Ana

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Segunda parte. Las manos » 29

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La hiedra serpenteaba por la vieja fachada, colándose por algunas grietas, abriéndose camino entre la pintura blanca cuarteada en algunos tramos. Desde fuera solo podía entreverse el primer piso, que constaba de cuatro ventanas amplias, con las persianas echadas; la valla de cemento que delimitaba todo el perímetro impedía ver siquiera la planta baja. Una puerta metálica verde oscura parecía ser el único acceso a la vivienda, que daba la impresión de tener un jardín, o un patio, a juzgar por la higuera que asomaba. Estaba oscureciendo y las farolas de la calle acababan de encenderse.

—Alfredo Friman, cincuenta y cuatro años, nacido en Buenos Aires, aunque lleva toda su vida en España, ciento treinta kilos de colesterol andante, alias el Argentino. Divorciado tres veces. Cuatro hijos. Actualmente casado con una chica dominicana de veinticuatro años. Detenido en diversas ocasiones por blanqueo de capitales, por juego ilegal y por amaño de carreras.

—¿Carreras de caballos? —pregunté curiosa.

—De galgos —me corrigió Eme.

—¿Siguen existiendo las carreras de galgos?

—Cualquier excusa es buena para apostar.

Estábamos en el interior del Chevrolet de Eme, aparcados a unos treinta metros de un viejo y aparentemente destartalado chalé en la carretera de Barcelona, apenas a tres kilómetros por el desvío hacia La Piovera. A simple vista, era un chalé más entre las docenas de semiadosados de aquella urbanización. No tenía nada de particular, ni demasiado grande, ni demasiado nuevo, únicamente un detalle podía distinguirlo del resto. Un hombre menudo, con gafas, provisto de un chubasquero, leía el periódico distraídamente junto a la puerta de entrada. Nada del otro mundo para el que no supiera lo que había allí dentro.

—Es el aparcacoches, seguridad y chico de los recados cuando la ocasión lo requiere —explicó Eme señalando al tipo del periódico—. Trabaja para Friman.

—Ya estoy deseando conocerlo —dije.

—No es alguien a quien invitaría a cenar en Nochebuena —respondió mi investigador—. Hace tres años me topé con Alfredo Friman por un caso de extorsión a un empresario, un antiguo cliente. No puedo darte detalles, pero te aseguro que no se anda con bromas cuando alguien le debe dinero.

—Yo no le debo nada.

—Mucho mejor. Es uno de los «caseros» más conocidos y veteranos de Madrid, para bien o para mal todos le respetan en el mundillo. Fuma tres paquetes de Ducados al día, come sin parar, es adicto a las jovencitas, dicen que desayuna café con Viagra cada mañana. Gana muchísimo dinero, pero tiene un pequeño problemilla: está enganchado al juego. Todo lo que gana lo pierde apostando.

—¿Friman es ludópata? —pregunté desconcertada—. Creía que para alguien como él se trataba de puro negocio, que no jugaba, no apostaba, igual que los dealers: no consumen las sustancias con las que trafican.

—Ese tío es más ludópata que todos sus clientes juntos. Es un saco de adicciones. Si puede engañarte, lo hará sin pestañear. Vendería a su familia para poder seguir jugando. Por cierto, es corredor de apuestas.

—¿Eso qué significa?

—Que si quieres apostar a cualquier deporte, a cualquier hora del día, sin pasar por el fisco, él es tu hombre. Mucha gente apuesta con él, en negro, por supuesto. Mueve cantidades industriales de dinero.

—Pensaba que esas cosas solo existían en las películas de serie B.

—En Madrid hoy, y solo te estoy hablando de las que yo conozco, hay más de veinte partidas ilegales funcionando. Además de jugar al póquer, en casi todas ellas puedes también apostar al fútbol, tenis, baloncesto…, galgos. A cualquier cosa.

—¿Por qué no sabemos nada de esto el común de los mortales?

Eme hizo un gesto de fastidio, como si mi pregunta le molestara.

—Qué quieres que te diga, Ana. No se anuncian en televisión precisamente. Aquí funciona el boca a boca. Solo puedes jugar si conoces a alguien. Piensa que normalmente los jugadores suelen jugar a crédito, basado única y exclusivamente en la palabra de cada uno de ellos.

—Demasiado riesgo, ¿no?

—Arriesgado, ilegal y peligroso. Supongo que esa es la gracia, yo qué sé.

Miré de nuevo la fachada del chalé. Si hubiera pasado por aquella calle un millón de veces, jamás habría podido imaginar que detrás de esa valla se estaba jugando una de las partidas más fuertes de la ciudad. Por lo que ahora sabía, Gerardo llevaba allí dentro casi veinticuatro horas ininterrumpidas. Lo más probable es que no estuviera en sus mejores condiciones.

—¿Debo saber algo más antes de entrar?

—En mi opinión, no es buena idea que cruces esa puerta. Yo no te puedo acompañar. Suponiendo que te dejen entrar, desde luego no lo harán si vas acompañada de un guardaespaldas. Me imagino que no puedo convencerte de que no lo hagas.

—Tengo que sacar de ahí al chico.

Eme asintió.

—Cuando estés dentro, no te olvides en ningún momento de que todo lo que ocurre entre esas cuatro paredes es ilegal.

—No lo olvidaré.

—No sé si te servirá de algo, pero aunque no vayas a jugar recuerda también las dos reglas básicas del jugador novato: uno, nunca pidas dinero a nadie. Dos, nunca prestes dinero a nadie. Aplícate el cuento en el sentido más amplio. No te comprometas, ni siquiera verbalmente, a algo que no vayas a poder cumplir.

—Gracias.

Bajé del cuatro por cuatro y miré a Eme una última vez antes de acercarme al chalé del Argentino.

—¿Mi hermano también jugaba aquí?

—Eso dicen. Si quieres, puedo investigarlo.

Asentí levemente, cerré la puerta y me alejé del vehículo. Apenas di tres pasos en dirección a la casa cuando pude ver que el peculiar portero levantó la vista y me observó por encima del periódico. Avancé decidida. Tenía curiosidad. Un poco de ansiedad también. Y para ser sincera, algo de miedo. Miré a ambos lados de la calzada y crucé tratando de mostrar un aire distraído, como si aquello fuera algo que hacía todos los días. Pensé en las distintas posibilidades de lo que me iba a encontrar en el interior del chalé. Lo más probable es que Gerardo hubiera perdido una fuerte suma y que a pesar de ello, o justamente por esa razón, siguiera jugando. Primero tendría que convencerle delante de un puñado de extraños de que lo dejara y se viniera conmigo. Después tendría que convencer a Friman de que le permitiera retirarse y salir de allí con la promesa de que le pagaría más adelante. Me daba en la nariz que ninguna de las dos cosas iba a ser fácil.

—Buenas noches —dije mostrando la mejor de mis sonrisas.

El hombre dobló el periódico y me miró desconfiado.

—Buenísimas —respondió sin moverse.

Tenía un acento difícil de identificar. De algún país del Este, me pareció, pero no estaba segura. No dejaba de mirarme a través de sus diminutas gafas, no parecía que fuera a abrirme la puerta así como así.

—Vengo a ver a un amigo —dije—. Se llama Gerardo. Está dentro.

—Gerardo, ¿eh?

—Sí, soy su novia.

El tipo seguía sin moverse, no hacía la más mínima intención de dirigirse hacia la puerta.

—No está. Se ha ido hace rato. Gerardo.

Lo dijo con toda naturalidad. Por un momento, le creí. Pensé que tal vez habíamos metido la pata, que Eme no tenía toda la información y que, después de perder su dinero, Gerardo efectivamente se había largado. En el fondo, no era una mala opción. Suponiendo que fuera verdad.

—Es delgado, veintitantos, así poca cosa —insistí señalando su altura aproximada con la mano derecha—. Suele llevar unas corbatas horribles siempre.

—Ah, ese Gerardo. El chaval —dijo casi riendo, como si hubiera pensado que estábamos hablando de alguien importante y se aliviara al saber por quién preguntaba yo realmente.

—Justo. El chaval —dije pensando que el apodo le iba perfecto a Gerardo, riendo también yo, tratando de que nuestras risas conectaran más allá de las palabras.

A pesar de todo, el tipo seguía sin moverse.

—Perdone que se lo diga, pero es usted un poco…, para ser novia del chaval, por eso no había caído… Vaya con el chaval, qué calladito se lo tenía.

—Ya, bueno. Según se mire —dije conteniéndome, me estaba tocando un poco la moral.

¿Por qué me caían siempre los más zotes en todas las entradas, puertas y similares? ¿Era una especie de confabulación a nivel mundial para ponerme a prueba? Aquel hombrecillo simplón estaba aburrido y había decidido pasar el rato con la nueva antes de abrirle la puerta.

—¿Las corbatas se las elige usted? —preguntó.

Ya estaba bien. Suficiente.

—¿Me va a abrir la puerta de una vez o vamos a estar aquí de cháchara toda la noche?

Ahora sí se movió. Dio un paso atrás y señaló hacia el Chevrolet.

—¿Quién es ese del coche? —preguntó.

—Mi chófer.

—¿Se va a quedar esperando mientras usted entra?

—Es lo que suelen hacer. Es una costumbre ancestral, ¿sabe? El chófer conduce, me lleva donde yo le digo, espera el tiempo que sea necesario hasta que termine lo que he venido a hacer y después me vuelve a llevar de vuelta. Es sencillo y perfecto, los dos sabemos a qué atenernos.

Me observó como si no estuviera seguro de si le estaba tomando el pelo.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—No lo he dicho. Me llamo Ana Tramel.

El tipo abrió los ojos expresivamente.

—¿Tramel?

Estaba claro que no era la primera vez que escuchaba aquel apellido. Le había cambiado incluso el tono de voz. Se ajustó las gafas tratando de encontrar algo en mi manera de moverme, de hablar, tal vez en mis facciones.

—Ana Tramel —repetí.

—Voy a hacer una llamada. Espere aquí.

Se alejó y marcó un número en su móvil. Tal vez estaba llamando a alguien de dentro de la casa para ver si me dejaba pasar. Ese hombre era quien me tenía que franquear la puerta, aquel no era un local abierto al público. Si también ejercía labores de seguridad, puede que incluso llevara un arma. Fuese como fuese, no era solo el típico aparcacoches que parecía a primera vista.

Volvió sobre sus pasos, se guardó el móvil en un bolsillo interior de una cazadora de piel bajo el chubasquero (operación que le llevó no menos de un minuto) y al fin me dijo:

—Tiene que esperar un poco.

—¿Perdón?

—Ahora no se puede pasar.

De nuevo el último mono del lugar me impedía entrar. Daba igual que se tratara de un cuartel, de un juzgado o de un garito ilegal. Pensé en amenazarlo, pero algo me dijo que no sería buena idea. Decidí ir por la vía diplomática.

—Es muy importante que vea a Gerardo, se lo digo en serio. Tengo que hablar con él. Por favor.

—Ya, bueno, tenemos que esperar.

—Se lo suplico, solo necesito hablar con él.

—¿De verdad es su novia?

Aquello era una completa pérdida de tiempo.

—No me va a dejar entrar, ¿verdad?

El tipo me sostuvo la mirada y se encogió de hombros. Ahora fui yo quien saqué el teléfono móvil del bolso y marqué un número. Lo hice asegurándome de que el tipo que tenía delante de mí lo veía y escuchaba todo. Pude oír el tono al otro lado de la línea. Una voz me atendió al fin.

—Buenas noches —dije al teléfono, pero con los ojos clavados en aquel hombre—. Llamaba para denunciar a unos vecinos, he oído ruidos extraños, golpes y también gritos. ¿Podrían mandar una patrulla, por favor?

Tuve la sensación de que ambos, el portero del chalé y yo, conducíamos a toda prisa en dirección contraria, el uno contra el otro, y que uno de los dos tendría que ceder y apartarse. Si no, chocaríamos. Yo no pensaba echarme a un lado.

—Sí, le digo la dirección, por supuesto, es una urbanización en La Piovera… —continué.

Él se mordió la parte superior del labio y yo prolongué el momento todo lo que pude antes de decir el nombre de la calle y el número exacto.

—Abre esa maldita puerta, Muveg.

Una voz apareció de la nada a mi espalda. Me di la vuelta y pude ver a Moncada, avanzando entre los coches aparcados frente al chalé hacia nosotros.

—Abre de una vez —repitió.

—Pero… —Intentó protestar.

—No me jodas, ahí entra todo el mundo que le sale de los cojones —dijo sin dejarle continuar—. Abre ahora mismo. Vamos a entrar.

El tipo, Muveg o como se llamara, rezongó y sacó unas llaves que llevaba colgando del cinturón. Crucé una mirada de complicidad con Moncada, aunque él no parecía muy contento de verme allí.

—Perdone, ha sido una confusión —dije al teléfono—. Ya se ha aclarado todo, no necesito nada, disculpe las molestias, muchas gracias.

Colgué. Al mismo tiempo, la llave se introdujo en la cerradura y comenzó a girar. Una vuelta. Otra más. Y otra. A continuación sacó otra llave. Aquella puerta tenía varias cerraduras.

—¿Vienes mucho por aquí, teniente? —pregunté.

—Podría decirse que soy de la casa. Te advierto que el local no merece la pena —respondió—. ¿Estás segura de que quieres entrar?

Asentí.

Al fin, la puerta verde oscura se abrió.

El tipo de las gafas pegó un grito de aviso:

—¡Ahí van el Barbas y la novia del chaval!

No sé si le habrían oído dentro, pero nadie se movió, no se escuchó ningún ruido.

Cruzamos el patio. Me decepcionó su aspecto: hojas tiradas por el suelo alrededor de la casa, una higuera descuidada, un par de bicicletas apoyadas contra la pared, un rastrillo olvidado y poco más. No sé qué es lo que esperaba encontrar, pero aquello parecía un chalé adosado de cualquier familia normal y corriente. Incluso había restos de una barbacoa en una de las esquinas. Quizá esa era precisamente la intención, dar la apariencia más anodina posible. Escuché un ruido detrás de nosotros, miré y pude ver que el tal Muveg había vuelto a cerrar con llave a nuestras espaldas y se había quedado en la calle. Caminé junto a Moncada hacia la puerta principal.

—¿Me has seguido? —murmuré.

—Me han dicho que tu investigador estaba haciendo preguntas sobre la partida del Argentino y he pensado que sería buena idea echar un vistazo —respondió.

La puerta del chalé se abrió delante de nosotros. Antes de entrar siquiera, ya se podía intuir el humo del tabaco acumulado, las luces tenues y el ambiente cargado. El teniente me hizo un gesto y crucé el umbral.

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