Ana

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Segunda parte. Las manos » 12

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Tiré las cajas sobre la cama. Helena me había traído un amplio surtido. Se había echado a la calle en plena noche con un puñado de recetas falsas, sin hacer más preguntas, y me había conseguido casi todo lo que le había pedido. Ni yo misma lo habría hecho mejor.

Ahora solo tenía una duda: por dónde empezar. El lorazepam era una buena opción, un clásico. Aunque tal vez combinado con algo un poco más fuerte sería mejor, doxepina con whisky, ese podía ser un comienzo prometedor. Agarré la botella de Grant’s que guardaba bajo la ventana y me quedé unos instantes de pie, observando el festín que tenía ante mis ojos y que me disponía a disfrutar.

Las palabras de Concha resonaron en mi cabeza como si fueran una alarma de aviso. También apareció el gesto desconcertado de Helena. Por último, me vino de golpe la imagen de mi hermano mirándome con incredulidad. Mucho antes de la llamada desde el cuartelillo, Ale me había pedido ayuda en dos o tres ocasiones y yo simplemente le había ignorado. Harta de su inmadurez, agotada de solucionar sus problemas tantas veces, superada por mis propias preocupaciones, no le había prestado la más mínima atención. En los últimos cinco años, había intentado acercarse a mí y yo siempre le había rechazado, incluso le había afeado su conducta irresponsable, como si yo fuera un ejemplo de algo.

Me entró una enorme tristeza al recordarlo. No me sentía culpable de lo que le había ocurrido, o quizá en parte sí, no lo sé muy bien. Mi hermano era un enfermo y yo no había querido o no había sabido verlo. Un dolor en el pecho, fuera ansiedad o angustia, empezó a crecer en pocos segundos. Sabía muy bien cómo acabar con aquello. Me senté en el borde de la cama y saqué de la caja un par de comprimidos de doxepina. Los observé en la palma de mi mano. El dolor en el pecho era real, no producto de mi imaginación ni de mi estado de confusión mental.

Aquel era el momento de tomar una decisión.

En mi fantasía, el pequeño Martín entraba en mi cuarto y al verme con las pastillas y el whisky me acariciaba el pelo, quizá incluso me daba un beso, yo me enternecía, me ablandaba, decidía no tomar ningún tranquilizante y decidía también afrontar mi destino y mi dolor como una persona adulta.

En otra fantasía, aún más loca, era el fantasma de mi madre muerta quien entraba en mi habitación y me pedía perdón por su eterna tristeza, por su depresión constante, por haberme arruinado la infancia con un permanente chantaje emocional hasta que murió cuando yo tenía nueve años, por habernos abandonado a mi hermano y a mí, y por una vez, en lugar de llorar como la había visto hacer tantas y tantas veces, se mostraba fuerte y confiada y me transmitía esa energía.

Nada de eso ocurrió. Ninguna persona, viva o muerta, entró en mi cuarto esa noche.

Allí estaba yo sola. Con mis miedos. Con mi dolor en el pecho, y en muchos otros lugares de mi cuerpo y de mi cabeza y de mi alma, con perdón de la expresión. Y supe que debía tomar una decisión.

Me dije: No hay más atajos ni más caminos intermedios.

Me dije: Acaba con todo de una vez, coge no una ni dos ni tres, coge todas las pastillas y tómatelas de golpe. La idea del suicidio (llamemos a las cosas por su nombre) no me era desconocida. Al revés, en mi familia, era casi una costumbre macabra que parecía transmitirse entre generaciones.

Me dije: Nadie va a venir a salvarte.

Me dije: Elige, toma una decisión por ti misma, no por los demás.

No estoy segura, pero supongo que al haber cortado de forma drástica el hilo que nos unía, Concha me había removido más de lo que yo misma creí en un primer momento.

Podría haberme tomado todas esas pastillas y haber descansado de una vez. Del mismo modo que había hecho mi madre cuando nosotros éramos unos críos. Exactamente igual que había hecho Ale. Podría haberme dejado llevar por ese impulso. Estuve a punto. Pero en lugar de eso, hice todo lo contrario. No fue por ese niño y esa viuda desvalidos que ahora decían ser mi familia, ni por mi vieja amiga, ni por mi madre muerta, ni siquiera por mi hermano, lo hice única y exclusivamente por mí.

Agarré todas las cajas a la vez, torpemente, y salí de la habitación con ellas entre los brazos. Las tiré dentro de una bolsa de plástico del supermercado, la até con un nudo y arrojé esa bolsa dentro del cubo de la basura. Supe que no era suficiente. Saqué la bolsa azul de la basura y, guiada por un instinto desconocido, abrí la puerta de casa y salí con ella en la mano. Bajé las escaleras sin pensar en nada, solo en deshacerme de aquello, mandarlo lejos, a un lugar donde no pudiera recuperarlo, donde se destruyera para siempre. No tuve tiempo ni de encender la luz de las escaleras, la determinación y la urgencia se habían apoderado de mí. Atravesé el portal con paso firme, choqué con una de las columnas entre la penumbra. Cuando llegué frente a la verja principal, pulsé el botón de apertura, esperé el sonido familiar del motor, se abrió la puerta de la calle y salí en busca de un contenedor. Busqué a uno y otro lado, no recordaba que hubiera ninguno cerca, me sentí confusa, desorientada, tras unos segundos vislumbré a lo lejos uno de esos contenedores verdes de un edificio adyacente en obras. Sin dudar, crucé y tiré allí dentro la bolsa, la sepulté entre cascotes y restos de yeso, cemento y cartones rotos. Sentí que me había desprendido de ella para siempre.

Volví hacia el portal con la respiración entrecortada.

Tanto ejercicio físico, si es que podía llamarse así a bajar unas escaleras y cruzar una calle, me había dejado extenuada.

Al regresar por el medio de la calzada, tuve la impresión de que alguien me observaba desde un coche aparcado en la acera de enfrente, aunque no me detuve para comprobarlo. Llegué hasta el portal, estaba cerrado y no tenía llaves, ni un móvil, nada. Me di cuenta de que había bajado a la calle con un pantalón de chándal y una camiseta. Bajé la vista. Estaba descalza. Observé mis pies desnudos sobre el empedrado de la calle, y empecé a sentir frío. De pronto fui consciente del aire nocturno, de la baja temperatura, estábamos en el final de un otoño invernal.

Miré el telefonillo, los números parecían amontonarse. No recordaba el piso.

Era una situación ridícula.

La gran Ana Tramel, azote de tribunales, descalza en la calle en plena madrugada, delante de su casa, incapaz de recordar siquiera el piso en el que vivía.

Me abracé a mí misma. Y comencé a llorar. Primero fueron unas ligeras convulsiones que traté de reprimir, como hacía siempre. Pero después el llanto fue creciendo de manera incontrolable, y le di rienda suelta. Al fin lloré. Vaya que si lloré. Por mi hermano muerto. Por muchas otras cosas y personas que había perdido, y por las que hasta esa noche no había derramado ni una lágrima. Pero sobre todo lloré por mí misma. Me dio mucha pena verme en esa situación, en mitad de la noche, descalza, aterida de frío, mirando el listado del telefonillo como si fuera un sudoku.

¿Cómo había llegado a eso?

¿Qué se había torcido para acabar así?

Lloré durante un buen rato.

Las lágrimas caían por mi rostro sin ningún pudor, era una sensación desconocida, dolorosa y en último término reconfortante.

Cuando terminé, estaba agotada, sin energía. Pero también sentía que había soltado parte de una pesada carga. La presión en el pecho había desaparecido. Seguro que volvería, pero la estaría esperando.

Noté el viento frío en el rostro.

Quién me iba a decir que quedarme tirada en la calle en plena noche, aterida por el frío, sin poder entrar en mi casa, llorando desconsoladamente, era lo mejor que me había pasado en los últimos años.

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