Ana

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Segunda parte. Las manos » 28

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—Ha desaparecido.

—¿Cómo que ha desaparecido? —pregunté.

Ronda y Sofía se miraron expresivamente. Estaba claro que tenían información que yo desconocía. Nos encontrábamos en la sala principal de nuestro flamante despacho, o sea, en la única sala. Después del incidente en el juzgado, Felipe había sido conducido al calabozo, donde en principio pasaría veinticuatro horas detenido por actos violentos contra su esposa (hecho probado con todo lujo de testigos y grabaciones), con el agravante de reincidencia, por fin la denuncia presentada el fin de semana había resultado servir para algo.

La juez Resano nos había citado para el día siguiente a la misma hora. Si no pasaba nada extraño, dictaría custodia de las niñas a favor de Concha hasta la celebración del juicio, el caso había dado un giro de ciento ochenta grados. Un golpe, en concreto un puñetazo, había pesado más que cualquier argumento jurídico o alegato. Teniendo en cuenta la situación, Concha me había pedido pasar la noche en mi casa con las niñas, por supuesto yo no había puesto ninguna objeción. Nunca pensé, ni en la más remota de mis disparatadas elucubraciones, que aquel piso destartalado se convertiría en un hogar de acogida para una viuda, un huérfano y una mujer maltratada con tres niñas, en realidad siempre lo había visto como un lugar más apropiado para una reunión de Alcohólicos Anónimos o incluso para una fiesta con diversas especies de deshechos humanos, no como un refugio para mujeres abandonadas en el sentido más amplio de la palabra. No soy partidaria de los melodramas en general, y aún menos de los psicodramas, la mera idea de que un grupo de mujeres sufridoras nos estuviéramos juntando (o más bien amontonando) con algún propósito, aunque solo fuera el de darnos soporte emocional las unas a las otras, me empezó a producir un resquemor que no sabía cómo quitarme de encima. Concha y su prole llegarían en un rato. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudarla. Aunque no me hubiera contado su relación con Ale, seguía siendo la persona que me había acompañado siempre, la que me había tendido su mano cada vez que lo había necesitado, sin tener que pedírselo. Por lo visto, ella tampoco había sabido que mi hermano tenía un hijo hasta después de su muerte, durante sus encuentros furtivos él se lo había ocultado. Ahora nos íbamos a encontrar todos bajo el mismo techo.

Hasta que llegaran Concha y sus hijas, decidí centrarme en la querella que estábamos preparando y que a todas luces no avanzaba, estábamos en un callejón sin salida. Eme había traído al mediodía las pertenencias de Ale, y además teníamos que revisar a fondo esa lista de visitas al cuartel la noche de la detención. Había mucho trabajo por hacer, pero ahora teníamos un nuevo contratiempo: el bueno de Gerardo había desaparecido sin dejar ni rastro.

Volví a mirar a mis colaboradoras, por llamarlas de algún modo.

—La gente no desaparece —dije.

Sofía cruzó otra mirada con Ronda, y al fin dijo:

—Anoche tenía una partida. Tal vez sigue allí.

Intenté contener la respiración, contar hasta diez.

—¿Me estás diciendo que Gerardo lleva desde ayer por la noche jugando a las cartas?

—No lo sé, es solo una posibilidad. No tengo ni idea —respondió Sofía avergonzada.

—Espero que sea una broma, de mal gusto, por cierto, pero una broma. Le prohibí explícitamente que volviera a jugar… ¿Sois conscientes de que estamos en plena batalla contra un emporio del juego? ¿De que todo el caso, todo este bufete, gira en torno a una persona que ha sido destruida a causa del juego?

—Somos conscientes, Ana —intervino Ronda—, Gerardo tiene sus problemas, como todos, debía dinero, por lo visto, nos prometió que anoche era la última vez que iba.

Estaba cada vez más furiosa.

—¿Lo sabía todo el mundo menos yo? ¿Os creéis que esto lo hacemos para divertirnos? ¿Es que nadie se da cuenta de lo que le ha pasado a Alejandro?

—Estaba dejándolo —volvió a disculparle Sofía.

La frase favorita de un adicto. Lo estoy dejando. Tuve que controlar la cólera que se estaba apoderando de mí. No sabía si me enfadaba más el hecho de que me lo hubieran ocultado o que Gerardo estuviera repitiendo los mismos errores de mi hermano y delante de mis narices. Aquello era demasiado. Otra alma atormentada que redimir, ¿es que no podíamos centrarnos en el caso que teníamos entre manos, como un grupo de abogados normales y corrientes que simplemente hacen su trabajo? Vale, de acuerdo, sabía de sobra que no éramos abogados normales y corrientes, éramos un grupo de perdedores agarrados a un clavo ardiendo, yo la primera.

Traté de calmarme un segundo, pensar con frialdad. Si lo analizaba con un poco de perspectiva, casi no conocía a Gerardo, sabía que el chico vivía solo, que su familia era de Granada, o de Córdoba, o un sitio similar, que se había pagado sus propios estudios, que compartía un piso en el centro y que llevaba unas corbatas terribles. Poco más. Reconozco que estuve a punto de dejarlo pasar y mirar hacia otro lado, si se había metido en un lío con el juego, que espabilase él solito, teníamos cosas mucho más urgentes que hacer. Contemplé su mesa vacía y algo parecido a un escalofrío recorrió mi cuerpo. Dónde estaría Gerardo en este preciso instante, qué le estaría ocurriendo, por qué no había llamado siquiera. De acuerdo, lo había intentado durante unos segundos, pero la verdad es que no podía ignorarlo, no podía dejar que se hundiera sin hacer algo. Mi padre me acusaba desde pequeña de ser una empedernida defensora de causas perdidas, supongo que en gran medida tenía razón, nunca lo dijo con orgullo, sino haciendo hincapié en la cantidad de problemas que ese carácter me iba a traer en el futuro. Pues bien, el futuro había llegado hace mucho tiempo. Aunque me costara tiempo, esfuerzo y puede que hasta dinero, intentaría sacarle las castañas del fuego a mi joven y estúpido abogado júnior y, por desgracia, socio.

—¿Dónde es esa partida?

—No lo sé —dijo Sofía.

—Ni idea —añadió Ronda—. Gerardo hablaba de un chalé a las afueras, algo así. Nunca nos dio nombres ni una dirección.

—Creo que es la misma partida a la que iba tu hermano de vez en cuando —volvió a decir Sofía avergonzada.

Negué con la cabeza. ¿Había alguna otra sorpresa que aún no me hubieran contado?

—Muy bien. Llama a Eme, cuéntale todo lo que sabéis de esa partida y dile que averigüe dónde es —dije señalando a Ronda—. Ah, y en cuanto lo sepa, que venga a recogerme.

—De acuerdo. Gracias, Ana.

No quería que me agradecieran nada, me conformaba con que dejaran de aparecer nuevos problemas a mi alrededor.

—No me vengas con esas. Y no volváis a ocultarme algo así.

Mientras ella localizaba a Eme, Sofía y yo fuimos a la cocina a revisar a fondo las pertenencias de Ale. Le pedí a Ronda que no nos molestase nadie hasta que llegara nuestro querido investigador con la dirección de la partida.

Cerramos la puerta y observamos una bolsa de plástico cerrada herméticamente sobre la mesa. En el dorso, una pegatina con un nombre: «Alejandro Tramel». Y un número de identificación. A pesar de que me había repetido a mí misma lo contrario en voz alta varias veces desde que empezó el asunto, Ale no era solo un cliente, también era mi hermano, y en ocasiones ese vínculo cristalizaba golpeándome. Por algún motivo, ver aquellos objetos que había tenido consigo hasta su muerte me hizo sentir frágil, y me revolvió el estómago.

Le pedí a Sofía con un gesto de la cabeza que abriera la bolsa. Lo entendió a la primera. Meticulosamente fue sacando todo y ordenándolo sobre la mesa: un cuaderno, dos bolígrafos azules y uno rojo, un billete de cinco euros, algunas monedas sueltas, un DNI al que le faltaba el chip identificador, un viejo teléfono móvil Nokia que debía llevar descatalogado varios años, un reloj de pulsera Chronotech con correa de piel, un anillo plateado con una cruz tallada, un llavero metálico con forma de escudo dorado del que pendían cuatro llaves, un paquete de clínex a medio usar y una ficha negra del casino por valor de cien euros. Casi podría decirse que el resumen de toda una vida estaba allí esparcido.

—¿Por qué le falta el chip al DNI? —pregunté.

—No lo sé —respondió Sofía cogiendo el documento con cuidado extremo.

—Ya sé que no lo sabes —dije—, es una manera de decirte que encuentres la respuesta, empieza por preguntar en el cuartel a ver si lo tienen allí por algún motivo.

—Cuando renuevas el DNI, se quedan con el chip del viejo.

—No creo que se trate de eso, pero tú pregunta de todas formas. Y otra cosa: no hace falta que cojas el documento con dos dedos y por una esquina, no estamos buscando huellas dactilares, de eso ya se habrán encargado. Puedes agarrar las cosas sin miedo.

—Lo que tú digas.

Pasamos varios minutos revisando cada objeto con detenimiento, aunque a primera vista no parecía haber mucho donde escarbar. La ficha del casino pesaba más de lo que parecía a primera vista, la coloqué sobre la palma de mi mano, estaba fría, supuse que si Ale se la había guardado en lugar de cambiarla por dinero sería porque tenía alguna clase de valor sentimental, o bien porque no le había dado tiempo a canjearla. Era circular, casi negra por completo a excepción de una pequeña zona plateada, y a decir verdad resultaba muy atractiva. Podía imaginar perfectamente a mi hermano apostando con aquella ficha, o con otras similares, jugándose el dinero que no tenía. Había leído en algún sitio que la principal razón por la que no se puede apostar directamente con billetes en los casinos es para que los jugadores perdieran la noción del valor real de lo que estaban arriesgando. No sé si sería cierto, pero estaba claro que desde el punto de vista inconsciente (odio esa palabra, «inconsciente», pero no se me ocurre otra para describirlo) no era lo mismo apostar un billete de cien euros que aquella bonita ficha de plástico.

La dejé a un lado y me centré en el cuaderno, no era un diario ni nada parecido. Solo una especie de bloc con cuartillas blancas donde Ale había garabateado algunos dibujos. En cuanto lo abrí, identifiqué aquellos bocetos inconfundibles hechos a mano con un bolígrafo. Cuando éramos adolescentes, Ale se pasaba el día dibujando, era algo casi obsesivo, parecía obvio que se dedicaría a algo relacionado con la pintura o el diseño; de hecho, si no recuerdo mal, llegó a estar matriculado en la facultad de Bellas Artes. Sin embargo, cualquier predicción sobre mi hermano estaba siempre destinada al fracaso, no solo era imprevisible e inconstante, sino que cambiaba de opinión con tanta frecuencia que era imposible seguirlo. Un buen día dejó de dibujar, sin más, sin dar explicaciones a nadie. Cuando le pregunté por qué, simplemente se encogió de hombros y dijo que le aburría. Ale en estado puro. Malgastando su talento, su tiempo, su vida en definitiva. No sé si en los últimos años había recobrado el interés por el dibujo, pero por lo que se ve en esas horas previas a quitarse la vida era lo que había estado haciendo. En la primera página del cuaderno había algo parecido a la boca abierta de un perro con los colmillos, salivando, dispuesto a engullir a cualquiera que lo mirase. Era un dibujo incompleto, a base de trazos sueltos, pero al mismo tiempo resultaba hipnótico.

—Tenemos que investigar si estos dibujos los ha hecho Alejandro —dijo Sofía—, tal vez consultar con un experto o con un grafólogo.

—No es necesario consultar con nadie. Los hizo él.

Pasé la página del cuaderno: un dibujo casi idéntico al anterior, pero en este caso a la boca se le sumaban dos ojos, o mejor dicho, dos óvalos entrecerrados simétricos delimitados por sendas sombras que podían interpretarse como dos ojos acechantes, o al menos esa impresión me dieron a mí. Era posible que estuviese predispuesta a añadir una connotación de oscuridad por lo que sabía del momento en el que habían sido realizados, pero incluso eliminando esa subjetividad de la percepción, aquella boca y aquellos ojos eran siniestros.

Las siguientes páginas no diferían mucho. Añadía o eliminaba algún detalle a la boca inicial, en alguno variaba ligeramente la perspectiva, pero no había cambios sustanciales. Tampoco parecían seguir un patrón determinado, cada nueva hoja no suponía necesariamente un avance con respecto a la anterior, el rostro de aquel perro no terminaba de completarse en ninguna de las doce páginas que Ale había garabateado, simplemente iba apareciendo y desapareciendo. En algunas incorporaba el perfil, o un ángulo de la cabeza, luego volvía a prescindir de él, en otras añadía dos orejas puntiagudas, o un brillo en uno de los colmillos, pero siempre, en cada uno de los dibujos, la boca abierta y amenazante era el epicentro del que parecía partir todo lo demás.

—Tenía buena mano —murmuró Sofía—. Para dibujar, me refiero.

—Si estuvieras pensando en quitarte la vida, ¿por qué dibujarías un perro una y otra vez? —pregunté—. A mi hermano nunca le han gustado especialmente los perros, que yo sepa nunca ha tenido uno.

—No es un perro —dijo ella señalando el penúltimo dibujo, quizá el más acabado de los doce.

Lo observé de nuevo, aquella boca parecía estar a punto de saltar del bloc y arrancarle la mano a cualquiera que la mirase demasiado tiempo. Luego encaré con curiosidad a Sofía.

—¿Qué quieres decir?

—Mira esas orejas y los colmillos —insistió ella.

—Qué les pasa.

—Es un lobo.

Lo dijo como si la diferencia no solo fuera evidente, sino también esencial para comprender el significado de aquella boca, suponiendo que tuviera alguno. Lo miré ahora bajo esa perspectiva. Sofía estaba en lo cierto, lo que Ale había estado haciendo en el último instante de su vida antes de colgarse del cuello con su propio cinturón era dibujar un lobo.

Observé aquellos trazos con más atención si cabe. En el último dibujo solo podían intuirse los colmillos, el resto había desaparecido, o bien no le había dado tiempo a terminarlo. Me vinieron a la cabeza algunas imágenes, un bosque, un lobo, unos niños escondidos y asustados. Sentí algo parecido al vértigo. Hacía años que no pensaba en aquello, y desde luego no era el momento. No tenía nada que ver con el caso. Eran recuerdos muy antiguos, de una infancia remota, olvidada, en la que mis padres, ambos, aún vivían, en la que mi hermano pequeño y yo íbamos siempre de la mano, casi en un sentido literal. Borré las imágenes y me centré en lo que tenía delante.

Cerré el cuaderno, no me gustaban los lobos y tampoco me divertía seguir mirando aquella boca amenazante. Quizá podríamos hablar con un psicólogo sobre esos dibujos, o incluso con los amigos del centro de ayuda, ya lo pensaría.

Después de echar un vistazo por encima al Chronotech (era el tercer reloj de Ale que veía en pocos días, tal vez un síntoma de su obsesión por el tiempo, o simplemente una mera casualidad) y al llavero, al fin abordé el plato fuerte de todo lo que teníamos allí: el teléfono móvil. Mi primer exmarido, acerca del cual me voy a ahorrar calificación alguna, siempre decía que las personas se dividen en dos clases: aquellas que se comen la yema del huevo nada más empezar y aquellas otras que lo dejan para el final, sabiendo estas últimas que lo mejor está por llegar, y creándose a sí mismas unas expectativas muy altas que en ocasiones (en demasiadas ocasiones) no se cumplen. Por alguna razón aquella frase se me había quedado grabada y de vez en cuando la recordaba. Sin duda, yo pertenecía al segundo grupo.

Sofía encendió el teléfono de Alejandro.

—Aún tiene batería —dijo sorprendida—, se ve que lo han tenido enchufado hace poco.

—Lo habrán abierto y examinado varias veces durante este mes. Me extraña incluso que nos lo hayan devuelto.

—Pide una clave de acceso.

Me mostró la pantalla, donde efectivamente el teléfono solicitaba una contraseña. Lo primero que pensé fue en preguntar a Helena, casi seguro que ella la sabría, pero me vino a la cabeza el número que Ale utilizaba siempre cuando éramos jóvenes; aunque antes no había tantas contraseñas, mi hermano siempre empleaba los mismos cuatro dígitos para los cajeros automáticos o para cualquier otra cosa. Lo tecleé: 8448. De inmediato el teléfono se desbloqueó. Simplemente, la fecha del nacimiento de mi madre. Después de todo, tal vez era verdad eso de que hay algunas cosas en las que la gente no cambia.

Entré en el menú principal, había mucho donde husmear. Mensajes enviados y recibidos, fotografías, contactos, aquel aparato podría decirnos mucho más sobre Ale que ninguna otra cosa o persona. Me dirigí en primer lugar a los archivos de audio que pudiera tener guardados, albergaba la esperanza de que la grabación que me había mostrado Moncada la otra noche estuviera allí. Aunque la posibilidad era remota, una ligera decepción se apoderó de mí al comprobar que la carpeta de audios estaba vacía. Ni uno solo. Nada. Habría sido demasiado fácil. Si alguna vez había estado allí aquella grabación, se habían ocupado de borrarla.

—¿Pasa algo? —preguntó Sofía al ver mi expresión.

—Ocúpate de hacer una transcripción de todos los mensajes, de las imágenes y de los contactos —respondí—. Ordénalos según la relación con el mundo del juego y la fecha, y me haces un resumen. No pases por alto ningún detalle.

Ese teléfono había pasado más de un mes en el cuartelillo, seguro que había sido revisado a fondo por varios expertos, podían haber copiado e incluso borrado cuanto les viniera en gana, si nos lo habían entregado era porque no podríamos conseguir gran cosa, pero nuestra obligación consistía precisamente en no dar nada por sentado, volver a chequearlo una y otra vez por si había algún detalle aparentemente inofensivo que se les pudiera haber pasado por alto, o que tal vez nos condujera a otra parte.

—Me va a llevar un buen rato —dijo ella echando un vistazo a las numerosas carpetas del móvil.

—¿Tienes algo mejor que hacer?

Antes de que Sofía pudiera poner alguna objeción al encargo, se abrió la puerta de la cocina, allí asomaron los ojos huidizos de Helena, y a su lado el pequeño Martín. Los dos se extrañaron de verme, últimamente no compartía demasiadas confidencias con mis huéspedes. Era extraño, pero creo que a medida que iba avanzando el caso me sentía más incómoda con la viuda, me costaba más hacerla partícipe de los avances en el proceso, lo cual no tenía ningún sentido, lo sé. Creo que tenía que ver con mi creciente sentido de culpa con Ale, y también en gran medida con la ausencia de buenas noticias; si lo único que podía decirle era que estábamos en un callejón sin salida, prefería no abrir la boca. Eso no quiere decir que no nos viéramos o que no hablásemos, vivíamos en la misma casa, era absurdo tratar de evitarla, aunque puede que lo hiciera de forma inconsciente (otra vez esa palabra). Cuando apareció en la puerta de la cocina, sentí que nos había pillado en falta, lo cual no tenía lógica, no hacíamos nada malo por mucho que todos aquellos objetos perteneciesen a su marido muerto y los estuviésemos manoseando con mayor o menor frialdad en busca de alguna pista.

—Nos han enviado del cuartel estas cosas de Alejandro, han llegado hace un rato —dije mirándola, tratando de justificarme—. Si tienes ánimos, estaría bien que las revisaras y nos dijeras lo que sepas de cada objeto, por si hay algo que se nos pueda escapar. Cualquier detalle puede ayudar.

—Mamá —dijo Martín extrañado señalando el teléfono móvil que tenía Sofía en la mano.

Supongo que el pequeño había reconocido el móvil de su padre y le parecía raro que lo tuviésemos nosotras. Helena le dijo algo en polaco al niño, que bajó la vista, y luego ella se acercó a la mesa, donde estaban el resto de las cosas de Ale. Sin necesidad de abrir la boca, estaba claro que identificó a primera vista algunos objetos. Alargó la mano con precaución y cogió el anillo, se trataba de un tallado tosco, no parecía tener demasiado valor económico. Para ella sin embargo estaba claro que sí lo tenía. Mientras lo tocaba, pasando despacio la yema del dedo sobre la cruz, decidí que no estaba preparada para una escena emotiva del estilo «viuda se reencuentra con las pertenencias de su marido muerto». Incluso parecía que iba a echarse a llorar. Demasiado para mi alma sensible.

—Si crees que algo puede servir de ayuda para el caso, cualquier detalle, díselo a Sofía, por favor —insistí antes de salir.

Enfilé la puerta sin esperar respuesta, Helena seguía como hipnotizada con el anillo. Estaba a punto de salir al pasillo, pero algo me detuvo. Martín me agarró del pantalón con las dos manos y volvió a señalar el móvil que sujetaba mi compañera.

—Mamá —dijo de nuevo sin apartar la vista del viejo Nokia.

—Ya, bueno, sí —respondí sin saber muy bien ni qué estaba diciendo, pensando solo en escabullirme de aquella escena familiar dolorosa y sobre todo confusa—. Sofía, déjale un rato el móvil al crío.

Hice un movimiento con la cadera digno de una bailarina del Bolshói y me zafé suavemente de Martín, que no quitaba ojo al teléfono. Mientras salía de la cocina, aún percibí cómo el niño agarraba el móvil y repetía por tercera vez:

—Mamá.

Además de un vocabulario muy limitado, mi sobrino (creo que era la primera vez que empleaba dicha palabra para referirme a él sin sentirme una impostora) poseía una envidiable capacidad de insistencia cuando se le metía algo entre ceja y ceja, característica que por otra parte no me resultaba del todo ajena si estamos hablando de mi familia. Los dejé allí, cerré la puerta y respiré hondo. Me había librado de la escena familiar. Sé que debajo de mis palabras, de mi aparente sarcasmo o incluso cinismo, se escondía también dolor, pero preferí guardármelo para mí, en un compartimento estanco, por así decirlo.

Miré hacia el fondo del pasillo, donde la puerta entreabierta del despacho dejaba asomar una tenue luz. No tuve tiempo de encaminarme hacia allí, el pitido del telefonillo me sobresaltó. Era un ruido seco, antiguo. Me quedé quieta, con una sensación furtiva. Ronda contestó a los pocos segundos, escuché su voz preguntando quién era y luego, durante el silencio que siguió, imaginé cómo pulsaba el botón blanco de apertura, asegurándose de que abajo en el portal tenían tiempo suficiente para empujar la puerta y entrar en el edificio.

—Es Concha con las niñas —dijo Ronda elevando el tono de voz para que yo pudiera oírla.

Yo permanecía de pie en el pasillo, sin saber muy bien qué hacer. Mi secretaria, gerente o como quisiera que se llamara ahora, me hablaba a través de la puerta. No me sorprendió que supiera que yo estaba allí, refugiada por esa incómoda sensación que se había apoderado de mí desde que empezamos a inspeccionar los objetos de mi hermano, una sensación como de estar justo en el medio de todo, cuando lo que de verdad me gustaría era desaparecer.

—¿Abres tú? —me preguntó Ronda a través de la puerta entornada.

Tuve la tentación de huir, de encerrarme en el cuarto de baño con las pastillas de jabón y evitar así el encuentro con las niñas. Pero no me pareció una salida muy digna.

Estaba atrapada. Me armé de valor y decidí afrontar la entrada de Concha y sus hijas en mi casa. Preparada, o no, para otro momento emotivo: esas niñas a las que conocía desde pequeñas, desconcertadas, quizá asustadas, en especial la mayor después de haber asistido en el juzgado a un episodio entre sus padres que no olvidaría el resto de su vida. El golpe que Felipe había dado a Concha era mucho más que un gesto, era ya parte constitutiva y seguramente medular de la educación emocional de Jimena. No sé qué grado de responsabilidad tendría yo en que ese desagradable incidente hubiera ocurrido delante de sus ojos, pero apechugaría con ello, seguía pensando que empujar para que sucediera había sido la única salida para conseguir que el orden de las cosas se restableciera, al menos temporalmente.

Escuché las voces y los pasos, y sin dejar siquiera que llamaran al timbre, abrí la puerta. Inmediatamente, la pequeña Aitana se abalanzó sobre mí.

—¡Ana, vamos a vivir juntas y me vas a llevar al colegio todos los días y vamos a hacer competiciones de baile antes de dormir! —exclamó la niña.

—Qué bien —dije sin tiempo para reaccionar.

—Aitana, ya te he dicho que solo venimos a pasar dos o tres días —intervino Concha.

Yo creía que era una noche nada más, hasta que la juez dictara las medidas cautelares, pero no me pareció oportuno decir nada.

—¡Yo quiero vivir con la tía Ana! —protestó la pequeña.

—¡Yo también! —dijo ahora Rosa, la segunda, cruzando el pasillo mientras daba saltos—. ¡Me encanta esta casa tan vieja! ¿Tiene pasadizos secretos? ¿Y desván?

—Sí, y mazmorras para las niñas que se portan mal —murmuré.

Aitana y Rosa comenzaron una especie de pelea, empujándose por el pasillo, pegando gritos.

En el marco de la puerta de entrada, Jimena no había abierto la boca. Supongo que seguía afectada por lo que había ocurrido esa mañana. Y supongo también que estaba ya en la dichosa adolescencia, esa maravillosa edad en la que los silencios y los reproches se convierten en un modo de relacionarse con el mundo. Concha me miró invitándome a que no le diera mayor importancia.

Las cuatro se iban a instalar allí, en mi casa.

—Qué bien —repetí.

—¿Qué bien el qué? —preguntó Rosa.

—Todo, cariño, que estéis aquí dando saltos, que os quedéis a vivir conmigo, que podamos estar todas juntas —respondí intentando no poner ni un gramo de ironía en mis palabras, algo que debo reconocer me costó bastante.

—¿Empezamos ya las competiciones de baile, Ana? —me preguntó Aitana.

Por suerte, Concha salió al quite.

—Nada de baile —dijo mientras arrastraba dos maletas—, tenemos que instalarnos, hacer los deberes, ducharnos, cenar y acostarnos. Y tú, Jimena, haz el favor de entrar en la casa de una vez.

—Cuántas cosas —protestó la benjamina del grupo—, yo prefiero bailar.

—¡Y yo también! —dijo su hermana.

De nuevo las dos empezaron a empujarse, no sé muy bien si se estaban peleando o bailando, o ambas cosas al mismo tiempo, hasta que Rosa agarró del pelo a Aitana con tanta fuerza que empezó a llorar.

—¡Mamá! —gritó.

Concha tuvo que intervenir y separarlas.

—¡Os he dicho que nada de mordiscos ni de tirones de pelo!

Se mire como se mire, era un buen consejo. Mientras mi amiga se encargaba de las dos pequeñas, yo me acerqué a Jimena.

—Tengo una habitación para ti sola, con ordenador, televisión y con una cama gigantesca —le dije—. ¿Quieres verla?

Ella se encogió de hombros sin ningún entusiasmo y respondió con un lacónico:

—Vale.

Estaba dispuesta a dejarle mi propio cuarto para animarla un poco, pero eso tampoco parecía servir de mucho.

—Ni se te ocurra —terció Concha mirándome sin soltar a las dos pequeñas con ambas manos; había adivinado mis intenciones—. Tú duermes en tu cama y nosotras cuatro nos apañamos en el salón, será como un campamento con colchones por el suelo y compartiendo todo un par de noches.

—¡Yo no quiero dormir en el suelo! —protestó enseguida Rosa.

—¡Yo tampoco! —dijo Aitana.

Atraído por los gritos de las niñas, Martín abrió la puerta de la cocina y se asomó, escudriñando a Rosa y Aitana como si fueran dos extraterrestres. Ellas dos se quedaron paradas un instante por la sorpresa. Lo observaron y enseguida volvieron a la carga.

—¿Ese niño es tu hijo, Ana?

—¿Cuántos años tiene?

—¿Por qué es tan rubio si tú eres morena?

—¿Sabe hablar?

—¿Cómo se llama?

—No —balbuceé—, su madre se llama Helena y yo soy…, o sea, que soy su tía.

—¡Igual que de nosotras! —dijo Rosa.

La puerta se abrió ahora de par en par y también apareció la madre de la criatura.

—¡Es muy rubia! —señaló de inmediato Aitana—. ¿Te llamas Helena? ¿Eres la madre rubia del niño rubio? ¿También vives aquí con nosotras?

Helena trató de sonreír, abrumada por el repentino interrogatorio. Concha miró por encima de la chica hacia el interior de la cocina. Desde mi posición no podía estar segura, pero supongo que debió ver a Sofía y también los objetos de Ale sobre la mesa. El rostro de mi vieja amiga se transformó, como si se fuera contrayendo lentamente. Supongo que también ella había reconocido alguna de esas cosas de mi hermano, al fin y al cabo habían sido amantes hasta poco antes de su muerte. Me pregunté si la buena de Helena sabría o siquiera sospecharía algo al respecto. Hasta ese momento, no había caído en la cuenta de que había acogido bajo el mismo techo a la esposa y a la amante de mi querido hermano, quizá no fuera tan buena idea después de todo.

Pensé en dar alguna explicación sobre los objetos, sobre los motivos que nos habían hecho converger a todos, y especialmente a todas, en aquel pasillo esa tarde de diciembre (y posiblemente también durante los próximos días). No sabía muy bien por dónde empezar, o mejor dicho, no tenía ninguna gana de hacerlo. Lo malo de las explicaciones es que, por muy bien que se den, al final siempre terminan pareciendo excusas.

Por fortuna, Ronda me rescató de aquel intenso cruce de miradas. Su voz llegó alta y clara desde el despacho del fondo.

—¡Ana, ha llamado Eme! Está llegando, te recoge en dos minutos, ¡ya puedes ir bajando!

Me agarré a sus palabras como si fueran órdenes urgentes, y en cierto sentido lo eran.

—Disculpad, tengo que irme…, ya lo habéis oído —dije—. Concha, instalaos como si estuvierais en vuestra propia casa. Helena, se van a quedar unos días con nosotros, qué buena noticia, ¿verdad?

Sé que las niñas intervinieron enseguida y que la propia Helena también dijo algo, pero no me quedé a escucharlo. Enfilé la puerta de la calle y, sin dar tiempo a que nada ni nadie me detuviera, salí todo lo rápido que pude.

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