Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 21

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—Despierta.

—¿Eh?

—¿Ahora te acuestas a las nueve de la noche? ¿Eres una gallina?

Entreabrí los ojos y vislumbré un rostro conocido: Concha.

—Hum —respondí.

Tenía razón, era muy temprano para meterse en la cama. Desde que habíamos empezado con la querella me acostaba a las diez y media aproximadamente. Pero ese había sido un día agotador.

Después del episodio a la salida del local de la asociación de ludopatía, había pasado la tarde intentando concertar una entrevista con Barver & Ambrosía. Tras mucho insistir, había conseguido hablar con Arias, que se había disculpado sin ninguna convicción por no devolver las llamadas, lo sentía mucho pero tenía órdenes de no reunirse conmigo hasta que las partes nos viéramos en el juzgado, había desperdiciado mi ocasión y no había ningún trato que hacer, iban a por todas, querían que aquel caso fuera ejemplarizante. Ni siquiera atendió mi petición de un encuentro informal para hablar de los plazos.

En realidad, yo no quería conversar acerca de ningún plazo, quería tenerle frente a frente y ofrecerle un trato justo, tal vez revisar la propuesta que él mismo me había hecho días atrás, pero no me dio opción, insistió en que su cliente ya no estaba interesado en ningún tipo de trato, había desperdiciado mi oportunidad. Me deseó un buen día y colgó.

A continuación revisé con Gerardo y Ronda concienzudamente todas las declaraciones de los testigos, cada palabra, cada frase e incluso cada palabra no dicha pero que podía intuirse de sus respuestas. Mis sospechas cristalizaron: un montón de buenas palabras sobre Alejandro, empatía y solidaridad a raudales, pero ni una sola confirmación de amenazas, coacciones o intimidaciones por parte del casino a mi hermano para que jugara. La situación pintaba tan mal que no pude disimularlo delante de mis jóvenes socios: la querella no se sustentaba por ninguna parte. Solo contábamos con la declaración de la propia Helena, la cual ni siquiera había oído directamente las amenazas en boca de ningún responsable del casino, las conocía por el relato de su marido. No es que el caso hiciera aguas. Es que no había caso. Tendría que pensar algo totalmente distinto. No había base para el plan a, ni para el plan b. Todo era un globo hinchado por mi afán vengativo, o redentor, no estaba segura. Eso no me habría ocurrido en los viejos tiempos, nunca me habría dejado guiar solo por el instinto. Parecía una novata, y bien pensado, no solo lo parecía, sino que lo era. Una abogada que llevaba cinco años fuera de circulación y que se había creído que podía aparecer de nuevo en escena para darle una lección a una corporación gigantesca, que podía ganarle la partida al mejor bufete del país. Seguro que habían blindado todas las opciones, que habían considerado todas las posibilidades, sin dejar ningún cabo suelto.

Estaba tan agotada que me había tirado sobre la cama poco antes de las nueve, no con la intención de dormir, sino de repasar una vez más el informe sobre la detención y el ahorcamiento de Ale y las notas de Sofía al respecto. Había algo que me rondaba por la cabeza. ¿Cuándo exactamente había decidido mi hermano quitarse la vida? Mi teoría es que la causa había sido un cúmulo de circunstancias, pero tenía la certeza de que la clave para sostener la querella podía estar en ser capaces de determinar cuál había sido el detonante final. Si yo estuviera de parte del casino, defendería que el motivo era el asesinato que había cometido unas horas antes, los remordimientos, el propio horror de haber arrebatado una vida humana, la insoportable sensación de que no tenía escapatoria y de que le aguardaban al menos veinte años en la cárcel; estaba segura de que por ahí irían los tiros.

Sin embargo, yo no creía que eso fuera lo que le hubiera ocurrido a Ale. Lo había visto después del crimen, había hablado con él y, aunque no tenía muy buen aspecto precisamente, no parecía abrumado. Al contrario, daba la impresión de estar convencido de haber hecho lo que tenía que hacer. Cosa que me corroboró Helena la primera vez que se presentó en mi despacho: «Ese cabrón merecía morir», eso es lo que había dicho ella, y en ese punto ambos parecían estar de acuerdo. En cuanto a la pena que le aguardaba a Ale, es cierto que podía suponer varios años de privación de libertad, pero eso aún estaba por ver, y por lo que yo le conocía no me cuadraba que se rindiera tan rápidamente. Tenía que haber algo más. La causa estaba en su enfermedad con el juego, en sus deudas monumentales, en su situación insostenible, en su depresión, de acuerdo. Pero ¿cuál había sido la gota que había colmado el vaso?

Releí detenidamente por tercera vez el informe policial revisando cada anotación hora por hora, le habían conducido al calabozo poco después de mi visita. Y no había salido de allí hasta que lo encontraron muerto. Aunque fuera una retención provisional y aún no hubiera ingresado en prisión, ¿cómo era posible que no le quitaran el cinturón? Tal y como había quedado demostrado, era un arma homicida en potencia. Tendría que revisar el protocolo de la Guardia Civil para estos casos, saber si se habían saltado alguna norma. ¿Qué diablos pasó por la cabeza de Ale durante esas horas en soledad? ¿Le habían llevado algo de comer? ¿Salió del calabozo aunque fuera para hacer sus necesidades? ¿Había conversado con alguien? ¿En qué momento y por qué había decidido ahorcarse en esa celda?

Empecé a obsesionarme con esas preguntas sin respuesta. Tal vez mi obstinación escondía la sensación de descalabro evidente con el caso, esa certidumbre que llevaba teniendo todo el día de que me había metido en un callejón sin salida. Permanecí allí tirada un buen rato, releyendo y tomando notas. No quería enfrentarme con la mirada de Helena cuando me preguntara como todas las noches qué tal había ido el día. Así que me salté el trámite de la cena en familia y me quedé en mi cuarto con los papeles, tumbada sobre la cama. Supuse que estaría dos o tres horas dándoles vueltas otra vez al informe y a las declaraciones de los testigos, exprimiendo mi cabeza, torturándome con el panorama que debía afrontar en los siguientes días. Pero para mi sorpresa, cuando mi vieja amiga entró en mi habitación y me despertó, estaba totalmente dormida, muy lejos de allí. Me había quedado traspuesta sin quitarme la ropa, con las carpetas y las libretas de notas sobre el cuerpo.

—Hum —repetí—, me gusta acostarme temprano y madrugar. ¿Qué haces aquí?

—Me aburría y decidí hacer una visita a mi amiga de la facultad, es viernes noche, había pensado que podríamos tomar algo, charlar tal vez. Te invito a una copa.

Me incorporé en la cama tratando de desperezarme.

—En primer lugar, he dejado el alcohol, así que lo máximo que podría tomarme contigo a estas horas es una botella de agua con gas —dije—. Y en segundo lugar, mañana es laborable para mí, tenemos nuevos hábitos en Tramel y Asociados: los sábados se trabaja hasta las tres de la tarde.

—No está mal, Tramel y Asociados. Aunque, si quieres mi opinión, sonaría mucho mejor Tramel y Andújar.

—Eso sí que es una novedad —musité—. ¿Dejarías que pusiera mi apellido delante?

—Ni lo sueñes, era por decir algo.

Concha permanecía de pie. Yo aparté la carpeta que seguía sobre la cama y me senté desperezándome.

—¿Por qué no respondes a mis llamadas? —pregunté.

—He estado muy ocupada con algunos asuntos. Felipe se ha llevado a las niñas y no me deja verlas.

—¿Cómo que no te deja verlas? No puede hacer algo así —protesté.

—Ha conseguido una orden del juzgado, tiene la custodia temporal hasta que se celebre el juicio.

Aquello no encajaba. En casi todos los casos de divorcio, la custodia de los menores era para la madre, y más cuando se dictaba una orden temporal o preventiva. Algo me estaba ocultando Concha.

—¿Cuándo será eso?

—Han fijado un acto de conciliación para la próxima semana, he tenido que tocar varias teclas para que la cosa se acelere. Quiero resolverlo cuanto antes, no puedo estar sin mis hijas.

—¿Quién te lo lleva?

—Yo misma —respondió avergonzada—. Vale, ya lo sé, es el abecé de lo que no hay que hacer: nunca llevar tu propio caso, pero no quería que nadie metiera las narices en mi intimidad.

Aquello no iba bien. Y merecía una charla en condiciones.

—Te tomo la palabra: acepto esa botella de agua con gas.

Veinte minutos más tarde, Concha y yo estábamos en un bar de la zona, uno de esos garitos modernos y más o menos tranquilos con decoración retro, donde puedes comer y beber ininterrumpidamente durante todo el día, sin horarios fijos. A esas horas había sobre todo algunos grupos desperdigados de treintañeros celebrando el inicio del fin de semana.

Mi amiga y yo nos sentamos en una mesa alta, alejada de la parte central de la barra. Mientras nos servían un plato de minihamburguesas, una London con ginger ale y una botella de agua de Vichy, me dijo que Helena le había dejado pasar y que le había contado que estábamos trabajando mucho. Preferí no entrar en detalles. Cuando el camarero, un chico de rasgos ligeramente orientales y un delantal negro, se alejó, observé a Concha.

—Cuéntame —dije.

—Se ha vuelto loco —soltó de golpe—. Felipe. Quiere todo: la casa, las acciones, los coches…, las niñas.

La imagen que yo tenía del apacible Felipe, con su mostacho poblado, con su enorme tripa, asando unas chuletas en la barbacoa, no correspondía con la de alguien visceral que podía volverse loco sin ningún motivo. Al contrario, me constaba que su falta de energía, su digamos ausencia de emociones fuertes, sacaba de quicio a Concha, y a menudo se quejaba del aburrimiento de su matrimonio. Por lo que yo sabía, Felipe era un padrazo, un hombre algo hermético que cumplía con un trabajo poco estimulante y que dedicaba tiempo y esfuerzo a que las cosas estuvieran en orden en su familia. Aunque ambos trabajaban, ella tenía más responsabilidades fuera de casa. Intenté comprender qué podía haber detonado esa locura. Di un trago al agua y dejé que Concha se tomara su tiempo.

—Yo no… no podía imaginar que esto iba a pasar. Solo fueron tres veces. Cuatro, si contamos la primera.

—No sé de qué estás hablando.

—He engañado a Felipe. Y él se ha enterado.

—Cuando dices que le has engañado, supongo que te refieres a que te has acostado con otro.

—Oye, no emplees ese tono conmigo —protestó—. Pues claro que me refiero a eso. Todo el mundo lo hace, después de quince años de matrimonio. Acostarse con otras personas, me refiero. Y el que no lo hace es porque se resigna.

—Si tú lo dices. ¿Quién es el otro?

—Es una buena persona, un hombre casado —respondió vagamente.

No era yo la más indicada para dar lecciones de moralidad.

—¿Quieres decirme algo más?

—Joder, Felipe y yo nos habíamos convertido en compañeros de piso, habíamos dejado de ser una verdadera pareja, la conversación más emocionante que hemos tenido en un año ha sido sobre la gripe y la fiebre de Aitana, que, por si no lo recuerdas, es nuestra hija pequeña, que tiene sinusitis crónica, la pobre, y ayer fue su cumpleaños, cumplió seis y no pude verla, tuve que felicitarla por teléfono, no pensé que pudiéramos llegar a algo así. Después de mucho rogar, me dejará tenerlas este domingo un rato. Es injusto. Y es una mierda muy grande, Ana. Tienes que ayudarme. No estoy haciendo bien las cosas.

Sentí una pequeña, diminuta, punzada de satisfacción. Por una vez era Concha la que había perdido el control y no yo.

Para ser justos, yo también había perdido totalmente el control de mi vida, y del caso que me traía entre manos, pero eso no venía a cuento ahora. El tema era que la perfeccionista Concha había arruinado su matrimonio, que había puesto los cuernos a su esposo y que estaba aterrorizada.

—Me ha echado de casa, la otra noche cuando regresé de la oficina había cambiado la cerradura, mis cosas personales estaban en dos maletas en la puerta, las tenía el conserje. ¡Ha cambiado la cerradura! Eso es un golpe rastrero, es sucio y es… Pienso utilizarlo en su contra durante el juicio. Su abogada me dijo que lo había hecho como medida de prevención porque temía por la seguridad de las niñas, la muy cabrona me recordó a la cara lo que había ocurrido durante el puente del Pilar. ¿Te he contado lo que pasó?

—Creo que no, Concha.

—Pues mejor, me lo ahorro, porque vas a pensar que soy una madre horrible.

—Yo no pienso nada, ya lo sabes.

—Las dejé solas. A las niñas. Fueron solo unas horas y la mayor se quedó al cargo: ya tiene trece años, por el amor de Dios, no es ninguna cría. Felipe estaba en Berna con un tema de una fusión, y yo estaba que me subía por las paredes todo el fin de semana. Así que el sábado por la mañana fui a verlo, a mi amante, quiero decir, menuda palabra, mi amante, en realidad no podemos considerarle tal, solo fueron cuatro veces, ya te lo he dicho, cinco a lo sumo… Quedé con él en un hotel, tuvimos una buena ración de sexo y para la hora de comer ya estaba de vuelta en casa, les hice una lasaña riquísima a las niñas, no creo que sea para tanto, nadie sufrió ningún daño, no estuvieron en peligro en ningún momento.

—¿Cuánto tiempo estuvieron solas?

—No lo sé, no llevaba un cronómetro. Salí de casa a las diez y a la hora de comer estaba de regreso. Fueron cuatro horas como mucho.

—¿Quedaste para follar a las diez de la mañana?

Concha se encogió de hombros.

—No estuvo bien dejarlas solas, lo sé. Fue una sola vez. Te lo prometo. Una.

Más que suficiente para que le quitaran la custodia. Eso lo pensé, pero no lo dije. Concha era una buena madre, quería a sus hijas más que a cualquier otra cosa en el mundo. Había renunciado a varias oportunidades laborales para estar cerca de ellas; de hecho, la idea de abrir Promultas provenía en gran parte de la intención de construir un negocio próspero y seguro cerca de casa. Ser madre era lo mejor que le había ocurrido nunca. Se lo había oído varias veces y sabía que lo decía de corazón. No iba a juzgarla porque hubiera cometido un error.

En cuanto a la infidelidad, no me había extrañado. Nunca se lo había preguntado antes, pero entraba dentro de lo posible. Una mujer como ella tenía múltiples oportunidades, y si no era completamente feliz con Felipe, podía entender que hubiera aprovechado alguna. Insisto en que no lo aprobaba, pero tampoco la iba a condenar por ello. El ámbito de la intimidad sexual y el deseo de una persona incluía siempre un complejo abanico de intrincadas teclas ocultas que ni uno mismo terminaba nunca de conocer.

—Estoy desesperada, de verdad —insistió Concha.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de arreglarlo? —pregunté—. Tal vez ha sido una crisis pasajera. Es normal que Felipe esté enfadado, pero seguro que si lo habláis, si le pides disculpas, podéis arreglarlo. No lo sé, perdona que me meta, pero a veces cuando una está metida hasta las trancas, no ve las cosas con claridad.

—No voy a pedirle disculpas. Y no quiero arreglarlo. Quiero recuperar a mis hijas, eso es todo. Y quiero patearle en el culo a esa abogada pretenciosa.

—¿Quién es la abogada de Felipe?

—Palmira Jiménez, de Dos Torres.

—¿Palmira Palmira? ¿La Presidenta?

—La misma.

—¿Qué les pasa a los tíos?

Palmira Jiménez era una auténtica apisonadora, despiadada, sin escrúpulos, con multitud de amigos entre la judicatura, inteligente, con experiencia, posiblemente era la más reputada abogada de familia de toda la ciudad. La conocía muy bien. Había representado a Ramiro, mi primer exmarido, durante mi proceso de separación y divorcio. Seguramente era él quien los había puesto en contacto. Su apodo no era muy original, la empezaron a llamar la Presidenta desde que en sus ratos libres, cuando no estaba destrozando algún matrimonio, se convirtió en la propietaria de un club de fútbol de tercera división, el Madrileño, una de las bagatelas que había obtenido en el divorcio de su tercer marido, un importante empresario constructor. Se separaron cuando él tuvo un lío con una joven secretaria y Palmira desató la furia de los dioses y le arrebató una gran parte de su fortuna, entre otras cosas se quedó con el equipo de fútbol de sus amores, seguramente con el único objetivo de fastidiarle, a pesar de que ella no tenía ni idea de deporte. Era habitual verla en el campo los domingos e incluso que viajara en los desplazamientos del equipo, al parecer le había cogido gusto a eso de dirigir una institución tan masculina, un club integrado únicamente por hombres, y según decían no lo hacía mal, había conseguido que el equipo subiera de categoría. Desde entonces todo el mundo la conocía como la Presidenta. No me extrañaría verla dentro de unos años almorzando de tú a tú en la Federación con el resto de mandamases del fútbol español.

Si había aceptado el caso de Felipe era porque estaba convencida de que podía sacar una buena tajada. Solo se encargaba de divorcios de primer nivel. Enfrentarse a Palmira era un dolor de muelas garantizado. Jugaba fuerte y sucio. Y lo hacía bien. Yo misma había tirado la toalla cuando llevó a mi ex, harta de sus intrigas; podía ser tan insistente y fastidiosa como la que más. No es por justificar mi derrota, pero era la época en la que acababa de retirarme del mundo y solo quería que me dejaran en paz.

—Quiero contarte una cosa que no le he contado nunca a nadie, pero antes quiero que hagamos un trato —soltó Concha.

—¿Qué clase de trato?

—Voy a contratar a Tramel y Asociados para que lleve mi divorcio. Confío en ti. Y también en Sofía. Incluso en Ronda. No tenéis ingresos y os vendrá bien un poco de dinero. Os daré diez mil a cuenta para empezar.

—No tienes que darme nada, sabes que te ayudaré encantada. Además, tengo ganas de pararle los pies a la Presidenta.

—Lo sé. Pero quiero pagar. También quiero ser tu socia. Necesitáis una ampliación de capital, alguien que invierta para tener una oficina en condiciones, un investigador, esas cosas…

—Estudiaremos tu solicitud cuando se reúna el consejo de administración de la empresa —contesté con una sonrisa.

Eran buenas noticias. Por desgracia, no había un caso sólido respecto a la querella contra Gran Castilla, tendría que decírselo a Concha antes de que pusiera su dinero en nuestro ruinoso bufete, ya había implicado a demasiada gente. Pero dejé eso para más adelante. Ahora estábamos centradas en su divorcio. Y en el acuerdo que ella quería proponerme.

—El trato consiste en que llevaréis mi divorcio. Sé que en estos casos la intimidad es un grado y que resulta mucho más decisivo el nivel de implicación y cariño que la experiencia.

—Puedes contar con todo nuestro cariño.

—Como ya te he explicado, además quiero ser tu socia. Lo estoy diciendo muy en serio. Es lo que llevo persiguiendo desde hace más de veinte años. Y ahora no hay más excusas. Yo pongo el dinero. Tú el talento. El trabajo, los contactos y todo lo demás será cosa de ambas. Ahora bien, tengo una condición para que cerremos el trato.

Me lo temía. Todo sonaba demasiado bonito. Las cosas buenas siempre tienen su reverso tenebroso. Di un nuevo trago a mi Vichy, noté el sabor ligeramente áspero y burbujeante en el paladar.

—Quiero que me jures que, pase lo que pase, no te vas a rendir —dijo Concha—. Esa es la condición.

—Soy tenaz, ya lo sabes.

—Estoy hablando muy en serio. Eres tenaz y luchadora, pero también eres una adicta. Eres tu principal enemiga cuando la gente te defrauda. Sé que tarde o temprano surgirán problemas, inconvenientes, contratiempos. Sé que nos engañarán personas en las que confiamos, que nos darán puñaladas traperas, que nos empujarán y nos harán tambalearnos. Es posible que esta misma noche, mañana, ahora mismo, la mierda nos llegue al cuello. Sé que habrá días en los que todo parecerá negro, en los que tendremos la impresión de que el cielo está a punto de desplomarse sobre nuestras cabezas. Pero aun así, no te rendirás. Quiero que me jures que no volverás a las pastillas, ni al alcohol, por muy horrible que sea lo que suceda, por muy grande que resulte la presión, y las dos sabemos que lo será. Quiero que empieces un tratamiento de apoyo, no puedes controlarlo tú sola, te he buscado una terapeuta de toda garantía. Irás una vez a la semana, sin excusas. Quiero que me jures aquí y ahora que no te vas a rendir, que no me vas a dejar tirada, que, si vienen mal dadas, seguiremos. No me vale con una promesa ni con una declaración de intenciones. Quiero que me jures que lo vas a hacer. Quiero que me jures que, cuando todo salga mal, recordarás este momento y no te rendirás. Si lo haces, tenemos un trato.

Aquello iba en serio. Recordé lo que me decían siempre las monjas en el Sagrado Corazón: nunca hacer juramentos, ofendían al Señor, aunque no creo que esa fuera la verdadera razón por la que me resistía a hacerlos.

—Eso que has mencionado de la terapia tal vez podríamos sacarlo del acuerdo —musité.

—Es todo o nada, incluyendo la terapia. Un paquete completo. Si no lo ves claro, no lo hagamos. Pero si lo juras, no habrá vuelta atrás.

Aquel bar after work lounge y otras sandeces no me pareció el escenario más apropiado para hacer un juramento solemne como el que me pedía Concha. Pero el caso es que allí estábamos. Los treintañeros cada vez parecían más eufóricos, ahora se habían animado con unos chupitos. Aguardé unos segundos, quizá esperaba que la presión apareciese de nuevo en el pecho, se me ocurrían pocas ocasiones mejores para un ataque de pánico. Sin embargo, ni asomo de la ansiedad. Para una vez que la llamaba, por así decirlo, no acudía en mi auxilio. En lugar de eso, surgió una certeza irracional: tenía que hacer ese dichoso juramento. Y no solo eso. Tenía que cumplirlo. Los seres humanos somos especialistas en engañarnos a nosotros mismos, pero cuando aparece un pensamiento real, genuino, en el fondo sabemos reconocerlo.

Decidí quitarme la máscara por una vez, sin que sirviera de precedente, y miré fijamente a Concha.

—Lo juro.

Pude verme a mí misma desde fuera. Nunca antes había pronunciado esas palabras en voz alta. Ni siquiera en un tribunal. En mi opinión, hay muy pocas oportunidades a lo largo de una vida en las que una se encuentra en una situación así. Diciendo algo por primera vez. Así que lo repetí, quería disfrutarlo:

—Lo juro.

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