Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 42

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El cuerpo chocó contra el agua provocando un fuerte ruido y un montón de salpicaduras en el borde.

La niña salió de la piscina resoplando, apoyó las manos en el cemento y de un salto volvió a lanzarse sin tiempo apenas para recuperar el resuello.

Repitió la operación varias veces, hasta que al fin se volvió hacia mí y exclamó:

—¡Te toca!

Lo dijo con el agua saliéndole por la nariz y la boca, con los ojos enrojecidos por el cloro, con los dedos cuarteados extendidos. Aitana podía ser una niña muy persistente.

—¡Tírate! —ordenó señalando la piscina.

La observé desde mi butaca, a unos tres metros de distancia aproximadamente, y dije:

—No sé nadar.

Ella se quedó desconcertada.

—En serio, no sé nadar —repetí.

—Puedo enseñarte —dijo juntando las manos cerca del pecho.

Estaba tiritando de frío, todavía nos encontrábamos en primavera y los termómetros no habían subido de los veinte grados de máxima en todo el día. Eran las ocho de la tarde, no me extrañaba que después de media hora en el agua estuviera muerta de frío.

—Muchas gracias, mejor otro día —afirmé—. Ahora sécate, vas a ponerte mala.

Señalé con el bastón una enorme toalla azul sobre una hamaca, y para mi sorpresa, Aitana se envolvió en la toalla sin rechistar y comenzó a hacer ruidos con la boca.

—Así entro en calor —me explicó.

—Buena idea.

Concha me había convencido, o más bien obligado, para que las acompañara a su casa. Tras un intenso y solitario día de trabajo, se presentó de improviso con las niñas y me secuestraron, asegurándome que íbamos a cenar las mejores pizzas del mundo. Ante una oferta así, no pude resistirme, estaba claro que mi amiga necesitaba compañía. Rosa y Aitana mostraron su entusiasmo cuando subí al coche. Jimena llevaba unos cascos puestos y no abrió la boca.

A algunas niñas les llega antes la adolescencia y a otras después, con distintos niveles de intensidad y de síntomas, pero estaba claro que a ella le había llegado muy pronto y con toda su virulencia. Su imagen con los cascos, mirando por la ventanilla, con el rostro serio y abstraído, me recordó esas imágenes de los jóvenes airados de finales de los sesenta, cuando creían que iban a cambiar el mundo. No sé si Jimena quería cambiar el planeta, o más bien se conformaba con irse muy lejos de allí y perder de vista a todos los adultos que a su juicio le hacían la vida imposible. Era una incomprendida, y aunque su madre estaba desesperada, al verla allí me generó un sentimiento de ternura que se disipó cuando empezó a protestar por todo y se transformó en unas irrefrenables ganas de mandarla a paseo.

La casa de Concha era un pequeño chalé en una de esas urbanizaciones con vigilancia. Tenía jardín y piscina privados, en el pasado había estado allí en innumerables barbacoas y celebraciones, incluso recordaba alguna fiesta antes de que nacieran las niñas en la que nos habíamos desmadrado a base de bien. Ahora el lugar era exactamente lo que parecía: una apacible casa familiar donde las menores reinaban a su antojo y todo estaba dispuesto para ellas.

—¿Vas a llevar mucho tiempo esa máscara?

Me di la vuelta en la butaca. No podía creerme lo que vi. Jimena estaba allí delante, hablándome incluso. Se había dignado a salir de su cuarto y a dirigirnos la palabra al resto de los mortales.

—Estoy pensando en dejármela para siempre —respondí—. Es un poco incómoda, pero me sienta bien, eso me han dicho.

—A mí me da miedo —dijo Aitana.

Inmediatamente Concha se asomó por la puerta que daba al jardín y pegó un grito:

—¡Aitana, ven aquí ahora mismo a cambiarte!

La niña bajó la voz y nos dijo:

—Voy a cambiarme para que mamá no se preocupe.

Y se encaminó hacia la casa, dejándonos allí a Jimena y a mí. Estaba claro que era la intención de Concha que me quedara a solas con la mayor y tuviera con ella una charla; por lo que me había dicho, la comunicación entre ambas era prácticamente nula.

Jimena llevaba unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes diminuta, se adelantó hacia la piscina, se sentó en el bordillo y metió en el agua sus pies descalzos.

Yo no estaba preparada para comunicarme con una cría de trece años que no tenía ningún interés en hablar conmigo. Estuve tentada de tirarla dentro del agua, agarrarla del pelo y decirle: «Si vuelves a decir por ahí que mi amiga es una mala madre y que quieres vivir con tu padre, te ahogaré y luego dejaré tu cuerpo al sol para que las pequeñas vean lo que les puede pasar si siguen tus pasos, ¿has entendido?».

Supongo que no era la mejor actitud. Probaría otra, al fin y al cabo yo también había sido una adolescente malhumorada, de alguna manera yo había sido Jimena en el pasado.

—¿Tienes novio? —pregunté.

—Pero ¿qué dices? —exclamó dando un respingo, como si hubiera dicho una barbaridad.

—Novio, un amigo especial, o como se llame ahora —intenté darle normalidad al asunto—. Yo a tu edad salía con uno de mi curso, José Luis Padilla, no me olvidaré jamás, no era muy listo pero era guapísimo, uf, fue quien me dio mi primer beso y el primero que me metió mano también.

—¿A los doce?

—Siempre he sido muy suelta con los chicos, la verdad. Desde muy pequeña me gustaban, qué le voy a hacer. Cuando mis amigas querían jugar a muñecas y saltar a la comba, a mí lo que me apetecía era pegarle un buen morreo al chulito de turno. De hecho me sigue pasando, no te creas.

Jimena me miró con interés y sonrió. Me sentí como si hubiera coronado un ocho mil, había conseguido que sonriera.

—A mí me gusta un poco Jota, está en cuarto de la ESO, y siempre viene en moto al insti.

—Vaya, si tiene su propia moto y se llama Jota, no me extraña que te guste.

—En realidad se llama Jesús. Él también me llama Jota a mí.

—Sois almas gemelas, por lo que veo. En serio, ¿sois novios?

Ella se encogió de hombros avergonzada.

—Jota antes salía con una de su clase, pero el mes pasado la dejó y me pidió salir a mí.

—Habría sido idiota si no lo hubiera hecho.

—Si se lo cuentas a mamá, no volveré a hablarte jamás.

—No lo haré. Te lo prometo.

Parecía un buen momento para hablar de Concha, ella misma había sacado el tema. Me fijé en su cuerpo menudo, moviendo los pies dentro de la piscina, había tenido a esa niña en mis brazos más de una vez cuando era un bebé, no hace tanto tiempo, y ahora estábamos allí hablando de Jota y de morreos. Me invadió una nostalgia repentina, y cuando me pongo así puedo llegar a decir muchas tonterías.

—Tienes toda la vida por delante, Jimena, no hagas algo de lo que te arrepentirás.

Me miró sin entender.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

—Me refiero a tu madre. Te quiere. Te adora. Vosotras tres sois el centro de su vida. Joder, tu madre es la mejor persona que conozco.

—Grita todo el tiempo, está insoportable.

—Lo está pasando muy mal. Es muy complicado para ella y para tus hermanas también, y para ti, por supuesto. Por eso tenéis que estar más unidas que nunca. Es muy importante.

Negó con la cabeza, habíamos tocado hueso.

—Ya sé que mi padre se ha portado muy mal. Pero ella tampoco es una santa. Los dos tienen la culpa de todo lo que ha pasado. No es justo que solo pague él.

La madurez de su argumentación me descolocó, no esperaba un razonamiento así.

—No puedes ponerles en el mismo nivel a los dos. De ninguna manera —dije muy seria.

—Tú estás de parte de mamá, no eres capaz de ver lo que ella ha hecho.

—¿Qué ha hecho tan terrible, si se puede saber?

—Engañar a papá con otro hombre. Yo lo sabía y nunca dije nada.

Aquello se me estaba yendo de las manos. Si una cría de trece años podía ganarme en una batalla dialéctica es que estaba definitivamente acabada. Me entraron ganas de pegar un grito, no me sorprendió que Concha hubiera tenido alguna otra aventura antes de Ale, lo que me dejó en shock fue que Jimena lo supiera, y aún más que lo dijese de esa forma.

Decidí dar un paso más y dirigirme a ella como una verdadera adulta, le iba a soltar lo que realmente pensaba, lo decidí en ese instante, no estaba totalmente segura de que funcionara, pero iba a hacerlo.

—Escucha, por favor —dije tratando de calmarme—. Tu madre ha cometido muchos errores, estoy segura, pero no es comparable. Sabes muy bien de qué estoy hablando.

Jimena me clavó su mirada, desafiante, como advirtiéndome de que no siguiera por ese camino. Demasiado tarde, ya no había vuelta atrás. Iba a confrontarla con la realidad. Iba a decirle en voz alta la verdad. Que la oyera, y que después se enfadara o lo negara o no volviera a hablarme. Pero era necesario que lo escuchara alto y claro. Ya estaba bien de sobreentendidos.

—La cuestión es que tu padre es una persona muy violenta. Ha pegado a tu madre muchas veces. Cuando las cosas le iban mal, lo pagaba con ella, la golpeaba. Una y otra vez. Lo sabes perfectamente. Y eso, querida, lo cambia todo.

Sacó los pies del agua y se puso en pie. Estaba fuera de sí. Pensé que iba a pegarme, no sería la primera.

—No me digas lo que yo sé o lo que no sé —dijo—. ¿Quién coño te has creído que eres?

—Perdona, tienes razón —reaccioné rápidamente—, es que… me preocupa que digas algo a la juez que luego se vuelva en tu contra.

—Ya me advirtieron de que esto pasaría —musitó—, me dijeron que tratarías de manipularme y ponerme en contra de él. Pues para tu información te diré que no me dejo influir por ti, ni por ellos, ni por nadie, sé perfectamente lo que quiero y diré a la juez lo que me dé la gana.

—¿Quién te advirtió? ¿Quiénes son ellos?

—Creía que eras diferente, pero eres igual que todos —soltó muy decepcionada—. Además, da igual lo que yo diga, al final entre todos haréis lo que os dé la gana, sin contar conmigo, como siempre. Olvídame.

Cruzó el jardín a toda prisa, sin detenerse siquiera a coger las chanclas que había dejado junto a la hamaca. Con los pies descalzos, cargada de rabia y de razón, atravesó en pocos segundos la distancia que nos separaba de la casa y desapareció en su interior.

Tal vez la había perdido. Tal vez ahora estaba aún más decidida a pedir la custodia a favor de su padre. Era imposible saberlo con seguridad. Sin embargo, confiaba en que mis palabras germinaran en su interior y terminara haciendo lo correcto. Puede que no me dieran un premio como psicóloga infantil, pero me había esforzado.

El resto de la velada fue terrible, al menos para mí.

Cenamos con la televisión puesta, las dos pequeñas, Rosa y Aitana, no podían perderse bajo ningún concepto el último capítulo de una serie de niñas sabelotodo que vestían como princesas y berreaban como estúpidas cada vez que un guaperas pasaba a su lado. Si eso era lo que ahora veían las crías, estábamos acabados, no había esperanza, la raza humana se extinguiría sin solución. Por si fuera poco, las célebres pizzas resultaron ser comida a domicilio rica en grasas e hidratos, con un lema escrito en grandes caracteres en las cajas que había traído el repartidor: «Posiblemente, las mejores pizzas del mundo». Las niñas no me habían engañado al respecto.

Jimena no volvió a aparecer en toda la noche, dio un grito desde su habitación asegurando que no tenía hambre, y Concha me preguntó qué había pasado en la piscina; por lo visto, lo de no salir de su cuarto ni siquiera para cenar era una novedad. Le dije a mi amiga que no se preocupara demasiado, estaría mandándose mensajes con su novio, ella arqueó las cejas expresivamente y cambió de tema.

Agotada después de un largo día con las niñas, Concha se llevó a las dos pequeñas a su dormitorio para acostarlas y ella misma se quedó amodorrada junto a sus hijas. Me asomé desde el quicio de la puerta, estaban las tres en la cama de matrimonio abrazadas, una a cada lado de su madre. Decidí apagar la luz y no despertarla, no había ninguna razón para hacerlo.

De vuelta al salón, crucé el pasillo lentamente, apoyándome en el bastón que ya se había convertido en mi compañero inseparable, y escuché ruidos tras la puerta cerrada del dormitorio de Jimena. Estuve a punto de decirle algo, puede que fuera un momento oportuno, pero un segundo después llegué a la conclusión de que habíamos tenido bastante por ese día.

Me senté en el sofá sin saber muy bien qué pintaba allí, era una especie de invitada fantasma, me entraron dudas sobre el auténtico motivo por el que mi amiga había insistido en que acudiera a su casa, puede que también lo hubiera hecho para alejarme de mi propia soledad. Esa sospecha me hizo sentir mal, tuve que recordarme que en todo caso no era lástima por mí lo que sentía Concha, era algo llamado «amistad». Empecé a notar que el dolor de cabeza, ese suplicio permanente que no terminaba nunca de desaparecer, iba en aumento.

Quizá podría llamar a un taxi para regresar a casa, sin embargo estaba cansada, sin ganas de nada, ni siquiera de darle las buenas noches a un conductor desconocido, y por otra parte las pastillas que me estarían esperando cuando volviese no se moverían de su sitio, para qué correr. Al fin y al cabo, era Sábado de Gloria, podía saltarme la rutina, hacer algo diferente, algo inesperado. A través de la puerta acristalada del salón, vi el reflejo del agua de la piscina, azulada, brillante, límpida y seguramente bastante fría en plena noche.

Supe perfectamente lo que tenía que hacer.

Salí al jardín y me apoyé en un árbol, un viejo roble que llevaba allí desde que yo podía recordar. Me quité la ropa ceremoniosamente, una por una cada prenda, sin excepción, hasta que me quedé desnuda. Tardé una eternidad, fue un verdadero milagro que lo consiguiera sin romperme algo. Después llegué hasta el bordillo de la piscina y me senté. Palpé mis heridas sin cicatrizar, tenía una buena cantidad de ellas, y muchas no desaparecían nunca. Sin más, me incliné hacia delante, me impulsé con las manos y me dejé caer.

El contacto de mi piel desnuda con el agua me provocó una sacudida que recorrió todo el cuerpo. Hacía muchos años desde la última vez. Bañarse sin ropa a la luz de la luna era una de las mejores cosas de la vida, lo recordé apenas me sumergí en la piscina.

Mereció la pena.

Si volvía a tener dinero, si algún día rehacía mi vida y mi maltrecha economía, en el improbable caso de que eso llegara a ocurrir, me mudaría a una casa con piscina, no era necesario que fuese privada, podía ser razonablemente feliz colándome en mitad de la noche en una piscina comunitaria, saltándome una vez más las normas. Ese era todo el lujo que ambicionaba en esos momentos.

No soy una gran nadadora, en eso no le había mentido a Aitana, pero mi intención no era hacer unos largos ni bucear de un extremo a otro, solo quería dejarme llevar, sentir mi cuerpo sumergido, eso era todo. Después de zambullirme y de introducir la cabeza un par de veces bajo el agua, y de chapotear un rato también, extendí los brazos y me impulsé ligeramente hacia atrás. Ignoro qué leyes físicas permiten que un cuerpo flote, recuerdo que tenía algo que ver con la densidad y el peso específico, algo así, a quién le importaba. Yo estaba boca arriba, en pelotas, flotando tranquilamente en la piscina de mi amiga Concha. El resto me traía sin cuidado. Podría haberme tirado allí toda la noche.

Escuché un ruido metálico, como si algo hubiera impactado contra el suelo de cemento que rodeaba la casa. Me incorporé de golpe y miré hacia el porche lateral, que era de donde venía el ruido. No se veía nada, esa zona permanecía en absoluta oscuridad. La única luz en el jardín era la que salía de la casa y la de los pequeños leds de la propia piscina.

—¿Concha? —pregunté.

No hubo respuesta.

—¿Hola? ¿Jimena? —insistí.

Nada. Quizá el ruido se hubiera producido en la calle, y no en el recinto del chalé. No podía estar segura, no escuchaba nada por el oído derecho desde el incidente, y además estaba cubierta parcialmente por el agua cuando se produjo. Miré a mi alrededor y me pregunté por qué demonios no tenían un perro, recordaba vagamente que unos años antes había un sambernardo enorme pegando ladridos en ese mismo jardín. Ahora me pareció que era una insensatez vivir en una casa así y no tener un perro bien adiestrado por si acaso algún extraño sentía ganas de entrar sin permiso. ¿En qué estás pensando, Concha? En cuanto saliera del agua, despertaría a mi amiga y la convencería de que se comprara un chucho al día siguiente.

Nadé hasta el borde interior de la piscina, pensé que había llegado el momento de salir, después de todo tal vez no había sido tan buena idea meterse allí sin ropa, especialmente en mi estado, si se producía cualquier tipo de emergencia, no estaba en condiciones de echar una carrera. Moví los brazos por el cemento del bordillo, con el cuerpo dentro del agua. Cuando estaba a punto de alcanzar las escaleras de la piscina, escuché otro ruido. Como si alguien estuviera empujando una puerta que debía haber en el lateral de la casa (no podía recordarla) y no consiguiera abrirla. Esta vez no había duda: el sonido provenía del chalé, no de la calle.

Lo reconozco sin pudor: tuve miedo. De manera instantánea aparecieron imágenes desagradables en mi cabeza. Podía imaginarme a Felipe entrando a esas horas en su casa, aprovechando que Concha y las niñas estaban durmiendo. No sabía que yo me encontraba allí, puede que estuviera merodeando, puede que esa noche hubiera decidido dar un paso más. Era una locura, si hacía algo así y lo pillaban, estaría acabado, perdería todas sus opciones, pero era un desgraciado que seguramente seguía creyéndose con muchos derechos. No se me ocurría quién más podía ser.

Agarré con firmeza la escalera con ambas manos, sentí el tacto del metal, de pronto el agua estaba mucho más fría.

Alguien acababa de entrar sin permiso en la parcela. Miré desesperadamente hacia el árbol donde me había quitado la ropa, allí estaba también mi bastón, quizá podría hacerle frente si lo alcanzaba. Por otra parte, y si no recordaba mal, había dejado mi móvil en la mesita del salón, estaba demasiado lejos, la posibilidad de llamar a la Policía era remota.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté tratando de armarme de valor.

Los ruidos de la puerta cesaron. No sé si había sido inteligente levantar la voz, suponiendo que aquel cabrón no supiera todavía que yo estaba en la piscina, ahora me tenía localizada. Acaso no se trataba de Felipe, sino de un vulgar ladrón, uno de esos cacos que aprovechan las vacaciones de Semana Santa o de verano para colarse en las casas ajenas. O incluso puede que no estuviera allí por la casa, ni tampoco por Concha. Eso es. Se trataba del agresor del garaje, que había vuelto para rematarme. Desde luego había elegido una ocasión perfecta.

—Acabemos con esto de una vez —dije desafiante—. ¿Quién cojones está ahí?

El extraño dio un par de pasos, y entonces pude ver sus pies en la esquina de la casa, entre la penumbra, reflejados en el ventanal del salón.

Aquello no eran imaginaciones mías. Había un tipo a pocos metros de mí que se había colado en la casa y que me estaba observando. Desde mi posición, apenas distinguía los zapatos, parecían dos viejos mocasines marrones bajo un pantalón gris, aunque no estaba segura. De ser así, Felipe quedaba descartado.

Volví a mirar hacia el salón, esperaba que Jimena no tuviera la ocurrencia de aparecer justo ahora, si el tipo quería tomarla con alguien, que lo hiciera conmigo. La cabeza me iba a mil por hora, podía gritar, pedir auxilio, o mejor no, esperaría a que se acercara, si es que lo hacía. Exacto: lo engancharía del cuello y lo hundiría en el agua, y gritaría con toda mi alma, le clavaría las uñas, los dientes, esta vez no le iba a resultar tan sencillo como en el garaje, pasara lo que pasara iba a luchar, se lo iba a poner difícil. Imaginé la piscina llena de su sangre y la mía, mezcladas, la Policía tomando declaración unas horas más tarde, sacando nuestros cuerpos inertes del agua. Estaba dispuesta a terminar con todo esa noche si era necesario, lo agarraría con tal desesperación que no podría librarse de mí. Tomé esa determinación y, aunque no desapareció el temor, me sentí más fuerte.

—Perdona, no quería asustarte —dijo con su característica voz, oculto entre las sombras de la noche.

Se acercó al ventanal para que pudiera verlo.

No era necesario. Desde que pronunció la primera palabra supe perfectamente quién era.

—Te dije que no volvieras a acercarte a mí —repliqué airada, con ganas de romperle la cabeza, pero al mismo tiempo aflojando la tensión del cuerpo.

—La chica esa, la polaca, me dijo que te habías ido con Concha —se justificó.

A continuación, Ramiro dio otro paso hacia la piscina.

—Ni se te ocurra acercarte, quieto ahí —le advertí—. ¿Por qué has ido a mi casa? ¿Por qué has hablado con Helena? ¿Y por qué cojones entras en una casa ajena a media noche y sin que nadie te haya invitado? Voy a llamar a la Policía.

—He ido a tu casa porque necesitaba decirte algo. He hablado con Helena, no sabía que se llamara así, porque es la que me ha contestado al telefonillo, y sin que yo le preguntara, me ha dicho que te habías ido con Concha. Y he entrado sin llamar porque la puerta no estaba trancada, y porque durante una época entré tantas veces en esta casa sin llamar que no me ha parecido extraño hacerlo —respondió del tirón—. En cuanto a la Policía, por supuesto estás en tu derecho a llamarla, puedo darte el nombre del sargento de guardia.

Estaba como poseído, aunque la enfermedad lo estaba carcomiendo, aunque era un cadáver andante, el muy gilipollas se creía que seguía teniendo derecho a hacer lo que le diera la gana.

—Te he pedido disculpas —insistió—. Te prometo que no quería asustar a nadie. No era mi intención.

—¿Y cuál era tu intención, si puede saberse? —pregunté.

Respiró hondo y sacó algo del bolsillo trasero del pantalón. Realmente estaba en los huesos. Extendió la mano con una hoja doblada.

—Ayudarte a ganar el caso contra Gran Castilla —dijo—. Esa es mi intención.

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