Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 85

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Agarró un rotulador grueso de tinta azul y comenzó a bosquejar un diagrama en una enorme cartulina sobre un atril, a la vista de todos los presentes. Leopoldo Barrios mostró una extremada pulcritud a la hora de detallar el esquema por el cual se iban a regir las preguntas que debía responder el jurado. Eran un total de treinta y ocho preguntas, veintiséis en relación con el acusado Emiliano Santonja a título personal y otras doce respecto a la empresa Gran Castilla. Estos dos grandes apartados se dividían a su vez en otros cuatro subapartados en cuanto a cada uno de los delitos que se les imputaban.

—Es muy importante —insistió el juez a los miembros del jurado mientras bosquejaba algunas flechas en la cartulina— que vayan por orden a la hora de responder a las preguntas, ya que algunas excluyen a otras, como irán comprobando.

Las preguntas habían sido redactadas por el propio Barrios y consensuadas después con los letrados de las partes. No había sido difícil llegar a un acuerdo, las preguntas que había preparado el juez eran sencillas, directas y breves. Tal vez era el único punto en el que prácticamente no se habían producido apenas discrepancias durante todo el proceso. La primera se refería a la autoría de las grabaciones telefónicas y decía lo siguiente:

Respecto al acusado don Emiliano Santonja Pereiro, en cuanto al delito de amenazas, «el acusado telefoneó personalmente al menos en tres ocasiones a don Alejandro Tramel Hidalgo» (hecho desfavorable). Probado / No probado. Por unanimidad / Por mayoría.

El esquema se iba repitiendo en el resto de cuestiones. En caso de que fueran hechos desfavorables al acusado como este, para considerarlo «probado» eran necesarios siete votos o más. Sin embargo, para darlo por «no probado» bastaban cinco votos.

—La participación durante la deliberación —les recordó Barrios a los miembros del jurado, que prestaban suma atención a sus palabras, así como al diagrama que había hecho delante de ellos— debe ser colectiva. Todos tienen que responder y aportar a cada una de las preguntas o, de lo contrario, podrán ser multados. No existe la posibilidad de abstenerse en ningún caso y se vota en orden alfabético, siendo siempre el último en hacerlo el portavoz. De cada uno de los hechos que consideren probados o no, deberán incluir una relación de indicios y pruebas que apoyen su decisión, así como una argumentación de sus conclusiones. Seré especialmente exigente con la motivación de sus respuestas, sean exhaustivos, por favor. En el supuesto de que no considere suficientemente razonada una contestación, me veré obligado a pedirles que regresen a deliberar hasta dar una explicación convincente.

Muchos de ellos tomaban nota de forma diligente. Como dije al principio, sabía que se lo terminarían tomando muy en serio y que el hastío que podía producirle a más de uno todo aquello se había ido transformando en plena consciencia de su responsabilidad. Se podía ver en sus ojos.

Durante la alocución del juez, los letrados permanecimos mudos. Las conclusiones finales de Barver, Andermatt y Pardo habían sido breves y concisas, abundando en la idea de nuestra motivación económica, así como en la falta de pruebas concluyentes. De nuevo había quedado claro que estaban coordinados para insistir en los principales conceptos que sostenían su defensa, sin repetirse, sino enlazando sus ideas hábilmente. A saber: Gran Castilla y Santonja eran grandes pilares de nuestro país, generaban empleo y riqueza, pagaban enormes sumas de dinero a las arcas públicas, deberíamos estarles agradecidos, y siempre habían cumplido con sus obligaciones. Alejandro Tramel había tomado sus propias decisiones libremente, sin que nadie lo empujara, y además era un asesino que había engañado y abandonado a su familia. Esta querella estaba motivada por sentimientos exacerbados y por el ansia de obtener un rendimiento económico a la desgracia ajena. Y por supuesto, ninguno de los delitos imputados habían sido acreditados con pruebas irrefutables durante el proceso, nunca jamás debería haberse llegado a juicio. La machacona repetición de estos criterios, con variaciones en la forma y en el tono, habían ido calando y, sin ninguna sorpresa, se convirtieron en la base de su argumentario durante las conclusiones.

Tampoco me extrañó que Emiliano Santonja renunciara a su derecho a hablar para finalizar el proceso. Era una prerrogativa que tenían todos los acusados y de la que no siempre hacían uso, en función de distintos factores. En este caso, Santonja y su cohorte de abogados eran muy conscientes de que su persona no despertaba especial simpatía y que más le valía mantenerse en un discreto segundo término. Ya se habían encargado ellos de hablar en su nombre.

—Otra cosa importante —continuó Barrios sin dejar de mirar al jurado— a la hora de examinar pruebas y testimonios durante la deliberación: no se fíen de su memoria. Repásenlos. Tienen a su disposición todas las pruebas y todas las declaraciones. Hagan uso de ellas, por favor.

Algunos, como la jurado número cuatro, asintieron, convencida de que eso es justo lo que tenía pensado hacer.

—Les recuerdo, asimismo, que no disponen de tiempo limitado para su deliberación, les pido que sean pacientes y minuciosos —instó el magistrado—. Tal y como admite la ley, si pasadas cuarenta y ocho horas no han alcanzado un veredicto, les convocaré en esta sala para consultarles sobre los motivos que les impiden llegar a un acuerdo. Eso no significa que deban correr, aplíquense en la tarea que se les ha encomendado y háganlo sin prisa. Sean prudentes, pero tomen una decisión, no se instalen en la duda permanente, tienen una responsabilidad y sé que la van a cumplir. Por experiencia, sé que muchas veces puede surgir la incertidumbre a la hora de tomar una decisión. Que eso no les paralice. Si consideran que hay una duda razonable, deben decidir siempre a favor del acusado. Pero la clave para poder avanzar es la siguiente: el principio que debe regir sus resoluciones debe ser exactamente el mismo que usan en sus vidas cotidianas para tomar decisiones importantes. ¿Cómo sé que estoy seguro ante tal o cuál pregunta? Muy sencillo, respondan con criterios de razonamiento personal, no intenten apoyarse en un argumento jurídico, no son ustedes profesionales del derecho y esa es precisamente la causa por la que han sido elegidos para formar parte del jurado. En este sentido, también les ruego que tengan presente que la gravedad del hecho no tiene nada que ver con la culpabilidad o no del acusado, una cosa es independiente de la otra.

Me dio envidia escuchar aquello de tomarse tiempo, ser pacientes, no apoyarse en argumentos jurídicos. Me recordó a una época muy lejana, antes de empezar los estudios en la facultad, cuando soñaba con formar parte de un jurado, no para juzgar a un semejante, al contrario, yo quería emular a Henry Fonda (el inefable jurado número ocho) en Doce hombres sin piedad, lograr cambiar la opinión del resto, haciéndoles ver la luz de la inocencia. Cambiar el mundo, salvar la humanidad, ayudar a que este planeta fuera un lugar un poco mejor. Ni más ni menos. Habría dado cualquier cosa por recuperar apenas un uno por ciento de la ilusión y el empuje y, por qué no, de la ambición de entonces. No pude evitar, al ponerme en su lugar, sentir cierta nostalgia, y al mismo tiempo, empatía por esos hombres y mujeres que tenía delante.

—Por último, dos cuestiones procedimentales —dijo el juez, que estaba a punto de concluir—. Lo primero que deben hacer en cuanto se reúnan es elegir un portavoz del jurado, que dará el turno de palabra y dirigirá las deliberaciones, procurará que intervengan todos y leerá el veredicto, entre otras cosas. Ya saben que para esto, o para cualquier otro asunto, cuentan con la asistencia permanente de una letrada de la Administración de Justicia que les prestará su ayuda y resolverá cualquier duda que pueda aparecer. Y lo segundo, y más importante, lo último que deben hacer, una vez cumplimentadas y argumentadas todas las preguntas, es votar de forma conjunta sobre la culpabilidad o no del acusado con relación a los delitos imputados. Para lo cual se rige el mismo precepto que en los casos anteriores, y para lo cual les recuerdo el juramento que hicieron el primer día con respecto a su imparcialidad, a no mostrar odio ni afecto en ninguna decisión, atender a las pruebas y testimonios, y también a guardar secreto con posterioridad sobre cualquier aspecto de la deliberación. Ya saben que, una vez que acaben, no podrán llevarse ningún documento consigo, tendrán que devolver todo y mantener la más absoluta reserva.

El juez se reclinó en el asiento dejando que terminaran de asimilar su responsabilidad, la cual se había hecho más patente si cabe después de sus palabras.

—Los dos suplentes ya pueden regresar a su casa, sus servicios no son necesarios —indicó Barrios—. Los nueve titulares serán acompañados a un hotel, donde se les ha habilitado una sala especial para su cometido y donde también pernoctarán hasta que alcancen un veredicto. Les serán retirados sus teléfonos móviles hasta ese momento. El familiar o la persona que ustedes indicaron como persona de contacto cuenta con un teléfono abierto las veinticuatro horas en caso de emergencia. Estarán ustedes permanentemente atendidos en todos los aspectos. Por mi parte, nada más. Únicamente agradecerles su compromiso y su comportamiento exquisito durante todo el juicio. Se les ha requerido para un deber nada agradable, y ustedes lo han asumido a la perfección. Quiero felicitarles por ello y desearles lucidez y prudencia en esta parte del proceso que ahora afrontan. Muchas gracias. El jurado puede retirarse.

Los nueve se pusieron en pie y atravesaron la sala acompañados de la auxiliar judicial. Busqué en vano contacto visual con alguno de ellos mientras cruzaban entre las sillas, ni siquiera la señora mayor se volvió hacia nosotros. Daba la impresión de que preferían evitar la mirada directa con los abogados, ya habían tenido suficiente dosis. Ahora eran ellos quienes tenían la sartén por el mango. A pesar de ser nueve seres humanos tan diferentes, era obvio que habían creado un vínculo personal, se notaba en su manera de mirarse, en los comentarios cercanos que hacían durante los recesos, se habían convertido en un solo ente de varias cabezas, como si estuvieran unidos por un hilo invisible. Ese lazo se afianzaría aún más en los dos próximos días, la deliberación solía ser una experiencia única que posiblemente no olvidarían el resto de sus vidas.

Cuando la jurado que cerraba el grupo, la joven estudiante de Ingeniería, salió por la puerta, saqué el teléfono móvil con discreción y puse en marcha el cronómetro. Era un antiguo ritual heredado de mis tiempos de batalla en los juzgados, casi una superstición. Medir el tiempo que el jurado pasaba deliberando. En muchas ocasiones, cuando representaba a la defensa, daba por hecho que, a más tiempo reunido el jurado, mejores perspectivas. Solía ser un buen síntoma, equivalía a más dificultades para ponerse de acuerdo, y por lo tanto, más posibilidades de absolución. Aunque, por supuesto, era una teoría reduccionista que no siempre se cumplía. En esta oportunidad, yo estaba en el otro lado de la barrera, en la acusación, y según esa misma hipótesis, cuanto menos tardaran, mejor para nuestros intereses. Miré el cronómetro, con los segundos pasando delante de mis ojos, y por alguna razón aquel mecanismo simple me reconfortó. El juez nos advirtió que estuviésemos localizables y disponibles a cualquier hora; en cuanto el jurado tuviera un veredicto, nos avisarían y tendríamos que presentarnos en el juzgado de inmediato. Nada más. También nosotros podíamos marcharnos.

Fui la última en abandonar el tribunal. No tenía ánimo para intercambiar saludos y palabras de compromiso con algunos de los presentes, sentía una especie de carga sobre los hombros más intolerable que de costumbre, un peso que no estaba motivado (no solamente) por la presión del collarín y el dolor de los golpes recibidos. Había tomado la decisión, puede que equivocada y algo drástica, de no consumir ni un solo tranquilizante, aunque esta vez estuvieran justificados, sabía que si empezaba sería muy difícil detenerlo más adelante. Cerré los ojos unos instantes, podía notar las marcas alrededor del cuello, los puntos de sutura en la cabeza, los huesos fracturados del tobillo. Podía ver a Moncada abalanzarse sobre mí, hundirme en el agua, estrangularme, apretar con todas sus fuerzas. Podía sentir el olor y el sabor de la sangre sobre mi cuerpo desnudo. El segundo incidente estaba tan reciente que todavía no había podido digerirlo, estaba atravesado en algún lugar entre mi garganta y mi vientre, y ahí seguiría durante algún tiempo.

Cuando el domingo temprano, apenas tres o cuatro horas después de lo sucedido, Helena entró en la casa y me encontró en el cuarto de baño, aún permanecía agarrada al cuerpo del teniente. Alarmada, llamó con urgencia a la Policía y a una ambulancia. El agua había desaparecido, durante el forcejeo habíamos empujado el tapón. Solo estábamos los dos en la bañera, empapados en sangre y fluidos diversos. La primera reacción de Helena al vernos fue pensar que yo también estaba muerta. Increíblemente, o no, me había quedado dormida, no sé si había perdido el sentido, solo recordaba una interminable noche de espasmos y pesadillas en la que no era capaz de moverme, hasta que me dejé llevar sin más y apagué la luz dentro de mi cabeza.

Volví a abrir los ojos y retorné a la realidad. Seguía en el tribunal. Completamente sola. El último funcionario había abandonado la sala. Tuve el impulso de recostarme ahí mismo, sobre la larga mesa que tenía delante, desconectada del resto del mundo, y quedarme muy quieta, sin mover ni un músculo hasta que regresara el jurado un par de días después. Tal vez no habría sido una mala decisión después de todo. Pero no me di permiso, aún tenía varias cuestiones importantes que resolver ese mismo día en relación con el caso, algunas decisivas. Y no es que me considere imprescindible, pero eran ese tipo de cosas que tenía que hacer por mí misma.

Salí cojeando ligeramente, sujeta a una muleta normal y corriente que tenía detrás de mí. Una muleta cualquiera, igual a las que se pueden ver en cualquier ambulatorio, sin duda mucho menos excitante que aquel bastón con el pomo de marfil sobre el que me había apoyado meses atrás, pero más práctica, y sin connotaciones emocionales de ningún tipo. Cargada con varias carpetas y un sinfín de documentos de toda clase, crucé muy despacio el pasillo. Cuando llegué a la sala de togas, tal y como preveía, los demás ya se habían desprovisto de las suyas y habían salido. Solo quedaba allí el viejo Jordi Barver, diría que me estaba esperando. Nada más verme, extendió su mano, ofreciéndomela con elegancia.

—Quería felicitarla —me dijo—, buen trabajo.

—Igualmente —respondí con frialdad, haciendo un gesto expresivo. No podía estrecharle la mano; entre la muleta y los papeles que portaba me resultaba imposible. Él comprendió y bajó la suya con cierta decepción.

—Espero que cambie de opinión acerca de eso que ha mencionado de abandonar los tribunales —inquirió en un tono falsamente amigable—, sería una gran pérdida.

—No le voy a negar que, en líneas generales, soy mucho de cambiar de opinión —aseguré sin rubor—. Sin embargo, algo me dice que en este punto no lo voy a hacer.

—Siento muchísimo lo que sucedió en su casa el sábado —dijo—, aunque le escribí una nota, no había tenido oportunidad de mencionárselo personalmente.

—Gracias.

Quizá era verdad que no quería nada concreto, solo intercambiar unas palabras antes de darme la puñalada por la espalda que estaba pergeñando y que él ignoraba que yo conocía. Tuve la impresión de que se estaba regodeando en la victoria que ya podía acariciar con la punta de los dedos.

—Sea cual sea el resultado —dijo—, ha sido un honor enfrentarme con usted. Se lo digo completamente en serio. Ha sido uno de los rivales más duros que he conocido.

Entendí que en el fondo, de alguna forma, también se estaba compadeciendo de mí. Utilizaba ese tono paternalista, condescendiente, por una sola razón, porque estaba muy tranquilo.

—Está convencido de que va a ganar —murmuré—, ¿verdad?

—Verá —me explicó—, no es algo personal. He ganado todos los casos que he llevado a lo largo de mi vida. Sin excepción. Durante más de treinta años, nunca he perdido un juicio. Quizá se lo debería haber dicho antes de empezar.

—Si le digo la verdad, yo sí he perdido —contesté—, más de una vez, de hecho. Soy de la opinión de que para llegar a ser un buen abogado, y una buena persona si vamos a ello, hay que conocer el sabor de la derrota. Si no, te puedes volver un engreído que solo se mira al espejo cegado por el orgullo. Hasta que un día te das cuenta de golpe de que vives en una burbuja totalmente alejado de la realidad y ya es demasiado tarde. Sin embargo, el fracaso te ancla en la realidad. Pero, como digo, es solo una humilde opinión.

—Lo de humilde, y los dos lo sabemos, no va con usted, señora Tramel.

No pensaba continuar ese juego dialéctico absurdo que no llevaba a ninguna parte con un tipo al que despreciaba y que lo único que despertaba en mí eran ganas de mandarle al infierno. Aproveché para dejar las carpetas sobre un banco y acercarme a un perchero en la esquina del fondo. Apoyé la muleta y comencé a quitarme la toga, no era una labor sencilla con aquel aparatoso collarín.

—Será mejor que le deje cambiarse tranquila —dijo Barver antes de salir—. Buena suerte, letrada.

Lo observé de reojo cruzar la puerta con parsimonia, quizá esperando una última palabra por mi parte. Por lo que a mí respecta, no volví a abrir la boca, podía irse dónde y cuándo le diera la gana.

Mientras escuché sus pasos alejarse, me desabroché el corchete muy despacio, tratando de no realizar ningún movimiento brusco. De manera inusual, aquel día me había tocado una toga relativamente nueva, puede que la Audiencia Provincial hubiera adquirido una remesa completa para el curso que estaba arrancando y alguien se había encargado de adjudicarme una de ellas para esta jornada final. O quizá no era más que una casualidad y me había correspondido al azar una de las últimas en llegar. Sea como fuera, me alegré de que el tacto e incluso el olor de la prenda resultasen especialmente agradables. Pasé los dedos por el forro delantero, tenía un pequeño bordado, me entretuve unos segundos en las pequeñas hebras sobre el tejido, supongo que solo estaba demorando enfrentarme con la tarea que me aguardaba una vez saliera del edificio. Me quedé ensimismada, de espaldas a la puerta, hasta que una voz grave, cavernosa, me sacó de mis pensamientos.

—Dicen que el jurado comía de tu mano.

Me volví despacio. Allí estaba una de las últimas personas que, por diversas razones, esperaba encontrarme dentro del juzgado. Estaba serio, con un cigarro sin encender entre los labios, respiraba fatigosamente. Tal vez Alfredo Friman, el Argentino, había subido por las escaleras, una actividad que para alguien con su sobrepeso podía equivaler a un maratón. Parecía que el corazón estaba a punto de salirle por la boca.

—Durante el discurso final, o como se llame —insistió boqueando—, me han dicho que has estado sembrada, que el jurado estaba entregado. Eso significa que vamos a ganar, ¿verdad?

Por lo que se ve, aquella tarde en la sala de togas se daba cita lo mejor de cada casa.

—Te prometo que no tengo ni la más remota idea de lo que va a decidir el jurado —respondí francamente, y miré hacia el pasillo, por si alguien nos estaba observando—. Te han informado mal, me temo. Todo ha estado muy equilibrado hasta el final, como casi siempre suele ocurrir. Ahora el caso depende de lo que resuelvan nueve personas con sus prejuicios, sus contradicciones y sus dudas, igual que todo hijo de vecino. Y creo que ahora mismo nadie, ni siquiera ellos mismos, sabe cuál va a ser el veredicto final.

El Argentino cerró la puerta detrás de él y entró en la sala curioseando como un niño grande.

—Nunca había estado en un sitio como este —murmuró—. Lo de ir todos vestidos de negro, ¿por qué es?, ¿para acojonar a la gente?

—A pesar de que algunos te tachan de mafioso sin escrúpulos, por alguna extraña razón me caes bien —señalé—. Aun así, no puedes estar aquí, no es bueno que nos vean juntos en el juzgado; y por otro lado, aunque te sorprenda, tienes que estudiar varios años y sacarte una carrera para que te dejen entrar en esta sala.

—Es solo un momentito —respondió ignorando mi observación.

Terminé de quitarme la toga y la dejé en el perchero. Él parecía genuinamente preocupado. Me miró y me preguntó abiertamente:

—¿Sabes quién ha sido?

Volví la cabeza, a pesar de la dificultad que eso entrañaba para mí, y traté de entenderle.

—No sé a qué te refieres.

—Esta tarde ha estado la Brigada en el chalé —dijo—. Han desmantelado la partida. Se lo han llevado todo. El dinero, las fichas, los tapetes, las barajas. No ha sido como otras veces. Venían muy bien informados. Me han citado para declarar y han precintado la casa. Han puesto en la puerta un aviso del juzgado. En todos estos años nunca había ocurrido algo así.

Parece que también Friman iba a pagar un precio por haberme ayudado.

—Supongo que los tentáculos de Gran Castilla son muy largos —respondí.

—Los Tramel tenéis la virtud de complicar todo lo que tocáis —suspiró—, tenía que haberlo pensado antes. Aunque ninguno de los dos hayamos contado nada sobre nuestro acuerdo, al final la gente se entera. Ya te lo dije una vez: de un modo u otro, todo el mundo termina por abrir la boca.

Daba la impresión de estar verdaderamente apesadumbrado, como un animal herido. Soltó el aire por la nariz y se contuvo.

—No puedo hacer nada por ayudarte —dije—. Pero, para que quede claro, tampoco voy a derramar lágrimas por el hecho de que hayan cerrado un garito de juego. Tal vez es una señal del destino para que cambies de oficio.

—No sé hacer ninguna otra cosa —rebatió—. Y sí que puedes hacer algo por ayudarme. Necesito que lleves el caso para que no me embarguen.

—¿Quieres que sea tu abogada? —pregunté para asegurarme de que le había entendido bien.

—En realidad —contestó—, es la segunda vez que te lo pido. Y no soy una de esas personas que van por ahí suplicando. Piénsalo: somos socios, tenemos que ayudarnos el uno al otro.

—Con todos mis respetos, Alfredo, tú y yo estamos muy lejos de ser socios.

La situación no era muy cómoda para ninguno de los dos. Friman estaba desesperado por lo que acababa de ocurrirle, y yo no pensaba mover un dedo para solucionar sus dificultades.

—Hay algo de lo que no te das cuenta —insistió—. Desde el momento en que cogiste esa bolsa llena de billetes, estamos unidos. Te he dado información valiosa. Te he prestado dinero. Quieras o no, si yo tengo problemas, tú también los tienes.

—Hablando de problemas, no sé si te has enterado de que este fin de semana han intentado matarme —solté—. Ya que estamos tan unidos, según dices, me sorprende que no aparecieras por allí para ayudarme cuando tu amigo el teniente me estaba estrangulando.

—Ese Moncada era un desgraciado, te lo advertí.

—Hay una pregunta que me ronda la cabeza —dije—. ¿Conocías las intenciones del teniente? ¿Sabías que tenía pensado acabar conmigo?

—No lo sabía —respondió de inmediato.

—Creía que la información era tu fuerte —repliqué.

—Se ve que últimamente estoy fallando —aseguró—. No sabía que el cabrón de Santiago iba a por ti. Como tampoco sabía que la Brigada se iba a presentar esta tarde en el chalé. No puedo demostrarlo, pero me gustaría que me creyeras.

Supongo que era un hombre tan acostumbrado a moverse entre las mentiras que resultaba difícil creerle, aun suponiendo que estuviera diciendo la verdad. En cualquier caso, prefería tenerle de mi lado.

—¿Me vas a ayudar con el juzgado? —volvió a preguntar—. Por favor.

—Me han contado que ayudaste a mi hermano cuando peor lo pasó —dije—. Incluso dicen, y no deja de sorprenderme, que le intentaste persuadir en más de una ocasión para que dejara de jugar. Tienes todo mi respeto. Pero no puedo ser tu abogada. Por varias razones. Cualquiera sabe que habría muy serias dudas sobre la incompatibilidad ética de llevar tu caso antes de que concluya todo el proceso de apelaciones en la querella contra Gran Castilla, en la cual eres testigo, y que puede alargarse aún bastante. Además, y por mucho que cuentes con mi empatía personal, no voy a contribuir a que un local de póquer clandestino siga funcionando, ni lo sueñes. Y por último, y no menos importante, porque lo he dejado. Se acabó para mí.

—Lamento oírlo.

—Seguro que encuentras alguien que te ayude —zanjé—. Ahora tengo que irme, me están esperando.

Me agaché para recoger las carpetas.

—Una última cosa —continuó, sin darse por vencido—. Me incomoda hablar de dinero. Pero, después de lo que me ha ocurrido esta tarde, estoy en una posición delicada. Ahora soy yo el que necesita efectivo. He pensado que tal vez podrías adelantarme algo de lo que te presté.

Eso sí que no me lo esperaba.

—Lo siento, pero estoy a cero —dije—. Nuestro acuerdo sigue en pie, no tengas ninguna duda de que, pase lo que pase, después de un año te devolveré los cuarenta mil. En el caso de que el juez fije una indemnización económica, además te llevarás un bonus, por así decirlo, un diez por ciento de lo que marque la sentencia una vez cobrada, lo cual por desgracia para todos puede tardar bastante. Por ahora, no te puedo decir otra cosa.

Hizo un sonido gutural que pareció generarse en algún lugar de su ansiedad, recorrió su laringe y salió por la boca entrecerrada.

No me arrepentía en absoluto de haber acudido a él, de haber hecho negocios con un tipo aparentemente sin escrúpulos como el Argentino; al contrario, tuve la sensación de que Friman y yo volveríamos a cruzarnos y que no tendría que ser para algo necesariamente malo. Estaba segura de que, a pesar de que yo no pudiera ayudarle, encontraría la manera de salir adelante.

—Creo que me voy a quedar un rato en esta sala de togas —dijo—. Si nadie me echa, me parece un sitio lo suficientemente raro como para pensar en mi situación sin que me molesten.

Se sentó en el banco apoyando su espalda contra la pared, abatido, pensativo.

—Tal vez tenga que abrir la libreta de los antiguos deudores —murmuró—, hay un montón de gente en esta ciudad que me debe dinero, no sé si recuerdas el caso del tal Perelló, por ejemplo. Hay unos cuantos como él que simplemente se han ido esfumando sin pagar. Puede que haya llegado el momento de cobrar viejas deudas.

—Si me permites que diga algo, ten cuidado con remover el pasado, suele traer complicaciones innecesarias —tercié—. Te mantendré informado sobre la querella.

Apoyada en la muleta, pasé a su lado, muy cerca, y como era mi costumbre, empujé la puerta con fuerza y salí de allí sin despedirme.

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