Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 73

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—¿A qué ha venido eso?

Concha me observaba muy seria mientras yo me servía un café solo (con una pinta deplorable) en una máquina de aquel polideportivo. Barrios había dispuesto un receso de quince minutos, la jornada se estaba alargando más de lo previsto, pero según dijo quería ser escrupuloso y cumplir el calendario.

—Explícate —insistió Concha—, no he entendido la última pregunta.

—En mi exposición inicial le dije al jurado que Gran Castilla nos ofrecería un trato antes de acabar el juicio.

—¿Y?

—Y eso es lo que intento.

—¿Por eso le preguntas a Helena si aceptaría un trato? Me he perdido.

—La respuesta a esa pregunta no iba dirigida al jurado.

—Podrías ser un poco más específica, por favor.

—Iba dirigida a Santonja y a Barver.

Concha empezó a atar cabos, sin estar muy convencida.

—Querías que ellos escucharan a Helena titubear —dijo.

—Más que titubear, yo diría que todos hemos visto que Helena está deseando un acuerdo.

—¿Pretendes que después de todo lo que ha pasado ofrezcan un nuevo acuerdo?

—Pretendo que sepan que ella estaría muy dispuesta a escucharlo, y probablemente a aceptarlo. Por supuesto, yo no voy a permitir ningún acuerdo, pero sería muy bueno para nuestros intereses que lo intentaran de nuevo.

—¿Helena sabe que la has manipulado?

—Si lo supiera, no habría sido espontánea. Lo bueno de Helena es su sinceridad, no quería robársela.

—¿Cómo sabías que iba a mostrar dudas ante la posibilidad de un acuerdo?

—Porque ya me la jugó pactando a mis espaldas. Porque en el fondo, más aún que justicia y venganza, lo que está deseando es pasar página, olvidarse de todo esto y empezar una nueva vida con su hijo. Y porque, si la miras a los ojos y le preguntas algo directamente, esa chica no sabe mentir, lo cual, dicho sea de paso, es muy de agradecer en estos días.

Di un trago al café, mis sospechas se confirmaron, estaba amargo, sin cuerpo, un verdadero asco. Concha estaba nerviosa, no terminaba de verlo claro.

—¿Por qué iban a ofrecer un trato? —cuestionó—. Hasta el momento el juicio no les va nada mal, incluso la Fiscalía se ha puesto de su parte.

—Tal vez si les apretamos un poco se pongan nerviosos. Y nos queda la bala de Ortiz. Si no están seguros al cien por cien, no querrán arriesgarse con la deliberación, todos sabemos que un jurado es un misterio inescrutable.

—Si no pensamos aceptarlo, sigo sin entender qué ganamos en el supuesto de que ofrezcan un trato —murmuró.

—Algo muy importante —respondí—. Si lo hacemos bien, podríamos usarlo contra ellos en la recta final del juicio.

—Les muestras un anzuelo para que ofrezcan un pacto —dijo verbalizando sus pensamientos— con el único objetivo de estampárselo en la cara y utilizarlo como argumento…

—Algo así.

—Y si el juicio se pusiera muy cuesta arriba —argumentó—, ¿en ningún caso te plantearías aceptar un acuerdo aunque fuera muy favorable para nosotros?

Di un último trago a aquel café y lo tiré a la papelera. Mi amiga no lo sabía, y por el momento yo no podía explicárselo, pero aquella pregunta que me había hecho era la clave de mi plan B. Calculé con precisión mis palabras, pasé la mano por la cicatriz del rostro, tomándome el tiempo necesario.

—Nunca aceptaré un acuerdo con esa gentuza.

—¿Ni aunque fuera beneficioso para tu cliente?

—El concepto de beneficioso es más que cuestionable si sale de Gran Castilla. Te lo repito: jamás pactaré con ellos.

—¿Helena está de acuerdo?

—Helena necesita que alguien vele por sus intereses, en el sentido más amplio de la expresión. Aunque ella no lo sepa, está de acuerdo.

Mi tripa protestó emitiendo unos ruidos inciertos que no auguraban nada bueno, supongo que sería el café. O los remordimientos por lo que estaba haciendo. Sentí que la antigua Ana Tramel estaba de vuelta, la abogada que se anticipaba varias jugadas a sus rivales, e incluso a sus compañeros y sus clientes. La jurista implacable que siempre se salía con la suya. Es como montar en bicicleta, tarde o temprano tu instinto despierta y, aunque pienses que ya no lo recuerdas, de pronto te pones a dar pedales sin darte cuenta. No estaba orgullosa de ello. Pero algo me decía que en esta ocasión encajar golpes no iba a ser suficiente.

El último tramo de la jornada empezó con un golpe bajo. Jordi Barver cedió su sitio a Cristina Tomé para el interrogatorio a Helena. Enseguida entendí el motivo: preferían que el jurado viese a una mujer sacándole los trapos sucios a Helena para que, en ningún caso, aquello pareciese un acto machista. La primera pregunta ya lo dejó claro:

—Señora Kowalczyk, durante su etapa en el club El Sombrerero Loco, ¿formaba parte de su trabajo bailar desnuda sobre la barra?

—Protesto, señoría —dije sin muchas esperanzas de que sirviera de nada, pero para que al menos constara mi rechazo a esta línea de preguntas—. Las actividades profesionales de la testigo no son relevantes ni están vinculadas con el caso.

—Si, tal y como ella misma ha declarado, fue en ese lugar donde conoció a Alejandro Tramel —argumentó Tomé—, consideramos que es de suma importancia comprender las circunstancias.

—Responda, señora Kowalczyk —concedió el juez.

Helena no parecía cómoda. Le hice un gesto para que no se avergonzara. Eran los propietarios de aquel club, y en todo caso los clientes que pagaban por ver a chicas desnudas y por acostarse con ellas, quienes tendrían mucho de qué avergonzarse.

—Yo bailar algunas noches en barra —dijo al fin.

—Cuando dice bailar, quiere decir quitarse la ropa, ¿cierto?

—Yo no desnudo integral como chicas otras, cuando yo bailo siempre llevar tanga —respondió dudosa.

Creo que de manera inevitable todos los presentes, hombres y mujeres, reconstruyeron en su cabeza la imagen de Helena bailando semidesnuda sobre la barra de un bar. No era exactamente la percepción de una madre abnegada que yo había tratado de ofrecer durante mi turno.

—Nos hacemos una idea —dijo Tomé, que se había salido con la suya a la primera de cambio y continuó de forma implacable—: ¿También mantenía relaciones sexuales con los clientes del club como parte de su trabajo?

—Yo no acostar con clientes nunca.

—¿Nunca ha recibido dinero de un cliente a cambio de sexo?

—Yo camarera y bailar, nunca sexo.

—¿Está segura? ¿Nunca ha percibido dinero a cambio de mantener relaciones sexuales?

—Nunca.

Aquella insistencia me olía a chamusquina, algo se traía entre manos, fuera lo que fuera lo sabríamos enseguida.

—Sin embargo, cuando conoció a Alejandro Tramel, sí mantuvo relaciones sexuales con él desde el primer día. ¿Le pagó por dichas relaciones?

—Él no pagar. Él y yo enamorar desde día primero.

—El amor aparece cuando menos lo esperas —continuó Tomé, que no pensaba darle ni un respiro—. Una noche estaba bailando en tanga en El Sombrerero Loco y al día siguiente resulta que se había casado con un cliente al que no conocía de nada, ¿verdad, señora Kowalczyk?

—Yo enamorar de verdad —dijo ella desconcertada, pidiéndome ayuda con la mirada.

Le hice un gesto para que se tranquilizara, lo estaba haciendo muy bien, aguantando la presión.

—¿Cuándo dejó exactamente su trabajo en el club?

—Yo dejar la noche que conocer Alejandro. Él dice no querer que yo trabaje en club.

—Muy comprensible —admitió Tomé—. ¿Encontró algún otro trabajo para mantenerse?

—Alejandro muy bueno persona, él dice yo no preocupar.

—¿Significa eso que Alejandro Tramel pagaba todos sus gastos?

—Él paga todo, muy bueno…

—Sí, sí, muy buena persona —le cortó—. ¿A cuánto ascendían sus gastos mensuales aproximadamente?

—Yo dejar apartamento con chica amiga, y yo vivir con Alejandro…

—Ya, pero según sus cálculos, entre el alquiler y la comida y la ropa y el resto de gastos, ¿de cuánto dinero estamos hablando al mes?

—Yo no saber, Alejandro pagar todo, nosotros no vivir piso, vivir en Florida Suites.

—¿Podría explicar al tribunal qué es Florida Suites, por favor?

—Ser hostal cerca casino.

—Concretamente, es un hotel de tres estrellas, ¿verdad?

—No saber estrellas.

Tomé sacó una factura de la carpeta y la consultó.

—Una habitación doble con descuento en el hotel Florida Suites de Robredo cuesta ochenta y cuatro euros la noche, multiplicado por treinta, son dos mil seiscientos euros al mes. A lo que hay que sumar comida en restaurantes de lunes a domingo, más ropa para ustedes y para el bebé, gasolina, mantenimiento del coche y otros gastos, lo que da una media aproximada mínima de unos cinco mil euros mensuales, una cantidad considerable para una pareja sin empleo y con unas deudas de juego asfixiantes; no es un tren de vida que pueda permitirse mucha gente. ¿Diría que eso es lo que gastaban Alejandro Tramel y usted?

—Protesto, señoría —intervine—. Especulativa, no hay documentación verificada sobre los gastos de la víctima y su esposa.

—Letrada, haga el favor de no conjeturar sobre cantidades sobre las que no disponemos de registro alguno —terció Barrios.

—Gracias, señoría, así haré —rectificó Tomé—. Señora Kowalczyk, ¿diría usted que desde el punto de vista económico sufrió una sustanciosa mejora al irse a vivir con Alejandro Tramel?

—Yo enamorar de Alejandro.

—No me cabe duda, pero no le estoy preguntando acerca de sus sentimientos, quisiera saber si económicamente salió usted ganando al irse a vivir con el señor Tramel.

—Él muy bueno persona, Alejandro encargar de todos gastos, yo no saber cuánto dinero gastar.

—Ya, usted no sabe cuánto dinero se gasta y sin embargo ha declarado que conocía perfectamente las deudas de su marido con el casino, las cantidades que jugaba, cuánto perdía cada noche y también qué personas lo presionaban al respecto —afirmó Tomé con indignación—. ¿Cómo es posible que no supiera cuánto gastaban al mes y sin embargo tuviera una certeza absoluta de lo que su marido perdía jugando en el casino?

—Alejandro contar todo, yo mucho preocupar.

—¿Sabía usted con toda seguridad si todo el dinero que perdía en el juego lo gastaba en el casino de Robredo?

—Él ir a casino todos días…

—Eso ya lo ha dicho, pero Alejandro Tramel también jugaba en otras instalaciones, constan visitas al casino de Aranjuez y al menos a dos clubs de póquer privados —dijo Tomé revisando sus notas—. ¿Sabía usted exactamente cuánto perdía en cada uno de estos lugares?

—No saber, Alejandro jugar casi siempre casino de Robredo.

—¿Le consta que su marido tuviera deudas con algún otro establecimiento de juego?

—No saber.

—¿Le consta que recibiera presiones o amenazas de los responsables de algún otro establecimiento de juego?

—No saber.

—¿Tampoco sabía usted que Alejandro Tramel perdió más de diez mil euros en una sola noche en el casino de Aranjuez, estando casado con usted? —preguntó mostrando una copia de algo que se parecía a un certificado del casino y que recordaba haber visto junto a otros cientos de hojas que figuraban en los documentos de la instrucción sobre las actividades de Ale como jugador.

—No saber.

—Por lo que se ve —dijo Tomé—, casualmente solo sabe que jugaba y debía dinero en el casino de Robredo. ¿Cree que sería posible que cuando su esposo recibía esas llamadas que nos ha contado, presionándolo y amenazándolo para que pagara sus deudas y para que siguiera jugando, en realidad se tratara de los encargados de otros establecimientos de juego?

—Ser Pons y Santonja y Cimadevilla y…

—Me pregunto cómo puede estar tan segura —le cortó de manera abrupta—. Su marido jugaba todos los días en multitud de lugares diferentes, incluyendo locales clandestinos, con los que había contraído deudas de diversa consideración, y sin embargo ¿puede asegurar con toda precisión que todas las llamadas que recibió amenazándolo y presionándolo, si es que existieron, procedían del casino de Robredo?

La pregunta llegó con nitidez hasta el jurado, el número uno incluso se incorporó con atención a la espera de la respuesta. Helena podía no hablar muy bien el idioma castellano, pero lo entendía a la perfección. Miró a Cristina Tomé con rabia, sabía que dijera lo que dijera no la creerían, estaba acorralada.

—Pons y Santonja y Cimadevilla y Freire llamar a Alejandro para amenaza. Yo escuchar. Yo saber.

—¿Su marido no recibió ni una sola vez una llamada amenazadora de alguna persona que no tuviera nada que ver con el casino de Robredo?

Se produjo una pausa que no auguraba nada bueno. Tomé decidió seguir atacando mientras Helena se decidía.

—¿Puede asegurar que Alejandro Tramel no recibió ni una sola llamada para amenazarlo o coaccionarlo por parte de otra persona que no tuviera ninguna vinculación con el casino de Robredo ni con el grupo Gran Castilla?

—Protesto, señoría —dije al fin para tratar de aliviar la presión sobre Helena, aunque fuera unos segundos—. Conjetura. No hay constancia de ninguna llamada de las características que cita la letrada en su pregunta.

—Sin embargo —rebatió Tomé—, existe abundante documentación de lugares diferentes a los que Tramel solía acudir para jugar y con los que también había contraído deudas de diversa consideración. Es difícil de creer que no recibiera ni una sola llamada de los responsables de estos establecimientos. Y más aún que la señora Kowalczyk pueda estar completamente segura del origen y los interlocutores de todas las llamadas telefónicas que recibía su marido.

—Tal vez a la letrada —aproveché para decir—, teniendo en cuenta que representa a la compañía Gran Castilla, le resulte difícil de creer que otros establecimientos cumplan con la ley.

—Ya está bien —intervino Barrios—. Por lo visto, señora Tramel, es usted partidaria de lanzar dardos envenenados sin ninguna base jurídica a la parte contraria con la esperanza de que el jurado los recoja, le advierto por última vez que deje de hacerlo. Queda usted apercibida de nuevo. Tenga muy en cuenta que su permanencia en la sala pende de un hilo muy fino, usted verá qué actitud adopta. En cuanto a usted, señora Tomé, pregunte exclusivamente sobre hechos, no sobre hipótesis, no me obliguen a recordárselo todos los días, tienen ustedes suficiente experiencia. Prosiga, por favor.

Tomé cruzó una mirada con Barver, que pareció mover la cabeza apenas unos centímetros, de forma imperceptible, como diciendo: ha llegado el momento. Me agarré a la mesa esperando el golpe.

—Señora Kowalczyk —dijo—, ¿mantuvo usted relaciones sexuales con Ignacio Cimadevilla a cambio de dinero?

—¡Inadmisible, señoría, protesto! —solté sin dejarle casi terminar la pregunta.

—¿Por algún motivo en particular? —me preguntó Barrios.

—Solo intenta mancillar la imagen de la declarante sin base alguna —improvisé.

—El señor Cimadevilla está citado este próximo lunes —refutó Tomé con toda tranquilidad—. Le garantizo que confirmará haber mantenido relaciones a cambio de dinero con Helena Kowalczyk.

—Durante la instrucción no salió a relucir nada semejante —dijo Barrios adelantándose a mi argumento—, no veo ningún motivo fundado para realizar dicha pregunta.

—Como todos los intervinientes sabemos, Ignacio Cimadevilla declaró por escrito en la instrucción —continuó Tomé, sacando una gruesa carpeta—, y si leemos atentamente lo expuesto en el folio 722, párrafo segundo, según consta en el expediente del proceso, a la pregunta de la defensa acerca de su relación con la señora Kowalczyk, respondió, leo textualmente: «Fue una relación conflictiva en la que hubo diversas clases de intercambios», lo cual abre la posibilidad a que sea interpretado tal y como le digo: sexo a cambio de una cantidad económica.

—Señoría, esa frase está completamente sacada de contexto —respondí; no necesitaba revisar nada para saber de qué estaba hablando—. Cimadevilla se refiere a intercambio en términos generales, no específicos.

—Letrada —concluyó el juez mirando a Tomé—, confío en que sepa lo que está haciendo. Si, cuando venga a declarar el testigo, descubro que está tergiversando sus palabras de la instrucción para llevarlas a su terreno y realizar una pregunta sin fundamento alguno, le garantizo que recibirá una severa sanción.

—Señoría —dijo ella—, la pregunta es muy oportuna y está cimentada en hechos concretos y documentados.

—Le creo, igual que creo siempre a todos los letrados de la Administración de Justicia —sentenció Barrios—. Proceda con cautela.

No merecía la pena seguir protestando. Si se lo habían inventado, no les serviría de nada y terminarían estrellándose contra un muro. Si por el contrario era cierto y Helena lo había ocultado, no podíamos evitar que saliera a la luz. Perjudicaría severamente su credibilidad como testigo y como querellante, pero mejor ahora que el último día. Cerré los ojos y escuché la voz de Tomé repitiendo la pregunta:

—Señora Kowalczyk, ¿mantuvo relaciones sexuales con Ignacio Cimadevilla a cambio de dinero?

Y la respuesta de Helena, que fue aún peor que un sí.

—Ignacio decir nunca contar nadie.

—No entiendo —se hizo la sorprendida Tomé—. De su respuesta deduzco varias cosas: que sí mantuvo relaciones con él a cambio de dinero, que antes ha mentido en el tribunal cuando dijo que nunca había hecho algo así y que ambos habían pactado mantenerlo en secreto.

—Protesto, señoría —dije abriendo de nuevo los ojos y sabiendo que era en vano—. La letrada no ha hecho ninguna pregunta sobre hechos, está haciendo, como ella misma dice, puras deducciones, conjeturas.

—Lo retiro, señoría —se avino enseguida Tomé—. Señora Kowalczyk, ¿tuvo relaciones sexuales con Ignacio Cimadevilla a cambio de dinero? ¿Sí o no?

—Sí —murmuró Helena.

—¿Habían pactado usted y el señor Cimadevilla no contarlo nunca, ya que estaba usted casada?

—Sí.

—¿Mintió hace unos minutos cuando dijo que nunca había hecho algo semejante?

—Sí.

Helena respondió con tres monosílabos, la mirada fija en Tomé, el cuerpo en tensión, los ojos casi fuera de las órbitas. Ahora sí que pensé que le iba a escupir. El jurado la observaba con perplejidad, por qué iban a creer cualquier otra cosa que hubiera dicho si había engañado a su esposo, si había cobrado a cambio de prestar servicios sexuales durante su matrimonio y, sobre todo, si les había mentido a ellos y a todos los que estábamos en el tribunal.

Barrios le advirtió que había incurrido en una infracción muy grave, dar falso testimonio en el tribunal estaba castigado por el artículo 458 del Código Penal con pena de prisión de entre seis meses y dos años, y él mismo se veía obligado a levantar acta de lo ocurrido y trasladarlo a las instancias convenientes. Creo que Helena no le escuchó, o al menos no le prestó demasiada atención, no apartaba la vista de Tomé, como si no pudiera entender que una mujer le hubiera hecho algo así. Parecía dolerle como algo personal, mucho más allá de las consecuencias que pudiera tener en el proceso.

Una vez que la habían desacreditado como testigo, les resultó muy sencillo ensañarse con ella. Tomé pintó un panorama en el que quedaba como mentirosa, mala esposa, mala madre, interesada únicamente por el dinero, e incluso fue capaz de poner en duda su verdadero interés por Alejandro, dejó caer la posibilidad de que se hubiera casado con él por los papeles de la nacionalidad. Y llegó más lejos todavía: si era verdad que conocía esas amenazas y presiones de las que había hablado, cómo era posible que no las hubiera denunciado, que no hubiera hecho nada para ayudarle. Una de dos: o bien no eran ciertas, o bien no le preocupaba lo que le ocurría a su marido. De nada sirvieron las palabras de Helena acerca del miedo y de la impotencia que sentía. Había perdido la confianza del jurado, y supongo que de Barrios, y cualquier explicación que daba parecía una excusa. Tampoco sirvieron absolutamente de nada mis continuas protestas tanto sobre el fondo de la cuestión como sobre la forma, por haber introducido hechos nuevos en el interrogatorio que no estaban previstos en la instrucción; todo fue en vano.

Por supuesto, Andermatt contribuyó en su turno a desacreditarla. Se centró en la relación de Alejandro y de ella con Santonja. Llegó a darle la vuelta a la situación hasta el punto de que Helena, cada vez más desconcertada, reconoció que en algunas ocasiones había recibido ayuda puntual de Emiliano Santonja cuando les faltaba dinero para comer o para los cuidados del bebé. Yo seguía protestando una y otra vez, con una falsa energía, pues ni yo misma tenía mucha fe de que sirviera de nada. El cuadro que pintaron era el de un benefactor de la especie humana que no solo le daba crédito a Ale para que intentara recuperarse de sus pérdidas y le aconsejaba para que se alejara del juego, sino que además se preocupaba por él y por su pobre esposa y su niño pequeño.

El paisaje les era tan propicio que incluso Pardo se animó a tomar la palabra de manera excepcional para hacerle unas pocas preguntas técnicas a Helena acerca del concepto de responsabilidad civil, que ella dijo ignorar completamente, y a lo que intenté oponerme sin conseguirlo, ya que según Barrios la compañía aseguradora tenía derecho a preguntar a la querellante sobre sus intenciones en lo que a ellos les afectaba, y al mismo tiempo la declarante tenía todo el derecho a no contestar sobre aquello que no supiera. Pensé que Pardo quería volver sobre la motivación económica que guiaba a Helena. Después de moverse por un laberinto de preguntas relamidas que no llevaban a ninguna parte, empezó a zarandearla con la cantidad solicitada como indemnización en la querella, a lo que Helena siguió lanzando balones fuera diciendo que no sabía nada de ese asunto, que lo dejaba en manos de sus abogadas. Y justo eso dio pie a que le hiciera la pregunta que había estado deseando hacer desde el primer momento:

—Señora Kowalczyk —dijo Pardo con una mueca expresiva, como si le doliera tener que preguntárselo—, ¿de quién fue la idea de esta querella contra Gran Castilla, suya o de su abogada?

No hace falta decir de qué manera y con qué énfasis protesté, ni con qué preparadísimo argumentario el abogado de la empresa de seguros me contrarrestó, citando artículos y jurisprudencia al respecto. Hasta que Helena, una vez más, y ya había perdido la cuenta, tuvo que responder a una pregunta que no nos beneficiaba lo más mínimo de cara al jurado. Por supuesto lo hizo con toda sinceridad:

—Idea querella ser de abogada mía.

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