Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 40

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—No me gustan las sorpresas ni las improvisaciones, y mucho menos que me oculten pruebas o testimonios.

Resano hojeaba una subcarpeta marrón que le acababan de entregar, arrugando la nariz, como si estuviera olisqueando los folios que tenía delante.

Entre dientes repitió:

—No me gusta.

Palmira tosió para hacerse oír.

—Señoría, le pido disculpas, pero este testimonio es de ayer por la tarde, por esa razón no lo hemos podido presentar antes. Para nosotros también es una sorpresa, le solicitamos encarecidamente que sea admitido en el proceso, sabemos todas las especiales connotaciones que conlleva, pero consideramos que es relevante.

No sé qué tramaba la Presidenta, pero estaba claro que se disponía a hacer uno de sus trucos baratos, tenía esa expresión de falsa consternación, como si la jugarreta que estaba preparando en ese preciso instante no tuviera nada que ver con ella, como si ese escrito que estaba leyendo la juez hubiera caído directamente del cielo.

—A la vista de la presente documentación —continuó Palmira sin esperar a que Resano terminara de leer—, retiramos la petición de custodia compartida de las tres menores.

Concha dio un respingo en el asiento. ¿Qué estaba ocurriendo allí?

—… y procedemos a solicitar formalmente la custodia íntegra de las niñas para mi cliente, el señor Felipe Rivas.

—¿Qué cojones? —soltó Concha.

Le hice un gesto con la mano para que se tranquilizara, no quería que nos volvieran a expulsar de la sala.

—Protesto, señoría —dije enérgicamente—, no hay precedentes de algo así en un caso de malos tratos, la custodia de los menores siempre es para la madre.

Resano ni siquiera se dignó a contestarme, siguió leyendo, lo que aprovechó Palmira para darme ella su particular respuesta:

—Como la señora Tramel sabe perfectamente, no estamos ante un caso de malos tratos, lo único que hay probado es un arranque de ira puntual y público, a escasos metros de aquí, tras una provocación de la otra parte. El señor Rivas está muy arrepentido de dicho arranque y lleva en tratamiento psicológico desde hace tres meses. El resto, señoría, son acusaciones no probadas, una estrategia que por desgracia ya hemos visto en otras oportunidades.

—Es lamentable que la letrada frivolice con algo así —espeté—. Por supuesto que estamos ante un caso de malos tratos, de eso va todo esto, única y exclusivamente: de un hombre que ha atemorizado y golpeado a su esposa, señoría, no lo olvidemos. Todo lo demás son triquiñuelas, argucias, fuegos artificiales para distraernos de lo importante.

—¿La custodia de tres niñas no le parece importante, letrada? —me preguntó directamente Palmira—. Los únicos hechos probados y contrastados son que una madre abandonó a sus hijas, las dejó solas para irse con su amante. Y también que mi cliente es un padre intachable y ejemplar.

—Por mucho que lo repita una y otra vez, ya quedó probado que el episodio al que se refiere la señora Jiménez fue un suceso aislado e irrelevante —apostillé.

—La ligereza con que la otra parte emplea el término «probado» nos preocupa, señoría —replicó Palmira—. Jurídicamente hablando, no está probado nada de lo que usted dice, Tramel, en especial los malos tratos en los que se sustentan todas sus alegaciones. No tiene testigos. No tiene pruebas. No tiene un informe psicológico que lo confirme. Ni siquiera tiene documentación médica contrastada. Lo único que tiene es una denuncia en el momento más conveniente, después de que el señor Rivas descubriera su infidelidad. Es una verdadera vergüenza que estemos aquí, cuando en nuestro fuero interno todos los presentes sabemos que este divorcio debería estar tramitándose exclusivamente por la vía civil en otro juzgado.

—Por fortuna, la ley prevé que en los casos de violencia de género basta con una denuncia para que se inicien los trámites y para que se adopten las primeras medidas —señalé—. En este caso, como en otros tantos, la mayoría me atrevo a decir, no hay testigos, por supuesto que no los hay, la vileza de ese hombre solo es comparable a su cobardía, nunca le puso la mano encima a su mujer en un lugar público, siempre lo hacía asegurándose de que nadie le veía… Ah, hasta que, sintiéndose seguro e impune e imparable y yo qué sé cuántas cosas más, cruzó la línea y lo hizo delante de todo el mundo, aquí mismo. ¿Quiere que pongamos el vídeo donde se le ve dando un puñetazo a su esposa mientras esta sostenía a su hija?

—Es suficiente —dijo Resano, que al fin cerró la subcarpeta.

—Señoría, todo esto es muy irregular, la petición de un nuevo testimonio a estas alturas, la convocatoria de una vista sin informar a las partes del contenido que se va a tratar… —Intenté protestar.

—He dicho que es suficiente —me cortó tajante—. Ya han tenido su pequeña pelea de gatas, espero que la hayan disfrutado porque no se volverá a producir, al menos no en mi tribunal. Si vuelven a abrir la boca sin que yo les haya concedido la palabra, serán desalojadas de la sala. No basta con solicitarlo para proceder, deben esperar a que yo les conceda su turno. ¿Está claro?

Resano hizo una breve pausa, esperando tal vez que alguna de las dos protestásemos; me dio la sensación de que estaba deseando que lo hiciéramos.

—He leído atentamente este escrito, señora Jiménez —dijo Resano—. No es algo habitual, desde luego, quiero estudiar el asunto con calma. De entrada, hágale llegar una copia completa y con urgencia a todas las partes. Quiero tomar una decisión meditada y consensuada. En atención al artículo 158 del Código Civil, tendré en consideración la posibilidad de tomar medidas excepcionales por el bien de las menores. En cuanto al cambio de la custodia en su solicitud, vamos paso a paso. Desde luego, como bien saben, no es habitual tomar algo así en consideración por el mero hecho de que una de las hijas pida el cambio de custodio. Si finalmente decido aceptar este testimonio, volveremos a hablar del asunto. Las medidas cautelares que firmé en diciembre se prorrogarán hasta la finalización del juicio de divorcio.

La agente judicial cogió la subcarpeta y le susurró algo a la juez, supongo que se disponía a hacer fotocopias.

—Señoría, con la venia, ¿puedo hacer uso del turno de palabra? —preguntó Palmira modificando el tono que había empleado conmigo.

—Adelante.

—Dadas las especiales particularidades de la menor Jimena Rivas, hija mayor de la pareja, solicitamos en primer lugar que sea llamada a declarar, y a tenor de lo que se desprenda de sus propias afirmaciones, que se modifique la custodia en lo que se refiere a su persona —dijo Palmira—, y que se haga por la vía de urgencia.

—¿De qué está hablando? —exclamó Concha alarmada.

—La advertencia de expulsión no solo iba por las letradas —le señaló la juez.

—Perdón, señoría, ¿puedo intervenir? —pregunté educadamente.

Resano hizo un gesto.

—Estamos todos un poco desconcertados, me parece, ya que no hemos tenido oportunidad de leer completa esa solicitud, y nunca antes en toda mi carrera como abogada había acudido a una vista sin conocer con anterioridad exactamente todo el contenido que se va a tratar en ella —expuse con toda la tranquilidad de la que fui capaz—. ¿Podría arrojarnos algo de luz sobre lo que está pasando aquí, si es tan amable?

Resano estaba estirando los límites de lo deontológicamente aceptable hasta un extremo que no había visto con anterioridad. Quería creer que aquello no tenía absolutamente nada que ver con nuestros antecedentes personales.

—Lo que está pasando, dicho en pocas palabras, es que al parecer la hija mayor ha manifestado su intención de vivir con su padre —informó Resano—. Y que la señora Jiménez solicita que la niña testifique en ese sentido y le sea concedida su custodia de inmediato a su cliente, como ha escuchado.

Sofía y yo cruzamos una mirada estupefactas. Opté por decir algo para impedir que Concha lo hiciera.

—¡Señoría, esto es… inaceptable de todo punto, es una niña, es una menor! —exclamé mordiéndome la lengua para no decir algo inapropiado y mirando a Sofía para invitarla a que interviniera. Al fin y al cabo, era ella quien llevaba el caso y quien conocía mejor todo lo que había pasado en las últimas semanas.

—Con la venia, señoría, ¿puedo hacer uso del turno de palabra? —preguntó rápidamente mi asociada fulminándome con la mirada.

—Puede —respondió la juez—, y avise a su colega de que es la última vez que dice una sola palabra sin tener mi autorización explícita. Si vuelve a hacerlo, no solo será expulsada de la sala, sino que le impondré una multa por mala fe procesal, y remitiré un escrito al ilustre Colegio de Abogados para que le abran un expediente disciplinario que le impida ejercer durante una larga temporada en cualquier tribunal del territorio español. Esta mañana le queda denegado el uso de la palabra en el resto de comparecencia, señora Tramel. Ahora puede proceder.

—Muchas gracias, señoría —se apresuró a decir Sofía—. Con la venia, nos cuesta creer que la hija mayor del matrimonio haya expresado su deseo de vivir con su padre. Tal y como quedó patente a los ojos de todos los presentes, cuando tuvo ocasión de mostrar su preferencia lo hizo claramente agarrándose literalmente a su madre, de la que no quería separarse bajo ningún concepto. Ignoramos qué clase de artimaña o de manipulación psicológica se trae entre manos la parte contraria, pero nos negamos en rotundo a que se valore siquiera la posibilidad de que la niña tenga que volver a declarar, ya quedó demostrado la última vez que fue traumático para ella y que no tenía nada relevante que aportar a la causa.

Error. Sofía estaba dando por supuesto algo que desconocía, los sentimientos de una adolescente eran volubles y misteriosos, era imposible saber qué podía haber soltado por esa boca, o peor aún: qué diría en caso de que volviese a declarar. Tal vez odiaba a su madre por cualquier estúpida razón (como el noventa por ciento de las crías a su edad), y sin darse cuenta de lo que eso suponía, podía ser incluso cierto que ahora quería irse a vivir con su padre. No sé si la tal Melody tenía algo que ver en todo esto, permanecía junto a Felipe atenta, erguida sobre la silla, como si le estuviera infundiendo serenidad y entereza al muy cabrón.

—Con la venia, señoría —intervino Palmira, que aguardó a que la juez le hiciera un gesto con la mano—. Si la abogada vuelve a acusar a esta letrada o a su cliente de manipulación psicológica de la menor, se verá enfrentada a una demanda de inmediato. Entendemos que sus palabras han sido fruto de la impotencia al ver que las cosas esta mañana no están saliendo a su conveniencia, y por ello le pedimos que las retire sin más. Por otra parte, fue precisamente la Fiscalía quien abrió la posibilidad en este proceso de citar a declarar a una menor, y si la juez tuvo a buen criterio estimar dicha solicitud, estamos convencidos de que en esta ocasión actuará de la misma forma. Insistimos en que su señoría tome muy en consideración esta solicitud pensando única y exclusivamente en lo mejor para la niña, el régimen actual de custodia es claramente nocivo para ella, como usted misma comprobará si se lo pregunta directamente. Por favor, señoría, escuche a la pequeña.

Vi en el gesto de Resano que probablemente lo iba a permitir, que las palabras de la Presidenta le habían hecho mella; si ya lo había permitido una vez, por qué no ahora que la niña parecía tener algo que decir. Palmira tenía que estar muy segura para montar aquel teatro lamentable.

Mientras Sofía replicaba educadamente sin conseguir nada, en mi opinión, garabateé una pregunta en un post-it: «¿Qué ha pasado con Jimena?». Le pasé el papel a Concha, que lo leyó y, sin ninguna gana, como si fuera irrelevante, escribió debajo: «Hemos tenido alguna pequeña discusión».

Podía traducir lo que significaba «pequeña discusión»: gritos, pérdida de papeles, amenazas, castigos. Nada que no hubiera pasado millones de veces entre cualquier madre y su hija adolescente, pero que aquí adquiría una dimensión totalmente distinta y podía suponer la pérdida de la custodia incluso, si es que Jimena había heredado el carácter de su madre y era tan terca como ella, cosa de la que no tenía duda por lo que había visto. Pensé que debería prohibirse la adolescencia por decreto ley, así, sin contemplaciones. Sostuve la mirada de mi amiga, que sin necesidad de decir nada más entendió la gravedad de la situación, no era una pequeña discusión, era algo mucho más gordo.

Sofía seguía protestando ante lo que a sus ojos era una manifiesta alteración del procedimiento establecido y de toda la jurisprudencia que este mismo tribunal había dictado en los últimos años.

—Por no hablar de que la mera insinuación de separar en distintos domicilios a tres hermanas menores de edad —sentenció Sofía— no solo contraviene toda lógica, sino que, como la letrada bien sabe, es algo que todos los especialistas desaconsejan. En ningún caso, bajo ningún concepto, debemos permitir que las tres niñas sean separadas si no fuera por causa de fuerza mayor.

Segundo error. Sofía acababa de abrir una puerta que no sabía adónde conducía y que no habíamos explorado en las sesiones preparatorias: la posible separación de las niñas. En un caso normal la inexperiencia de Sofía no habría supuesto mayor problema, pero allí enfrente estaba la Presidenta: cada paso que daba, cada pieza que movía estaba milimétricamente calculada. Vi que Melody susurraba algo al oído de su cliente, el cual se limitó a escuchar sin hacer el más mínimo gesto. Tenía que descubrir cómo podía permitirse Felipe semejante defensa, el despacho de la Presidenta era uno de los más caros en el sector, y ella solo se metía personalmente en un caso si podía sacar una buena tajada. Tal vez su patrimonio era mayor de lo que había declarado y había ocultado bienes de alguna clase, aunque no creo que se hubiera arriesgado a algo así ahora que estaba siendo inspeccionado con lupa. No me cuadraba. Quizá Palmira tenía motivos personales para estar ahí, en ocasiones (no muchas) una abogada como ella también actuaba por motivos personales, sin pensar exclusivamente en el dinero.

—Con la venia, señoría —dijo ahora la pelirroja—. Mi nombre es Melody Larranz, formo parte del equipo legal del señor Rivas, tal y como consta en la documentación que obra en su poder, y solicito turno de palabra en relación con lo que acaba de exponer la letrada de la parte contraria.

Allá iba la defensora de acosadores, maltratadores y otros especímenes similares. Me pregunto si al llegar a casa se lavaría las manos y dormiría a pierna suelta cada noche, o si incluso estaría convencida de hacer lo correcto; esa última posibilidad me hizo temblar de miedo, quizá se veía a sí misma como una incomprendida, como alguien que luchaba por las causas perdidas, por aquellos a los que nadie más quería defender; lo suyo no era un trabajo, era una cruzada. Palmira había elegido a conciencia a su ayudante.

—Proceda —concedió la juez—. Le ruego que sea breve, este asunto se está alargando más de lo previsto.

—Gracias, señoría, seré muy breve —afirmó—. El caso es que he tenido la oportunidad de charlar con Jimena, Rosa y Aitana, las tres hijas del matrimonio, tres niñas encantadoras que están algo confusas y desorientadas, como es normal dadas las circunstancias. No hablo aquí en mi condición de psicóloga clínica ni experta en conductas, por supuesto ya habrá tiempo para los informes de los técnicos, sino como abogada, como mujer y como madre. Por supuesto, no he procedido a un examen psicológico de las menores, ya que no cuento con la aprobación expresa de ambos progenitores y no osaría hacer algo así. No obstante, creo que no son necesarios conocimientos específicos de psicología para entender el estado de nervios y confusión en el que se hallan las menores, así como su clarísima y rotunda inclinación a convivir con su padre. Quiero asegurarle, como no puede ser de otra forma, que todas las declaraciones que le hemos entregado esta mañana son fruto del testimonio espontáneo de la hija mayor, que se siente incomprendida, descuidada y amenazada por su madre. Sí, amenazada también, y siento tener que decirlo, sé lo doloroso que debe resultar para la señora Andújar escucharlo. En las escasas horas que la niña ha podido pasar con mi cliente, le prometo que yo misma lo he podido comprobar en persona, ha mostrado una madurez y una claridad de ideas impropias de su edad, le garantizo que nadie la ha empujado lo más mínimo a pedir un cambio de custodia, es cosa suya, y considero de suma importancia que la escuche, se lo suplico.

—Al grano —apremió Resano.

Melody señaló a Sofía y dijo:

—Estoy completamente de acuerdo con las palabras de la abogada de la señora Andújar. Bajo ningún concepto habría que separar a esas niñas, sería un error. Por eso, solicitamos la custodia de las tres hijas para nuestro cliente, con la absoluta convicción de que no solo es donde mejor estarán, sino que es donde ellas quieren estar. Las tres podrán corroborarlo, señoría.

Concha iba a saltar de un momento a otro, intenté calmarla con la mirada: todo saldrá bien a la larga, aguanta el chaparrón, solo quieren ponernos nerviosos. Cualquier cosa fuera de lugar que hiciera ahora sería mucho peor.

—¿Pretende usted que me entreviste con una niña de siete años? —preguntó la juez inquieta.

—Comprendo que no es habitual traer al juzgado a menores de doce años —asintió Melody—, pero hay precedentes, y le aseguro que si usted misma y el fiscal escuchan a las tres niñas se harán una idea completa de lo que estoy tratando de explicarle. Esas pequeñas quieren estar con su padre, le echan de menos. Y él, señoría, siempre ha sido un padre…

—… ejemplar, ya, ya —le cortó Resano—. Como he dicho al comienzo, no me gustan las sorpresas, no me gustan nada.

—Lo entiendo, señoría, y le pido mil disculpas, no haríamos esta solicitud si no fuera imprescindible por el bien de las menores, tal y como especifica el artículo 158 que tan certeramente usted misma ha citado —concluyó la pelirroja agarrando la solapa de su chaqueta con ambas manos, como si hubiera cumplido con su deber muy a su pesar.

La asistente judicial nos dejó sobre la mesa una fotocopia con los seis folios que había presentado Palmira. No necesitaba mirarlos para saber lo que ponía allí. En resumen, serían palabras supuestamente pronunciadas por Jimena hablando sobre el comportamiento intolerable de su madre en estos tres meses de convivencia, así como su petición por escrito de trasladarse al domicilio paterno, todo ello acompañado de una petición formal para que permitiese declarar a las tres menores (todo estaba orquestado desde el primer minuto) y para que se levantasen las medidas cautelares en lo relativo a la custodia.

Sofía y Gerardo compartieron una copia, a la que echaron un vistazo pasando las hojas atónitos. Yo le di la mía a Concha para tenerla entretenida unos minutos más: si estaba leyendo, al menos no gritaría ni montaría ningún escándalo.

—Señoría, con la venia —intervino Sofía mientras seguía leyendo—. Nos oponemos de plano, esta petición no estaba en el orden del día, además su señoría ha confirmado las prudentes medidas cautelares que siguen vigentes, y por si fuera poco…

Sofía se quedó callada a mitad de frase. Creo que se había quedado en blanco. Les pasaba a muchos abogados en el tribunal, que de pronto, en el momento más inoportuno, perdían el hilo de su propia argumentación, bien por los nervios, por la sensación de que les estaban pasando por encima, o porque comenzaban a hablar sin saber muy bien qué iban a decir, como había ocurrido ahora.

—¿Por si fuera poco…? —preguntó Resano animándola a continuar.

La pobre Sofía tomó aire, cruzó una mirada conmigo, yo no podía intervenir, si decía una sola palabra la juez me expedientaría; después se volvió hacia el otro lado y allí vio a Iturbe, que por supuesto le sonrió de oreja a oreja.

—Por si fuera poco —dijo Sofía blandiendo los seis folios con su mano derecha—, este testimonio de una menor ha sido tomado sin notificación previa a su señoría, ni a esta parte, ni tampoco a la Fiscalía. Debería quedar desestimado.

Tercer error, recordarle a Resano que el fiscal estaba allí.

La juez reparó efectivamente en Iturbe, complacida al ver que seguía tan sonriente, tan rubio y tan dispuesto como siempre. Había permanecido durante toda la comparecencia en silencio, asintiendo a cada afirmación de la magistrada, simulando tener algún interés en lo que allí estaba ocurriendo, todo lo cual era del agrado de Resano, sin ninguna duda.

—Señor Iturbe, me gustaría conocer el punto de vista de la Fiscalía en todo este embrollo —dijo la juez—. Si es tan amable, arrójenos un poco de luz.

Todas las miradas se dirigieron hacia Óscar Iturbe, que, en el extremo de la mesa, asintió y se dispuso a contestar.

Por supuesto, hizo lo más previsible:

Dejarnos con el culo al aire.

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