Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 83

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Coloqué junto a la bañera una pequeña alfombra de algodón que guardaba en la parte superior del armario. A continuación me deleité durante unos segundos anticipando la agradable sensación en la planta de mis pies desnudos cuando salieran arrugados del agua y pisaran aquel material suave, terso. Sin ninguna prisa, dejé sobre la estantería la ropa interior que me pondría después de pasarme una hora a remojo, no había nada mejor que un tejido limpio sobre el cuerpo pasado por sales, jabones, cremas y otros potingues. Empezar el ritual preparando el final me hizo bien, era toda una lección para alguien como yo, a quien siempre devoraba la impaciencia y el ansia.

Antes de llenarla, enjuagué la bañera, eché un poco de agua y limpié cualquier resto de polvo o suciedad. Había transcurrido mucho desde la última vez, pasé un trapo por los costados y me aseguré de eliminar cualquier partícula rebelde, me llevó un buen rato hacerlo. Después me quité la ropa y también me enjuagué a mí misma, era una medida que aprendí hace años de un novio en la facultad con el que inauguré algo llamado El club de la ducha, pasábamos más tiempo dentro de la bañera que fuera. Aproveché para cortarme las uñas de pies y manos con una pequeña tijera, sin ninguna prisa, como si quisiera desprenderme de cualquier impureza, darle más valor si cabe al baño que iba a tomar.

Al fin subí la palanca metálica en un extremo y el tapón quedó herméticamente cerrado, no parecía que pudiera filtrarse ni una gota. Abrí el grifo y regulé la temperatura hasta que el agua que caía alcanzó una agradable tibieza, que me pareció adecuada para esa época del año. Conozco a algunas personas que disfrutan de un baño frío; no es mi caso. Por mucho que estuviéramos en verano, para relajarme de verdad necesitaba agua bien caliente. Fui comprobando que la temperatura era la adecuada, introduciendo las muñecas en el interior del agua (es un truco muy simple: las manos se acostumbran al agua y te puedes llevar una buena sorpresa, los codos y muñecas no te engañan). Una vez que se había llenado más de la mitad, añadí un poco de espuma de baño debajo del grifo y también unas sales que guardaba desde hacía mucho en el armario con espejo Brickan. Casi todo estaba ya listo. Regulé la luz del techo bajándola hasta el punto de quedar casi en penumbra, sin duda aquel interruptor modular era la mejor inversión que había hecho en la casa. Apoyé el teléfono móvil sobre la tapa del bidé, con versiones esenciales de grandes clásicos sonando a un buen volumen. Metí la muñeca por última vez en el agua, estaba perfecta, la temperatura aguantaría el tiempo suficiente. Cerré el grifo y entré en la bañera.

Dejé que mi cuerpo desnudo se fuera acomodando, buscando por sí mismo la postura adecuada. No eché de menos nada ni a nadie. Estaba yo sola conmigo misma, algo que no ocurría con mucha frecuencia. Cerré los ojos y traté de vaciar la mente, aunque no me resultó sencillo. Me venían flashes al cerebro que alejaba como mejor podía: ley 13/2011, artículo 40, infracciones graves, artículo 42, sanciones administrativas, la jurado número cuatro mirándome con los ojos muy abiertos, Concha y Helena abrazándose como hermanas, Ginés Iglesias al pie de la cama de su esposa, yo misma sentada en el banquillo de los acusados, procesada por delito de falsificación de documento público, el imponente edificio de Barver & Ambrosía brillando en mitad de la noche, un lobo mostrando sus colmillos amenazantes y gruñendo, un niño de seis años pidiendo ayuda, un cuerpo cayendo al vacío desde un octavo piso (exactamente un octavo), la bola de la ruleta girando alrededor de los números, una celda fría y oscura en el sótano de un cuartel, una habitación llena de humo, el Argentino pronunciando palabras ininteligibles con esa voz cavernosa, Moncada abriendo la ventana de las oficinas de Gran Castilla, una ampolla de mercurio oscilando, Ramiro estallando en mil pedazos, mis propias manos acariciando mi tripa enorme, el Correcaminos persiguiendo al Coyote por tierra, mar y aire… Hasta que un ruido cortó súbitamente el flujo de pensamientos e imágenes.

Abrí los ojos. Me dio la impresión de que algo se había movido en el pasillo, al otro lado de la puerta, tal vez el sonido de una pisada o de un cuerpo al rozar la pintura de la pared. No podía estar segura. Me dije a mí misma que había sido mi cabeza. Los edificios, en especial si son tan viejos como aquel, no dejan de producir ruidos, pequeños crujidos de los muros, las puertas, las ventanas. De niña aquello me inquietaba, me hacía incluso dar un respingo en la cama cada vez que sentía uno de esos sonidos. Siempre he sido miedosa. Hoy por hoy sigo siéndolo. Terrores nocturnos inexplicables. Es una de las razones por las que no me gusta dormir sola y por la que muchas noches había buscado la compañía de cualquier desconocido.

De nuevo escuché un ruido indeterminado que parecía provenir del pasillo. Traté de serenarme, no había nadie en la casa, tenía que apartar la manía persecutoria que se había convertido casi en paranoia después del incidente. Delante de mí, el agua me cubría prácticamente todo el cuerpo hasta el cuello, con la excepción de las rodillas, que asomaban como dos islas rodeadas de burbujas y algo de espuma acumulada. Me concentré en el olor de las esencias de sales y sobre todo en la música, el reproductor saltó justo en ese instante a uno de mis básicos de los ochenta, uno de los temas más tristes jamás escritos e interpretados, el Pequeño vals vienés de Cohen. Comenzaron a sonar las primeras notas, la voz rasgada y melancólica del canadiense cantando a la ciudad, a la muerte, y por supuesto al desamor, se fue apoderando del lugar. La enigmática expresión de la segunda estrofa siempre me había perseguido, the clamp of its jaws, «la pinza de sus mandíbulas», qué demonios quería decir con eso, tal vez sonaba bien y eso era todo, ojalá que la vida siempre fuera así, que las cosas tuvieran métrica y sonoridad, ni más ni menos. Me dejé llevar por el bueno de Leonard y casi olvidé dónde estaba, si es que eso era posible.

Poco a poco un silbido acompañó los acordes de la canción. Tragué saliva y me incorporé apenas unos centímetros. No provenía del dispositivo móvil, era un silbido irregular, quebrado, que seguía la melodía a duras penas. Había alguien en el pasillo emitiendo aquel sonido, muy cerca del cuarto de baño. Busqué rápidamente alrededor con la mirada, pero mis opciones eran limitadas, aquello no estaba dentro de mi cabeza, era real.

Alguien golpeó la puerta desde fuera con el pie y se abrió de par en par. No me resultó difícil adivinar de quién se trataba.

—Perdona, no quería asustarte —dijo antes de mostrarse junto al marco de la puerta. Una vez allí, se llevó la mano a la barba, con una expresión de resignación en su rostro, como si le disgustara tener que presentarse allí y hacer aquello que había venido a hacer. Hizo un gesto hacia la música que provenía del teléfono—. Eres una sentimental, lo llevo diciendo desde el primer día que te conocí, por mucho que te empeñes en negarlo.

—Es una debilidad como otra cualquiera —respondí tratando de ganar tiempo y hacerme una composición de lugar, la situación no tenía buena pinta—. Puedo ser como cualquiera cuando me lo propongo, una bañera llena de agua, una canción, no pido más.

El teniente Santiago Moncada dio un par de pasos, pareció observar mi desnudez sin emoción alguna. No le iba a preguntar cómo había entrado en la casa ni nada semejante.

—Ya sabes lo que significa esta visita —murmuró.

—Puedo hacerme una idea.

Llevaba una chaqueta sobre la camiseta, imagino que para ocultar la pistola. Recordé la primera vez que lo vi en Robredo, el día que detuvo a Ale, de pronto me pareció tan lejano como los lamentos ahogados de Leonard, que seguían rebotando en las paredes del baño.

—¿Dónde tienes el documento? —preguntó sin ningún énfasis, con fatiga, me atrevería a decir—. No lo he visto en el despacho ni en el dormitorio. No me digas que se lo ha llevado tu investigador.

Saqué una mano del agua y me agarré a uno de los extremos de la bañera con fuerza, los dedos habían comenzado a arrugarse.

—No creo que estés aquí por el documento —dije.

—Por supuesto que no —contestó de inmediato—, es solo que me gustaría dejar las cosas bien atadas antes de solucionar esto.

—Cuando dices «solucionar esto», ¿te refieres a romperme algún hueso como la otra vez —dije— o a algo más concluyente?

—Me alegra que te lo tomes así —suspiró—. Podemos hacerlo de dos formas. Por la vía rápida. O lentamente. Tú eliges.

Tomó asiento en el borde de la bañera, cerca de mis pies. Introdujo ligeramente unos dedos en el agua y me observó. Todo lo que había tratado de negarme durante estos meses, que el teniente era un matón a sueldo de Santonja, que practicaba un doble juego en su único y exclusivo beneficio, que había sido mi agresor en el garaje aquella noche de Navidad, tomó forma.

—Te sugiero la vía rápida —continuó—. Nos ahorraremos mucho tiempo y sufrimiento innecesario. Sobre todo tú, claro. Para tomar este atajo, solo tienes que darme el documento. Al fin y al cabo, tú ya no lo vas a necesitar después de esta noche.

Volvió a mirar mi cuerpo desnudo a través del agua, ni siquiera me molesté en cerrar las piernas, no era una de mis prioridades en esos instantes.

—¿Por qué me avisaste de lo que estaba ocurriendo en las oficinas de Gran Castilla aquella mañana? —pregunté—. No lo entiendo. Estaban firmando un acuerdo que les convenía, ¿por qué lo impediste? ¿Para quién trabajabas en ese momento? ¿Para Cimadevilla?

—Digamos que lo hice para mantener el caso abierto y sacar provecho del asunto, había tenido algunas diferencias con Santonja —respondió lacónicamente—. Y digamos también que te debía una. Tómalo como quieras.

—No te creo.

—Estás en tu derecho.

Deslizó los dedos de la mano izquierda por el interior del agua hasta mi rodilla y me agarró con firmeza, sin apretar demasiado.

—Dime de una vez dónde está el documento —soltó con un hilo de voz— y acabemos con esto.

—Está en el maletero de mi coche —dije—. Dentro de un sobre marrón, que a su vez se encuentra en una carpeta abultada junto a otros documentos. Puedes ir a comprobarlo si no me crees.

Sonrió levemente.

—Yo sí te creo —replicó.

—¿Qué va a suceder ahora? —pregunté armándome de valor, buscando desesperadamente una salida y al mismo tiempo tratando de aparentar cierta falsa resignación, con el objetivo de que tal vez bajara la guardia.

—Ahora te voy a sujetar con todas mis fuerzas por el cuello y voy a hundir tu cabeza dentro del agua. En menos de dos minutos empezarás a sufrir espasmos en el diafragma y los músculos intercostales. Después vendrán las bocanadas, tragarás agua, será todo muy desagradable. Pero relativamente rápido. Es todo lo que te puedo ofrecer.

—¿No te vas a poner guantes? —dije señalando sus manos—. Por las huellas y todo eso.

Bajó la vista hacia sus manos extendidas y, en cuanto perdió contacto visual con mis ojos, lo hice. Fue un impulso desesperado.

Aproveché que había apartado la mirada para abalanzarme sobre él. No sé de dónde saqué el valor, fue puro instinto de supervivencia. No tenía ningún objeto a mano para golpearle, así que lo hice con mi propio cuerpo, le di un tremendo cabezazo contra la nariz. Nunca antes había hecho algo parecido. Escuché un crujido y vi que la sangre brotaba de sus fosas nasales. Creo que le había partido algún hueso, aunque no podía estar segura. Sin esperar su reacción, volví a golpearle con la cabeza en el mismo lugar, una vez y otra y otra más, no sé cuántas fueron, pero lo hice con toda la rabia, cólera e inquina de la que fui capaz, tratando de hacer el máximo daño posible, puedo asegurar que fue el acto más violento de toda mi vida y que en cada uno de aquellos cabezazos puse todo el dolor y el odio acumulado; sé perfectamente que si hubiera tenido que planearlo nunca lo habría conseguido.

Estaba tan sorprendido que se quedó atónito por unos segundos, desorientado, aturdido, se llevó la mano a la nariz, de la cual brotaba un hilo de sangre que cayó en el agua de la bañera. Daba la impresión de que incluso iba a perder el sentido de un momento a otro. Eché rápidamente mano a su pistola, pensé que si se la arrebataba tendría alguna oportunidad de salir viva de allí.

Juraría que me puse de rodillas para alcanzar el arma, no sentía ninguna parte de mi cuerpo, me guiaba una especie de resistencia a lo inevitable, no pensé muy bien qué haría con la pistola en caso de cogerla, aunque supe que no vacilaría si tenía que apretar el gatillo, sabía usar un arma de fuego. Palpé el revólver con los dedos en la cartuchera, podía cogerla, en unos instantes estaría en mi poder, traté de levantar la hebilla de seguridad, estaba atascada o bien yo no acertaba a abrirla. Todo sucedió muy deprisa. Sentí las manos de Moncada agarrándome por ambos brazos, parece que había vuelto en sí.

—¿Qué haces? —musitó con el rostro ensangrentado.

Por toda respuesta, le asesté otro cabezazo sobre la base del cráneo, aún con más fuerza que los anteriores si cabe. Se tambaleó, vi cómo su cuerpo pesado iba perdiendo solidez. Sin embargo, no soltó mis brazos, los tenía bien agarrados. Noté un cierto mareo, supongo que los golpes también me habían afectado a mí, no era una experta en andar repartiendo porrazos con mi propia cabeza.

Ahí cambió todo. Empecé a ver borroso y mi vigor se transformó en una especie de nebulosa que me impedía actuar con claridad. Moncada aprovechó para tomar la iniciativa. Escupió una mezcla de sangre y saliva sobre el agua y dijo:

—Ahora es personal.

Puso su enorme mano izquierda sobre mi cara y me empujó hacia atrás con extrema dureza. Al mismo tiempo entró en la bañera aparatosamente, el tacón de su zapato me presionó el tobillo y su rodilla se clavó en mi vientre.

Sacó la pistola con la otra mano y la levantó sin quitarle el seguro, como si fuera un objeto contundente. La estrelló contra mi cabeza. Me giré lo justo para que el golpe me impactara sobre la sien, y no sobre la parte central. No sé qué fue peor. Un dolor intenso se concentró en esa parte de la cabeza.

Creo que murmuró algo, yo había perdido la conciencia de la realidad. Estaba en mi bañera desnuda, aterrorizada, dolorida, sangrando, con un hombre de más de cien kilos encima de mí a punto de matarme. Se guardó de nuevo la pistola, puso una mano en mi cuello, apretando con ganas, estrangulándome, y la otra sobre el rostro, y sin más, me hundió dentro del agua. Mantuve los ojos abiertos. Forcejeé, intenté patalear, traté de resistirme, clavé mis uñas en distintas partes de su cuerpo, pero aquel hombre parecía ahora inmune a mis sacudidas. Me sujetaba dentro del agua con una determinación inquebrantable, a prueba de golpes, empujones y arañazos.

Fue extraño, noté el sabor de las sales entrando por mi nariz y mi boca, aunque supuestamente aún permanecían cerradas. No me quedaba mucho tiempo. Lo había intentado y había perdido. Dejé de golpearle, no había nada que hacer, se había terminado. Era una gran encajadora, creo que nadie podría negar que había peleado hasta el último instante, aun con una enorme desventaja. Era el fin. Un colofón inesperado, a manos de un tipo vulgar, un cabrón cuya principal virtud era la persistencia en el uso de la violencia, y si vamos al caso, la falta de escrúpulos. Ni siquiera alguien con talento. Me dejé llevar y traté de encontrar algún sentido a aquello, había luchado por lo que creía hasta que ya no me quedaba ni un gramo de aliento.

Tuve la ensoñación de que alguien, tal vez Eme, aparecía en la puerta, abatía al teniente a tiros y me sacaba de allí en volandas; en esa visión yo echaba a borbotones por la boca el agua que había tragado y recuperaba la respiración que ya casi había perdido, y por supuesto salvaba la vida de milagro. Sentí las manos de Moncada apretando, parecían de piedra, inamovibles, su cuerpo rocoso encima del mío, que tal vez temblaba en sus últimos estertores. No vi ninguna luz blanca ni un túnel, era un final áspero, sórdido, supongo que el desenlace que yo sola me había labrado. Ya está. No podía contener ni un segundo más la respiración. Tenía que abrir la boca, el agua encharcaría mis pulmones y acabaría todo.

En ese momento, a través del agua, más allá de la superficie, vi un brillo plateado que llamó mi atención, entre la penumbra del cuarto, quizá sobre el estante superior, a solo treinta o cuarenta centímetros de mi cabeza. Me aferré mentalmente a ese reflejo y tuve un solo pensamiento: No me rindo. Nunca. Incluso después de mi último aliento soy capaz de seguir encajando.

Aflojé los músculos de todo el cuerpo y abrí la boca. Podría ser la última vez que lo hiciera. Sentí el agua entrando, tuve una especie de contracción y de inmediato hice lo único que podía hacer. Hinqué mis dientes en la mano que me apresaba, los clavé con tal angustia y desesperación que atravesé la carne, y el teniente me soltó dando un alarido, fue solo un instante, tiempo más que suficiente para sacar mi cabeza a la superficie y recuperar el resuello a duras penas.

Mientras tosía y me convulsionaba, alargué la mano hacia el reflejo en el estante, agarré las pequeñas tijeras que había allí y, de un solo movimiento, las clavé en el cuello de Moncada. No tuvo tiempo de reaccionar, el acero se hundió en su garganta desgarrándola. Al sacarlas, un chorro de sangre salió disparado. Imagino que había atravesado alguna arteria. Cerré el puño sobre las tijeras y repetí la operación aún con mayor ímpetu, clavándoselas de nuevo en la parte delantera del cuello, en el pecho, en el rostro, salían y entraban una y otra vez.

Según me dijeron después, le clavé aquellas tijeras cuarenta y dos veces, muy posiblemente las últimas ya sobre un cadáver desangrándose. Lo habría seguido haciendo, no me detuve hasta que mis últimas fuerzas desaparecieron, no sabía si estaba vivo o muerto cuando paré.

Aquel enorme cuerpo inerte quedó encima del mío, nuestras sangres entremezcladas en el agua de la bañera, que se fue tiñendo de rojo oscuro.

La melodía en el reproductor del móvil seguía sonando, «la pinza de sus mandíbulas» adquirió un sentido distinto al que le había dado hasta entonces, más literal si se me permite decirlo así. Con las tijeras dentro de mi mano derecha (al parecer, no las soltaría hasta varias horas después), la cabeza destrozada y sangrando, mi cuerpo desnudo aplastado por un hombre que pesaba el doble que yo, con el agua de la bañera desbordándose sobre el suelo del cuarto de baño, intenté llorar, echar fuera de mí parte del dolor. No fui capaz.

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