Ana

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Segunda parte. Las manos » 14

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Comer a solas es una de las tareas íntimas de mayor riesgo que una persona puede realizar en su vida. Más aún si se hace en público, a la vista de ojos ajenos.

A los que les parezca exagerada esta afirmación, prueben a hacerlo. No estoy hablando de comer acompañada de un dispositivo electrónico, ni de un libro, ni de un periódico, ni tampoco de una televisión al fondo. Estoy hablando de comer completamente sola, sin realizar ninguna otra tarea al mismo tiempo. Es algo que practico de cuando en cuando desafiando mi propio sentido del equilibrio, de la intimidad y de la autoestima.

Cruzando la plaza de la Trinidad, a doscientos metros de mi casa, se encontraba el restaurante La Antorcha Roja. En sus buenos tiempos había sido un chino económico de menú del día. Con el paso de los años se había convertido en un japonés de moda, curiosamente sin cambiar el nombre ni prácticamente la decoración, únicamente la carta. Desde hacía pocos meses había vuelto a sufrir una transformación y era un asiático con fusión de sabores vietnamitas, tailandeses, coreanos y por supuesto japoneses. Al frente del restaurante, siempre la misma pareja: Haruo y Reiko, un matrimonio de japoneses que habían llegado a Madrid a finales de los ochenta y a los que siempre recordaba con una sonrisa de oreja a oreja, en especial a él. Por lo visto, cuando llegaron a nuestro país descubrieron con sorpresa que la gente aquí no quería ni oír hablar de la comida japonesa, así que a pesar de sus orígenes tuvieron que aprender a hacer rollitos de primavera, tres delicias, salsa agridulce, ese tipo de comida chino-occidental que los madrileños tolerábamos. Con el paso del tiempo, los gustos cambiaron y le hicieron un lavado de cara al negocio para convertirlo en un verdadero japonés, cosa que a los habituales del local les chocaba viniendo de dos «chinos» genuinos como ellos. Dejaron de dar explicaciones e hicieron lo que de verdad mejor sabían hacer: preparar un sushi y un sashimi con un corte tan perfecto que les granjeó una buena reputación y mejores comentarios. Aun así, este barrio tan castizo no terminaba de aceptar de buen grado la cocina oriental, y el negocio únicamente había ido sobreviviendo. Ahora se encontraban en la tercera fase de su restaurante: la mezcla oriental, desde nuddles con pollo hasta pato laqueado, pasando por sopa de misho, sin abandonar los makis, uramakis y sushis, o dicho en pocas palabras: de todo un poco. Esperaban así atraer a los más escépticos, y después de casi treinta años intentándolo, convertirse de una vez por todas en un local próspero.

Esa noche estaba sentada en mi silla de siempre, junto al ventanal con persianas. Una mesa que era para cuatro comensales, pero que, dada la escasez de público, solía utilizar para mí sola, ocupando más espacio del que necesitaba. A nadie parecía importarle, mucho menos a Haruo, ni a su cariñosa mujer Reiko. Me encontraba allí mojando unas gyozas en salsa de cacahuete, una mezcla poco ortodoxa según los entendidos, pero qué diablos: una noche era una noche. Por supuesto, una vez que has tomado la decisión de comer en soledad, hay que hacerlo en una mesa, con todo el ceremonial, no en una barra deprisa y corriendo, furtivamente. Allí estaba: sola en la mesa, expuesta, a la vista de todo el mundo.

Si comer sola en un local público es una actividad de alto riesgo social (sola de verdad, sin ayuda de artilugios ni elementos externos en los que esconderse), cenar sola es algo casi heroico. Las parejas, grupos de amigos, compañeros de trabajo y resto de comensales te dedican miradas de lástima, o en algunos casos incluso de pánico, como si temieran ellos acabar así también.

Pasé a continuación al teppanyaki de atún, ayudada por los consabidos palillos, que, a pesar de las innumerables veces que había comido en restaurantes japoneses, chinos y asiáticos en general, no terminaba de manejar, más bien eran ellos quienes me manejaban a mí.

No conseguía quitarme de la cabeza la propuesta del casino, formulada en boca de Arias. Bien pensado, aquella oferta tenía una ventaja en la que no había caído al principio: si cumplían la promesa del empleo para Helena, podría desentenderme de mi querida cuñada y mi sobrino. Quiero decir que, de una forma paradójica, aceptar legalmente esa ingente deuda podría significar que la chica saliera adelante por sí misma, sin mi ayuda. No es que estuviera valorando aceptarla, ni tampoco cómo deshacerme de Helena ni mucho menos. O quizá sí. Aunque no lo había pensado, la posibilidad de tener en mi casa dos personas dependiendo de mí durante meses, o incluso años, no era una perspectiva agradable para alguien como yo. Una cosa era ayudarla y otra muy distinta tener que cargar con ella hasta Dios sabe cuándo. Sé que puede sonar un poco crudo, pero es lo que me vino a la cabeza aquella noche. Además, que Helena también podía salir beneficiada, ganar algo de dinero, rehacer su vida. Incluso si les apretaba, tal vez hasta podría cobrar mi minuta.

—¿Sake caliente? —me preguntó Haruo, que llevaba una pequeña jarrita de barro en la mano.

—Hoy no, muchas gracias —respondí.

No sé cuánto tiempo podría estar sin beber alcohol, pero lo iba a intentar. Estaba firmemente dispuesta a conseguirlo. Es lo primero que le había dicho a Concha cuando la llamé tras su visita de la otra noche: tenía el propósito de mantenerme sobria pasara lo que pasara. Mi amiga se había mostrado algo distante, no tuvo la explosión de entusiasmo y emotividad que yo esperaba. Detestaba las muestras de afecto excesivas, pero aunque no lo reconociera, cuando marqué el número de Concha, había proyectado en mi imaginación palabras de ánimo y felicitación e incluso de aclamación por su parte. Al fin y al cabo, y contra todo pronóstico, había salido de mi estado vegetativo, había cogido el toro por los cuernos y, lo que era más sorprendente: estaba dispuesta a no tomar pastillas ni alcohol durante una larga temporada. Sin embargo, lo que me encontré fue únicamente una cordial y escéptica escucha por parte de Concha, me dijo que si necesitaba algo se lo hiciera saber y que cuando estuviera lista podía pasarme por el despacho. A esto último le contesté que prefería esperar unos días, todos en Promultas conocerían al detalle los últimos acontecimientos de mi vida, y quería estar un poco más fuerte antes de afrontarlos. Además, iba a dedicarle un tiempo a la demanda de Helena en exclusividad, y sería más cómodo y más tranquilo hacerlo desde mi casa. Nos despedimos con la promesa de hablar enseguida, en uno o dos días.

Sin embargo, había pasado una semana y pico y ni ella ni yo habíamos vuelto a llamarnos ni vernos. Supongo que Concha debía estar atareada, el negocio no iba viento en popa precisamente, y por otra parte (aunque a veces tenía la impresión de que incluso ella lo olvidaba) era madre de tres niñas que también necesitaban su atención. No le di mayor importancia a esa aparente frialdad, mañana mismo, o tal vez pasado, la llamaría. Eso fue lo que me dije a mí misma.

Acompañé el teppanyaki con un poco de arroz frito y una pequeña ración de tempura de verduras y seguí tratando de ensamblar mis pensamientos.

Era Helena quien debía tomar una decisión con respecto a la oferta que nos habían hecho, pero las dos sabíamos de sobra que sería yo quien la empujaría en una dirección u otra. Tragarse el orgullo y aceptar públicamente la deuda, a cambio de un poco de tranquilidad (y una condena a pagar en cómodos plazos durante los siguientes treinta años). O seguir adelante con el pleito y afrontar una sentencia más dura, además de un posible embargo permanente de cualquier cuenta o propiedad que tuviera a su nombre en el futuro.

Al margen de mis consideraciones misántropas, la posibilidad de una reinserción en la vida laboral de la mano del grupo Gran Castilla no me parecía una mala opción para la dulce y desvalida Helena.

Aunque, por otro lado, la sospecha de que nuestro acuerdo pudiera ayudar para cobrar futuras deudas de juego, grandes o pequeñas, no me hacía ninguna gracia, ni creo que tampoco se la hubiera hecho a Ale. Esa gente no era trigo limpio, vivían de la desgracia ajena; cuanto más perdían y se arruinaban los clientes, más ganaban ellos. Seguramente yo no era la más indicada moralmente para juzgar a nadie, y además otro tanto podría decirse de las empresas que fabricaban y vendían alcohol, por no hablar de la industria armamentística, o en cierto sentido, de una gran parte de las farmacéuticas. Qué sería de todos ellos si el resto de los mortales no fracasáramos una y otra vez, si no tuviéramos debilidades y adicciones, qué sería de todos esos monstruos internacionales si de la noche a la mañana la humanidad entera sanase y dijera: basta.

Mojé mi soflama ética de andar por casa en salsa de soja y pude tragarla un poco mejor. Me di cuenta de que una joven pareja de veinteañeros me observaba de soslayo mientras devoraban sin mucha delicadeza una enorme bandeja de pescado crudo de llamativos colores. Supongo que la chica, vestida con un traje rojo de marca y un montón de sueños y ambiciones, nunca en su vida había cenado sola en un restaurante, la mera idea de hacerlo le parecía un espanto insoportable, un sinónimo de frustración y descalabro social que estaba en las antípodas de su modo de vida y de sus planes de futuro.

Por algún motivo, tras unos minutos fui yo la que sentí un cierto malestar al contemplar a aquella pareja de tortolitos con toda la vida por delante, como si su mera presencia me produjese una insoportable sensación de agotamiento. Me llevé un trozo de atún a la boca y volví la cabeza hacia la ventana. A través de la persiana comprobé que apenas había viandantes por la calle. Aún lloviznaba ligeramente. El barrio era una zona residencial tranquila, sin apenas movimiento. Un día entre semana como aquel miércoles a las diez de la noche las calles estaban prácticamente desiertas. Después de haber vivido en el centro de la ciudad varios años, y de pasar también mi etapa próspera y acomodada en Pozuelo (los recuerdos de esa época aún permanecían en una especie de nebulosa), hace tiempo ya que había regresado a mi viejo barrio. Era como volver a casa, en el sentido más amplio y profundo de la expresión. Las cosas seguían casi igual que cuando yo era adolescente, a excepción de que habían cerrado los dos últimos cines y que ahora había algunas tiendas y fruterías regentadas por chinos donde antes estaban los clásicos ultramarinos. Por lo demás, la misma tranquila rutina y aparente sensación de que las cosas funcionaban. Esa anodina imagen de las calles semivacías, la lluvia imperceptible cayendo, los mismos edificios de siempre en su sitio, me reconfortó.

Unos metros más allá, al otro lado del semáforo, algo llamó mi atención. Un coche oscuro, un Volvo quizá, estaba aparcado con las luces apagadas y con alguien en su interior. No soy una paranoica, o no en exceso, pero era al menos la tercera vez que vislumbraba aquel vehículo rondando por la noche cerca de mi domicilio. En principio no se me ocurría ninguna razón para que alguien me estuviera espiando o, menos aún, siguiendo, pero preferí asegurarme.

Me levanté con aparente tranquilidad en dirección al cuarto de baño, dejando mi abrigo en la silla de enfrente para no despertar sospechas. Atravesé el salón principal del restaurante y, en lugar de entrar en el servicio, seguí adelante hasta una puerta de doble hoja, la empujé y me colé en la cocina. Apenas lo hice, vi a Reiko de pie, apoyada en la estantería contemplando una pequeña televisión, donde me pareció ver una película oriental con un grupo de guerreros a caballo que por algún motivo tenía subtítulos en japonés. Al detectar mi presencia, la mujer se sobresaltó.

—Perdona, Reiko, tengo que salir por la parte de atrás, por el callejón —dije señalando el otro extremo de la cocina, detrás de los fogones.

—Personas clientes no entran cocina —contestó ella como si la hubiera pillado realizando una actividad indecorosa.

Es cierto que no me esperaba encontrarla viendo una película de samuráis dentro de la cocina, pero no me parecía ni de lejos una actividad de la que tuviera que avergonzarse. Quizá el hecho de que alguien la viera ociosa, sin estar trabajando en pleno horario laboral, era lo que no toleraba de buen grado.

—Disculpa, pero es importante: voy a salir por el callejón —insistí.

Miré alrededor y, después de valorar mis opciones, cogí un contundente rodillo metálico que había sobre una encimera y enfilé la puerta.

—Por favor, dile a Haruo que salga a la puerta principal del restaurante —pedí—, tal vez necesite vuestra ayuda.

—¿Llamar Policía? —preguntó la mujer alarmada.

—Como prefieras —respondí—, pero por favor salid a la calle.

Sin más, me dirigí a la salida. Pude notar la mirada de Reiko clavándose en mi nuca. El sonido de la televisión, aquellas voces hablando en chino, o en coreano, o en el idioma que fuera, me acompañaron hasta el exterior.

La Antorcha Roja daba a un callejón, una salida del garaje del edificio, donde había algunas cajas y un par de cubos de basura. Apreté el paso, en parte por el frío nocturno y la lluvia, y en parte para que el tipo que me estaba vigilando no sospechara de mi ausencia en la mesa.

Salí del callejón a buen ritmo. Me pregunté de quién podría tratarse. ¿Alguien de Barver & Ambrosía, o incluso de Gran Castilla? ¿Tanta importancia le daban a aquella demanda? Quizá no me estaba siguiendo a mí, sino a Helena, buscando datos que utilizar contra ella llegado el caso. Sin embargo, aquella noche ese tipo no parecía vigilar la casa (donde se encontraban Helena y Martín), sino el restaurante, o sea, a mí.

Doblé la esquina, crucé por mitad de la calzada y enfilé la calle en la que estaba aparcado el Volvo, caminando directa hacia la parte trasera del coche. Apreté el metal frío del rodillo en mi mano. Me vino a la cabeza la posibilidad de que aquel hombre no tuviera absolutamente nada que ver conmigo, que no me estuviera siguiendo, que nadie me estuviera espiando, que el hecho de haber visto dos o tres veces un coche similar aparcado en el barrio con alguien en su interior no fuese más que una casualidad. De hecho, a medida que me acercaba, esta posibilidad me pareció la más real. Aun así, prefería hacer el ridículo y pegarle un pequeño susto a un conductor despistado que seguir con la duda.

No soy una mujer de acción, soy una abogada, acostumbrada a moverme entre papeles, muy capaz de golpear a alguien con un buen argumento, una querella, una demanda, un recurso o, llegado el caso, una triquiñuela legal. Esas eran mis armas. Tal vez debería haber llamado a la Policía antes de hacer nada, tal y como había propuesto Reiko, y no enfrentarme yo sola con aquel tipo; ignoraba sus intenciones, desconocía si iba armado, no tenía ni la más remota idea de qué hacía allí ni cómo reaccionaría.

Demasiado tarde para arrepentirme. Estaba apenas a dos metros del coche. Comprobé con una mirada que Haruo y Reiko se hallaban en el exterior del restaurante, él hablaba por el móvil, ella parecía decirle algo a su marido. Por suerte, ninguno de los dos miraba directamente hacia el otro lado de la calle, hacia donde yo me encontraba.

Pasé junto al último utilitario que me separaba del Volvo y sin pensarlo me planté súbitamente frente a la puerta del conductor. Con la palma de la mano golpeé con violencia la ventanilla.

—¿Qué hace? ¿Por qué me está vigilando? —pregunté levantando la voz.

Le di dos patadas a la puerta y otro manotazo a la ventanilla.

—¿Quién le paga? ¿De qué va esto? —grité mostrando el rodillo, tratando de asustarle más de lo que yo estaba, y de paso atraer la atención de los escasos viandantes que había en la calle y del matrimonio japonés también.

Me disponía a golpear de nuevo la puerta cuando el cristal de la ventanilla empezó a bajar poco a poco. Levanté el rodillo amenazante.

Cuando el vidrio mojado bajó unos centímetros, pude ver el rostro de un hombre que me observaba atónito.

—¿Va a golpearme con eso? —preguntó señalando con estupor el rodillo en lo alto.

Lo reconocí de inmediato.

A pesar de que solo lo había visto un par de veces en mi vida, esa barba y esa mirada eran inconfundibles.

—Teniente Moncada —musité—, me ha dado un susto de muerte.

—Lo mismo digo.

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