Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 49

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—Quiero vivir con mi padre. —Por si no había quedado suficientemente claro, añadió—: Tanto mis hermanas como yo, queremos vivir con mi padre.

Las condiciones que Resano había impuesto para la declaración de Jimena eran muy estrictas: solo ella se dirigiría a la menor, y en todo caso el fiscal si era preciso. Por supuesto no estarían presentes sus progenitores, sería una charla amistosa, no un interrogatorio, y como algo excepcional contaría con los abogados de ambas partes como meros observadores. Ya que la cría tenía trece años y había mostrado una total disposición a colaborar, el encuentro se celebró en la sala del tribunal. Habían colocado una butaca especial con almohadones para que Jimena pudiera llegar bien al micrófono. La adolescente parecía estar muy tranquila, no titubeó en sus respuestas, aparcó su tono insolente y se mostró amable, convencida de cada palabra que pronunciaba.

—¿Has hablado con tus dos hermanas sobre este asunto?

—Sí, señora juez —dijo—, lo hemos hablado varias veces, y las tres estamos de acuerdo en que preferimos vivir con papá.

—¿Por qué razón?

—Porque mamá está casi siempre enfadada, nos regaña a todas horas, como si nosotras tuviéramos la culpa de que se hubieran separado. Los pocos ratos que estamos con papá nos trata genial, como siempre. Le echamos de menos. Queremos vivir con él.

Tenía la lección bien aprendida. Si había sido cosa de Melody, había hecho un gran trabajo. Menos mal que Concha no se encontraba allí, no podía ni imaginarme lo que habría sentido si escuchara a su hija hablar de esa manera.

—¿Vuestro padre no se enfada? —continuó Resano.

—A veces se enfada un poco, como todo el mundo —respondió con una pasmosa naturalidad—, pero nunca jamás con nosotras.

—¿Nunca os ha gritado ni se ha enfadado con vosotras durante estos años?

—Nunca.

Aquella adolescente con pinta de niña buena era muy capaz de tirar por tierra todo el trabajo que habíamos hecho, y lo que era más grave, era capaz de arruinar lo mucho que le había costado a su madre dar el paso con la denuncia de malos tratos.

—¿Y nunca os ha pegado tampoco? —preguntó ahora Resano bajando la voz, tratando de quitarle importancia.

Jimena se rio, como si aquella ocurrencia fuera un disparate.

—Mamá nos ha dado algún cachete cuando éramos pequeñas y perdía los nervios, pero papá siempre decía que era contraproducente pegar a los niños. Nunca nos ha puesto la mano encima, ni siquiera un simple azote.

Dijo «contraproducente», lo prometo. Esa cría de trece años empleó la palabra «contraproducente» en el juzgado durante el interrogatorio y lo hizo como si fuera una de esas cosas que decía cada día. Casi no me atrevía ni a mirarla, tuve que hacer un esfuerzo, sé que nos habían prohibido explícitamente intervenir, pero tuve que pedir ayuda a Sofía para que me hiciera una señal que me ayudara a digerir aquello. Ella estaba igual de pasmada que yo, apenas fue capaz de intercambiar una mirada de asombro conmigo. Al otro lado de la sala, Palmira y la ínclita Melody Larranz parecían satisfechas. Y el rubio de moda, Iturbe, seguía más preocupado por su peinado que por la vista en sí.

—Esto es muy delicado, querida —dijo ahora la juez—, pero como fuiste testigo me veo obligada a preguntarte por ello. Tu padre ha agredido a tu madre, la golpeó aquí mismo delante de ti. A pesar de eso, ¿reiteras tu preferencia a vivir con él?

—Aquel día estábamos todos muy nerviosos, yo me agarré a mi madre porque hacía mucho que no la veía y también la echaba de menos, y me puse a gritar sin venir a cuento. Y luego Ana y mi madre provocaron a papá, que terminó estallando, pero sé que él está muy arrepentido y que no volvería a hacer nada parecido, fue un hecho aislado.

—Cuando dices Ana, ¿te refieres a la señora Tramel, la abogada de tu madre?

—Sí, conozco a Ana desde siempre, es muy amiga de mamá, y siempre le ha caído fatal papá. Una vez le dijo a mi madre que él le había fastidiado la vida, exactamente dijo: «Felipe te ha jodido la vida». Fue durante mi séptimo cumpleaños, me acuerdo muy bien porque me sorprendió que hablara así delante de mí y de mis amigas del colegio, estábamos en un parque de bolas.

—A mí también me sorprende —dijo Resano.

Quería levantarme y pegar un grito, explicar que aquel pequeño monstruito en forma de adolescente encantadora estaba tergiversando los hechos, que lo único que le ocurría era que estaba enfadada con el mundo y con los chicos y sobre todo con su madre. Ah, y que si yo había dicho algo así delante de un grupo de niñas (no puedo asegurar lo contrario, la verdad), había sido en un tono jovial, quitándole importancia, o tal vez no, pero eso no tenía nada que ver con este caso. No podía hacer nada por reconducir la charla, estaba atada de pies y manos, veía y escuchaba a la hija mayor de mi amiga y tenía la sensación de que era una extraña, la había visto crecer delante de mis ojos, cómo podíamos haber llegado a esa situación.

—¿Tus hermanas piensan lo mismo que tú? —continuó la juez.

—Exactamente lo mismo —corroboró—, puede preguntarles.

—No creo que lo haga, son demasiado pequeñas para traerlas a un juzgado —musitó Resano—, por eso es muy importante lo que tú digas hoy aquí, quiero que lo entiendas. ¿Eres consciente de que tu declaración puede inclinar la balanza sobre tu custodia y la de tus hermanas?

—Lo soy, lo entiendo muy bien, y por eso pido vivir con mi padre.

Era inquebrantable, daba miedo lo clarísimo que parecía tenerlo.

—Una última cosa, querida, no quiero tenerte aquí demasiado tiempo —dijo la juez—. Tu madre te quiere, y le gustaría que estéis con ella, considera que es lo más conveniente para vosotras, ¿crees que está equivocada?

—Creo que eso es lo más conveniente para ella, no para nosotras —respondió—. Se está divorciando y ha cerrado su negocio, está sin trabajo y triste, y sobre todo se siente sola.

Eso era demasiado. Pero no fue lo más gordo, lo peor estaba por llegar.

—A mí me gustaría que ellos se reconciliaran —continuó Jimena—, pero sé que eso es imposible y que no va a ocurrir. No sé lo que ha pasado entre ambos, a lo mejor ya no se quieren. Lo único que sé es que nos han obligado a elegir contra nuestra voluntad. Yo hubiera preferido no tener que hacerlo, pero si tengo que elegir me quedo con papá sin dudarlo.

Resano trató de hacer un último esfuerzo.

—¿Qué te parecería una custodia compartida? —preguntó—, la mitad del tiempo con cada uno, por ejemplo.

Jimena frunció el ceño y negó con la cabeza.

—Quiero vivir con mi padre. Ella le engañó y se fue con otro hombre, y después ese hombre se suicidó y mi madre está triste y deprimida y nos grita por cualquier cosa.

La magistrada abrió mucho los ojos, no podía creer lo que acababa de escuchar. Por supuesto, Resano conocía todo lo ocurrido con Alejandro, pero escucharlo en boca de una niña era demasiado para cualquiera.

—¿Quién te ha contado todo eso? —preguntó.

—Lo sabe todo el mundo —dijo Jimena encogiéndose de hombros, y me señaló—. El amante de mi madre era el hermano de Ana.

Resano me miró con furia contenida, creo que si hubiera tenido una de esas mazas que emplean los jueces en el sistema anglosajón me la habría tirado a la cabeza. Yo estaba derrumbada en mi asiento, entre la perplejidad y la rabia.

—Es suficiente, te agradezco mucho que hayas sido tan sincera —concluyó Resano—. Por favor, conduzcan a la testigo fuera de la sala. Letrados, no se muevan de sus sitios, vamos a tener unas palabras ustedes y yo. Ahora mismo.

Jimena caminaba en dirección a la salida con una ligereza insultante, un agente judicial la acompañó afuera, donde la aguardaba Concha junto a Ronda; le había pedido a nuestra secretaria que viniera esa mañana, no quería que mi vieja amiga permaneciera a solas en los pasillos del juzgado mientras declaraba su hija, más aún sabiendo que Felipe también estaría por ahí y se lo podría encontrar de bruces, la orden de alejamiento quedaba sin efecto cuando ambos eran citados para una comparecencia judicial. Esperaba que la cría no le dijera lo que había ocurrido dentro, prefería ser yo misma quien le hiciera un resumen a mi manera.

En cuanto la puerta se cerró, Resano soltó:

—No voy a tolerar esto, quedan seriamente advertidos. Esa niña no debería estar expuesta a toda esta presión. Es evidente que la salud mental de Concha Andújar va a afectar, y mucho, a mis decisiones sobre la custodia. Y también sobre el resto de asuntos que conciernen a este caso. Quiero mañana a primera hora sobre la mesa de mi escritorio un resumen detallado, completo y por escrito de la relación entre ella y su hermano, antes, durante y después de los incidentes denunciados. Y cuando digo completo, me refiero a que no se dejen fuera ni una coma, se lo advierto, incluyendo los términos de su muerte, etcétera. Si le resulta doloroso, haberlo pensado antes de aceptar un caso donde por lo que se ve están involucrados sus seres queridos.

—Nosotros ignorábamos completamente la dimensión y características de esa relación, señoría —se apresuró a intervenir Palmira.

—No le he concedido la palabra, letrada —le cortó la juez—. No estoy particularmente contenta con ustedes tampoco. Es evidente que parte del testimonio que ha dado aquí la menor ha sido concienzudamente preparado, por no decir teledirigido. No soy partidaria de traer al juzgado a los niños, ni de hacerles declarar. No se crean que se han salido con la suya, voy a poner en cuarentena todo lo que ha dicho esa cría hasta que no obren en mi poder todos los datos necesarios para tomar una decisión. Les prohíbo a todas las personas que están en esta sala, a todas sin excepción, que hablen con esas niñas hasta que tome una decisión. Las tres niñas van a ser examinadas por una terapeuta del Estado para saber qué es lo que de verdad les conviene. Señor Iturbe, ¿puede usted encargarse de algo para variar?

—Por supuesto, señoría —accedió educadamente el fiscal, que se sorprendió del tono con el que se había dirigido a él la magistrada—, yo me ocupo de todo.

Resano lanzó una mirada furibunda a Melody.

—No me gustan sus métodos —le dijo.

Luego me miró a mí.

—Ni mucho menos los suyos —me espetó.

Dio por concluida la sesión sin darnos la oportunidad de replicar ni de matizar nada, ese día habíamos perdido el derecho a hablar.

Cuando salí, Concha ya se había marchado con Jimena. Ronda me explicó que la cría no había sido muy explícita, pero que por la forma de hablar a su madre, o mejor dicho de no hablarle, estaba claro que las cosas no habían ido muy bien.

—Han ido de pena —dije.

Estábamos las tres en el vestíbulo del juzgado, noté que el calor corporal me había subido varios grados, no quería atiborrarme de pastillas y alcohol como de costumbre. Para variar, lo único que me pedía el cuerpo era golpear la pared, darle unos puntapiés y después gritar, por este orden, a Jimena, a la Presidenta y especialmente a Melody, hacerle tragar sus palabras, su «conducta e imagen», la manipulación emocional a la que había sometido a una adolescente, su falta de escrúpulos, su nombre ridículo y rimbombante. Habría sido muy capaz de desgañitarme, de pegarle cuatro bufidos si me la hubiera cruzado en ese momento.

—Sofía, por favor, encárgate de elaborar el informe que ha pedido Resano —dije tratando de ordenar mis ideas—. Tienes todos los datos necesarios, y si crees conveniente pregúntale a Concha lo que haga falta, da igual que no esté de humor.

—No te preocupes —respondió ella—, me encargaré de que le llegue a la juez a primera hora.

Nos despedimos y quedamos en vernos en el despacho, habíamos ido en coches diferentes. Era mi primer día al volante desde el incidente, poco a poco había ido recobrando la movilidad, y por mucho que dijeran los médicos, si podía echar un polvo, o dos, bien podía conducir mi Mazda, ya lo echaba de menos. Los días y las semanas iban transcurriendo y quería recobrar mi independencia, me daba exactamente igual que aún no tuviera los reflejos al cien por cien, o que mi oído no hilara fino.

Me dirigí caminando a un aparcamiento subterráneo, dos calles más allá, justo detrás de la Federación Madrileña de Baloncesto. Aproveché para hablar con Eme por el móvil durante el trayecto.

—¿Se sabe ya lo que han encontrado en el teléfono de Santonja? —le pregunté en cuanto saltó la llamada—. Nadie suelta prenda.

—Por el momento, la información está blindada —respondió—, tanto ese asunto como el informe del perito sobre las grabaciones está rodeado de un secretismo hermético. Quizá le puedas preguntar a tu amigo Moncada.

—Preferiría no hacerlo —dije herméticamente.

—Como quieras. He podido avanzar bastante sobre el caso del empresario que me pasaste. Miguel Ortiz debía mucho dinero al casino de Robredo, tenía una línea de crédito preferencial, su deuda era de más de dos millones.

—Hum —rezongué—, otro desgraciado que se arruinó antes de tirarse por el balcón.

—Ahí no acaban las similitudes —dijo el investigador—. Era principalmente jugador de póquer, por lo que me han dicho, y agárrate fuerte, tras la muerte del tipo, los herederos, esposa e hijos, recibieron una demanda de Gran Castilla solicitando el pago de las deudas.

—Por lo que se ve, les gusta rapiñar a sus víctimas después de muertas incluso, no pueden aguantarse los muy cabrones —murmuré—. Esto podría ayudarnos, y mucho, Ramiro nos ha dado una pista interesante. ¿Qué pasó con la demanda?

—Todavía no lo sé, el rastro se pierde entre un montón de papeleo, estoy en ello —murmuró Eme—. Si te parece, puedo seguir metiendo las narices, a ver hasta dónde nos lleva.

—Me lo parece, sigue adelante, gracias —dije—. Cambiando de tema, estamos teniendo problemas serios con el caso de Concha, andamos un poco perdidos, la verdad. Ya sé que lo has intentado, pero ayudaría mucho un testigo de los malos tratos, algún vecino o amigo de la familia que viera o escuchara algo durante estos años. No lo sé, a lo mejor es buscar una aguja en un pajar, pero necesito algo más que la palabra de ella, la están desacreditando a base de bien.

—Preguntaré por ahí, pero ya estuve husmeando en el vecindario y en el colegio sin sacar nada en claro, nadie parece saber nada, o al menos nada que quieran compartir con nosotros; Felipe también tiene sus simpatizantes. Por no hablar de que si Concha se entera de que nos estamos entrometiendo en su entorno, no le va a hacer gracia. No creo que sea fácil conseguir un testigo a estas alturas.

—Si fuera fácil, no te habría llamado, Eme. Y no te pagaría un dineral tampoco. Cuento contigo.

—Hablando de eso, el último pago no ha llegado a mi cuenta, no quiero ser quisquilloso, pero ya sabes que tengo muchos gastos.

—Lo sé, Eme. Por una vez te pido que tengas un poco de paciencia.

—Tengo un amplio abanico de virtudes, Ana, pero la paciencia no es una de ellas. Tienes hasta el lunes. Lo siento, así funcionan las cosas.

—Entendido.

Colgué el teléfono, lo último que necesitábamos ahora sería quedarnos sin investigador, no podíamos permitírnoslo, tenía que buscar una solución. No nos sobraba el dinero precisamente, y Concha estaba tan agobiada que no querría ni oír hablar de asuntos económicos del bufete hasta que se aclarase la custodia de las niñas. Algo se me ocurriría.

Bajé caminando por la rampa del parking, apoyándome en el bastón. Noté una sensación extraña en el cuerpo. Tal vez le había cogido temor a los aparcamientos subterráneos, no creo que nadie pudiera culparme por ello después de lo que me había pasado. Pagué en una máquina expendedora de la planta baja y bajé en el ascensor hasta la menos dos; normalmente habría hecho el trayecto a pie, pero, por mucho que no quisiera reconocerlo, no estaba en plenas facultades. Era uno de esos ascensores antiguos, grandes, que sonaban como si fuera a desplomarse. No tengo ni he tenido nunca claustrofobia; sin embargo, durante los segundos que duró aquel trayecto sentí un hormigueo de ansiedad; apenas se abrieron las puertas salí de allí a toda prisa.

Sonaba un hilo musical a través de unos altavoces que colgaban del techo, escuché el motor de un coche que provenía de otra planta. En la menos dos no había demasiados automóviles aparcados, giré a la izquierda hacia el mío y, cuando iba a presionar el botón de apertura automática, lo escuché. A pocos metros de donde me encontraba. Oí su voz vulgar, ligeramente aflautada, parecía hablar con alguien sobre una transacción financiera sin darle demasiada importancia. No me podía creer que el destino estuviera jugando conmigo de esa manera. Contuve la respiración, era él sin duda. Me apoyé en una columna, nerviosa, sin saber cómo reaccionar, miré por encima del hombro hacia un coche verde metalizado unos diez metros más allá, sobre el que había un hombre corpulento apoyado, hablando con el móvil pegado a la oreja, de espaldas a mí.

Confirmado: era Felipe, ajeno a mi presencia, comentando posiblemente algún asunto de su oficina. Apreté la empuñadura de marfil con fuerza, me vino a la cabeza una imagen nítida: ese mismo bastón estrellándose contra el cráneo de aquel desgraciado. Quizá podría atizarle por la espalda, tal y como había hecho conmigo, era lo que se merecía. No tenía ningún sentido, podía meterme en un lío e incluso complicarle la vida a Concha, por no hablar de que Felipe pesaba el doble que yo y lo más probable era que se revolviera y la que terminara de nuevo magullada fuera yo. Además no tenía la certeza absoluta de que hubiera sido él mi agresor. Lo más sensato es que me quedara allí quieta, sin moverme, y que lo dejara pasar. Eso es lo que habría hecho otra en mi lugar, pero había dos factores que me impidieron actuar con lógica. La primera es que aquel cabrón me daba miedo, y ya desde el colegio he tenido una tendencia irracional a enfrentarme a los matones del patio; podrían aterrorizarme, pero no conseguirían que me quedara quieta. Y la segunda es que hacer cosas que no tenían sentido era otra de mis grandes especialidades, sobre todo cuando se trata de pararle los pies a alguien que utiliza la fuerza para salirse con la suya.

Me concentré en su voz, empleaba palabras como «activo», «bienes», «contabilidad», «mercado» o «amortización», supongo que todas ellas tenían sentido tanto para él como para su interlocutor, yo únicamente las estaba utilizando como una guía sonora para acercarme a él sin que me viera. Tenía que darme prisa, en cualquier momento subiría a su coche y desaparecería. Me moví intentando no hacer ruido hasta la siguiente columna, me di cuenta de que al apoyarme me había puesto perdida de cal, mi chaqueta y mi pantalón estaban blancos por detrás y por los lados, no tenía tiempo para eso, no podía distraerme con algo así, tenía que colocarme justo detrás de él sin que se diera cuenta, sin que me oyera llegar. Llegué hasta un pilar más amplio que otros, puede que fuera uno de esos muros de carga o como se llamen. Un pequeño pitido sonó en mi bolsillo, un mensaje del móvil. Introduje la mano nerviosa y le quité el sonido, «Tiene 1 mensaje nuevo», joder, ya tendría tiempo para eso después. Contraje los músculos de todo el cuerpo, dejé de respirar y me pegué a la pared. Con suerte, Felipe no lo habría oído, o no le había dado mayor importancia.

Traté de escuchar de nuevo su voz, pero nada. Silencio. Tal vez había terminado la conversación y se había metido en el coche, aunque en ese caso lo normal es que hubiera encendido el motor y no parecía que lo hubiera hecho. Lo único que podía oírse ahora era el hilo musical y algunos sonidos lejanos de la calle. No podía ver ni oír a Felipe, había desaparecido. Intenté mantener la calma, no era seguro que hubiera advertido mi presencia, puede que estuviera en el interior de su automóvil, puede que todo saliera bien. Aunque la verdad es que aquel silencio repentino no tenía buena pinta. No podía creerme que me hubiera metido en esa situación, encerrada en otro parking con el mismo tipo violento que posiblemente me había golpeado con saña unos meses antes. La ansiedad se convirtió poco a poco en angustia, traté de no moverme, no hacer ningún ruido, esperar que todo pasara. Seguía sin verse ni escucharse nada. Estuve tentada de coger el teléfono y pedir ayuda, no sé muy bien a quién, quizá a Eme, o mejor a la Policía, les diría que un maltratador me estaba atacando, cosa que no era del todo cierta, pero que podría llegar a serlo. Recordé uno de los ejercicios mentales de las clases de yoga: contar internamente desde el uno sumándole tres dígitos cada vez, era algo así, se suponía que servía para alejar los pensamientos de la cabeza y dejar la mente en blanco, uno, cuatro, siete, diez, trece, aunque lo cierto es que tal vez sería mejor estar alerta que tratar de aislar mi cabeza. Decidí que si llegaba a cien sin que el coche de Felipe se encendiese y saliera de allí, marcaría el número de emergencia, dieciséis, diecinueve, veintidós, veinticinco, veintiocho, treinta y dos, no, treinta y uno, la norma con Danilo era que si te confundías en la cuenta o te despistabas tenías que volver a empezar, nadie te vigilaba pero había que ser honesta con una misma y todo eso. Ya estaba bien, rodearía la columna y si continuaba allí y venía a por mí le insultaría y asunto acabado, no podía darle tantas vueltas a esta situación, la estaba sacando de quicio, menuda palabra, «quicio», de pronto me pareció retorcida y carente de sentido. Ya está bien, ahí voy, saldré de mi escondite y estaré preparada para lo que tenga que ser, no le tengo miedo a ese bastardo, es él quien debería temerme, soy el brazo de la justicia y he venido a por ti y…

En ese preciso instante salió de la nada. Sentí un empujón en un costado. Una mano me agarró del cuello y otra me arrebató el bastón y me lo mostró.

—¿Qué querías hacer con esto? —me preguntó Felipe furioso sujetándome con fuerza contra la columna.

Tuve la sensación nítida e inconfundible de que iba a volver a ocurrir. Empezaría a golpearme y no pararía hasta que me rompiera varios huesos y hasta que perdiera el conocimiento y mi cuerpo reventara de una vez. Le dio igual entonces y le daría igual ahora, las consecuencias no eran importantes para él, solo quería darme mi merecido, su mente funcionaba así. Intenté librarme de la presión, pronunciar alguna palabra, defenderme, pero me tenía bien cogida del cuello, no me podía mover. Me dio la impresión de que sus pupilas estaban dilatadas, aunque puede que solo fuera una falsa percepción, pataleé en vano, él seguía sin aflojar, me estaba quedando sin aire, quizá seguiría apretando hasta que dejase de respirar, tuve miedo, un miedo genuino y concreto, no como esos terrores nocturnos que me habían acompañado de pequeña, esta vez era real.

Cerré los ojos y lo supe: a pesar de todo, no quería morir allí. Fue una revelación para mí, la vida, ahora que sentía que se me podía esfumar en un abrir y cerrar de ojos, me importaba más de lo que creía.

No sé cómo sonará así dicho, pero sé cómo sonaba en mi cabeza: como si hubiera desperdiciado un montón de tiempo, de años, haciendo chorradas que no me llevaban a ninguna parte, que no me habían hecho mejor persona y que tampoco le habían servido para nada a los que tenía a mi alrededor. Me prometí que, si salía de esta, iba a cambiar unas cuantas cosas, no todas de golpe, pero sí algunas cuestiones importantes, empezando por mi relación con la química. Si es que existe algo más allá, un ser superior, un ente, eso que algunos llaman Dios, lo que sea, le pedí ayuda, sácame de esta y seré una buena persona, signifique eso lo que signifique, joder, no es justo, aún tengo mucho por hacer.

Sin ninguna justificación aparente, igual que había empezado, acabó. La mano sobre mi cuello aflojó la presión y el aire empezó a llegar a mis pulmones a borbotones. Lo primero que pensé es que una promesa hecha bajo coacción, aunque fuera al ser supremo, no tenía validez legal. A continuación intenté articular unas palabras, pero solo conseguí decir algo ininteligible mientras respiraba con fuerza por la boca.

—¿Qué estás diciendo, joder? —preguntó Felipe, que seguía delante de mí en actitud amenazante.

—Que me he meado —murmuré recobrando el resuello.

Ambos bajamos la mirada hacia mis pantalones, a la altura de la entrepierna podía verse una mancha. No es que me emocionara, pero si tenía que elegir prefería mearme encima a que otro lo hiciera.

—Qué asco —dijo.

—Me estabas estrangulando —repliqué casi como si tuviera que justificarme.

—¿Qué cojones hacías aquí escondida, espiándome?

—¿Vas a volver a golpearme? ¿Te gusta hacerlo en los aparcamientos por algún motivo?

—Yo no te he golpeado nunca en ningún aparcamiento —respondió—, ni en este ni en ningún otro.

—Ya, bueno, es una forma de verlo, para alguien que acaba de intentar estrangularme no resulta muy convincente.

—No te he golpeado, no he intentado estrangularte —replicó Felipe—, solo he actuado en defensa propia, eras tú la que estabas a punto de atacarme por la espalda con este bastón.

—No iba a atacarte —mentí.

—Mira, Ana, nos conocemos desde hace muchos años, vamos a dejarnos de gilipolleces. Nunca me has gustado, ni yo a ti —dijo, y después hizo una larga pausa, como si aquella conversación conmigo le removiera a su pesar—. En mi matrimonio he cometido muchos errores que no puedo arreglar y de los que me arrepiento, supongo que me merezco todo lo que me está pasando.

—Si por «errores» te refieres a darle de hostias a tu mujer, permite que discrepe. No te mereces lo que te está pasando, te mereces cosas mucho peores, y voy a encargarme de que te ocurran. No hay nada que puedas hacer o decir que te redima ni siquiera en parte, ¿lo entiendes?, absolutamente nada. Me da arcadas hablar contigo, tenerte cerca me revuelve el estómago. Nunca, pase lo que pase, te perdonaré que golpearas a mi amiga, es completamente falso que todo el mundo tenga derecho a una segunda oportunidad, tú no lo tienes, espero que te encierren y que no vuelvas a ver a tus hijas.

—Deja a las niñas fuera de esto —soltó en un tono amenazante.

—Deja tú de portarte como un hijo de la gran puta —le respondí—, estás manipulando a una adolescente, y cuando se dé cuenta de lo que haces, te odiará, y lo que es mucho peor, seguramente también se odiará a sí misma. Permite a Jimena y a las niñas que se queden con su madre, es lo mínimo que puedes hacer.

—Comprendo tu punto de vista, aunque no lo comparto, y a decir verdad, me importa una puta mierda —dijo señalándome y mirándome de arriba abajo—. Que conste que yo no te he puesto nunca una mano encima, me da igual que lo creas o no. Yo no te he hecho todo eso, no te he dejado la cara así. Me alegro de que te lo hicieran, es cierto, pero no fui yo. Fin de la conversación.

Me tiró el bastón y se alejó a grandes zancadas. En pocos segundos subió a su coche y salió del parking sin detenerse.

Al fin, aflojé un poco. Me agaché para recoger el bastón del suelo. Los aparcamientos no se me daban muy bien últimamente. En este había visto la muerte cara a cara, había hecho una promesa al Altísimo que no pensaba cumplir, y por si fuera poco, me había meado encima.

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