Ana

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Segunda parte. Las manos » 24

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—Resano, María Dolores Resano —dije en un tono firme para que la guardia de seguridad pudiera oírme claramente—. Tengo una comparecencia con la juez a las nueve.

—Por favor, deje todos los objetos metálicos en la bandeja y pase por el arco —respondió la guardia sin levantar la vista del ordenador donde debía estar tecleando mis datos.

Los abogados que intervienen en una causa no tienen que pasar por el detector de metales, pero al parecer aquella guardia había decidido cambiar las normas a su antojo. No iba a malgastar mis energías antes de empezar, así que crucé por el detector sin rechistar. Unos segundos después recuperé mi bolso y enfilé las escaleras, la vista tendría lugar en el primer piso.

A diferencia de muchos otros juzgados, aquel edificio estaba en buenas condiciones, era una construcción del nuevo milenio, y aún no había sufrido demasiados deterioros. La violencia sobre las mujeres no era algo nuevo, aunque sí lo eran los juzgados especializados. Tras miles de años, no estaba mal que hubiese unos cuantos lugares dedicados a evitarla. El mero hecho de su existencia era un paso, aunque por supuesto insuficiente, y más lento de lo deseable.

La juez Resano era una profesional diligente, aburrida y quisquillosa por lo que yo sabía. Nos conocíamos de la época en la que ella trabajaba en plaza de Castilla, donde había instruido algunos casos penales conmigo sentada en la parte de la defensa. Siempre nos habíamos entendido razonablemente bien, y aunque teníamos métodos y caracteres opuestos, eso no había impedido que colaborásemos cada vez que había sido necesario. Que yo recordase, solo habíamos tenido un encontronazo a propósito de un homicidio múltiple que tuvo mucha repercusión mediática por las implicaciones de ciertos personajes famosos; yo había desatascado el caso, y en lugar de agradecérmelo, ella se lo había tomado mal. La cosa no había ido a mayores. En líneas generales, en lo profesional tenía una buena consideración de aquella mujer y daba por hecho que era algo recíproco. Otra cosa era en el terreno personal, digamos que no éramos amigas, ni teníamos intención de serlo.

Lo importante es que cuando recibió mi petición de una comparecencia con carácter urgente, junto a la denuncia y la solicitud de protección, la había aceptado sin poner objeciones. Por desgracia, los casos de violencia machista eran delitos con una peculiaridad que los hacía únicos: el agresor y la víctima se conocen, tienen un fuerte lazo afectivo, y no solo eso, sino que conviven, con frecuencia tienen hijos y toda clase de vínculos de primer orden como el hogar común. Por eso los jueces no suelen arriesgarse.

Al doblar el pasillo, sentí un cosquilleo en el estómago. Aquello era lo más parecido a un verdadero juicio desde hacía cinco años, ocho meses y doce días. No es que contara el tiempo desde mi última aparición en un tribunal, pero tampoco podía quitármelo de la cabeza. Vi a Concha sentada en un banco junto a la puerta de entrada a la sala, apoyada en el respaldo con los ojos muy abiertos, como si tuviera miedo a quedarse dormida y perderse algo. A su lado, Sofía repasaba papeles. Al verme, ambas se pusieron en pie.

—¿Cómo funciona exactamente el procedimiento? —me preguntó Concha directamente, sin saludar.

—Ya se lo he explicado yo —intervino Sofía.

Meneé la cabeza cariñosamente tratando de tranquilizar a mi amiga.

—Es una comparecencia por vía urgente —dije en un tono pausado—. Declaráis los dos y la juez toma una serie de medidas cautelares, por así decirlo, entre otras un posible juicio rápido. Nada dramático ni efectista.

—Eso ya lo sé —respondió Concha alterada—, soy mejor abogada que vosotras dos juntas. Lo que quiero saber es si no existe una forma de hacer mi declaración sin tener que ver la cara a Felipe. Cuanto más lo pienso, más me revuelve el estómago tener que hablar de todo esto con él delante.

Sofía y yo intercambiamos un cruce de miradas. Era normal que Concha estuviese asustada. Yo también lo estaría en su lugar. Sin embargo, justamente la clave de esa comparecencia era el careo entre el supuesto agresor y la víctima, sin eso sería mucho más difícil que la magistrada tomase medidas.

—Es rápido —fue todo lo que acerté a decir.

Se escuchó el ruido de unos tacones afilados subiendo las escaleras con cierta premura. Había bastante ajetreo a esas horas. Sin embargo, esos tacones se oían nítidamente, su sonido sobresalía entre el rumor de pisadas, conversaciones, llamadas y papeleos que inundaban el edificio. Las tres nos quedamos en silencio, esperando que los tacones llegaran hasta nosotras. Yo estaba de espaldas, pero no necesité darme la vuelta para saber a quién pertenecían ni qué estaba ocurriendo detrás de mí, a escasos metros. Pude ver en el rostro de Concha, en su expresión ahogada, quién estaba llegando a la puerta de la sala: Felipe. Acompañado de su abogada, la propietaria de los tacones.

—Buenos días, señoras —dijo una voz grave de mujer, una voz que había escuchado en varias ocasiones durante una de las peores épocas de mi vida: mi divorcio—. Si están listas, creo que deberíamos entrar, tal vez podamos ganar algo de tiempo.

—No nos han llamado aún —explicó Sofía diligente—. Quedan unos minutos para las nueve.

—Ya, bueno —dijo ella—, que yo sepa nunca han multado a un abogado por exceso de puntualidad.

Palmira Jiménez, una de las mayores especialistas en divorcios y casos de familia del país, abrió las puertas de la sala con ambas manos y entró seguida de su cliente. No se puede entrar en una sala de vistas sin que te llamen, eso lo sabe cualquiera. Pero las normas de este mundo no estaban hechas para Palmira. Yo permanecía de espaldas, apenas los vi pasar de refilón. Lo suficiente para intuir el abrigo gris marengo de Felipe, un abrigo que en otras ocasiones le daba, a mis ojos, un aspecto elegante, y que sin embargo aquella mañana me dio la impresión de haberse convertido en un disfraz oscuro con el que mostrar una calculada sobriedad.

Aunque oficialmente no fuera así, la comparecencia (o al menos el movimiento de las primeras fichas) había comenzado.

Tuve que hacer un ejercicio de contención y respirar hondo para no decirle a Felipe a la cara lo que pensaba de su comportamiento, para no empujarlo contra la pared del descansillo, contra los números de las comparecencias que se iban a resolver en la sala y que se amontonaban en una especie de pizarra con fichas móviles. Tuve que hacer un esfuerzo para no soltar un bufido al sentir su presencia. Soy una gran soltadora de bufidos llegado el caso, pero no parecía que esa fuera una buena estrategia para arrancar la jornada. Recordé que no era el marido de mi amiga, ni el padre de tres niñas a las que conocía muy bien y a las que adoraba, ni siquiera el hombre que hacía unas suculentas chuletas en la parrilla y que después fregaba todo con paciencia. Nada de eso. Era únicamente un desgraciado que había maltratado a mi cliente. Y le iba a hacer pagar por ello.

Ignorando completamente la entrada triunfal que había hecho Palmira, marcando territorio desde el primer segundo, le hice un gesto a Sofía y nosotras también nos dispusimos a entrar en la sala.

La nuestra era la primera comparecencia del día. El secretario y el agente judicial aún estaban tomando posiciones. También había un puesto para la Policía Nacional que permanecía vacío. Me quedé unos segundos en la puerta, observando el sitio, tan impersonal como cualquier otro juzgado patrio. Los bancos dispuestos en fila, los ventanucos alargados, las mesas desnudas, la luz mortecina. Por una pequeña puerta del fondo entró la juez Resano, la reconocí de inmediato, aunque había envejecido más de lo que me imaginaba. Tal vez ella opinó lo mismo al verme, no pensaba preguntárselo. Iba acompañada de un joven rubio trajeado que sonreía y le cuchicheaba algo al oído, perfectamente podría ser su hijo. Ella simplemente le escuchaba y asentía ligeramente, su pelo gris corto le daba un aire solemne a la magistrada, por decirlo de algún modo. En definitiva, seguía siendo la misma avinagrada de siempre, pero con unos años más.

Me acerqué a mi sitio en la mesa izquierda, junto a Sofía y Concha. Sin sentarme, saqué las cosas de mi cartera con cuidado, sin prisa, esperando la ocasión oportuna de saludar a Resano, no quería romper el protocolo, pero tampoco parecer una maleducada después de tantos años. La juez no me dio ocasión, ni siquiera echó un vistazo hacia la sala cuando ocupó su silla, simplemente sacó sus gafas y leyó algunos documentos que estaban allí aguardándola. Miré impaciente, esperando decir «Buenos días, María Dolores», o al menos «¿Cómo está, señora juez?». Sin embargo, no encontré el momento. Sofía tiró discretamente de mi manga, como si necesitara decirme algo, pero no quería perderme el primer contacto visual con Resano, no quería que me pillara por sorpresa, así que le hice un gesto a mi ayudante para que esperase, fuera lo que fuera lo que me tenía que decir. El silencio se adueñó de la sala, todos los presentes parecían saber qué debían hacer y no era necesario que nadie diera unas instrucciones en voz alta o algo por el estilo. Me llamó la atención que el hombre rubio trajeado tomara asiento dos metros más allá, en el banco de la Fiscalía. Al percatarse de que lo estaba observando me hizo un gesto con la cabeza que yo interpreté como amigable. Se supone que ambos estábamos en el mismo bando. No sé por qué, la familiaridad del hombre con la juez, así como su corte de pelo y sonrisas perfectos despertaron en mí un cierto recelo, totalmente infundado y sin ninguna base. Aquella comparecencia era un trámite sencillo, no tenía por qué haber ningún problema y mucho menos entre el fiscal y yo. Por otra parte, reconozco que el hecho de que la mayor parte de las personas que estábamos en aquella sala fuésemos mujeres me llenó de una cierta confianza, algo bueno estaba ocurriendo si el sistema judicial poco a poco iba recayendo cada vez más en manos del sexo femenino. Ese gozo se iba a disipar muy pronto.

—Buenos días, señora Tramel, hacía mucho tiempo desde la última vez —soltó la juez sin previo aviso y sin mirarme aún. Seguía ojeando los documentos que le habían dejado sobre la mesa.

—Buenos días, señoría —respondí.

Iba a decir algo más, quería ser amable, tal vez decirle que era un placer volver a verla aunque fuera en unas circunstancias desafortunadas. Pero Resano continuó hablando sin levantar la vista de los papeles.

—Me gustaría llamarle la atención sobre tres puntos —dijo—. El primero es que el hecho de que esto sea una comparecencia por vía de urgencia no le exime del uso de la toga, señora Tramel, si se ha percatado todos en la sala la llevamos. No tiene nada que ver con la normativa vigente, sino conmigo. Es una tradición de gran abolengo que en esta sala apreciamos mucho, y aunque la excepcionalidad de los trámites de urgencia suele ser causa común en los tribunales, en mi sala es de uso obligatorio. Como me consta que lleva un tiempo alejada de la primera línea, y en concreto de mi jurisdicción, por así decirlo, lo saldaremos con una pequeña sanción administrativa, sin mayor trascendencia. Espero, no obstante, que no vuelva a repetirse.

—Sí, señoría —respondí—, quiero decir que no, que por supuesto no volverá a repetirse.

Todo el mundo sabe que no se lleva toga en una comparecencia de este tipo, y en cualquier caso los oficiales del juzgado no me habían dicho nada.

Me fijé en Palmira, en el guaperas de la Fiscalía, en la propia magistrada, todos se habían puesto su respectiva toga negra, no sé cuándo lo habían hecho, pero la llevaban encima. Me sentí desnuda. Aquello no era empezar de la mejor manera precisamente. Adoro la toga, la llevaría a todas horas, para cenar, para ir al cine, por supuesto para follar (era algo que había hecho en más de una ocasión), y si no la llevaba aquel día no era por falta de respeto ni por descuido, sino porque efectivamente al tratarse de una vista previa pensé que no sería necesaria.

—El segundo punto es que le agradecería que se sentara de una vez —prosiguió Resano—. Ignoro por qué motivo permanece de pie, si es que está usted esperando un aplauso por su regreso a los tribunales, o es que tiene algún problema físico de algún tipo, pero haga el favor de tomar asiento al igual que hemos hecho el resto de los comparecientes en esta sala.

Pudieron escucharse algunas risas y murmullos. A pesar de que no éramos más de una docena de personas, tuve la sensación de que estaba haciendo el ridículo y de que María Dolores Resano tenía ganas de divertirse un rato a mi costa. Para no empeorar las cosas, decidí sentarme en silencio, sin decir nada. Estaba claro que Resano quería hacerme pagar mis viejos pecados de juventud.

—El tercer punto sobre el que me gustaría llamar su atención, letrada, es que en este caso no me gusta nada la demanda de comparecencia por la vía de urgencia —soltó Resano, y ahora sí por fin me miró directamente a los ojos—. La demandante ha presentado hace unas horas una denuncia sobre un supuesto maltrato que se produjo hace más de un mes. Y teniendo en cuenta que no comparte domicilio conyugal con el demandado, no termino de ver por ninguna parte la urgencia de este asunto. Le seré franca, me tomo muy en serio la violencia contra las mujeres, despacho a diario casos muy graves, y le aseguro que sé distinguir muy bien cuándo se trata de un caso urgente o cuándo puede esperar al procedimiento ordinario.

A todas luces aquel comentario de la magistrada suponía prejuzgar el caso, pero preferí callármelo.

—Si no comparten domicilio conyugal es porque el demandado ha echado a la calle y por la fuerza a mi cliente —protesté.

Resano me cortó de nuevo, impidiéndome continuar.

—No se atreva a interrumpirme cuando yo esté hablando —espetó—. Si se ha fijado bien, aquí no hay periodistas ni cámaras de televisión, ni público para sus métodos poco ortodoxos, esto es un pequeño y discreto juzgado donde los fuegos artificiales no son bienvenidos, aquí nos ceñimos únicamente a la ley, así que le advierto que a la menor señal de falta de respeto y de seriedad, le apercibiré con un expediente disciplinario. ¿Ha quedado claro?

Concha me miró con pánico. Sofía no sabía dónde meterse. Por el contrario, al otro lado de la mesa, Palmira parecía disfrutar.

—¿Ha quedado claro, señora Tramel? —volvió a preguntar.

—Clarísimo, señoría —respondí.

Aquella mujer no me odiaba por un viejo caso, ni por una disputa en los tribunales, ni por mi modo de comportarme en los juzgados. Era por una razón muy distinta. Lo diré directamente y sin rodeos: me había acostado con su marido varios años atrás. Estaba convencida de que ella no lo sabía, pero acababa de comprender que estaba equivocada: lo sabía y estaba dispuesta a vengarse. Lo cual, si se me permite la expresión, era una majadería. El único que le mintió y la engañó fue su esposo. No yo. Y si alguien tenía que pagar por ello era el bueno de Adolfo, su marido, un juez algo soso cuando portaba la toga, pero mucho más interesante en las distancias cortas cuando se la quitaba, con el que había tenido una esporádica aventura de apenas un mes. En mi descarga diré que él faltó a la verdad y me aseguró desde el principio que estaba en proceso de separación, yo decidí creerle (tampoco hice mucho esfuerzo por asegurarme sobre la veracidad de sus afirmaciones, no nos engañemos, simplemente dejé que las cosas ocurrieran). Este asunto podría ser causa suficiente para solicitar la recusación de Resano. Pero eso solo traería más retrasos, y no necesariamente un juez más favorable a mis intereses. Al fin y al cabo, no creo que ella quisiera airear los trapos sucios de su matrimonio, e incluso esto podría jugar a mi favor. Por otra parte, y bien pensado, Adolfo ya tenía su castigo si es que aún continuaba casado con ella.

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