Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 11

Página 15 de 101

11

El chorro de agua fría impactó en mi cuerpo con brusquedad.

—¡Está helada! —protesté.

—Es la idea —contestó Concha, y volvió a enchufarme directamente con la ducha.

Desnuda en aquella bañera, mientras mi amiga iba pasando el agua congelada por distintas partes de mi cuerpo, sentí que había tocado fondo. No era la primera, ni seguramente la última vez que tenía esa sensación. Aunque pueda resultar contradictorio, tocar fondo es otra de mis especialidades.

—¿Qué coño has tomado? —preguntó Concha.

—¿Cuándo? —balbuceé entre el agua.

—¡Cuando sea, joder! —respondió ella—, ayer, hoy, la semana pasada, ¿qué has estado haciendo y tomando aquí encerrada?

Puse las manos delante, tratando de evitar que el chorro me impactara directamente en el rostro, pero solo lo evité en parte.

—Tranxilium, Lexatin, Orfidal, Loramet, diazepam, propanolol, doxepina —musité—, ginebra, whisky, bourbon, barritas de cereales…, uh…, sopa también, creo…

—Madre mía, Ana, te superas a ti misma —exclamó mi querida amiga—. Esto de salvarte la vida se está convirtiendo en una costumbre muy aburrida.

—Ah, y fluoxetina, pero se acabó los primeros días —añadí.

Ella movió la cabeza, una mezcla de desesperación y resignación, algo así.

—¿Tú crees que la depresión es hereditaria, Concha? —pregunté sin mucha convicción—. Mi madre siempre estaba triste, todos los días de su vida. A veces creo que me lo pegó.

—Échate para allá —ordenó con tanta seguridad que no tuve más remedio que obedecerla de inmediato—. ¿No tienes gel o champú?

Señalé hacia el armarito blanco, como si allí estuviera mi salvación. Concha lo abrió y agarró una pastilla de jabón sin ningún ceremonial, lo cual me produjo cierta ansiedad. No leyó la inscripción, no abrió el papel doblando las esquinas, no lo estrujó lentamente en su puño.

—Hacía tiempo que no veía uno de estos —dijo, y empezó a frotarme la espalda con el jabón de brea.

—¿Puedes darle al agua caliente, por favor? —pregunté tímidamente.

—Mejor fría —respondió, y continuó frotando por todas partes.

Aproximadamente una hora después estábamos en la cocina. Olía a café recién hecho, un olor demasiado intenso para mi gusto.

—Lleva más de un mes cuidando de ti —dijo Concha sacando unas gruesas tazas de la estantería—. Esa chica no te conoce de nada, y sin embargo después del funeral se vino a vivir aquí contigo. Cuando todos nos largamos, ella se quedó. Si no hubiera sido por ella, seguramente estarías muerta.

—Se vino a mi casa con el crío porque no tenían donde quedarse —dije con sequedad. De nuevo algunos recuerdos empezaron a formarse en mi cabeza, creo que yo misma los había invitado a quedarse, era posible que incluso hubiera insistido, aunque no podía estar segura—. Son muy guapos los dos, y muy rubios.

—El niño se parece a Alejandro —dijo Concha poniendo una taza de café humeante en la mesita delante de mí—. Después del funeral, y viendo tu lamentable estado, les ofrecí algo de dinero para volver a Polonia. Pensé que ya te lo cobraría después a ti. Sin embargo, ella dijo que no tenía a nadie en su país de origen y que aquí estaba su familia. Se refería a ti. Cuando dijo eso de la familia estaba hablando de ti. Por lo visto, también tiene un hermano con el que no se habla, así que no cuenta. Bebe.

—No conozco de nada a esa chica, y no tengo el menor interés en conocerla.

Tras una pausa en la que ambas medimos nuestras fuerzas, di mi brazo a torcer y acerqué el café a mi boca, dando un pequeño sorbo.

—Se llama Helena, es la madre del hijo de Alejandro, la invitaste a vivir en tu casa —dijo Concha—. Como bien dice ella, sois algo parecido a una familia.

Noté un ligero ardor en el estómago.

—¿Quieres leche? —me preguntó.

Me encogí de hombros. Con o sin leche, supe que aquella taza de café me iba a revolver el aparato digestivo.

—Bebe —volvió a ordenar.

—¿Por qué has venido, Concha? —pregunté yo.

—Porque soy tu amiga —contestó—. Porque estabas tirada en mitad del pasillo inconsciente. Y porque el mío era el único teléfono que tenía la dulce viuda. Si ella no hubiera estado, seguramente habrías muerto.

—Eso ya lo has dicho —murmuré, y di otro pequeño trago adelantándome a sus palabras.

Reparé entonces en que no entraba luz por la ventana. Debía ser de noche, o tal vez de madrugada. No tenía ni la más remota idea de la hora. Y la verdad, tampoco del día. Ni del mes, si vamos a eso.

—¿Estamos en noviembre, Concha? —pregunté.

Ella emitió un sonido similar a una risa.

—Es 26 de noviembre, son las doce de la noche, y llevas encerrada en tu casa treinta y cuatro días sin salir, a base de tranquilizantes, calmantes, antidepresivos, alcohol y barritas de cereales.

—Y sopa.

—Y sopa —continuó sin detenerse, parecía haber cogido carrerilla—. La otra vez, cuando sucedió aquello, te saqué del duelo a la fuerza, porque eso es lo que hacen las amigas. Esta vez no sabía si acudir, sospechaba que no estarías receptiva, y que desde luego no estarías en buenas condiciones, es posible que, si esa chica no me hubiera llamado, hubiera tardado aún varias semanas en aparecer. Ana, te quiero, lo sabes perfectamente. Pero yo también estoy destrozada por la muerte de Ale. Me duele en el corazón que haya terminado de esta forma, te lo aseguro. No estoy diciendo que no tengas derecho a estar así, o que no puedas autodestruirte si es lo que quieres. Comprendo que en tu caso llueve sobre mojado, puede llegar a ser hasta comprensible que no tengas fuerzas para seguir adelante. Sin embargo, y esto no es una amenaza ni una advertencia, es únicamente un hecho, si decides continuar así, no volveré. No quiero verte en este estado, no me da la gana. Tengo muchos problemas que no vienen ahora al caso, y tengo derecho a retirarme, al igual que tú tienes derecho a hacer lo que quieras con tu vida. He tirado de ti durante más de cinco años. Se acabó. Hoy, en este preciso instante, se acabó. Lo siento muchísimo, pero no puedo más. Si quieres luchar, te ayudaré. Si quieres hundirte y desaparecer, hazlo sin mí.

No moví ni un solo músculo, no pestañeé. No quería que ella viera en mí ningún síntoma de debilidad. Intenté mantenerme inexpresiva.

Di otro sorbo al café.

Ese tercer trago desató todo.

De un brinco me acerqué a la pila y vomité con ganas.

Eché un líquido amarillento, supongo que una mezcla de bilis y productos químicos variados. Si alguien hubiera analizado aquel fluido que salía de mi cuerpo y se deslizaba por el desagüe, puede que encontrara una nueva fórmula desconocida. El malestar fue cesando a medida que vomitaba más y más. Tras cinco oleadas, me calmé un poco. Sin incorporarme, cogí un trapo de cocina y me lo pasé por la cara, limpiando los restos que se habían quedado impregnados en mi piel.

—Otra cosa —dijo Concha, que continuó hablando sin aguardar ninguna respuesta por mi parte, y dando por hecho que aquellos vómitos no solo eran normales, sino incluso saludables—. Helena me ha dado un sobre del juzgado que ha llegado esta mañana, un poco antes de que te desmayaras, por lo visto. Es una citación para presentarse en el servicio de notificaciones de Capitán Haya. Una demanda civil.

—¿Me han demandado? —pregunté mecánicamente al tiempo que pasaba el trapo sobre la vitrocerámica, adonde había ido a parar una pequeña parte de mis fluidos.

—A ti no —respondió mi vieja amiga—. A ella.

—¿Ella?

—Helena, joder, a tu cuñada, la rubia que te ha salvado la vida hace unas horas, la dulce viuda, la han citado el lunes en el servicio de notificaciones, acabo de decírtelo.

—Ah —dije sin mayor interés.

Desde luego, si Concha esperaba que me sorprendiera o que me interesara por aquello, se llevó un pequeño chasco.

Di dos pasos y me dejé caer de nuevo sobre la silla, apoyando mi hombro derecho en los azulejos impolutos. La cocina estaba reluciente, salvo la pila que yo misma acababa de dejar hecha un asco. Alguien la había estado limpiando últimamente, estaba incluso más lustrosa que unos meses atrás, cuando se suponía que una chica venía semanalmente a encargarse de la limpieza de la casa, y cuando se suponía también que yo era una abogada más o menos normal, más o menos sociable y más o menos higiénica.

Concha volvió a mirarme con aquellos ojos, mostrando más impaciencia que comprensión.

Negó con la cabeza, supongo que mi actitud la irritaba.

—El casino de Robredo ha demandado a Helena Kowalczyk —dijo.

Me incorporé muy ligeramente. Apenas unos centímetros. Ahora sí que tenía toda mi atención. Concha debió notarlo, las facciones de su rostro cambiaron.

—¿Por qué la han demandado?

—Le reclaman la deuda de Alejandro, más de ochocientos mil euros —explicó.

—Hijos de puta —musité.

Intenté atar cabos: mi hermano debía mucho dinero al casino. El casino le había presionado. Mi hermano había asesinado al director del casino. Después mi hermano se había suicidado. Y ahora el casino reclamaba la deuda a la viuda.

Me entró curiosidad por saber cuál sería el siguiente paso en esa rueda que acababa de describir.

Tal vez más asesinatos.

O más suicidios.

Empecé a verlo todo oscuro.

Alejé esos pensamientos y volví a concentrarme en lo que acababa de decirme mi amiga. Recobré milagrosamente algo de lucidez.

—Ella no es la heredera legal —argumenté—, en todo caso es la representante de Martín, el único heredero a todos los efectos. Además, no ha firmado ningún papel, sería estúpido aceptar una herencia que básicamente consiste en una deuda.

Concha pareció a punto de decir algo, pero no pudo, una voz la interrumpió desde la puerta de la cocina:

—Yo sí firmar.

Las dos nos giramos hacia ella.

Allí estaba. La rubia en cuestión. La viuda polaca. Me gustó cómo sonaban esas tres palabras, las repetí mentalmente: la viuda polaca.

—Yo firmar papel —repitió—. Alejandro dejar todo a mí. Tener furgoneta, y también dos reloj muy buenos. Si no firmar, esas cosas queda Estado español.

Helena sacó un estuche y lo colocó sobre la mesa. En su interior había dos relojes. Uno de ellos lo reconocí de inmediato. Era el viejo Casio con correa de plástico negra que Ale llevaba en la facultad. A su lado había un Omega plateado de serie algo más nuevo que el otro. Aquellos relojes no tenían ningún valor material; si lo hubieran tenido, mi hermano no los habría conservado. Otro tanto pasaría con la mencionada furgoneta, que a buen seguro era un trasto inservible. En resumen, la viuda polaca había aceptado la herencia de un hombre arruinado, que básicamente consistía en una deuda descomunal que nunca podría pagar. Era cierto que aunque no hubiera firmado nada, si se demostraba la legalidad de aquella deuda, ella tendría que responder de todas formas. Pero esa firma complicaba aún más las cosas.

—Pero ¿cómo se te ocurre firmar esos papeles sin consultar? —preguntó Concha.

—Ya dicho: dos relojes y furgonetas de Alejandro —explicó ella como si fuera evidente—. No haber nadie para consultar. Ana dormir. Yo no conocer nadie. ¿Yo ahora tener problema?

—Sí, tú ahora tienes un gran problema —dijo Concha poniéndose nerviosa—. Según el casino, les debes ochocientos mil euros.

—Yo nunca jugar casino —se defendió—. Yo odiar casino.

—Eso da igual —volvió a decir Concha, que cada vez parecía más enfadada con la chica—. ¿Es que no piensas un poco antes de firmar un documento? ¿No te das cuenta de que tienes un niño pequeño, que tienes una responsabilidad, que no todo es bailar en un club y ponerse a parir? ¿No te das cuenta de que las cosas no son tan sencillas, que puedes tener un problema muy serio por una cosa así? Quién va a cuidar a ese crío si tú no estás ahí para hacerlo, ¿eh? ¿Me lo puedes explicar?

—Yo cuidar Martín —se defendió ella asustada.

—¡No es tan fácil!, tú cuidas a tu hijo hasta que un día no puedas, porque las deudas te asfixien, porque no te dejen ni respirar, porque te embarguen lo poco que ganes… Esto es muy grave, esa gente no se anda con tonterías, ¡solo les importa el dinero! —gritó Concha enfurecida—. ¡Hay que usar la cabeza! ¡Ochocientos dieciséis mil euros, por el amor de Dios! ¿Qué sucede en esta casa, es que no hay nadie con dos dedos de frente por aquí? ¿Pensáis que va a llegar Concha la solucionadora a arreglar siempre todo? Pues ¿sabéis lo que os digo?, que ahí os quedáis.

Concha agarró con violencia su bolso y su chaqueta de un taburete y se dispuso a salir. Respiró hondo.

—Y tú —dijo señalándome—, piensa detenidamente en lo que te he dicho, no voy a estar ahí siempre.

Mi amiga dio tres grandes zancadas y salió de la cocina. Sus tacones retumbaron en el pasillo. Unos segundos después oímos el portazo.

La viuda polaca se quedó desconsolada en mitad de la cocina.

—¿Yo ir a cárcel? —me preguntó.

—Pues claro que no, en este país no encierran a nadie por una deuda —dije zanjando el asunto. La verdad es que no tenía ganas ni cuerpo para más melodramas por esa noche—. Como ya te ha explicado Concha, pueden hacerte la vida muy complicada, pueden embargarte todo lo que ganes en los próximos años e incluso pueden llegar a reclamar la deuda a Martín cuando sea mayor de edad. Pero nadie te va a meter entre rejas, las cosas no funcionan así.

—¿Por qué enfada Concha conmigo? —inquirió sin darse por satisfecha.

De repente me pareció una pregunta interesante.

¿Por qué se enfadaba de esa manera mi vieja y querida amiga, y jefa y salvadora oficial, con esa inconsciente rubia? ¿Qué le había hecho?

Exacto. Ahora lo entendía. Saltaba a la vista.

Helena era guapísima, era joven y, sobre todo…, era la mujer que había elegido Alejandro para casarse. Entré en la cabeza de Concha por un instante, lo cual tampoco era muy complicado, y me hice la pregunta que ella debía estar haciéndose: ¿cómo era posible que Alejandro se hubiera casado con esa niñata? ¿Cómo era posible que hubiera elegido a esa cría para compartir su vida en lugar de a ella?

—No te preocupes —dije—, está celosa.

—¿Celosa Concha? No comprendo.

—Ni falta que hace —añadí, y la miré con curiosidad.

Si era verdad lo que decía Concha, aquella rubia había estado cuidándome durante las últimas semanas. Sé que no es agradable estar a mi lado cuando entro en una fase como la que acababa de atravesar. Por otra parte, ella era la viuda, si había alguien que tenía todo el derecho a estar viviendo un duelo era Helena. Sin embargo, no mostraba ningún signo externo de la pérdida que acababa de sufrir: su marido, el padre de su hijo, se había ahorcado en una celda. Ninguna fisura, ninguna aparente fragilidad, y a pesar de ello una especie de halo de sinceridad la envolvía. Estaba claro que todo aquello le afectaba, aunque no dejara que los demás lo viéramos. No había conocido a nadie como ella, por un lado parecía de una pieza y no mostraba su dolor, pero por otro lado (tal vez debido a que tenía una imagen de rotunda sinceridad), se podía adivinar que algo dentro de ella se había roto. Me dije a mí misma que como testigo en un tribunal esa chica habría sido una joya. Era fiable, era guapa y era directa en sus respuestas. La testigo casi perfecta. Lástima ese acento, los prejuicios y un fiscal avezado podían acabar convirtiéndola en una bruja.

—Dime la verdad, Helena —susurré—, ¿por qué firmaste ese papel de la herencia? ¿Por los relojes y la furgoneta?

Ella negó con la cabeza.

—Yo firmar porque Alejandro ser marido mío, es lo correcto —dijo—. Es lo que hacer la familia.

Me dio envidia la simplicidad de su razonamiento.

De forma inconsciente decidí aprovecharme de la empatía que sentíamos y la complicidad que se había creado entre nosotras. No lo tenía pensado, pero no pude evitarlo.

—Helena, ¿tú me harías un favor muy grande? —pregunté bajando aún más el tono de voz, obligándola a acercarse para escucharme.

La chica se encogió de hombros.

—¿Ves esa caja metálica que hay sobre la nevera? —pregunté.

—Yo ver.

—Me gustaría mucho que cogieras todas las recetas que hay dentro y que bajaras a la farmacia a comprármelas —solté sin darle mayor importancia—. Ahora mismo.

Helena observó la caja como si tuviera que tomar una decisión vital.

—Farmacia cerrada —respondió.

Buen intento.

—No sé cómo funcionarán las cosas en Polonia, pero aquí tenemos un maravilloso invento llamado «farmacias de guardia» —dije—. Abiertas las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año. Asombroso pero cierto.

—Medicamentos no buenos para Ana —protestó.

—Ya, bueno, agradezco el consejo —dije con suma tranquilidad—, pero ya que somos familia te voy a decir la verdad, y espero que valores este arranque de sinceridad y no te quedes solo en los detalles: me importa una mierda tu opinión. Ahora voy a mi cuarto a por dinero, esas porquerías cuestan una buena pasta.

Me puse en pie. Ya casi podía sentir por anticipado el efecto del diazepam mezclado con oxidona, en menos de una hora estaría en la gloria.

Después de todo, había servido para algo la ducha y la visita de Concha. Había recobrado la suficiente lucidez como para volver a aprovisionarme durante una buena temporada.

Había escuchado con atención las contundentes palabras de Concha, las había valorado en su justa medida, había considerado las nefastas consecuencias que podía tener la persistencia de mi actitud, y una vez procesado todo, había tomado una decisión madura, meditada y consecuente: esa noche me iba a dar un festín de tranquilizantes y alcohol.

Ir a la siguiente página

Report Page