y la mejor amiga que una puede tener. Te lo digo con el corazón en la mano. Sabes que no me gustan las cursilerías, así que no te lo voy a repetir.

—Sí que te gustan. En el fondo, eres una sentimental.

—Vete a la mierda.

Concha abrió la puerta de su coche. Esa habría sido una buena manera de despedirnos por esa noche. En mi opinión, una manera perfecta incluso. Pero no fue así. Lo más gordo estaba por llegar.

—Antes has dicho que tendré que contarle todo a la Policía y al juez —murmuró Concha—. Sé que tienes razón. Hay una cosa que aún no te he dicho. Te recuerdo el juramento que has hecho. No puedes abandonar. Pase lo que pase.

—Me estás acojonando.

—Se trata de ese otro hombre. Con el que me acosté cuatro veces. Con el que engañé a Felipe.

—¿Qué le pasa?

—Que tú lo conoces. No me había atrevido a decírtelo.

Cada vez hacía más frío. Observé el vaho saliendo de la boca de Concha cuando hablaba. Desde bien pequeña, aquello siempre me había parecido un misterio inexplicable.

—¿Quién es?

—Ale. Tu hermano.

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