Ana

Ana


Tercera parte. Fantasmas del pasado » 38

Página 43 de 101

38

—Estás horrible —dije.

—Tú también —respondió.

—A mí me han pegado una paliza. ¿Cuál es tu excusa?

—Me estoy muriendo.

Lo soltó así.

A bocajarro.

En su segunda frase.

Estaba tan delgado y ojeroso que me costó reconocerlo. Parecía un pellejo andante. Sin embargo, era él. La voz, el gesto de sus manos interminables al hablar, el color acero de sus ojos, el espesor de sus labios, su enorme y desgarbada e inapropiada altura. El único hombre del que he estado verdaderamente enamorada. Y eso no es algo que vaya por ahí diciendo de cualquiera.

—Os presento a Ramiro Sare —dije—. Mi primer exmarido.

Se armó un pequeño revuelo a mi alrededor. Ronda se puso en pie, buscando una excusa para salir de allí. Gerardo tragó saliva, sintiéndose súbitamente culpable por haber dejado pasar a un extraño sin haberme consultado. Eme, que era el único de los presentes que lo conocía de otra época, se puso entre ambos, en un lugar equidistante (creando un imaginario triángulo isósceles), preparado para intervenir apenas yo hiciera un gesto.

—Será mejor que os dejemos solos —dijo Ronda echándose a un lado.

—Ni se os ocurra —dije tajante—, Ramiro y yo no tenemos ningún interés en quedarnos a solas. De hecho, no tenemos nada que hablar.

Mi exmarido tenía una pinta horrible, un color verdoso en la piel, una delgadez extrema, manchas en la sien, en la nuca y en los brazos, apenas algo de pelo, parecía un espectro. Sin embargo, mantenía su magnetismo intacto, su personalidad arrolladora, casi hipnótica; por no hablar de esa voz cavernosa, rota, que parecía salirle de las entrañas mismas, tan profunda que cuando hablaba todo se estremecía a su alrededor. Y cuando digo todo me refiero sobre todo a mí, claro.

—Siento presentarme así —empezó a decir.

—Yo también siento que te presentes así —le corté—, o de cualquier otra forma. No sé por qué estás aquí ni quiero saberlo.

—Esto no es fácil. Llevo años carcomido por dentro, con la necesidad de mirarte a los ojos y decirte cuánto siento todo lo que ocurrió.

—Pues dímelo y acabemos de una vez.

Me costaba aguantarle la mirada. Dio un pequeño, casi inapreciable, paso hacia mí.

—Siento mucho todo lo que pasó. Siento lo que hice, y también lo que no hice. Lo he sentido cada día en los últimos cinco años y medio. Sé que no me puedes perdonar, lo entiendo. Pero estoy destruido por dentro, algo dentro de mí murió aquel día. Te juro que lo siento. Lo siento muchísimo.

No me inmuté. No moví ni un solo músculo de mi maltrecho cuerpo. Creo que ni siquiera parpadeé.

—¿Algo más? —pregunté.

Un teléfono móvil sonó en ese preciso instante. Gerardo se apresuró a apagarlo torpe y rápidamente.

Ramiro dio otro paso más.

—No volverás a verme —dijo sin apartar la vista—. No sé cuánto tiempo me queda. Meses. Con suerte llegaré a fin de año. Es un carcinoma hepatocelular, o si lo prefieres un vulgar cáncer de hígado, muy apropiado para alguien como yo. Se ha extendido por todo el cuerpo, incluso por lugares que ni yo mismo sabía que existían. Me han hecho un montón de perrerías, incluyendo radioterapia, quimioterapia y otras lindezas que me voy a ahorrar. Ya no queda mucho por hacer, solo esperar.

Noté las miradas de mis tres colaboradores, que no perdían detalle. Empecé a sentir una molestia en el pecho. Aquel hombre, lo que aún quedaba de mi exmarido, el espectro de lo que una vez fue, me había destrozado la vida, había cogido mi corazón, lo había devorado y después lo había vendido por un puñado de monedas. Si pretendía conmoverme lo más mínimo, si buscaba la redención, se había equivocado de lugar.

—¿Has acabado?

—Solo quería que supieras la verdad, que soy consciente del daño que te hice y que aquello me pasó factura a mí también. Sé que no lo puedo arreglar, pero si pudiera volver atrás, si tuviera la más remota oportunidad de enmendar aunque solo fuera una pequeña, diminuta parte de la herida que provoqué…, haría cualquier cosa, te juro que haría lo que fuera.

—No puedes hacer nada, Ramiro —dije poniéndome en pie, agarrándome al taburete que estaba a mi lado. Ya estaba bien, le había permitido hacer su numerito, se acabó—. Si crees que puedes presentarte aquí de pronto y conmoverme porque tienes una enfermedad, porque te estás muriendo, es que no has aprendido nada, no comprendes absolutamente nada. No me alegro de tus males. Me dan exactamente igual. Esa es la cuestión. Para mí estás muerto desde hace mucho tiempo. No te deseo ningún mal, ni tampoco ningún bien. No existes. No siento nada al verte y al escucharte. Estoy inmunizada, me ha costado mucho, me ha costado la ruina personal y profesional, pero al fin estoy vacunada de Ramiro Sare, no significas nada para mí. Menos que nada. Eres un recuerdo borroso, un mal sueño. Te he escuchado, has soltado tu bonita parrafada sin que te interrumpiera, ya está. Ahora te pido, te exijo, que des media vuelta y te vayas por donde has venido, y que no te vuelvas a poner en contacto conmigo ni con nadie de mi entorno nunca jamás. No lo hago con odio ni con resentimiento, yo también puedo jurar, y te juro que lo hago con absoluta indiferencia. Estoy muy ocupada ahora mismo, tengo muchos problemas, tengo a mi alrededor gente real que me necesita, que me ayuda, personas de carne y hueso que me importan, que viven y trabajan conmigo, no puedo perder el tiempo con muertos vivientes.

Lo solté todo del tirón, casi sin una pausa, sin una aparente fisura, con miedo a que si me detenía a pensarlo, si me daba la oportunidad de entablar una dialéctica con él, o incluso conmigo misma, no fuera capaz de mantener mi discurso con coherencia. Me costó mantenerme en pie. A la fragilidad de mi cuerpo se sumaba el efecto de verme frente al único hombre que me ha hecho perder la voluntad por amor (sí, por amor) en toda mi vida.

Ramiro se movió, tuve la impresión de que se iba a abalanzar sobre mí, que me iba a agarrar por la cintura, que me iba a levantar en volandas como hacía en los buenos tiempos, y que al girar conmigo en el aire, flotando, de forma mágica, el tiempo iba a retroceder y apareceríamos en otro espacio, en otra dimensión donde no existiría el pasado, donde todo sería posible, donde los dos éramos otra vez uno solo, donde no nos habíamos hecho sufrir, donde no habían pasado todas aquellas cosas horribles. En lugar de eso, sacó algo de un bolsillo y lo dejó sobre la mesa de Ronda.

—No te molestaré más, Ana —musitó—. Ya no soy el mismo que conociste.

Y ya está.

Se acabó.

Volvió sobre sus pasos, salió del despacho y enfiló el pasillo hacia la calle. Al menos tuvo la decencia de no despedirse, de no murmurar un lacónico «adiós» o algo peor. Se fue con la cabeza erguida, como siempre había hecho, orgulloso y melancólico.

Sin necesidad de mencionarlo, ni de hacer ninguna indicación, los cuatro esperamos a que la puerta de la entrada se abriera y se volviera a cerrar. Entonces Ronda cogió el pequeño objeto que había dejado junto a su ordenador, era un trozo de papel, una vieja fotografía, y me la acercó, mirándola con el rabillo del ojo de forma mal disimulada. La sujeté con pretendida indolencia y bajé la vista. Era un retrato de nosotros dos, de Ramiro y de mí, junto a la piscina que compartíamos en nuestra bonita casa a las afueras, en una época que me pareció lejana e irreal. Yo llevaba el pelo más largo, un bañador negro marcaba mi figura, acababa de salir del agua, y las gotas cubrían mi piel reflejando la luz del sol. Ramiro, a mi lado, juguetón, llevaba una camiseta gris descolorida y un pantalón corto con un gran cordón blanco desabrochado, tenía un cigarro en la comisura de los labios, sonreía y con una mano hacía un gesto hacia la cámara, un gesto de triunfo. La otra mano, la izquierda, estaba abierta con los dedos extendidos, y con ella me tocaba la tripa, con cuidado, con cariño, con devoción casi. Mi expresión enfurruñada y divertida (como de una niña pillada en plena travesura) me resultaba ajena, como si nunca más hubiera vuelto a ser capaz de hacer una mueca parecida. Sé que puede sonar ridículo, que no soy dada a ese tipo de afirmaciones, y que seguramente me arrepentiré de decir algo así, pero ese instante, esa décima de segundo capturada en la fotografía que tenía delante, era lo más cerca de la felicidad que había estado y que probablemente estaría en toda mi vida. Lo supe entonces y lo volví a saber ahora, al ser incapaz de reconocer a esa mujer; no era yo, era otra persona, alguien con sueños, esperanzas y anhelos completamente distintos a mí. Tuve el instinto de apretar el puño, hacer una bola con la dichosa fotografía y tirarla a la papelera. Pero no me atreví, no fui capaz. Se la devolví a Ronda, ella sabría dónde guardarla.

Tragué aire, miré a Eme y le dije:

—Hazme un favor. Averigua si es verdad algo de lo que ha dicho Ramiro, si es cierto eso de su enfermedad terminal.

—Por supuesto.

Después me dirigí a Gerardo con gesto severo, intentando no perder la compostura, mostrando una aparente tranquilidad.

—La próxima vez que dejes entrar a alguien aquí, asegúrate antes de quién es —le dije—, esto no es un parque público, es un piso en el que vive y trabaja gente, por si no lo recordabas, ni siquiera los testigos vienen aquí.

—Disculpa —dijo Gerardo con algo de desconcierto—, dijo que era familia tuya…, pensé que…

—Pensaste que era buena idea dejar pasar a un tipo que no conoces de nada y que ni siquiera se identificó, simplemente porque te dijo que era Santa Claus —le corté—. Joder, Gerardo.

Después de mis ladridos, todos buscaron una tarea en la que ocuparse. Estaba de muy mal humor, aquella visita me había alterado más de lo que quería reconocer; aunque soy especialista en cambios repentinos de estado de ánimo sin venir a cuento, por una vez creo que estaba más que justificado.

Había tomado mi dosis de calmantes diaria, suponiendo que eso signifique algo, ya que la cantidad la había decidido yo misma, así que, por esa regla de tres, era yo la más indicada para decidir cuándo y en qué proporción cambiarla.

Me dirigí hacia mi dormitorio, donde guardaba la artillería pesada para casos de emergencia. Si la aparición de un exmarido al que no veía desde hace años (cuando me arruinó la vida) anunciándome su muerte inminente no era un caso clarísimo de emergencia, no sé qué podría serlo. Arrastré los pies penosamente, pensando una vez más en el subidón que experimentaría en los próximos minutos. Mi grado de adicción no me preocupaba demasiado, incluso en los más negros pensamientos me decía a mí misma que me daba exactamente igual morir antes o después, pero que mientras estuviera sobre la tierra no me privaría de algún consuelo, por mucho que me pudiera dañar. La química era mi mejor amiga, para algo la civilización había avanzado, yo saludaba esos progresos y los celebraba a diario. Estaba a punto de llegar cuando se abrió la puerta de la casa y apareció delante de mí Sofía; pareció alegrarse de verme, estaba claro que no tenía ni idea de mi estado mental.

—Hola, Ana, menudo día, ¿eh? —soltó sin pensar—. Vengo de tener una conversación muy interesante sobre ciertas prácticas del casino de Robredo. Tengo una noticia buena y una mala, ¿cuál prefieres antes?

Estuve a punto de ignorarla y seguir adelante. Habría sido lo mejor. Sin embargo, su sonrisa pícara fue la gota que colmó el vaso. Me detuve y la observé de arriba abajo, como si no diera crédito a lo que acababa de oír.

—No sé si me molesta más el hecho de que uses un lugar común para hablarme del caso o la estúpida satisfacción que parece producirte pronunciar en voz alta esa pregunta que han pronunciado antes que tú un millón de veces otras personas en el mundo entero, y no me refiero a un millón de veces en el último milenio, o en el último siglo, o ni siquiera en el último año, me refiero a un millón de veces hoy mismo. Pero ten por seguro que a la vez que abrías la boca para decir eso de la noticia mala y la noticia buena, otros cientos de miles de personas decían lo mismo en distintos lugares del planeta. Te voy a hacer yo otra pregunta, mira por dónde: ¿qué te parece estar conectada con miles, tal vez millones de seres humanos, compartiendo con todos ellos una frase hecha carente de toda personalidad y verdadero sentido? Ah, y no hace falta que respondas, por si no lo has pillado es una de esas preguntas que llevan implícita la respuesta, una pregunta retórica, vamos.

Sofía se quedó perpleja.

—¿Te pasa algo, Ana?

Emití algo parecido a un sonido gutural indeterminado, entré en mi dormitorio y pegué un portazo, disuadiéndola así de hablarme a través de la puerta o de llamar para seguir preocupándose de mí.

Por lo que se ve, era el día de los portazos en aquella casa.

Sin poder controlar la rabia que bullía dentro de mí, a los cuatro o cinco segundos abrí la puerta de nuevo. Esperaba encontrarme la cara de mi asociada mirando boquiabierta, aún desconcertada, pero para mi sorpresa Sofía ya avanzaba por el pasillo hacia el despacho, lo cual me irritó aún más.

—¿Es que te das media vuelta y te vas así, sin decirme siquiera cuáles son esas noticias? —pregunté indignada.

—Es que has dicho…

—¡Sé perfectamente lo que he dicho! —exclamé.

Sofía me observó en el quicio de la puerta, dudó un momento, creo que si hubiera podido se habría hecho invisible. Aguantó el tipo como pudo, esperando una señal que no se produjo, hasta que por fin, con una mezcla de calculada timidez e inseguridad, dijo:

—La noticia buena es que ha aparecido otra vez mi amigo de la Brigada del Juego, ya sabes, Garganta Profunda. He estado tomando un café con él, dice que todo el mundo en el casino sabía lo que estaba pasando con Alejandro, desde los dueños hasta el último empleado, y que en unos días nos puede facilitar nombres, fechas, conversaciones exactas.

—Sigue.

—La mala noticia es que además de seguir en el anonimato, exige una cierta cantidad de dinero por la información.

—Igual que todos, quiere sacar tajada. ¿Es que no queda por ahí fuera alguien con un gramo de decencia?

Sofía me siguió la corriente, dándome la razón con una mueca.

—¿Qué quieres que haga? —me preguntó.

—Nada. Tira del hilo todo lo que puedas, tenle entretenido a ver si te dice algo concreto. No vamos a soltar ni un euro, y no solo porque es ilegal y nos podrían procesar y tirar al traste todo el trabajo de estos meses, sino por algo mucho más importante: porque no lo tenemos. Estamos ahogados por las deudas, y nuestra socia capitalista, nuestra amada Concha, ha cortado el grifo salvo para emergencias, y en mi opinión esto no es una emergencia, sino un chupatintas que quiere sacarnos los cuartos y que probablemente no tiene nada real que nos pueda ayudar. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—Otra cosa.

—Dime.

—Aunque te hable así, con este tono digamos más bien áspero, agresivo incluso, no estoy enfadada contigo, por si te interesa saberlo. Simplemente estoy un poco aturdida, y un poco hasta los cojones de todo el mundo, y además me duele el pecho, y la rodilla, y me duele todo, joder.

—Entendido.

—¡Y vosotros no escuchéis detrás de las puertas como cobardes!

De inmediato, al fondo del pasillo hubo un ruido de pasos, Ronda y Gerardo se dieron por aludidos.

—Yo no estaba escuchando —se defendió Ronda.

—Ni yo tampoco —agregó Gerardo.

—A tomar por culo.

Esas fueron mis últimas palabras de aquel día. Cerré con un nuevo portazo, me enclaustré con mis pastillas y mi mal humor y mis neurosis y no volví a cruzar palabra ni a dejarme ver hasta el día siguiente.

Ir a la siguiente página

Report Page