Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 59

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—Con la venia, señoría —dije tratando de mostrarme respetuosa, serena y contundente al mismo tiempo, intentando que cada palabra saliera directamente desde el estómago—. Buenas tardes, señores y señoras del jurado, ¿cómo están?

Once pares de ojos me miraron expresivamente, como diciendo: es verano, hace un calor del demonio y nos obligan a encerrarnos en esta sala, cómo quiere que estemos. Nos encontrábamos en la sala segunda de la Audiencia Provincial de Madrid, ese día los operarios habían tenido un problema de mantenimiento con los condensadores y el aire acondicionado no funcionaba, un verdadero inconveniente (por decirlo suavemente) en una ciudad como Madrid en pleno mes de agosto.

Con las ventanas herméticamente cerradas por seguridad, todos los que estábamos allí, incluyendo cinco letrados y un magistrado con nuestras respectivas togas, estábamos sudando la gota gorda. A pesar de la creencia generalizada, agosto no es un mes completamente inhábil para la justicia en nuestro país, y en ocasiones excepcionales, como aquella, se podía adelantar unos días el inicio de un juicio por razones de procedimiento. A instancias de la magistratura y de acuerdo con las partes, tras asegurarse la presencia de los testigos, se había fijado el arranque del juicio oral para aquel soleado y demoledor lunes 21 de agosto, una fecha como digo extraordinaria que hacía de aquella causa algo aún más insólito. El nuevo ministro había instado a los jueces y al personal de Justicia en general a dar ejemplo y moverse de su ortodoxia habitual en cuanto a los calendarios, la celeridad de los procesos y el diseño y desarrollo técnico de las vistas. Leopoldo Barrios, el juez que presidía aquella sala, había tomado buena nota.

Me fijé en los bancos del jurado, mi verdadero y único foco de interés, sentados por estricto orden de selección, a cada uno se le había asignado un número de forma aleatoria. Siete titulares en la primera fila (cuatro hombres y tres mujeres), otros dos titulares en la segunda fila (hombre y mujer) y los dos suplentes (ambas mujeres) también en la segunda fila. Todos tenían en común una expresión de hastío, a pesar de que era el primer día de juicio. Algunos se abanicaban con unas carpetas del juzgado, otros permanecían firmes en sus asientos, sin inmutarse, sin mover ni una pestaña. Sabían que se les había encomendado una gran responsabilidad, y aunque no tuvieran ninguna gana de desempeñarla, terminarían haciéndolo lo mejor posible e implicándose más de lo que ellos mismos imaginaban. Sentí empatía por todos ellos, recorrí con la mirada sus rostros, evidentemente sin esperar una respuesta a mi pregunta, solo dándoles tiempo para que pudieran mirarme y se familiarizaran conmigo; era imprescindible crear un vínculo de confianza si quería obtener un veredicto de culpabilidad.

—La mayoría de ustedes preferirían estar ahora mismo en cualquier otro lugar —continué—, tal vez compartiendo una sobremesa con sus amigos y familiares o, teniendo en cuenta las fechas, tumbados en la playa, dando un paseo por el monte o echándose la siesta. Me consta que para varios de los presentes, tal y como han expresado durante el proceso de selección esta mañana, formar parte de este jurado en una causa penal es un enorme trastorno, inesperado y muy perjudicial, me refiero en especial a los que perderán gran parte de sus merecidas vacaciones, y aún más si cabe a los autónomos, que tendrán que aparcar sus trabajos durante unos días sin que nadie los pueda sustituir ni compensar por ello. En definitiva, que comprensiblemente casi todos preferirían estar lejos de aquí, continuando tranquilamente con sus vidas, y no en esta sala rodeados de personas a las que no conocen de nada, hablando de un asunto que en principio les resulta ajeno, y en la que van a tener que pasar varios días, a razón de treinta y cuatro euros la jornada, desempeñando una tarea que hasta hace pocas semanas ni siquiera habrían imaginado. Por si fuera poco, hemos tenido ese problema técnico con el sistema de refrigeración.

Vi que algunos en la bancada asentían, incluso la titular número cuatro resopló abiertamente dándome la razón. Se trataba de una señora mayor que había expresado su sorpresa por encontrarse entre los candidatos durante el interrogatorio matinal de la selección. «Con la de españoles que hay, justamente me tiene que tocar a mí», había dicho con una envidiable espontaneidad. Tenía sesenta y siete años y era la única persona jubilada entre los once, incluyendo a los dos suplentes. Tenía muchas esperanzas depositadas en ella; aunque había asegurado que no jugaba al bingo ni mucho menos a «esos juegos de internet», también había reconocido que sí había echado unas monedas en las tragaperras alguna que otra vez. Intuía que la buena señora conocía más de un bar y que «alguna que otra vez» podía ocultar más cosas, no digo una adicción, pero sí un conocimiento cercano de los juegos populares de la calle, por llamarlos de algún modo. Era evidente que a priori un jurado que jugase o que tuviese a alguien muy cercano que lo hubiera hecho nos beneficiaba. Si la número cuatro había pasado la criba era única y exclusivamente porque la defensa había agotado sus recusaciones muy pronto y se la había tenido que tragar. Decidí que sería una de mis jurados favoritas y que me dirigiría directamente a ella en más de una ocasión.

—Les voy a ser sincera —proseguí—. Les comprendo perfectamente: yo también preferiría estar en otro sitio. Preferiría que en España no hubiera más de un millón de personas adictas al juego en distintos grados de ludopatía, según estadísticas del Ministerio de Sanidad. Preferiría que el Estado no permitiera la publicidad directa de salas de juego en horarios de máxima audiencia, y que en este sector hubiera restricciones similares a las que se aplican al alcohol o el tabaco. Preferiría que el señor Alejandro Tramel no hubiera caído en una de las enfermedades mentales adictivas más graves reconocida por la Organización Mundial de la Salud. Preferiría que el casino de Robredo no se hubiera aprovechado de un enfermo a sabiendas de que lo era, con el único objetivo de arruinarlo. Preferiría que no lo hubieran amenazado y coaccionado en repetidas ocasiones, durante dos años, como quedará demostrado a lo largo de este proceso con pruebas irrefutables examinadas y admitidas por diferentes peritos cualificados. Preferiría que después de arrebatarle todo lo que poseía, e incluso lo que ni siquiera tenía, el casino de Robredo y sus responsables no hubieran inducido al suicidio al señor Tramel de forma vil, alevosa y premeditada. Y por último, preferiría que incluso después de haberlo arruinado y llevado de la mano hasta la muerte, en el colmo de la ruindad y la cicatería, el señor Emiliano Santonja, al que pueden contemplar sentado detrás de mí con un perfecto bronceado y un carísimo traje a medida, y el resto de responsables del casino de Robredo no hubieran cometido la desfachatez de demandar a la viuda y el huérfano del difunto para que cargaran con la deuda que ellos mismos se habían cobrado multiplicada por mil en las carnes del difunto señor Tramel en forma de dinero, sangre y dolor.

Hice una pausa para que aquellas once personas pudieran digerir el alcance de mi alegato y para que, con un poco de suerte, miraran a Santonja y lo examinaran, quería ponerlo en su punto de mira. El jurado número uno, y portavoz provisional (hasta que terminara el juicio oral y tuvieran que votar para elegir un presidente y portavoz durante la deliberación), era un exmilitar de cuarenta años y actualmente responsable de seguridad en una empresa de distribución informática. El tipo no apartaba la vista de mí. Tuve la sensación de que no le caía bien. Puede que, debido a su instrucción castrense y su sentido del deber y de la disciplina, no simpatizara con una mujer que defendía a un tipo débil que no solo se había enganchado al juego, sino que además se había quitado la vida, dejando solos y desprotegidos a su mujer e hijo pequeño. No podía estar segura, pero no debía andar muy desencaminada. Además me daba la impresión de que las cicatrices de mi cara no le resultaban agradables. Esto era algo sobre lo que había pensado mucho, le había dado muchas vueltas a la conveniencia de presentarme ante el tribunal con este aspecto, incluso llegué a sopesar la posibilidad de dejar que fuera Sofía, mucho más joven, con una piel más tersa (no estoy bromeando) y sin los estragos de las palizas físicas y anímicas que yo había recibido en los últimos tiempos, quien hablara en nombre de la acusación particular, y que yo actuara en la sombra, como una especie de particular Cyrano jurídico, por así decirlo. Las dos llegamos a la conclusión de que yo era el motor en combustión del caso, y por lo tanto la que debía confrontarles aunque nos arriesgásemos a que a alguno se le pudiese atragantar mi apariencia. Y qué diablos, no quería perderme esto por nada del mundo.

Estaba lista. De alguna forma, todo lo que había hecho en mi vida era prepararme para ese día, todas las interminables horas de estudio, la experiencia de años en los tribunales, la posterior caída en desgracia, todas mis variadas y penosas adicciones, las mentiras, los engaños, el sufrimiento, las dificultades, absolutamente todo había sido un intenso, desconcertante y en ocasiones desgarrador aprendizaje que me había conducido a ese momento.

—Ahora les pido a todos ustedes que observen un instante el viejo calendario electrónico que tienen a la vista en la pared de la izquierda —solicité—. Por favor, dirijan su mirada hacia él.

En el muro principal de la sala, aproximadamente un metro y medio encima de la cabeza del juez, había un reloj-calendario que debía llevar allí desde el mismo día en que se inauguró ese edificio, allá por los años cincuenta.

—Dieciséis horas y catorce minutos, lunes 21 de agosto —leí—. Primer día hábil del nuevo curso judicial en esta venerable sala segunda de la Audiencia Provincial de Madrid. Bien, les propongo que estén atentos a ese calendario cuando vengan aquí cada mañana. Porque cada minuto, cada hora, cada día que pasemos en esta sala en compañía del señor Emiliano Santonja van a estar más y más convencidos de que es culpable, más allá de cualquier duda razonable, de los delitos de amenazas graves, coacción, extorsión e inducción al suicidio, y van a tener la certeza de que, si ese hombre se sale con la suya y no es condenado en este juicio, va a seguir actuando con total impunidad contra otros inocentes. No pierdan de vista ese viejo almanaque.

Ahora que había conseguido que todos lo mirasen, pensé que era un buen momento para lanzar mi órdago:

—Según el acta de sesiones, está previsto que el 31 de agosto, o a más tardar un día después, concluya este juicio. Pues bien, me apuesto con ustedes toda mi reputación como abogada, todo mi presente, mi pasado y mi futuro profesional, me apuesto incluso el propio resultado de esta causa, a que antes de que terminemos este proceso, antes de que ese viejo calendario llegue al día 31, el señor Santonja y sus abogados van a proponerme un trato para que retire la querella. Van a ofrecer dinero para que nos apartemos. Me juego lo que quieran a que eso va a ocurrir, y que lo van a hacer por una sola razón: porque saben que son culpables de todo lo que se les acusa, porque hay pruebas que lo demuestran, porque hay testigos que lo saben y que lo van a decir en esa butaca que está vacía ahora mismo en el centro de la sala, y por lo que es más importante: porque saben que ustedes son personas justas, independientes, a las que no pueden comprar, saben que los van a condenar. Y su única salida es intentar cerrarles la boca con un acuerdo económico.

—Protesto enérgicamente, señoría —saltó el mismísimo Jordi Barver en persona, que era quien finalmente se había puesto al frente de la defensa, aparcando a Tomé a un rol secundario. Lo hizo con suma educación, sin levantar siquiera el tono de voz.

—¿Por alguna razón en concreto, letrado? —preguntó el juez—. ¿O lo hace solo porque no le gusta lo que está diciendo la abogada de la acusación?

El juicio estaba presidido por el magistrado de la sala segunda de la Audiencia Provincial, Leopoldo Barrios, uno de los jueces más conocidos y reputados de la ciudad por diversas razones.

—Como sabe perfectamente la abogada, no es pertinente mencionar posibles acuerdos entre las partes, señoría —replicó Barver—, es puramente especulativo y trata de confundir al jurado.

—Que yo haya oído, únicamente ha mencionado un acuerdo hipotético —replicó Barrios—. Vamos a hacer una cosa, les he permitido de forma excepcional que hagan su exposición inicial de forma oral, en lugar de presentarla por escrito, dado que todas las partes estaban de acuerdo y también porque parecía la mejor forma de familiarizar al jurado con el caso que nos ocupa. Ahora bien, durante esta exposición no ha lugar a las protestas, ni a las réplicas ni a las contrarréplicas, ya tendrán su oportunidad de hacerlo a partir de mañana. Si uno de los abogados se excede y cruza una línea que no deba atravesar, solo yo me encargaré de recordárselo, no se preocupen, estoy muy atento. Le ruego, por lo tanto, que haga el favor de mantenerse en un rotundo silencio hasta que llegue su turno. Y usted, por su parte, letrada, puede continuar, si bien le animo a que no divague, sea concreta, por favor, su tiempo se agota, no malgaste la paciencia del jurado con imaginativas apuestas que no vienen al caso, y sobre todo no apure la permisividad de este juez ya el primer día.

—Muchas gracias, señoría —dije asintiendo—, intentaré concretar. Solo quiero recordar al letrado de la defensa que no he mencionado ningún intento de acuerdo por su parte para que retirásemos esta querella, no he hablado de ningún intento de reunirse con mi cliente a espaldas de su abogada, no he hablado de presiones y amenazas a mi cliente para que abandone este proceso, ni lo hecho ni lo haré, en caso de que algo así hubiera sucedido, y no digo que haya pasado, quedará entre nosotros. Tal y como indica el código deontológico del Colegio de Abogados, los acuerdos extrajudiciales entre las partes o el intento de alcanzarlos no deben ser utilizados como elemento de discusión dentro del tribunal.

Me detuve y crucé una mirada expresiva con la jurado número cuatro buscando su complicidad, sugiriéndole que ambas sabíamos muy bien de qué estábamos hablando. Ella me siguió el juego, así que decidí no abusar de su confianza.

—No sea tímida, letrada —me animó el juez resoplando—, continúe.

Leopoldo Barrios era un cincuentón bien parecido, estricto a su manera, dicharachero y llano y directo en muchos sentidos. Había saltado a la fama por dos hechos aparentemente inconexos entre sí, que podrían resultar contradictorios a primera vista. Fue uno de los primeros jueces en nuestro país en salir del armario, hizo pública su homosexualidad casándose con un prestigioso arquitecto y protagonizó durante algunos meses entrevistas en diferentes publicaciones. Al mismo tiempo pidió una excedencia y coqueteó con la política, se presentó a las elecciones generales en las listas del Partido Popular por Guadalajara, su circunscripción natal. Al no ser elegido, se quedó fuera solo por unos cientos de votos, regresó tras un breve paréntesis al ejercicio de la judicatura. Era uno de los miembros más activos de la conservadora Asociación Profesional de la Magistratura y una voz muy respetada en todos los estamentos. Su nombre sonaba para el Consejo General del Poder Judicial, tenía una intensa carrera a sus espaldas, había presidido algunos casos muy sonados en los últimos años, y al parecer un brillante futuro por delante. Sin duda, era un rara avis dentro del microcosmos del derecho. Juez, conservador y gay eran tres conceptos que en nuestro país no iban de la mano habitualmente.

Me habría gustado levantarme y acercarme al jurado para seguir hablándoles, susurrarles si hubiera sido posible. Pero, por desgracia, las cosas no funcionaban así. En el anticuado sistema judicial español, todos los intervinientes sin excepción permanecíamos sentados, amontonados los unos junto a los otros, y habitualmente hacíamos uso de la palabra a través de un micrófono, que no solo servía para que nuestra voz llegara a toda la sala, sino que también permitía la grabación directa de todo lo dicho.

—Aquí lo que se juzga no solo es una serie de delitos tipificados con toda claridad por el Código Penal, como muy bien les ha explicado el fiscal —dije aproximando mi boca al micrófono—, lo que está aquí en juego es algo mucho más grave. Por primera vez en la historia de este país una empresa del juego se sienta en el banquillo de los acusados imputada por haberse servido de herramientas ilegales para humillar a una persona, conducirla a la ruina económica, moral y familiar, haberla endeudado más allá de sus propios límites, utilizarla rastreramente para engatusar a otros clientes y abusar de ellos, y una vez hecho todo esto, empujarla sutil y viperinamente hasta la muerte. Para que no haya ninguna duda al respecto, señoras y señores, con su permiso se lo voy a repetir muy despacio: lo que hizo Gran Castilla y el casino de Robredo con Alejandro Tramel fue aprovecharse de una persona enferma, adicta, en tratamiento, y servirse de su debilidad en su propio beneficio. Y eso es lo que vamos a demostrar a lo largo de este juicio. No les voy a aburrir con los artículos del Código Penal que sostienen esta querella, les dejo eso a los abogados defensores, que a buen seguro tratarán de confundirles con tecnicismos, con matices jurídicos. Les voy a ser muy sincera, me alegra que este juicio se celebre con jurado. Por una sola razón: porque ustedes son personas de carne y hueso, no están contaminadas por la jerigonza jurídica y, sobre todo, porque sé que van a hacer justicia.

—A todos nos encanta el jurado, letrada —apostilló el juez, y luego miró hacia ellos—. Por si no lo sabían, generalmente nos aburrimos tanto durante los procesos que cuando aparece un juicio con jurado como este nos ponemos a dar palmas de alegría, escribimos a la familia para contárselo y lo celebramos durante días. Ahora, haga el favor de concluir de una vez.

A pesar de su sarcasmo, o precisamente por él, daba la impresión de que a Barrios, a diferencia de los abogados, le daba exactamente igual lo que el jurado pensara de él, no trataba de ganárselo ni hacerse el simpático. La paradoja es que por esa misma razón resultaba más sincero. No podía competir con él.

Tenía que poner sobre la mesa algo que nadie más pudiera hacer.

—Quiero que sepan por mí que el difunto señor Alejandro Tramel, a cuyos herederos represento legítimamente en esta causa, era mi hermano —dije—. Mi único hermano. Sé que es un dato que tratarán de volver contra mí a lo largo del juicio, les dirán que estoy nublada por mis vínculos personales, que solo busco venganza, que he sufrido una pérdida irreparable y que por eso lo pago con ellos. Les seré franca: desde luego que estoy enfadada, pero no busco venganza. Lo único que busco es justicia. Pura y llanamente. Mi hermano era una buena persona, se lo aseguro, inestable, frágil, enfermo, pero un tipo honrado que adoraba a su mujer y a su hijo. Gran Castilla, el casino de Robredo y Emiliano Santonja le arrebataron todo utilizando artimañas inmorales, indignas e ilegales. Eso es lo que vamos a demostrar en esta sala. Los acusados son culpables más allá de toda duda razonable, tal y como marca la ley en nuestro país. Y no lo voy a decir yo, ni los testigos ni los expertos, lo más increíble es que se lo van a escuchar de su propia boca al acusado señor Santonja, a sus socios y a sus empleados de máxima confianza. Sí, señoras y señores, vamos a tener la oportunidad de escuchar en una serie de grabaciones, con toda nitidez, cómo presionaban y amenazaban al señor Tramel. Por desgracia, es un caso tan claro y tan terrible que cuando haya concluido el juicio no les llevará más de cinco minutos tomar una decisión. Muchas gracias.

La jurado número cuatro pareció aliviada al escucharme, ella lo único que quería era tomar la decisión correcta rápidamente y volver a su hogar y tal vez abrazar a sus nietos. Se lo tenía que poner fácil, es lo único que debía hacer.

Miré hacia los bancos de la audiencia pública; allí estaba Sofía, tomando notas, atenta a todo. Me lanzó un atisbo de sonrisa, satisfecha, confirmándome que había sido un buen arranque. Habíamos acordado que no estaríamos haciéndonos muecas durante el juicio, no era la mejor forma de comunicarse delante del jurado, no solo podía parecer infantil y poco profesional, sino que incluso podría interpretarse como un signo de inseguridad. Impasible, eché un vistazo al resto de los presentes; detrás de mi asociada estaba Cristina Tomé, junto a Arias. Parecían tranquilos, tal vez demasiado. Entre la tercera y la cuarta fila había media docena de periodistas de los que habitualmente cubrían los juzgados y que se habían acercado al arranque del juicio a falta de otra cosa más apetitosa que llevarse a la boca en esas fechas; lo más seguro es que no volvieran a aparecer a no ser que ocurriera algo que llamara la atención mediática; quizá se dejarían caer el último día para escuchar la sentencia, poco más. También había otras tres o cuatro personas a las que no conocía, puede que asistentes de Andermatt o de Pardo, o personal de la Audiencia, o puede que simples mirones.

La distribución rectangular de la sala situaba al juez y sus dos auxiliares en la cabecera, pegados a la pared principal. Los cinco letrados de la acusación y la defensa, incluyendo al fiscal, a su izquierda. El jurado a su derecha. Y el público enfrente de él. Junto a la puerta principal, una mesa con un ordenador que ocupaba la auxiliar judicial, quien iría dando paso a los testigos. El acusado, Emiliano Santonja, se sentaba detrás de nosotros, solo, sudando como un pollo. Por último, justo en el centro había una butaca, con un atril bajo y un micrófono, por la que irían desfilando los peritos y los testigos de las partes.

Si no fuera por el calor infernal, podría decirse que era un sitio no muy diferente de un aula de tamaño medio en una universidad pública, o de la sala de reuniones de una junta de vecinos en uno de esos edificios con espacios comunes. Tal vez más viejo, más cutre y más cochambroso. En resumen: un lugar sin la más mínima personalidad, donde la puesta en escena de la ley desde luego no intimidaba ni impresionaba a nadie. No digo que hubiera que invertir dinero de los presupuestos en remodelar los tribunales de nuestro país, pero sí darles al menos una mano de pintura y adecentarlos: allí era donde se iba a dictar justicia, o eso se suponía.

—Es su turno, letrado —dijo el juez Barrios una vez constató que yo había terminado—. Son ustedes cinco magníficos abogados, solo les pido que tengan en cuenta que llevamos aquí ya muchas horas y que hace un calor espantoso. Tanto el jurado como yo les agradeceríamos enormemente si pudieran ser breves y concisos. Adelante.

Habíamos pasado toda la mañana con la elección del jurado, que se había prolongado más de lo previsto, tanto los interrogatorios como los contrainterrogatorios, pasando por las sucesivas recusaciones hasta llegar a la composición definitiva, que por supuesto no dejaba contento a nadie, ni a la acusación ni a la defensa, ni mucho menos a los miembros elegidos, de eso se trataba. La verdad es que yo estaba razonablemente satisfecha, y no solo por la número cuatro, sino porque había otros seis titulares con un perfil abierto que podrían llegar a resultar favorables a la acusación. Los dos únicos que me habían dejado mal sabor de boca eran el citado número uno y también la número ocho, una chica de veintidós años en el último curso de Ingeniería Aeronáutica, que llevaba un mechón de pelo teñido de rosa y que había dejado claro, de una forma excesivamente tajante, que ella nunca había jugado ni un euro a ningún juego de azar, ni siquiera a la lotería, y que no tenía tiempo para nada que no fueran sus estudios.

El problema con el que nos podíamos encontrar, si la defensa jugaba bien sus cartas, y a buen seguro que lo haría, era que el jurado no solo se formara una opinión sobre Emiliano Santonja, sino que también juzgara a Ale, su carácter, su trayectoria vital, su comportamiento ético, y esa es una batalla en la que teníamos mucho que perder si quienes le valoraban eran demasiado rigurosos.

Jordi Barver pulsó el interruptor en el pie de su micrófono, miró fijamente al jurado, hizo una tensa pausa dramática antes de articular su primera palabra y al fin dijo:

—Dinero.

Se quedó parado, como si aquellas seis letras le produjeran una impresión tan fuerte que necesitara tomar aire para proseguir.

Era un hombre elegante, austero en sus formas, cuidadoso en la elección de cada uno de sus gestos, en su lenguaje. Parecía haber hipnotizado a los once miembros del jurado con una sola palabra. Movió los labios imperceptiblemente y repitió:

—Dinero.

Por si no habíamos tenido suficiente, por si alguien en la sala todavía no estaba repitiendo mentalmente la dichosa palabra, la volvió a decir por tercera vez:

—Dinero.

Negó apenado, con el rostro atribulado, como si todo lo que estaba pasando le afectara profundamente.

—Eso es lo que quiere la acusación, señoras y señores: una enorme cantidad de dinero. Ni venganza, ni justicia, ni mucho menos que se cumpla la ley. Lo único que quieren es sacarle la mayor cantidad de dinero a una de las empresas más serias, responsables y comprometidas de nuestro país. No se dejen engañar, única y exclusivamente quieren dinero. Todo lo demás es ruido. ¿Saben ustedes cuándo pusieron la querella contra Gran Castilla? Se dirán ustedes que tal vez lo hicieron cuando el difunto señor Tramel recibió las supuestas amenazas o coacciones. No fue así. ¿Cuándo fue supuestamente extorsionado? Tampoco. ¿Cuándo murió? Ni siquiera en ese momento. Qué curioso, pusieron la querella cuando les tocaron el bolsillo, cuando la viuda recibió una demanda para que cumpliera con sus obligaciones y pagara las deudas. Es lo único que les preocupa: el dinero.

Pude ver en el rostro del jurado número uno que asentía convencido, suscribiendo cada una de las afirmaciones de Barver. Y lo que era peor, el resto del jurado lo miraba como si fuera el poseedor de un secreto que estaban deseando conocer. La calidez en el tono de su alocución, su propio aspecto impoluto, aseado, les daba confianza. Me estaba ganando la partida nada más empezar.

Jordi Barver dio un trago de agua en un vaso de cristal y continuó con su alocución:

—Déjenme que les haga otra pregunta antes de terminar: ¿Creen de verdad que alguien tiene que pagar por los errores que otro ser humano ha cometido con total libertad y en pleno uso de sus facultades? Respóndanse con sinceridad. Porque eso es lo que pretende la acusación. Alejandro Tramel jugó a la ruleta, al póquer, al black jack, a las apuestas deportivas, durante años, se gastó todo su dinero y el de su familia de forma irresponsable, se endeudó más allá de sus posibilidades, y cuando se vio entre la espada y la pared, asesinó a sangre fría al director del casino de Robredo por la simple razón de que no le permitió seguir jugando. Todo esto es terrible. Pero nadie lo obligó a jugar, nadie lo obligó a pedir préstamos, nadie lo obligó a endeudarse, lo hizo por su propia voluntad, de forma irresponsable pero con toda independencia, autonomía y libertad. Por favor, respóndanse en su interior: ¿Creen que una empresa que cumple con todas las normativas vigentes, que contribuye con millones de euros en impuestos para que nuestra sociedad sea un poco mejor, que da trabajo a cientos de personas honradas, que tiene una Fundación para el Juego Responsable en la que invierte gran parte de sus beneficios, es la causante de lo que hizo el señor Tramel? ¿De verdad alguien en su sano juicio creería tal disparate? Pues eso, ni más ni menos, es lo que la acusación trata de que ustedes acepten. Solo una concatenación de desgraciados sucesos ha permitido que esta querella llegue a juicio, algo que nunca debería haber ocurrido. Siento que tengan que formar parte de este desperdicio de tiempo y dinero del erario público. Les pido disculpas por las frivolidades que van a escuchar aquí estos días por parte de la letrada de la acusación, que de manera rocambolesca hoy ya ha empezado a hacer malabarismos semánticos retándoles a una apuesta. No sé ni siquiera cómo se atreve a hablar de posibles acuerdos económicos, ella que precisamente lo único que persigue es una cosa. Exacto: dinero.

Se detuvo una vez más en la palabra que había repetido ya diez veces. Exhaló aire como si tuviera que recuperarse del dolor que le producía aquella situación y acabó con la que al parecer iba a ser su letanía favorita durante todo el juicio.

—No lo olviden. Cada vez que la acusación haga una conjetura, cada vez que les muestre una supuesta prueba, cada vez que interrogue a un testigo, lo que se esconderá debajo de sus palabras será dinero, dinero y dinero.

Hizo un gesto con la cabeza, volvió a espirar fatigado y apagó el interruptor del micrófono.

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