Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 57

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Arrojé los pantalones, la camiseta y el jersey al fondo de la bañera y los rocié con el único líquido inflamable que tenía a mano, agua oxigenada, suponiendo que lo fuera, no había alcohol en el botiquín, tendría que solucionar eso. A continuación saqué el mechero y acerqué con cuidado la llama a una de las prendas, esperando que ardiera de inmediato, apartándome un poco para no quemarme. Pero nada, por lo que se ve, aquella prenda estaba hecha de uno de esos materiales sintéticos ignífugos, o lo que era más probable, el agua oxigenada no era el mejor combustible del mundo.

Dejé el mechero sobre el lavabo y fui hasta mi cuarto. Abrí mi compartimento secreto detrás de la cama (en realidad, no era muy secreto, bastaba con apartar la almohada para verlo) y saqué de allí una botella de Beefeater. Miré la etiqueta: cuarenta y cinco grados, supuse que sería suficiente. Ya que estaba en el dormitorio, arranqué las sábanas y la colcha en las que había dormido Ramiro durante dos noches y con todo ello regresé al cuarto de baño.

Tiré la ropa de cama sobre las otras prendas, las aplasté un poco con ambas manos y después vacié la ginebra encima. Beefeater era un clásico que siempre me había dado buen resultado. Encendí el mechero y repetí la operación, acercándolo a las prendas; apenas tocó la sábana se prendió fuego. Una hermosa llama cubrió rápidamente la bañera, el calor que desprendía aquel improvisado incendio me hizo dar un paso atrás. Contemplé cómo las llamas iban consumiendo todas y cada una de las prendas que habían rozado en las últimas horas el cuerpo de mi primer exmarido. No había previsto que la superficie de la bañera saldría dañada, tal y como estaba ocurriendo. Cogí el grifo de la ducha y lo abrí precipitadamente para tratar de salvar mi querida bañera, que no tenía culpa de nada. Un chorro de agua salió disparado hacia el techo y me empapó; lo dirigí hacia el fuego y como resultado de ello las llamas se avivaron en un primer instante, chamuscándome la mano con la que sujetaba la ducha. En un acto reflejo la solté y la alcachofa cayó al suelo, serpenteando sin dejar de escupir agua, poniendo perdido todo el cuarto de baño, mientras el fuego seguía devorando el acero esmaltado del fondo de la bañera.

Cogí dos enormes toallas, intentando no resbalar, y las arrojé sobre las llamas, que ahora sí parecieron remitir. Pisé el cabezal de la ducha con decisión, lo agarré y, para asegurarme de que aquel pequeño incendio no terminara extendiéndose por todo el piso, eché agua durante un buen rato sobre las toallas, de las cuales comenzó a salir un humo blanquecino y un olor desagradable, no a quemado, sino una especie de fetidez húmeda inclasificable. Dejé que el agua inundara la ropa, y una vez que consideré que ya no había peligro, cerré nuevamente el grifo.

Vi mi imagen entrecortada, apenas un reflejo sobre el espejo del lavabo. Estaba empapada en mitad del cuarto de baño medio inundado, lleno de humo y con un insoportable olor a podrido.

—¿Necesitas ayuda?

En la puerta me encontré a Concha mirándome con estupefacción.

—Estaba quemando algunas prendas viejas en la bañera, nada del otro mundo —respondí—, y me he chamuscado un poco.

Le mostré mi mano, me había quemado ligeramente. Agarré del lavabo el tubo de pasta dentífrica y lo apliqué sobre la zona irritada.

—Me han contado lo que ha ocurrido en Gran Castilla —dijo—, parece que las cosas se están torciendo un poco últimamente.

—No ha pasado nada en realidad. Han presentado una oferta a Helena y la hemos rechazado. En medio ha habido algunos gritos, graves acusaciones, engaños y amenazas, pero en resumen eso es lo que ha ocurrido.

—Me alegro de que lo veas así.

—Soy una optimista incorregible, ya lo sabes —respondí pasando la yema del dedo índice por la quemadura, extendiendo la pasta, estaba agradablemente fría, me produjo una cierta sensación de alivio.

Ella me miró, parecía aguardar el momento oportuno para hablar. No quería preguntarle por la reunión con Palmira, la expresión sombría de su rostro, el tono rasgado de su voz no auguraban nada bueno.

Concha chasqueó la lengua, le había visto hacerlo un millón de veces cuando algo le incomodaba, cuando se sentía a disgusto. A continuación abrió la boca y sacó lo que llevaba dentro:

—Felipe me ha propuesto un trato muy razonable. Lo he aceptado.

Tardé en digerir sus palabras.

—Debe ser un trato de la hostia para haber hecho algo así —dije—, teniendo en cuenta que habíamos acordado que en la reunión solo escucharías y después analizaríamos la situación.

—Te recuerdo que no estabas allí, que me has dejado sola con una abogada sin experiencia y que has priorizado el otro caso del bufete frente al mío.

—Era una emergencia.

—Yo llevo cuatro meses en estado de emergencia, por no decir algo peor.

—Le habían tendido una emboscada a Helena, tenía que ir.

—Eso es lo bueno de ti, Ana. Siempre tienes una excusa para hacer lo que haces. Si bebes y te atiborras de pastillas es que la vida te ha maltratado. Si abandonas tu trabajo de la noche a la mañana dejando tirada a un montón de gente, entre otros a mí, es que has perdido a un ser querido y te sientes culpable, como si fueras la primera a la que le ocurre algo así. Si te ausentas de una reunión decisiva con el cabrón que me ha pegado literalmente una docena de palizas es que había alguien que te necesitaba más que yo.

Era la tercera persona que ese día me reprochaba las debilidades de mi carácter, por llamarlas de algún modo. Quería a Concha, quería a esa mujer más de lo que había querido a ninguna otra amiga en toda mi vida. Tal vez por eso me entraron ganas de pegarle un grito y decirle que me dejara en paz, estaba harta de sermones y me daba exactamente igual que tuviera razón. La observé, respiré desde el estómago y me mordí la lengua, no quería un enfrentamiento abierto con ella.

—Por lo que se ve, Resano, Ramiro y tú tenéis un concepto de mí muy parecido —solté—, tendré que hacérmelo mirar.

—No me vengas con esas, cada vez que te intento hablar en serio, tú me sales con una gilipollez o con una respuesta ocurrente.

—Es curioso que digas eso —dije—. ¿Sabes lo que creo, Concha? Que te sientes mal por haber cerrado un acuerdo con Felipe, y no solo porque lo hayas hecho a mis espaldas, sino porque sabes que no se merecía siquiera que nos sentáramos a la mesa a escucharle. Me da igual lo que te haya ofrecido, cualquier cosa que no sea arrebatarle todo y meterlo en la cárcel es injusto. También creo que ya no confías en mí como antes, y no me refiero como amiga, quiero decir que no consideras que sea esa abogada brillante y talentosa que tanto admirabas y con la que ansiabas asociarte. Piensas que no sería capaz de ganar a Palmira y su asesora en imagen y conducta en el tribunal. Por eso has llegado a una mierda de acuerdo. Y por eso me hablas así, porque estás enfadada contigo.

—¿Cómo quieres que confíe en ti? —preguntó como si fuera evidente—. Por si no te has enterado, nadie lo hace. Te van a procesar, y puede que incluso pierdas tu licencia para ejercer. Parece ser que eres la única que no se da cuenta de lo que está pasando.

—Lo que está pasando es que me enfrento a un ejército de abogados con recursos ilimitados que me están atacando por todos los frentes, tanto legales como ilegales. Y que al mismo tiempo defiendo a mi amiga del alma en el que puede ser el juicio más importante de su vida, ¿te crees que no lo sé? Y para tu información te diré que sí, me doy perfecta cuenta de todo, incluyendo que soy un desastre. Cada noche, cuando me meto en la cama, vienen a visitarme los demonios y tiemblo de miedo pensando que no estoy a la altura, que voy a defraudar a las pocas personas que me importan, entre las cuales estás tú, por si hace falta aclararlo.

Nos quedamos en silencio, mirándonos agotadas. Bajé la vista y moví mi pie derecho, me di cuenta de que el agua me había calado las zapatillas. Tendría que ir a por la fregona y recoger todo aquello si no quería que toda la casa se llenara de restos de pisadas sucias. El olor que provenía de la bañera lo impregnaba todo de una atmósfera irrespirable. Concha se encogió de hombros y aflojó los músculos. Ambas bajamos la guardia, por así decirlo.

—No es un mal acuerdo —murmuró.

—Cuenta.

—Me quedo con las niñas, eso es lo más importante —dijo—, Felipe solo podrá verlas un fin de semana cada quince días. Esa es la base. A cambio él se queda con todo lo demás, los fondos, las acciones, el dinero de la cuenta común y la casa. Podré seguir viviendo en ella en usufructo hasta que la más pequeña cumpla la mayoría de edad, después ya veremos.

—¿Y la denuncia por malos tratos? —pregunté temiéndome que lo peor estaba por venir.

—La voy a retirar, es lo mejor para las crías.

—Sabes que el fiscal seguirá actuando de oficio.

—Eso ya no es cosa mía. Si me llaman a declarar, diré la verdad. Felipe lo entiende y lo acepta. Pero lo que no voy a hacer es liderar la acusación, me retiro.

—Joder. Ha manipulado a Jimena, ha utilizado a las niñas para quedarse con todo el dinero, es lo único que quería desde el principio.

—Lo sé, y no me importa. Solo quiero estar con mis hijas y rehacer mi vida lejos de ese cabrón. Firmaremos el divorcio de común acuerdo en pocos días.

—¿De qué vais a vivir?

—Tendrá que pasarme una pensión por las niñas, y algo me queda en mi cuenta personal para ir tirando los primeros meses. Luego tendré que trabajar para ganarme la vida, igual que el resto de la humanidad, que por otra parte es lo que vengo haciendo desde los veinte años.

Veía claramente que había tomado la decisión a conciencia y no había vuelta atrás.

—Podríamos haberle ganado —musité.

—No lo sé —respondió ella—. Solo quiero olvidarme de todo esto y centrarme en mis hijas.

—Envidio tu determinación, lo digo muy en serio. No comparto el acuerdo en absoluto, como ya te puedes imaginar, pero me admira que seas capaz de renunciar a todo por tus hijas.

—Ser madre es con diferencia lo único que he hecho de lo que no me arrepiento. No soy una buena persona, Ana, tú tampoco lo eres en realidad, somos egoístas y engreídas; ellas me hacen recordar las pocas cosas que merecen la pena.

—Permite que termine mi trabajo y me encargue del papeleo. Por favor. Te prometo que no pondré ningún problema, seré obediente. Es lo mínimo que puedo hacer.

Concha sonrió.

—Te lo agradezco, pero no. Sé que ahora lo dices de corazón, sin embargo en cuanto cruces el borrador del documento con Palmira, te encenderás, aparecerá tu afán justiciero y lo mandarás todo al carajo. Las dos lo sabemos. Yo misma me encargaré personalmente, es lo que quiero hacer.

—Lo comprendo.

Todo aquello sonaba a despedida. Concha estaba sin blanca, no podía seguir aportando dinero a un bufete ruinoso y quijotesco como el mío, ni siquiera lo mencioné, no era necesario, estaba claro, y me pareció de mal gusto hacerlo. Por decirlo suavemente, me dejaba. Se iba a tratar de poner su vida en orden. Ya he dicho que no soporto las despedidas, me ponen enferma. Me di la vuelta y empecé a recoger las toallas como si tal cosa.

—Por favor, dile a Ronda que venga a ayudarme con esto —dije mientras agarraba con cuidado una de las toallas por un extremo—, menuda peste.

—Claro, ahora mismo se lo digo.

Pude escuchar a mis espaldas los pasos de Concha alejándose por el pasillo. Noté la congoja que me subía por el pecho, ya conocía esa sensación, la tristeza, la soledad que se apoderaban de mí a pasos agigantados.

Enseguida aparecieron allí Ronda, Sofía y Gerardo, la brigada de bomberos al completo, me ayudaron a recoger y limpiar todo aquello. Me asustó tanta predisposición por su parte, tal vez me veían como una anciana inválida que no podía hacer nada por sí misma. Pero detrás de sus gestos y de sus palabras se escondía algo más. El 28 de abril aún no había concluido.

Después de tirar las sábanas y el resto de prendas chamuscadas, de meter las toallas en la lavadora y de limpiar el cuarto de baño a conciencia, regresamos al salón, a la zona de oficina, para entendernos. Ellos bromearon un poco sobre la posibilidad de quemar también otros objetos, como un viejo procesador de textos que guardaba en una esquina como una reliquia que probablemente no volvería a usar, pero de la que no quería desprenderme, o el blanco favorito de sus comentarios, un reproductor de vídeo VHS que ocupaba demasiado espacio en la parte superior de uno de los armarios.

Aproveché para revisar el correo electrónico en mi portátil, no lo había abierto en todo el día. Ronda cambió el tono de su voz y dijo con una desconocida gravedad:

—Tenemos que hablar contigo, Ana.

—Es muy tarde y estoy muy cansada —musité—, podemos dejarlo para mañana si os parece bien.

Noté que ellos tres cruzaban una mirada de ansiedad.

—Preferiríamos hablar ahora si no te importa —dijo Gerardo.

—Como queráis —respondí—, pero ir al grano, os lo suplico.

Bajé el cursor por mi bandeja de entrada, había ciento cuatro emails sin leer, sobre todo asuntos de trabajo sin mayor importancia relacionados con la querella, tales como una copia actualizada de los testigos de la defensa o una transcripción completa de algunas de las comparecencias de los últimos días, incluida la de Santonja. También había dos correos del banco notificándome de nuevo, y ahora por escrito, que lamentaban denegar mi solicitud de rehipoteca de la casa, ya que no se daban las condiciones necesarias. No sé por qué me lo notificaban por duplicado, y con una llamada en rojo de importancia alta, era como si quisieran dejarme claro que el asunto estaba zanjado. Eché un vistazo también a un correo ordinario de la Fiscalía, firmado por Almudena Osorio, recordándome mi obligación de presentarme en el juzgado la semana siguiente para una vista preliminar sobre los cargos que habían presentado contra mí.

—¿Vais a decir algo o no? —pregunté a mis asociados.

—Sí, sí —retomó Ronda—, verás, es que ha pasado una cosa.

—No es nada malo —matizó Gerardo.

—Y antes de decidir, queremos consultarlo contigo, por supuesto —continuó Ronda.

La única que permanecía en silencio era Sofía. Seguí mirando la pantalla de mi portátil, borrando algunos correos inútiles, archivando otros que tal vez necesitaría consultar más adelante. Hasta que llegué a uno que captó mi atención. El remite era del Juzgado de Robredo y había entrado hacía treinta y cinco minutos exactamente; en el asunto, «Informe laboratorio», sin más. Entre los destinatarios del correo solo figuraba yo, no sé si habría alguien más en copia oculta. El texto decía:

Estimada señora Tramel, por indicación de la magistrada y de la Fiscalía, tengo a bien enviarle el resultado del informe pericial sobre las grabaciones telefónicas clasificadas como pruebas de cargo con numeración correlativa A/00201 hasta A/00283. Espero que sea de su interés.

Atentamente, Julia Pérez de Pablos, auxiliar judicial.

Y luego el membrete del juzgado, con la dirección, fax y resto de datos.

Empecé a notar un hormigueo por todo el cuerpo, un nudo en el pecho que me hizo respirar con más dificultad. Releí de nuevo el texto para asegurarme de que se trataba de lo que parecía tratarse, el resultado que llevábamos semanas esperando y del que podía depender todo el proceso. Además de las correspondientes advertencias habituales sobre el uso privado y confidencial del contenido de dicho correo, había un documento adjunto con el nombre genérico de «informe/37899/Robredo/laboratorio/Cahill». Me dio pavor clicarlo, solo pensar lo que podía contener ese documento me hizo agarrarme a la mesa. Levanté la vista para asegurarme de que aquello estaba ocurriendo realmente.

—Nos han hecho una oferta de trabajo, Ana —aprovechó para decir Ronda.

—Una oferta muy interesante, la verdad —añadió Gerardo.

—¿De qué estáis hablando? —pregunté.

Mi mente estaba en el «informe/37899/ Robredo/laboratorio/Cahill».

—Es un bufete muy importante —continuó Gerardo—, Dos Rius, están en plena expansión y necesitan abogados nuevos.

—Y pasantes —matizó Ronda refiriéndose a sí misma.

—Hemos hecho una entrevista y al parecer hemos encajado a la perfección en el perfil que están buscando —dijo de nuevo mi asociado como si quisiera convencerme de algo o venderme una de sus corbatas—. Ofrecen un sueldo muy bueno y posibilidades reales de crecimiento dentro de la empresa. Mónica dice que es una gran oportunidad.

—¿De qué coño estáis hablando? —repetí.

—De uno de los mejores despachos de abogados del país, Dos Rius —aclaró Ronda—. Nos han hecho una oferta de trabajo muy buena. Quieren que nos incorporemos cuanto antes.

—Por supuesto les hemos dicho que antes teníamos que hablar contigo —se apresuró a decir Gerardo—, no vamos a dejarte tirada, te daríamos el tiempo suficiente.

—Claro —dije tratando de asimilar aquello—, no vais a dejarme tirada.

—Lo que te queríamos preguntar —continuó Ronda— es cuáles son tus planes. Es decir, ahora que Concha ya no está y que te han denunciado, y con todo lo que está pasando, no sé, queríamos saber un poco qué pensabas hacer.

—A lo mejor estabas reconsiderando la propuesta de Gran Castilla —se justificó Gerardo—, no digo que la aceptes. Solo queríamos saber qué idea tienes para los próximos meses, no queremos dejar pasar una oferta tan buena y que luego decidas cerrar.

—Además tenemos que decidir enseguida, perdona —intervino de nuevo Ronda, parece que los dos se alternaban en el uso de la palabra a la perfección—. Dos Rius ha insistido en que quieren incorporación inmediata. Nos gustaría tomar una decisión después de hablarlo contigo, hoy mismo si puede ser.

Agarré el bastón apoyado sobre la silla. Me sentía un poco mejor cuando lo tenía entre las manos, tampoco mucho mejor, la verdad. Ronda había dicho, entre otras cosas, «ahora que Concha ya no está», solo habían tardado unos minutos en procesar su marcha y hablar de ello, por lo que se ve.

—Ya habéis tomado la decisión —dije.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que ya habéis dicho que sí —respondí— y que, si no lo habéis hecho, lo haréis mañana. Ya habéis decidido. Estáis en vuestro derecho. Esto es una ruina, lo sabe todo el mundo. Y Dos Rius es uno de los grandes. A lo mejor en los próximos meses anuncian su fusión con Barver & Ambrosía, no me extrañaría.

—No tiene nada que ver, Ana —se defendió Gerardo—. Están buscando abogados de nuestro perfil.

—Claro, y una pasante también —asentí—. Qué casualidad tan perfecta. Espero que os ofrezcan un buen seguro médico, lo digo por la mierda que vais a tragar. ¿Y cuándo se supone que os vais?

—No hay nada decidido —repitió Ronda.

—En el caso de que nos fuéramos, quieren que como muy tarde estemos allí en dos semanas —explicó Gerardo—. Ya hemos dicho que eso es imposible, como mínimo te daríamos un mes para poner todo en orden.

—No —dije levantando el bastón en alto.

—¿Cómo que no?

—Pues eso, que no os vais a ir dentro de dos semanas —concluí—, ni dentro de un mes tampoco. Os vais ahora mismo.

—Pero…

—Pero nada —dije muy seria señalándoles con el bastón—, en este preciso instante os vais a levantar y vais a salir de aquí sin tocar nada, ni los ordenadores, ni los papeles, nada de nada. Os advierto que os estoy vigilando.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Gerardo asustado.

Asentí incorporándome, caminando hacia ellos.

—Si alguno roza un solo documento de este despacho antes de irse —amenacé—, le atizaré con el bastón, lo juro.

—No hay por qué ponerse así —dijo Ronda levantándose con mucho cuidado—, podemos hacer las cosas como personas civilizadas, yo creo.

—No podemos —aseguré—. ¿Y sabéis por qué? Pues porque os vais a trabajar para otros, porque os están comprando y me dejáis tirada en el peor momento, llamemos a las cosas por su nombre. Podría invocar algún tipo de cláusula de incompatibilidad o de no competencia en el contrato que firmamos cuando decidimos embarcarnos juntos en esto, pero no lo voy a hacer, no merece la pena. Si esos cabrones se creen que pueden pararme porque me roben a unos niñatos sin experiencia como vosotros están muy equivocados.

—Esto no tiene nada que ver con Barver —se defendió Gerardo— ni con Gran Castilla.

—Tiene todo que ver, gilipollas —le corté—. Atrás, venga, largo de aquí, sin tocar nada de nada.

Ronda y Gerardo retrocedieron, alejándose de su mesa, mirando sus efectos personales sin atreverse a tocarlos.

—El portátil lo pagué yo —protestó Gerardo.

—Haberlo pensado antes —respondí—. Contiene información reservada de Tramel y Asociados. Se queda.

—¿Y mi agenda de piel? —preguntó Ronda señalando sobre su escritorio.

—Se queda también.

—¿Y la pluma estilográfica? Es un regalo de Mónica…

—¡Se queda todo!

Di un golpe con el bastón sobre la mesa provocando un gran estruendo.

—Largo, ya. Joder.

Ambos salieron por el pasillo, sin volver la vista atrás. Los seguí con la mirada, asegurándome de que no cogían ni se llevaban nada. Murmuraron algo entre ellos mientras se alejaban, abrieron la puerta de la calle y se marcharon. Dando un sonoro portazo. Tal vez para siempre.

Dicen que la mejor forma de separarse de alguien es cortando por lo sano. Aquel parecía un buen ejemplo, quizá un poco radical, pero cada una maneja estas situaciones como mejor puede. En menos de cinco minutos habían pasado de ser mis socios y protegidos a convertirse en unos extraños a los que no quería volver a ver en mi vida. Me vino a la cabeza la noche en la que saqué a Gerardo del chalé, o cuando había aceptado nombrar a Ronda gerente del despacho, o muchos otros instantes que habíamos compartido en los últimos meses, supongo que con el tiempo esas imágenes dolerían menos.

Sofía continuaba sentada en su puesto, no había abierto la boca en todo este tiempo.

—¿Tú no te vas? —pregunté.

—No me interesan esos esnobs de Dos Rius —dijo sin darle mayor importancia—. Además, salvo que me digas lo contrario, estamos en mitad de un emocionante caso que puede sentar un precedente en la jurisprudencia de esta nación, o que por el contrario puede llevarse por delante definitivamente a la mejor abogada que he conocido nunca, no me lo perdería por nada del mundo.

—¿Estás segura? —insistí—. Si vas a marcharte, este es el momento. Podré con ello, te lo aseguro.

—Me quedo por mis propios intereses. Aquí tengo más responsabilidad de la que me darían en ningún otro bufete. Y aunque el sueldo no es muy bueno, me he aficionado a esa comida que hace Helena, las salchichas, los pasteles, los bigos, o como se llame esa cosa, me encantan.

Si unos días antes hubiera tenido que apostar por uno solo de mis tres asociados, seguramente lo habría hecho por Gerardo y sus corbatas imposibles. Como solía ocurrirme, habría perdido. Había sido el primero en salir corriendo.

—Muy bien, ya que te has quedado, haz algo por mí.

—De qué se trata.

—Mira en mi ordenador. Verás en la pantalla un correo abierto con un documento adjunto. Ábrelo y dime qué pone.

Sofía se levantó con curiosidad. Se acercó a mi mesa. Vi en su rostro que estaba leyendo el email, las escuetas palabras de Julita.

—¿Quieres que lo abra yo? —preguntó nerviosa después de unos segundos—. ¿Estás segura?

—Hazlo de una vez.

Tocó el ratón con ansiedad y deslizó la mano. Aparté la mirada, no quería anticipar ninguna reacción por el gesto que fuera adquiriendo su semblante. Tras unos segundos que se me hicieron más largos que un invierno, al fin Sofía dijo:

—Es de ese laboratorio inglés que suele trabajar para los juzgados, Cahill.

—Son irlandeses.

—¿Prefieres que te lo diga directamente o voy poco a poco?

—No me jodas.

Ahora sí la miré. Parecía tan emocionada como una colegiala a la que acaban de dar las notas del último curso.

—Es un dictamen favorable —dijo llevándose una mano a la boca para contener un pequeño suspiro.

—¿Cómo de favorable?

—El informe lo firma un tal Peter Walsh, ingeniero informático. Dice que las ochenta y tres grabaciones telefónicas están intactas, sin edición ni manipulación, afirma que después de un minucioso examen técnico llega a la conclusión de que son reales, válidas como pruebas para un juicio.

—¿Las ochenta y tres grabaciones? —pregunté incrédula.

Sofía asintió conmovida.

Al fin una buena noticia. Me acerqué a ella y miré directamente la pantalla, hombro con hombro. Era cierto. Aquel Walsh nos daba la razón sobre las ochenta y tres conversaciones grabadas. Había merecido la pena la espera. Teníamos caso. Lo seguirían intentando de muchas formas, pero nada podría impedir que llegásemos hasta la Audiencia Provincial.

—Voy a hablar con Helena —dije—, quiero contárselo cuanto antes.

—Enhorabuena.

—No cantemos victoria, esto es solo una batalla. La guerra de verdad ni siquiera ha empezado.

—Me encanta cuando te pones en plan épica.

—¿Te estás riendo de mí? —pregunté.

—Un poco —respondió ella burlona, sonriente, tan contenta por lo que acababa de ocurrir que incluso se permitía tomarme el pelo.

—Esto va en serio: reitero lo que te he dicho —murmuré—. Quiero que lo medites hasta mañana despacio. Si te marchas, nadie te juzgará.

—No me voy a ir a ninguna parte.

—Escucha, este informe es solo un pequeño empujón, Sofía, no nos engañemos, ellos son mucho más grandes, más fuertes, y lo más probable es que no lleguemos a ninguna parte. Yo no tengo nada mejor que hacer con mi vida, no me queda nada más. Pero tú aún tienes la oportunidad de echarte a un lado y hacer algo un poco más realista y más constructivo que esto. Por favor, promete al menos que lo vas a pensar veinticuatro horas antes de tomar una decisión.

—No quiero llevarte la contraria, pero no se me ocurre nada más constructivo que una querella contra Gran Castilla en la Audiencia Provincial. Aunque perdamos, como tú dices, será algo para contar a mis nietos algún día. Deja de decir que me lo piense, lo tengo más que pensado. Me quedo.

Aquella chica iba a resultar más testaruda que yo.

Mientras iba a buscar a Helena y Martín, marqué el número de Eme en mi teléfono móvil. Apenas dos tonos después, asomó su voz inconfundible.

—Te he estado llamando —dijo.

—Acabo de ver las llamadas perdidas, disculpa. Ha sido un día movidito.

—He sabido lo de Ramiro, siento no haberlo visto venir. Lo del cáncer es real, no podía imaginar que haría algo así.

—Nadie podía imaginarlo, Eme, olvídalo.

—No creo que pueda.

—Yo tampoco, si te soy sincera. ¿Qué querías?

—Te he conseguido las pastillas que me pediste ayer.

—Tramadol y diazepam —musité.

—¿Quieres que te las acerque?

Escuché ruidos en el dormitorio principal, pude imaginar a mi cuñada y al niño dentro, no les había vuelto a ver desde que habíamos regresado con Moncada de las oficinas de Gran Castilla. Le había dicho que, si de verdad quería ese trato, se lo podía conseguir, por mucho que Tomé hubiera dicho lo contrario. En realidad, podría conseguirle incluso algo mejor. No le habían ofrecido la condonación de la deuda completa, por lo que me explicó después, sino una especie de escalado por cada año que pasara. De tal forma que, si se estaba quietecita los próximos treinta años, no tendría que pagar nada y todo quedaría olvidado, como una especie de hipoteca vital inversa a cambio de retirar la querella y no volver a presentar cargos contra la empresa ni ninguno de sus miembros.

Ahora quería mirarla a los ojos y explicarle que la juez iba a admitir las grabaciones, que sí teníamos caso, que a pesar de todas las dificultades podríamos seguir adelante. Siempre que ella estuviera de acuerdo. Pero también quería advertirle que tendría que hacerme caso en todo, sin excepción, y que no podría volver a ir a una reunión por su cuenta, pasara lo que pasara. Si esto no quedaba claro, era mejor abandonar.

—Puedo estar ahí en veinte minutos —dijo Eme ante mi silencio.

—No hace falta, ya te avisaré si las necesito —respondí intentando no pensarlo demasiado—. Otra cosa, he estado reflexionando sobre un posible testigo, es un chico de dieciocho años, se llama Andrés Admira, está en un programa de rehabilitación de la asociación Alma, me gustaría que averiguaras todo lo que puedas sobre él.

—¿Lo vas a citar?

—No lo sé, es solo una posibilidad. Por cierto, ha llegado el informe del perito independiente. Es favorable. Las ochenta y tres grabaciones son válidas.

Emitió un sonido gutural al otro lado del teléfono, que interpreté como un signo de alegría o algo parecido.

—Lo han llevado con tanto hermetismo que me temía lo peor.

—Yo también, la verdad.

—Voy a echar un vistazo a ver qué saco en claro sobre ese tal Admira.

—Sé discreto, por favor, no quiero perjudicar al chico.

—No te preocupes, yo me encargo. Pero, sintiéndolo mucho, si no tienes fondos, será lo último que haga para este caso. Me debes varias facturas, y la cosa no tiene pinta de mejorar, ambos lo sabemos. Ya sé que te lo he avisado otras veces y que ha quedado en papel mojado, pero esta vez va en serio. A partir de mañana dejaré de estar disponible, Ana.

—Lo entiendo perfectamente.

Colgué con una sensación de amargura y de impotencia; aunque no dejaba de recibir reveses, no me había acostumbrado, ni creo que lo hiciera. Perder a Eme era lo peor que podía ocurrirme. No conozco a otro investigador mejor ni, sobre todo, de mayor confianza, y en este proceso, esto último era más preciado aún que de costumbre.

Escuché de nuevo la voz de Helena, ahora parecía tararear una canción; su tono suave salió del dormitorio y llegó hasta el pasillo. Puede que estuviera cantando a Martín una melodía de su país. No lo hacía nada mal, no es que fuera una profesional, pero le ponía sentimiento y entonaba razonablemente bien.

Unos metros más atrás apareció Sofía, que se disponía a salir del piso y se había detenido atraída por la melodía. La letra parecía repetir un estribillo en polaco. Me lo inventé completamente (seguramente fue la sugestión de todo lo que nos estaba ocurriendo), pero imaginé que era una canción de cuna que hablaba sobre esos hombres que daban miedo y que acechaban por todas partes y que solo el amor genuino de una madre podía alejar.

La voz llegó más nítida hasta nosotras, Sofía y yo nos quedamos quietas, inmóviles, unidas a Helena por el hilo invisible de esa armonía, deseando (al menos yo) que siguiera y no dejara de cantar nunca. Era lo más sólido a lo que podíamos aferrarnos. No había nada más. Y sobre todo, no había nadie más. Estábamos las tres solas.

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