Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 35

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Agarré la barra metálica de doble cilindro que tenía delante de mí y, con un enorme esfuerzo, me incorporé. A pesar del tiempo transcurrido y de las interminables sesiones de rehabilitación, ponerme en pie seguía siendo toda una aventura. Aquel día soleado, víspera de Jueves Santo, quería presentarme delante de la juez por mis propios medios, sin ayuda de muletas.

Habían pasado tres meses y dos días desde la paliza. La buena noticia es que seguía viva. La mala es que además de cuatro costillas rotas, de la sexta a la novena concretamente, lesión grave de menisco, fractura de peroné que, sumado a lo anterior, me impedía caminar correctamente, rotura de nariz y pómulo (por prescripción médica, llevaba una especie de careta protectora semirrígida transparente que me daba un aire al más puro estilo fantasma de la ópera y que ocultaba solo parcialmente las terribles heridas en el rostro), y por si todo eso fuera poco, tenía otras dos secuelas que iban para largo: una pérdida de audición casi total en el oído derecho que no parecía que fuera a remitir, y que me provocaba también vértigos de cuando en cuando, y un dolor de cabeza intermitente producto de una hemorragia subaracnoidea (me había aprendido el nombre de tanto escucharlo, y hasta me resultaba familiar ya, «subaracnoidea») que sufrí a causa de los golpes y de la pérdida de sangre.

Un cuadro, vamos.

Lo peor con mucha diferencia eran los dolores de cabeza, las más terribles jaquecas que había tenido nunca. Iban y venían, pero no desaparecían del todo ni siquiera con analgésicos fuertes, lo único que las calmaba era la oscuridad, el agua fría, un cóctel de creación propia de calmantes y antidepresivos y, cuando lo conseguía, un sueño reparador.

Seguí avanzando por el pasillo, paso a paso. Las personas que se cruzaban conmigo me miraban sin demasiado disimulo, con una mezcla de curiosidad y desconfianza, como si contemplasen una atracción de feria. Tal vez fuera corriente en un hospital o en una clínica de rehabilitación, pero desde luego no era habitual ver en un juzgado de instrucción a una abogada de cuarenta y pico años con una careta cubriendo parte de su rostro destrozado y arrastrando una pierna al caminar.

Detrás de mí podía notar la presencia de Sofía y Gerardo, mis fieles escuderos me seguían con el temor de que me fuera a desplomar.

Como ya he dicho, quería atravesar aquel pasillo por mis propios medios, estaba decidida a hacerlo. La juez me habría recibido exactamente igual si me presentaba en silla de ruedas. Sin embargo, no la conocía de nada y quería dar una cierta imagen de solidez ante ella, ante el fiscal y ante el resto de comparecientes. Cuando entrara en su despacho, quería hacerlo de pie, en el sentido más amplio del término.

Me fijé en el suelo de gres recién encerado, mis pies se deslizaban por él lentamente, con sumo cuidado. Me dio la impresión de que aquel suelo llevaba muy poco tiempo en el inmueble, era una de las pocas cosas que parecían nuevas y relucientes a primera vista. Los juzgados de Robredo se habían abierto hacía apenas unos meses, en un antiguo y enorme complejo de edificios de propiedad municipal que albergaba todo tipo de servicios públicos tanto del Ayuntamiento como del Estado: centro de la tercera edad, ambulatorio, comisaría, piscina e incluso un parque de bomberos. A pesar de tratarse de unos tribunales recién inaugurados, las viejas paredes, techos y ventanales que los albergaban producían la sensación de que llevaban allí toda la vida. Según decían, aquella especie de microciudad había sido en tiempos un importante cuartel que por motivos estratégicos se había trasladado junto a la base de Torrejón.

La querella contra Gran Castilla y Emiliano Santonja había llegado en el mejor momento posible. Después de ser admitida a trámite, en plaza de Castilla la habían remitido al nuevo Juzgado de Instrucción de Robredo, ya que aquí era donde se habían cometido la mayor parte de los delitos sobre los que se sustentaba dicha querella, en especial el de amenazas graves. Había caído en manos de una juez nueva, diligente y que aún no había sido enterrada por cientos de casos a los que no podía prestar atención. Al revés, Paloma Huarte era una magistrada de treinta y tres años que se encontraba por primera vez al frente de un juzgado y que había cogido con ganas su nuevo puesto. En eso habíamos tenido buena suerte. Al menos en parte, ya que la velocidad de crucero que estaba cogiendo la instrucción había pillado desprevenidos no solo a la parte contraria, sino también a nosotros, y más aún después de lo que me había sucedido. Por supuesto no pensaba protestar por el ritmo que había imprimido Huarte, colaboraría con ella en todo lo que pidiera, en muchos aspectos era como si nos hubiera tocado la lotería, solo de imaginar lo que habría sido de la querella en la desesperante y lentísima burocracia de casi cualquier otro juzgado veterano (como plaza de Castilla), tenía que dar gracias a la diosa fortuna. Aunque ninguna de las personas que me miraban esa mañana compadeciéndose de mi aspecto lo pensaran.

Seguí avanzando sin soltar la larga barra metálica, intuyendo las miradas atentas de mis dos jóvenes abogados. Eran ellos quienes habían hecho el trabajo durante mi convalecencia. Y lo habían hecho muy bien. En cuanto me dieron el alta en el hospital, dos semanas después del incidente (para entendernos, a partir de ahora llamaré de esta forma a la paliza que me dieron en el garaje: «el incidente»), yo había supervisado todo el trabajo de la instrucción desde casa, de donde únicamente salía a diario para la rehabilitación. Era una ventaja que nuestro bufete y mi hogar compartieran espacio.

Al fondo a la derecha vislumbré una puerta en cuyo umbral una amable mujer con grandes gafas y el pelo ensortijado nos aguardaba con una leve sonrisa. Miró inquieta su reloj de muñeca, era obvio que nos estábamos retrasando, quizá unos pocos minutos. Al ver mi rostro desfigurado y mi penosa forma de caminar, se abstuvo de hacer ningún comentario. Estaba coja, mareada, medio sorda y con la cara destrozada, pero al menos podía permitirme llegar tarde a una comparecencia con la juez sin que la auxiliar de turno me echara la bronca.

—Buenos días, señora Tramel, mi nombre es Julia Pérez de Pablos, aunque todo el mundo me llama Julita. Soy la auxiliar judicial encargada de su caso. Éstábamos expectantes con su llegada —dijo del tirón, casi sin respirar; supongo que, aunque no me hubiera visto nunca en persona, no era difícil reconocerme. Me pregunté cuántos comentarios habría suscitado el incidente en este y en otros juzgados—. La juez Huarte los está esperando.

—Estupendo —respondí secamente—. Si no me estampo contra el suelo, calculo que en menos de dos minutos estaré atravesando esa puerta.

La mujer no reaccionó ante mi aclaración, mantuvo un discreto y austero silencio.

Tras unos cuantos pasos, lentos e inseguros, llegó el más difícil todavía: soltar la barra y enfilar el despacho, ya solo ayudada por mis propias piernas, por mi frágil tobillo, por mi empecinamiento.

Despegué los dedos del metal, respiré hondo y avancé hacia la puerta. La auxiliar y mis dos ayudantes me observaron con expectación, como si estuvieran contemplando a un funambulista novato y sin red que tarde o temprano iba a perder el equilibrio. Noté que el tobillo y la rodilla me fallaban, pude sentir el peroné haciendo de las suyas allí abajo, clamando ayuda.

Milagrosamente llegué hasta el marco de la puerta y me agarré a él con desesperación. La auxiliar se apartó, reprimiendo su instinto de sujetarme; pude intuir que Sofía le hizo un gesto para que no se acercara. Pueden acusarme de orgullosa, de cabezota o hasta de soberbia. Pero cuando se me mete algo entre ceja y ceja, y esto es algo que ocurre con cierta frecuencia, no suelo rendirme, ya sea un gran caso de blanqueo de dinero a nivel internacional con gobiernos implicados, o bien consista en cruzar a pie una docena de metros de un modesto juzgado de pueblo. Sé que el orgullo es el hermano pequeño del ego y uno de nuestros grandes enemigos, lo sé porque no soy idiota y también porque lo leí hace muchos años en un libro de autoayuda que me regaló un novio en la facultad y se me quedó grabado. No obstante, también sé que tener como aliados a nuestros enemigos es el mejor camino hacia la victoria, si el orgullo está ahí es porque en ciertos momentos resulta necesario, imprescindible diría yo.

Al fin entré en el despacho de la juez. Me sentí como si hubiera coronado un puerto de primera categoría. Sin embargo, nadie aplaudió mi proeza, las ocho personas presentes (sin incluir a la auxiliar y mis dos ayudantes) se pusieron en pie de inmediato y me miraron en total silencio, como si hubiera entrado en el despacho una mutante alienígena. Incluso a una de las letradas que acompañaba al fiscal se le escapó un pequeño suspiro, supongo que no esperaba la máscara ni la cicatriz en el pómulo y nariz, ni tampoco mi manera ortopédica de andar. Yo me agarré a una silla para mantenerme en pie.

—Si no les molesta, creo que voy a tomar asiento —dije dejándome escurrir por el respaldo de la butaca sin esperar a que me respondieran.

—Tiene usted un aspecto lamentable, Tramel.

Levanté la vista y encontré justo al otro lado de la mesa a una chica insultantemente joven, con un pantalón oscuro y camisa blanca remangada, que me miraba con atención.

—Soy la juez Huarte, nos alegra tenerla entre nosotros después de todo —añadió.

Aquella chica, si se me permite llamar así a una juez, me había caído bien. Me gusta la gente franca, que te escupe a la cara lo que piensa de forma espontánea, aunque no sea agradable.

—Encantada, señoría —dije todo lo amistosa de lo que fui capaz al tiempo que recuperaba fuerzas, lo cierto es que estaba exhausta—. Me habría gustado comparecer antes, se lo garantizo.

Después se fueron presentando el resto. Sabía perfectamente quién era cada uno de ellos aunque no los conociera en persona: gracias a Sofía y a las aportaciones de Eme conocía al detalle el carácter y la vida de aquellos hombres y mujeres que no apartaban su mirada de mí. Por supuesto ellos también tendrían un dosier exhaustivo sobre mis andanzas.

—Ginés Iglesias, representante del ministerio fiscal —se apresuró a decir un tipo que rondaba los setenta muy bien llevados, con el pelo completamente blanco, y que daba la impresión por su expresión de hastío de que no tenía ningún interés en formar parte de aquello.

Hubo una época en la que aquel hombre, que aún conservaba un cierto atractivo, debió tener ganas de hacer justicia, de ayudar a que el mundo fuera un lugar mejor; ahora mismo lo único a lo que parecía aspirar era a una cómoda y dorada jubilación.

A su lado, la mujer que había emitido el suspiro ahogado al verme se movió inquieta. Tenía un ligero parecido con su jefe, especialmente en el gesto avinagrado, en los ojos tristes, en esa manera de estar sin estar, de pasar desapercibida a su pesar, sin duda sería una digna heredera cuando Ginés se retirase. Dijo a media voz:

—Adela Fernández, de la Fiscalía.

Moví la cabeza sin emitir sonido alguno, dejando claro que había recibido toda la información que necesitaba.

También estaba allí una nutrida representación de la defensa de Gran Castilla, encabezados por una mujer cuya presencia me asustó apenas la vi. Cristina Tomé tenía la misma edad que yo, una complexión parecida a la mía, también llevaba el pelo corto, y era la número dos de Barver & Ambrosía, un peso pesado del bufete. Creo que lo que me daba miedo era verme reflejada en ella. Posiblemente, si las cosas no se hubieran torcido, yo podría ocupar su puesto (o un puesto casi idéntico en otro gran bufete), cobrar su sueldo, vestir su ropa, utilizar su maquillaje, conducir su coche, vivir en su casa… Yo podría ser ella.

—Me sumo a las palabras de la juez, a mí también me alegra verla entre nosotros —dijo mirándome con confianza y tratando de mostrar empatía—. Si necesita cualquier cosa, no tiene más que decirlo. Condenamos con firmeza el altercado en el que se vio envuelta, de verdad que lo sentimos, y que nos ponemos a su disposición para cualquier cosa que precise.

—No fue un altercado —respondí—, me atacaron por la espalda, me dieron una paliza y después me mearon encima.

Cristina Tomé asintió.

—Insisto: puede contar tanto con el despacho como con Cristina Tomé a título particular para lo que necesite —dijo mientras uno de sus ayudantes me entregaba la tarjeta de su jefa, como si a esas alturas yo no tuviera todos sus datos.

Sé que esa tarjeta solo era un pequeño gesto amigable, pero me pareció de mal gusto que no me la diera ella, sino un subalterno.

Me alivió comprobar que sí había diferencias entre nosotras, aunque fueran diferencias gramaticales, podríamos decir. Por mucho que mi carrera hubiera seguido el camino previsto y que yo me hubiera convertido en socia de un bufete de postín, nunca jamás hablaría en primera persona del plural. Y mucho menos me habría referido a mí misma en tercera persona, como si fuera el papa.

El que me había dado la tarjeta era un asociado de primer año, rostro anodino perfectamente afeitado, ojeras propias de quien trabaja más de sesenta horas a la semana y un gran ánimo y disposición; el prototipo de buen estudiante, con máster internacional incluido, que solían incorporar los grandes despachos para exprimir al máximo y que solo en contadas ocasiones lograba escalar a los puestos más altos.

Detrás de él se encontraba otro abogado júnior, Albert Barver. Hijo pequeño de Jordi Barver, socio gerente, fundador y propietario del bufete. El muchacho tenía veinticuatro años, estaba en prácticas, recién licenciado en la Universidad de Navarra, con los jesuitas. Por lo que había podido averiguar, un pieza de cuidado, un niño bien que se negaba a seguir los pasos de su padre y que sin embargo había terminado estudiando Derecho a cambio de un trato inusual: si seguía el camino marcado, al cumplir los treinta recibiría los recursos necesarios para montar su propio negocio independiente. Albert era el menor de cuatro hermanos y la última esperanza del viejo Jordi de que alguno de sus vástagos tomara su testigo al frente del imperio que había creado. Por el momento, solo le había funcionado al cincuenta por ciento, ahí estaba el chico, aunque por un tiempo limitado, exactamente hasta el día de su trigésimo cumpleaños. No me gustaría estar en la piel de ese joven, por mucho que estuviera en guardia y alerta, ni él mismo sospechaba qué clase de manipulaciones iba a sufrir en los siguientes años para que cambiara de opinión. Había sido asignado al caso Gran Castilla para que fuera cogiendo experiencia y se curtiera en todo tipo de batallas. Albert tenía talento y era inteligente, seguro que le sería útil a la defensa.

El tercer abogado que ayudaba a Tomé (ese día, porque tenía un ejército de letrados, investigadores, peritos y especialistas de toda clase) era un viejo conocido: Francisco Arias, el mismo que me había recibido, por así decirlo, en el garaje de Barver & Ambrosía.

—Buenos días, señora Tramel —dijo Arias con la voz entrecortada—. Siento mucho lo que le ha ocurrido.

No sé si es que se sentía culpable por la pequeña encerrona que nos hizo el día que visitamos el despacho, o simplemente que al haberme visto antes y después del incidente mis secuelas le habían impactado más que al resto, pero lo cierto es que fue el único de todos que me pareció sincero.

—Gracias —respondí.

Por último se presentó el abogado defensor particular de Emiliano Santonja, un holandés cincuentón con el pelo largo y aparentemente descuidado, así como una frondosa barba, cuyo contraste con el traje gris carísimo de Hugo Boss que cubría su delgado cuerpo despertó enseguida mi interés.

—Hans Andermatt —dijo estrechando mi mano con firmeza—, represento al señor Santonja. He oído hablar mucho de usted.

—Espero que al menos en Ámsterdam hablen bien de mí —contesté sin soltar su mano.

Si alguien me pusiera una pistola en la sien y me obligara a elegir a uno de los seres humanos que estaban en esa habitación para quedarnos juntos en una isla desierta, me llevaría al holandés sin dudarlo. De hecho, aquel hombre ya tenía un cierto aspecto de náufrago de lujo. Es un tipo de pensamiento, de juego mental, que me sucede con frecuencia desde pequeña, cuando estoy con un grupo de personas más o menos numeroso, sin venir a cuento me pregunto quién me atrae más, con cuál de ellos haría tal o cual cosa, y normalmente tengo que darme una respuesta para poder apartar de mi mente el asunto y poder centrarme en la actividad que estoy realizando. Así es que solucionado: el holandés errante y yo podríamos retozar a gusto en una playa paradisiaca bajo los cocoteros, él con sus pantalones de marca perfectamente entallados y el torso desnudo y yo con mi máscara de temporada y mis múltiples y recientes cicatrices haríamos una pareja de cine.

—Si les parece oportuno, comencemos, tenemos trabajo que hacer —pidió la juez.

Julita cerró la puerta y acto seguido se abalanzó sobre un gran archivador en cuyo interior empezó a revolver. Todos se sentaron, excepto la propia auxiliar, que siguió revisando varias subcarpetas durante un rato. Sofía y Gerardo se colocaron justo detrás de mí. El despacho no era muy grande, estábamos un poco apretados, prácticamente silla con silla. La juez Huarte se acercó a un pequeño ventanuco que tenía a su izquierda y lo abrió mientras seguía hablando, consciente de que en pocos minutos el ambiente estaría muy cargado, si no lo estaba ya.

—Lo primero es el asunto de las grabaciones —dijo al tiempo que apartaba el filo de la ventana abierta sobre la pared para evitar chocarse con él—. Esas llamadas telefónicas son una prueba capital de la acusación en el día de hoy, como todos sabemos, y sin embargo los informes de los peritos recibidos hasta la fecha son contradictorios acerca de la validez inequívoca de dichas grabaciones.

Julita se apresuró a entregarnos copia de los tres informes periciales a los que se refería Huarte. Todos los habíamos recibido hace días, pero la mayor parte de los presentes volvieron su mirada hacia esos folios. Ni Tomé ni yo bajamos la vista ni perdimos un segundo para corroborar que se trataba de los documentos que ya conocíamos. Intercambiamos un cruce de miradas entre nosotras en el que ambas nos detuvimos un instante, como diciendo: las dos sabemos que todo esto no son más que palabras y que da igual, finalmente seremos tú y yo frente a frente, la una contra la otra, de eso va todo.

—Si observan los escritos —resumió Huarte—, da la casualidad de que los dos informes presentados por los abogados defensores coinciden sustancialmente en su veredicto: consideran que las grabaciones pudieron resultar adulteradas, editadas o modificadas, y que por lo tanto no se puede constatar al cien por cien la naturaleza de su autenticidad.

—Si me permite, señoría —dijo Andermatt hablando con esa pronunciación donde las erres y las tes y las emes adquieren una sonoridad tan grave que parecen estar dispuestas a comerse a unas vocales indefensas a todas luces—, el perito que he presentado es un especialista de reconocida talla mundial, que ha prestado sus servicios evaluando grabaciones similares para la CIA, el FBI o la Interpol entre otros organismos. Si sus conclusiones coinciden con las del perito de Barver, es algo para tener muy en cuenta. Son técnicos totalmente independientes que han actuado con total libertad y sin ninguna indicación por nuestra parte, señoría.

—Dele la enhorabuena a su perito por su brillante currículum, señor letrado —respondió Huarte con velada socarronería, pero sin perder el buen tono en ningún momento—. Al grano: los peritos de la defensa ponen en duda no solo la autenticidad de las grabaciones, sino su posible integridad, y por lo tanto su validez final como prueba. Sin embargo, el perito de la acusación en su informe es rotundo al afirmar que las grabaciones extraídas del teléfono del difunto están intactas y técnicamente son irreprochables y válidas. La cuestión, para ahorrar tiempo, es que voy a pedir una opinión imparcial para salir de dudas, y para que luego durante el juicio nadie se saque de la manga una petición sobre la validez de esta prueba. Este tema debe quedar resuelto en el período de instrucción. Es decir, ahora. ¿Queda claro?

Tomé hizo un gesto casi inapreciable, y Arias saltó como un resorte:

—Con su permiso, señoría. En el día de hoy, nos parece inaceptable que estas grabaciones puedan ser la base sobre la que se sustenta la querella, pues dos de los tres peritos consultados, como usted muy bien ha señalado, ponen en duda su integridad, lo más probable es que hayan sido manipuladas…

—Lo más probable —le cortó Huarte— es que, si la defensa trae cien informes periciales a este respecto, digan lo mismo. Y que si la acusación trae otros cien, digan lo contrario. Por eso vamos a pedir un dictamen objetivo, el fiscal y yo estamos de acuerdo en que es esencial para poder continuar adelante con este proceso. En resumidas cuentas, que el juzgado va a designar un perito por insaculación.

—Por insaculación —corroboró Iglesias, cuyo eco creo que incluso le despertó a él mismo.

Aquella palabreja venía a significar que el perito judicial sería designado por sorteo entre el listado que manejaba la instrucción.

—Por otra parte —prosiguió Huarte—, ni siquiera sus peritos aseguran que las grabaciones hayan sido modificadas, solo afirman que podrían haberlo sido, lo cual es muy distinto. Así que ándese con mucho ojo si no quiere que deniegue de un carpetazo ahora mismo su petición para desestimar estas grabaciones y no espere al nuevo dictamen. Está poniendo a prueba mi paciencia. Y conste que si pido este nuevo test pericial a costa del juzgado es para ahorrarle mucho trabajo posterior al juez de la Audiencia Provincial, no porque considere que su solicitud tenga ningún fundamento real, visto lo visto.

—Muchas gracias, señoría —asintió Arias tragándose sus palabras.

Me encantaba Paloma Huarte. Si alguna vez volvía a tener treinta y tres años, me gustaría ser como ella. Claro que para eso tendría que estudiar oposiciones y hacer dieta, dos de las cosas más tediosas que se me podían ocurrir.

—La acusación aplaude su parecer, señoría —dije sin poder ocultar mi entusiasmo—. Estoy segura de que ese dictamen imparcial corroborará nuestra tesis acerca de las grabaciones.

Noté que todos me miraban como si hubiera dicho algo que se podía volver en mi contra.

—Como es el primer día que nos honra con su presencia, y por mucho que le hayan contado sus asociados, es patente que aún no está familiarizada con los procedimientos de esta instrucción —me señaló Huarte—. Es totalmente innecesario que apruebe y menos aún que aplauda mis decisiones, le ruego que se abstenga de hacerlo. En cuanto a su observación sobre el nuevo perito que va a inspeccionar las pruebas, si quiere pueden revisar el procedimiento del sorteo, pero le advierto que, si solicita algo así, eso retrasará mucho todo el procedimiento, y cuando digo mucho quiero decir semanas, puede que meses. Si por el contrario no presenta ninguna petición, en menos de veinticuatro horas el perito correspondiente se hará cargo y podremos seguir adelante. Usted decide.

—Decido no presentar ninguna solicitud, y como no puede ser de otra forma, confiar plenamente en el sistema de insaculación del juzgado —respondí rápidamente.

—Buena elección —zanjó—. Ah, y por si las defensas están pensando en aprovechar la coyuntura acerca de la dilatación del proceso y presentar escrito sobre la designación del perito, las cosas serían muy distintas en su caso, sus requerimientos serían desestimados por el procedimiento acelerado y solo conseguirían que todo fuera aún más rápido, con lo cual también a ustedes les aconsejo que no lo hagan. ¿Por qué? Porque en eso consiste hacer justicia, en medir con distinto rasero a las partes, aunque pueda resultar paradójico. Lo que es bueno para unos es malo para otros, y viceversa, no sé si me entienden, ni falta que hace.

¿Todos conformes?

Un murmullo de asentimiento recorrió la sala, creo que incluso Julita murmuró un «sí».

Así funcionaban las cosas con la juez Huarte.

Luego despachamos otros asuntos de la instrucción relativos al orden en que se iba a interrogar a los testigos y a los investigados, a la supuesta falta de pruebas concretas sobre el cuarto delito del que se acusaba a las partes (la inducción al suicidio) y también a la petición de la aseguradora del casino de Robredo de personarse como parte de la defensa, ya que, aunque no había sido acusada directamente, pesaba sobre dicha empresa la posibilidad de tener que asumir la responsabilidad civil, teniendo en cuenta además la fuerte suma que se solicitaba como indemnización. Sobre este último punto, me sorprendió que la compañía de seguros no lo hubiera hecho ya, y Huarte decidió rápido: se le enviaría la documentación de inmediato a la aseguradora y su abogado formaría parte de la instrucción desde ese momento. Hubo intercambio de opiniones sobre los otros dos temas, de lo más variado y contradictorio. Que si no había razón para ampliar la primera declaración de los investigados ante la falta de nuevas pruebas, que si el delito de inducción al suicidio tenía que contar la intención directa de provocar la muerte en la víctima y no era procedente si resultaba como consecuencia de amenazas por muy continuadas que fueran…

Veinte minutos después, viendo que la discusión se ponía farragosa, la juez pidió a las partes que hicieran sus deberes antes de presentarse ante ella y nos emplazó a todos para la semana siguiente, después de las vacaciones de Pascua.

—Usted puede quedarse, Tramel —me dijo la juez.

Los demás me observaron con perplejidad. ¿Me iba a quedar a solas con la magistrada? Yo desde luego no lo había solicitado, no me habría atrevido, y de hecho me sorprendió tanto como al resto.

—Sí, señoría —dije.

Qué otra cosa podía decir.

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