Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 74

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Apoyada en aquella verja metálica de la farmacia en mitad de la noche, mientras esperaba con ansiedad a la dependienta que se había llevado mi receta (falsa), traté de vaciar mi cabeza de pensamientos negativos, lo cual no resultaba sencillo teniendo en cuenta las circunstancias.

—Treinta y ocho euros —dijo la chica a través de la ventanilla abierta, sobre la que depositó la caja de diazepam.

Sus palabras me devolvieron a la realidad, era la medianoche de un asfixiante jueves de agosto y yo estaba a punto de romper más de tres meses de abstinencia, en parte a causa de los golpes recibidos durante el juicio, y en parte (no voy a engañarme) porque soy una adicta y no es tan sencillo dejar los tranquilizantes, los antidepresivos y los opiáceos de la noche a la mañana.

Mientras le pagaba con un billete de cincuenta y esperaba el cambio, pensé que tal vez aquello no era lo más inteligente que podía hacer alguien sobre la que se había cursado una acusación por falsificar recetas médicas. Claro que, por otra parte, el recuerdo resplandeciente de mi cuerpo dejándose llevar por el efecto de las pastillas pesaba más que cualquier otro riesgo. Cada jornada del juicio se estaba convirtiendo en una especie de cámara de la tortura. No pasaría nada por darme un pequeño respiro esa noche y desconectar de todo; al día siguiente teníamos otra dura etapa por delante, empezarían los testigos de la defensa y la batalla no iba a ser fácil. Ese jueves nos habían vuelto a vapulear en el estrado y era ya algo que se había convertido en una costumbre, no me extrañaba que la fiscal se hubiera pasado al otro bando; si pudiera, probablemente yo también lo habría hecho.

—Dos euros por aquí —dijo depositando sendas monedas sobre una repisa—, y un billete de diez. Gracias.

Apenas recogí las vueltas, cerró la ventanilla con brusquedad. Sujeté con la mano izquierda la pequeña bolsa de plástico en la que había introducido la caja y me alejé caminando. Estaba a poco más de quinientos metros de mi casa, en unos minutos estaría tirada sobre la cama plácidamente, esa noche no iba a estudiar, necesitaba despejar la cabeza, intentar dormir.

Al enfilar la calle de San Perpetuo, que desembocaba en la plaza, tuve la impresión de que alguien caminaba detrás de mí, pegado a la calzada. Me constaba que Gran Castilla vigilaba mis pasos, como había quedado claro durante mi viaje relámpago a Tenerife, pero aquello se estaba convirtiendo en una fea costumbre: sentir que cada vez que doblaba una esquina, especialmente si era de noche, o si atravesaba un lugar vacío como un aparcamiento o una calle mal iluminada, alguien acechaba entre las sombras. Evidentemente pensé en Moncada, tal vez se tratara de él, al día siguiente tenía que declarar en el juicio y no me extrañaría que anduviera merodeando, no sé si buscando amedrentarme, o al contrario, explorando sus opciones de ablandar mi corazón. Era muy posible que yo le gustara de verdad a aquel oficial de la Guardia Civil, y que a pesar de ello me hubiera golpeado con saña. No descartaba que ambas cosas, por muy contradictorias que pudieran parecer a primera vista, pudieran ser ciertas y ocurrieran al mismo tiempo en una mente retorcida acostumbrada a convivir con la violencia, no era el primero de la historia en hacer algo así.

Volví la cabeza de improviso para sorprender a quien fuera, pero solo me encontré con una pareja de veinteañeros que reían y se abrazaban unos metros por detrás de mí. Se extrañaron de que una mujer mal encarada, con cicatrices en el rostro, los mirase de esa manera. Les sonreí tratando de quitar hierro a la situación, incluso estuve a punto de soltar alguna trivialidad sobre la climatología o similar para relajar el ambiente. Por suerte, el móvil en mi bolsillo comenzó a vibrar y me evitó la tentación de decir cualquier tontería. El nombre de Eme parpadeó en la pantalla.

—He escuchado tus mensajes, pensaba llamarte ahora —dije.

—Tengo el registro con las entradas de Ortiz al casino —soltó sin previo aviso.

—¿Las entradas posteriores a su autoprohibición? —pregunté para cerciorarme.

—Cincuenta y dos visitas registradas al casino de Robredo después de que se inscribiera en la Comisión Nacional del Juego —confirmó.

Aquello podía implicar que los habíamos pillado de lleno. No podría haber denuncia, ni la Fiscalía podría actuar de oficio, ya que por desgracia la Ley de Regulación del Juego establecía que una infracción grave como aquella prescribía dos años después de haberse producido. Pero, si convencía a Barrios, podríamos usarlo para presionar durante el juicio, estableciendo un modo operativo por parte de Gran Castilla, con respecto a sus clientes más débiles, que no los dejaba en muy buen lugar precisamente, permitiendo acceder a una persona que había pedido oficialmente que no se le dejara entrar en ningún recinto de juego y que había terminado quitándose la vida debido a su ludopatía.

—Solo tenemos un problema —continuó Eme—, digamos que no he conseguido los registros al casino de forma muy ortodoxa.

—No podemos utilizarlo si no hacemos una petición oficial a la empresa —concluí—, lo cual puede dilatarse eternamente hasta después del juicio y además ponerlos en guardia.

—¿Quieres que te los envíe de todas formas?

—Por supuesto —respondí—, ya pensaré cuál es la mejor forma de sacarles partido. Buen trabajo, enhorabuena.

—¿Estás bien? —preguntó sorprendido—. Creo que es la primera vez que me felicitas desde hace años.

—No te acostumbres —repliqué—. En cuanto a que si estoy bien, te voy a describir mi situación. Acabo de comprar una caja de diazepam en una farmacia de guardia con una receta falsa. Y estoy caminando sola por la calle, con la sospecha de que alguien me está siguiendo.

—¿Dónde estás exactamente?

—Al lado de mi casa. Acabo de cometer un acto ilegal del que puede que haya habido testigos. Si es cierto que me están siguiendo, hasta que no entre en casa y eche el cerrojo no estaré tranquila.

—Si quieres, voy para allá.

—No merece la pena, en serio.

Seguí avanzando hacia la plaza de la Trinidad, quizá incrementé un poco el ritmo. La pareja había desaparecido, tal vez se habían perdido en algún soportal para meterse mano. Ahora no se veía ni escuchaba a nadie a mi alrededor, y aun así seguía teniendo la sensación de que había alguien allí.

—Como digas, pero, si ves algo raro, avísame a cualquier hora y me planto ahí en diez minutos.

—Lo tendré en cuenta.

—Otra cosa —dijo Eme—, creo que he localizado a Ignacio Cimadevilla.

—¿Ha sacado la cabeza del agujero en el que se había metido? A lo mejor ha escuchado su nombre en el juicio y ha decidido entrar en escena.

—No me parece que se trate de eso.

Por el tono fúnebre de Eme, temí que ahora dijera que habían encontrado su cadáver tirado en un descampado y que estaba en el depósito.

—¿Lo has encontrado o no? —pregunté.

—Está anunciado para mañana viernes por la noche en una partida de póquer importante.

—¿Cimadevilla también es jugador?

—Por lo que he podido averiguar, tuvo su época. Últimamente no se deja ver en demasiadas timbas.

—¿Qué porcentaje de posibilidades crees que existen de que se presente en esa partida?

—No me gusta elucubrar, Ana, ya me conoces. Yo te digo lo que sé, está anunciado, varios jugadores conocidos de la ciudad lo han oído. De ahí a que realmente vaya a presentarse o no, sinceramente no tengo ni idea.

—Da igual que el porcentaje sea ínfimo, tenemos que estar allí por si acaso. Puede que sea la última oportunidad de hablar con él antes de su declaración. ¿Sabemos dónde es exactamente la partida?

—No es una partida fija —me explicó Eme—. Se va a celebrar en casa de un conocido empresario vasco de una compañía aérea, Gonzalo Arrate, un septuagenario al que le gusta atizar que da gusto cada vez que su esposa sale de viaje. Vive en una mansión en La Finca, en Pozuelo.

La Finca es una exclusiva urbanización de lujo a pocos kilómetros de Madrid que en los últimos años había desbancado a otras zonas como La Moraleja o Puerta de Hierro en el ranking de preferencias de los más adinerados en la capital. Una urbanización herméticamente cerrada, con tanta vigilancia privada por metro cuadrado que se rumoreaba que los chalés ni siquiera tenían alarma, era totalmente innecesaria.

—¿Cómo podemos entrar en esa partida?

—Tal vez le puedas preguntar a tu amigo Friman, conoce a todo el mundo, de hecho, por lo que he oído, es muy probable que él también acuda. Se van a juntar una decena de peces gordos dispuestos a jugarse una fortuna. Empresarios, futbolistas, cantantes, en ese tipo de partidas no dejan entrar a profesionales, son unos viciosos pero no son gilipollas, no quieren que los desplumen a la primera de cambio.

—En ese caso, Friman no pinta nada.

—Depende. Alfredo Friman tiene fama de regar las mesas, lo cual viene a significar que es un perdedor que se lo juega con alegría, arriesgando al máximo. Y además, como ya sabes, es corredor de apuestas, y a esos tipos les gusta jugar a varias bandas al mismo tiempo.

—En definitiva, que a pesar de ser un profesional les hace gracia a los ricos de turno.

—Eso es lo que he oído, pero no te puedo asegurar que tenga acceso, y mucho menos que lo puedas acompañar.

—Lo hablaré con él, a ver qué opina.

Al fin llegué hasta la plaza y vi mi portal a lo lejos, noté que la rodilla se resentía, tal vez había forzado demasiado, me relajé un segundo y, al hacerlo, al cambiar el paso, escuché algo detrás de mí.

—Espera —le dije a mi investigador—, seguramente estoy paranoica, pero de nuevo tengo la sensación de que alguien me está siguiendo. No cuelgues, si oyes gritos llama a la Policía y sal zumbando para acá.

Me detuve con la excusa de buscar algo en el bolso, dejé allí dentro el móvil sin colgar, no tenía nada que me pudiera ayudar, debería comprarme uno de esos espráis antivioladores o sacarme licencia de armas, como se había empeñado Ramiro en su momento. Agarré con fuerza el asa del bolso. No es que liarme a bolsazos con un supuesto atacante fuera la mejor solución, pero no pensaba quedarme quieta. Agucé los sentidos, no sabía si echar a correr, suponiendo que pudiera, o volverme de nuevo por sorpresa. Entre los coches aparcados detrás de mí, me pareció intuir que alguien se movía. O era muy torpe o no tenía nada que ver conmigo. Calculé la distancia hasta el portal: suponiendo que llegara antes que él, tendría que sacar las llaves, abrir la puerta, entrar y volver a cerrar. Imposible.

Yo era una abogada, no una agente de la Policía. Tenía el cuerpo contraído, preparada para lo que pudiera venirme encima. Miré de reojo hacia los automóviles y vi que en el espejo retrovisor de un viejo Seat se reflejaba una figura escondida entre dos coches aparcados. No tardé ni dos segundos en reconocerlo. Los músculos se aflojaron solos.

Volví a coger el teléfono y levantando la voz le dije a Eme:

—Nada, falsa alarma.

—¿Segura?

—Era un perro abandonado, ya sabes, uno de esos chuchos callejeros que deambulan por ahí hasta que un vehículo se los lleva por delante y dejan sus restos esparcidos en el asfalto. Muy desagradable.

El chico que estaba entre los coches se puso en pie, dejándose ver.

—Vale, está bien —dijo—, lo he pillado.

Allí estaba Andrés Admira, levantando los brazos como si se diera por vencido, con su aspecto inofensivo. Ese mismo semblante que luego se transformaba cuando llegaba la hora de la verdad, como había ocurrido ese día durante su declaración.

—Mañana hablamos, Eme.

—Muy bien. Sigo de guardia, por si acaso.

Ahora sí, colgué y miré al chico.

—¿No puedes acercarte como las personas normales? —pregunté.

—Pensé que no querrías verme después de lo que ha pasado.

—Pensaste bien. Te dije que, si querías, una vez que acabara el juicio podíamos hablar. Si estás dispuesto a dar un portazo definitivo al juego, cuentas con mi apoyo. Pero cuando acabe todo esto, no ahora.

—¿Estás enfadada conmigo?

—Claro que estoy enfadada, ¿qué te has creído? —le solté haciéndole un gesto para que no se acercara—. No sé cuánto tardarás en aprenderlo, puede que sea la lección más importante, de hecho yo todavía estoy en ello: los actos tienen consecuencias.

—Lo entiendo…

—No, no lo entiendes —le interrumpí—. Si lo hicieras, no te atreverías a presentarte aquí esta noche. Hoy nos has vendido en el juicio. De acuerdo, tienes tus razones, eres un adicto, esos cabrones te tienen bien enganchado, ¿y qué? Los demás también tenemos problemas, no eres el centro del universo, joder.

—¿Qué puedo hacer?

—¿Que qué puedes hacer? —repetí, como si la pregunta en sí ya fuera un disparate—. Y yo qué sé. Para empezar, podrías pedir perdón, suponiendo que seas capaz, eso estaría bien.

—Perdón.

—Por lo menos, dilo como si te importara.

—Perdona —musitó—, estoy hecho un lío…, te prometo que lo siento.

—Para continuar, no vuelvas a seguirme a escondidas, me va a dar un infarto, ya tengo una edad.

—Es que me daba miedo que no quisieras hablar conmigo, no sabía cómo acercarme.

—No me extraña. ¿Qué quieres?

—Quiero dejar de jugar, en serio. Quiero entender qué me pasa. En lugar de ir al casino, esta noche he venido aquí para hablar contigo.

—A mí no me mientas. Soy especialista en soltar mentiras, así que no me vengas con esas. Has ido al casino y te han cortado el grifo, por eso estás aquí.

—Eso también —admitió.

Allí entre los dos coches, iluminado tenuemente por las farolas de la plaza, me dieron ganas de abofetearle para que reaccionara de una vez. Tuve que recordarme que ese chico no era responsabilidad mía.

—Si quieres dejar el juego de verdad —continué—, te has equivocado de puerta. Ya sabes dónde tienes que ir.

—Voy a volver al programa de rehabilitación, te lo prometo.

—Deja de prometer y haz las cosas. Los adictos decimos muchas cosas, sé muy bien de qué hablo.

—¿Puedo subir ya a la acera? —solicitó—. Es un poco ridículo hablarte desde aquí.

—Haberlo pensado antes de seguirme —respondí—. No te muevas hasta que me digas de una vez a qué has venido. No me trago eso de que hayas venido por los remordimientos, para decirme que lo sientes mucho; si estás aquí es por otra razón. No tengo toda la noche, te lo advierto.

—He venido a contratarte.

Lo dijo así, convencido de que era algo que tenía todo el sentido. Lo miré tratando de pensar que mi lesión del oído me había jugado una mala pasada y en realidad había dicho otra cosa. Como me mantuve en silencio, lo repitió, y ahora sí, no había ninguna duda.

—Estoy aquí para contratarte. Necesito una abogada.

Si no estuviera vapuleada, no hubiera tenido un día de perros y no estuviera en medio de un caso en el que tenía todas las de perder, era tan absurdo que tal vez incluso me habría hecho gracia.

—Voy a denunciar al casino —añadió.

—Ya, bueno —respondí con toda la tranquilidad de la que fui capaz—. Ni siquiera te voy a contestar. Vete a casa. Date una ducha de agua fría para que se te pase el calentón. Y mañana a primera hora te presentas en Alma con las orejas gachas y el corazón abierto.

Me di media vuelta, en dirección al portal.

—Estoy hablando muy en serio —dijo siguiéndome—. Me han dado crédito en las mesas de juego a cambio de que falseara mi testimonio. Eso es ilegal, ¿no? Han comprado un testigo. Por no hablar de que me han incitado al juego sabiendo que soy adicto.

—Madre mía, Andrés —dije—. Sigues pensando que te puedes salir siempre con la tuya, ¿verdad? Que puedes mentir, engañar, robar, saltarte todas las normas y después protestar porque el mundo es muy injusto contigo. Espabila un poco, joder. Con eso que acabas de mencionar no puedes denunciar a nadie. ¿Tienes pruebas? Si me fiara de ti, lo máximo que haría sería volver a citarte para que se lo contaras al jurado, pero no lo voy a hacer porque lo más probable es que me volvieras a traicionar. Por no hablar de que has cometido perjurio en un tribunal, un delito grave por el que puedes acabar en la cárcel. Parece que todos mis testigos son especialistas en dar falso testimonio, tengo un ojo clínico.

—Si tú no aceptas mi caso, contrataré otro abogado —espetó orgulloso.

—Buena suerte.

Rebusqué en el interior de mi bolso las llaves de mi casa y caminé hacia el portal dándole la espalda. Por supuesto, no se dio por vencido.

—También puedo hablar con la fiscal y hacer un trato —dijo—. Inmunidad a cambio de mi testimonio contra Santonja.

—No sé de dónde te has sacado eso, pero las cosas no funcionan así —le contesté—. Y además la fiscal está de su parte, ¿no te has enterado?

—Y entonces, ¿qué hago? —preguntó desesperado.

—Ya te lo dicho, vete a dormir y mañana empiezas la rehabilitación de nuevo. Es una putada, pero lo malo de los adictos es que volvemos a recaer una y otra vez. De todas formas, te aseguro que todo el trabajo que habías hecho estos meses de atrás no ha sido en balde, ya te lo explicarán los psicólogos.

Introduje la llave en la cerradura y la giré. En unos segundos me habría librado de Andrés, era lo mejor que podía ocurrirle a mi salud, y al caso.

—Mi oferta para que hablemos cuando termine el juicio sigue en pie —le dije.

Me miró con los ojos enrojecidos. Lo que me faltaba.

—Oye, no se te ocurrirá echarte a llorar —exclamé.

—He pegado a mi padre —soltó contrayendo el rostro.

—¿Qué?

—Hemos discutido otra vez, a raíz de mi testimonio esta mañana, alguien le ha contado que he vuelto a jugar y se ha puesto como loco. Nos hemos empujado y he terminado golpeándole.

—¿Ha sido grave?

—Creo que no. Me ha gritado, ha dicho que no quiere volver a verme nunca. Que para él estoy muerto.

—Son cosas que se dicen —murmuré por decir algo.

Aquello iba de mal en peor. Me pregunté cuántas capas escondía aquel chico. En realidad, había venido porque no tenía adónde ir. Y esta vez parecía que era verdad. Pedí para mis adentros que no me hiciera la pregunta que tanto me temía. Pero supongo que era inevitable.

—¿Puedo quedarme a dormir en tu casa? —Antes de que pudiera contestar, añadió—: Solo una noche.

Sabía que me arrepentiría, y sin embargo no fui capaz de negarme. El espíritu Tramel en estado puro. Quizá fueran las monjas, o que me recordaba a mi hermano pequeño y me sentía culpable. Tal vez me ponía eso de ir recogiendo almas perdidas y acogerlas en mi casa. O puede, esto es lo más probable, que yo también me creyera que siempre podía salirme con la mía y que me parecía a ese chico más de lo que yo misma quisiera reconocer. Lo cierto es que empujé la puerta y mientras cruzaba el umbral le hice un gesto para que me siguiera.

—Tendrás que dormir en el sofá.

—Adoro los sofás —dijo siguiéndome hasta el ascensor—. Por cierto, ¿qué es eso que agarras con la mano como si te fuera la vida en protegerlo? Ni siquiera lo has soltado cuando creías que te seguía alguien peligroso.

La caja de diazepam seguía dentro de mi puño, no se había movido de allí en todo este tiempo.

—Basura —dije.

Apreté la caja con fuerza y la tiré en la papelera que había dentro del portal, junto a un montón de folletos de comida china, de lavandería a domicilio y otras cosas por el estilo. No me quiero poner moralista, ni achacar al destino ciertas cuestiones, pero tal vez las cosas no eran lo que parecían y en realidad ese crío me había salvado a mí esa noche, y no al revés.

—Mañana me voy, te lo prometo —dijo según se cerraban las puertas del ascensor.

—No prometas.

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