Ana

Ana


Tercera parte. Fantasmas del pasado » 51

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—Hasta entonces, lo único que sabía sobre el mercurio era que se utilizaba en termómetros y otros instrumentos de medición. Poco más. Desconocía otras aplicaciones de ese elemento químico, cuya referencia únicamente eran las lejanas clases sobre la tabla periódica en el instituto. Aquel día me hice una especialista en el mercurio.

»Tenía treinta y ocho años, estaba completamente enamorada de mi marido (solo decirlo en voz alta en esos términos me produce náuseas), y por una vez, me había dejado llevar, había aflojado las riendas y confiaba en la persona que tenía a mi lado. Ramiro y yo teníamos eso que se suele decir: una maravillosa vida por delante, un montón de planes, una casa estupenda, incluso compartíamos un cierto sentido ético del trabajo y de la moralidad. Si lo hubieras conocido, entenderías a qué me refiero, nada que ver con el esqueleto sombrío en el que se ha convertido. Era un tipo vital, abierto, encantador, fuerte, respetuoso, protector e independiente al mismo tiempo, emanaba una seguridad contagiosa que te hacía sentir bien a su lado. Además, como has dicho, colaborábamos en un caso complicado que nos tenía absorbidos. Y lo que es más importante, y este es un dato que conviene no olvidar, yo estaba embarazada. De veintiocho semanas exactamente. Estaba orgullosa de mi tripa y preparada para abrazar esa sensación que dicen algunos según la cual un bebé te hace menos egoísta, tal vez incluso mejor persona.

»El caso en el que trabajábamos era un asunto de narcotráfico internacional con ramificaciones en distintos países. Yo representaba a la acusación particular, un lobby poderoso e influyente que se había personado en la causa contra un clan hispano colombiano que introducían toneladas de droga en Europa a través de la península ibérica. Los acusados eran veintitrés capos que habían sido apresados tras años de investigación entre distintos cuerpos de seguridad. Ramiro era una pieza más dentro del enorme entramado de policías de diferentes nacionalidades que intervenían en la operación.

»Tendrías que haber visto el aspecto de aquellos veintitrés tipos, solo estar cerca de ellos te ponía los pelos de punta. Evidentemente eran tan peligrosos, y tenían tantos contactos, que durante la instrucción los mantenían aislados en distintos centros, con vigilancia personalizada día y noche.

»El proceso se movía a través de un frágil hilo de certidumbres, de testigos protegidos, delatores, informes de los servicios de inteligencia, declaraciones de agentes infiltrados, clientes minoristas que les compraban la mercancía, distribuidores y una larga e interminable lista de colaboradores.

»Tanto Ramiro como yo sabíamos que pisábamos terreno movedizo, pero que estábamos en el bando de los buenos, por así decirlo. Y eso nos daba fuerzas. Creo que, sin expresarlo, teníamos la certidumbre de que estábamos contribuyendo a que tal vez el mundo donde crecería nuestra futura hija fuera algo mejor, y eso, aunque pueda sonar un poco empalagoso, nos hacía dar todos los pasos en la dirección adecuada para encerrar a esa banda de impresentables, asumiendo los riesgos que fueran necesarios. También, no lo voy a negar, me pagaban un dineral por hacer mi trabajo, lo cual ayudaba.

»El 8 de mayo, no es una fecha que vaya a olvidar, se produjo un quiebro inesperado y esencial en el caso. Uno de los veintitrés acusados decidió traicionar a sus compañeros a cambio de rebajas en su condena y de que le asegurasen inmunidad con respecto a la extradición. No sé si fue la conciencia, el terror a pasar el resto de su vida entre rejas o la desconfianza en el sistema judicial y penitenciario de su país de origen, pero aquel individuo tomó una decisión y nosotros la íbamos a aprovechar. El arrepentido sabía todo sobre el clan, y cuando digo “todo” me refiero a las actividades financieras, a las rutas empleadas, a los contactos, a los muertos que arrastraban, cómo, cuándo y dónde. Era como un disco duro repleto de información que solo había que ir extrayendo. Por supuesto compartí mi entusiasmo con Ramiro, aquello podía significar la garantía de una condena para el resto, e incluso la desarticulación definitiva de una red que, a pesar de las detenciones, seguía operando.

»Debo decir, en honor a la verdad, que yo ignoraba las debilidades de Ramiro, o tal vez no había querido conocerlas a fondo. Sabía que en otro tiempo había sido acusado de corrupción, pero el expediente nunca había prosperado y daba por hecho que era agua pasada. Para mí era un hombre íntegro que había tenido un episodio desafortunado, eso es todo. Había decidido planear con él un futuro, tener un hijo juntos, compartir mi vida entera.

»El arrepentido iba a ser trasladado sin notificárselo a nadie a un hotel a las afueras, donde se había reservado una planta completa para que permaneciera aislado entre medidas extremas de seguridad hasta su declaración ante el juez. Solo el fiscal y yo tendríamos acceso a él.

»La casualidad y la mala fortuna, sumadas a una serie de desgraciados y precipitados acontecimientos, hicieron que aquella tarde del 8 de mayo, Arrellano, el fiscal encargado del caso, Galván, el arrepentido delator, y yo misma compartiésemos una furgoneta Volkswagen Caravelle de ocho plazas con los cristales tintados, con destino al hotel. No había tiempo que perder, era preciso obtener toda la información cuanto antes, teníamos miedo de que se echara atrás, de que ocurriera algo que le hiciera cambiar de opinión, o de que le callaran la boca por la fuerza. En aquel trayecto nos acompañaban, además del conductor, otros dos policías nacionales del círculo próximo al juzgado. Cuantas menos personas estuvieran informadas de la ubicación, mejor. Sabíamos muy bien cómo se las gastaban los compañeros de Galván cuando alguien traicionaba su confianza, no sería ni el primer ni el último testigo que recibía un tiro en la cabeza que le impidiera declarar en su contra.

Recuerdo el olor a cuero nuevo en el interior de la furgoneta, mezclado con la colonia fuerte que llevaba el acusado convertido ahora en testigo. Iba vestido con ropas gruesas y no lo llevaban esposado, supongo que para no levantar sospechas. Aquel era el caso de mi vida, estaba haciendo lo que siempre había querido en el sentido más amplio y profundo, posiblemente me hallaba en el momento más álgido de mi carrera y de mi vida personal. Era una de las socias principales de un bufete enorme y reputado al que todo el mundo quería contratar. Estaba contribuyendo a la desarticulación definitiva de una de las principales redes de narcotráfico del mundo. Y mi relación con Ramiro había alcanzado un grado de complicidad y de auténtica intimidad que nunca antes había compartido con ningún otro ser humano. De ahí que el desgarro con lo que ocurrió se multiplicara por mil, si cabe.

»Antes de arrancar la furgoneta, Galván me miró y murmuró con su acento colombiano apenas tres palabras: “¿Niño o niña?”, preguntó.

»Sin ninguna lógica, sentí temor de compartir algo personal con aquel hombre, un criminal peligroso que según todos los indicios había acabado con la vida de varias personas con sus propias manos. Sin embargo, si quería que colaborase, pensé que no pasaría nada por hacerle partícipe de algo tan simple como aquello. “Niña”, respondí llevándome la mano izquierda a la tripa.

»Fue todo lo que dije, la única palabra que intercambié con aquel hombre. Arrellano hizo un gesto a uno de los guardias y la furgoneta arrancó.

»Te prometo que en los siguientes segundos, desde que el motor de la Caravelle se puso en marcha, supe que algo no iba bien. No podía saber qué era, pero había una especie de silencio negro en el ambiente, tal vez solo interrumpido por un sonido metálico que no podía identificar.

»He reconstruido la imagen una y mil veces en mi cabeza. A dos metros exactamente del lugar en el que yo me encontraba, debajo del automóvil, a la altura de la primera fila de asientos, el movimiento del vehículo hizo que una ampolla de cristal con una pequeña cantidad de mercurio comenzara a oscilar ligeramente, lo cual a su vez inició un circuito eléctrico cerrado en un tupperware repleto de explosivo titadine, muy similar al empleado por algunos grupos terroristas. Lo que vulgarmente se conoce como una bomba lapa se activó cuando la furgoneta se puso en marcha.

»Sentí un estallido a mi alrededor, un ruido estentóreo que no identifiqué. Te aseguro que no es sencillo reconocer la detonación de una bomba cuando sucede bajo tus pies. Mi recuerdo borroso y cambiante es que de alguna forma todo sucedió a cámara lenta, el calor insoportable subiendo desde el suelo, el sonido ensordecedor, los gritos de mis acompañantes y los míos propios, la sensación de vacío, los cuerpos destrozados, la sangre mezclada con las llamas, el acero curvándose, reblandeciéndose delante de mis ojos, atravesando al conductor. Fue tan imprevisto como inevitable. Una bomba de fabricación casera que un sicario había colocado en los bajos de la furgoneta un momento antes elevó la furgoneta casi medio metro del asfalto.

»Fue una enorme detonación en la vía pública a plena luz del día. Una furgoneta Volkswagen Caravelle propiedad del Estado saltó por los aires ante los ojos de varios transeúntes. Dos de sus ocupantes murieron en el acto, y los otros cuatro, entre los que me encontraba yo, fuimos trasladados urgentemente al hospital más cercano, el Gregorio Marañón.

»En la ambulancia no paraba de gritar con desesperación que salvaran al bebé, que todo lo demás daba igual. Tenía varias fracturas en mi cuerpo que solo podía intuir, heridas y quemaduras de diversa consideración, y estaba tan aturdida que me sorprende haber sido capaz de articular palabra. Mi vida no corrió peligro, por lo que me dijeron después. Sin embargo, mis peores temores se hicieron realidad. Una vez en el hospital, me confirmaron que había sufrido un traumatismo severo en la región abdominal y dorsolumbar, que entre otras cosas me había provocado estallido del bazo, laceración hepática, fractura de pelvis…, así como desprendimiento de placenta. El feto había dejado de latir poco después del estallido. No había nada que se pudiera hacer.

»Y ya está. Ahí acabó todo.

»Me hicieron un legrado, me operaron de no sé cuántas cosas, trataron las quemaduras, me cosieron y me llevaron a un lugar que me dio la impresión de ser la habitación más fría y oscura en la que había estado en toda mi vida, aunque supongo que cualquier sitio me lo habría parecido. Mi vida, todo aquello que tenía algún sentido, había acabado en ese momento. Aquel 8 de mayo aún iba a recibir un golpe más, no sé si el más duro, pero sí el que dotó de un nuevo significado a todo lo ocurrido.

»Era extraño que Ramiro tardara tanto en aparecer. Lo hizo en mitad de la noche, como un fantasma. Entre sueños, y no sé si delirios. De pronto estaba sentado delante de mi cama del hospital, observándome con los ojos muy abiertos, casi sin poder respirar. Creo que fue ese día cuando se convirtió en la persona que es hoy. Me atrevería a asegurar que incluso tenía peor aspecto que yo. Estaba deshecho. Algo que lógicamente atribuí a la pérdida de nuestro bebé y a lo que aquellos malnacidos nos habían hecho. Pero había algo más. “He sido yo”, masculló a duras penas.

»Y lo repitió varias veces. “He sido yo”.

»Al principio pensé que se trataba de una forma de hablar, que estaba asumiendo su parte de responsabilidad por no haber prevenido que los narcos pudieran hacer algo semejante. Pero no. Por desgracia, era mucho más que una manera de hablar.

»Ramiro nos había traicionado. Había informado a los colombianos de lo que iba a hacer Galván, de todo lo que estaba a punto de suceder, su cambio de testimonio, su traslado, absolutamente todo.

»Delante de la cama del hospital, juró una y mil veces que no podía imaginar las consecuencias que iba a provocar su chivatazo, que de haberlo sospechado jamás lo habría hecho. Que nunca imaginó que atentarían contra Galván de esa forma, y mucho menos que yo podría estar a su lado cuando sucediera. Lloró, pidió perdón y suplicó que no ahora, pero que, si en el futuro algún día podía llegar a perdonarle, haría cualquier cosa, lo que fuera, para compensarme. Insistió, como si se tratara de una letanía, en que siempre estaría a mi lado. Dijo muchas otras cosas, pero yo había dejado de escucharle desde que reconoció que había sido él quien nos había delatado.

»Solo le pregunté por qué lo había hecho. “Porque me tenían completamente atrapado, Ana —me contestó—. Conocían mis problemas con Asuntos Internos, todo lo que había hecho, y lo que seguía haciendo. Si no les informaba, acabarían con mi carrera, y también te habría salpicado a ti. Nos habrían destruido. Además, si no lo hacía yo, ten por seguro que lo habría hecho cualquier otro. Aunque te parezca extraño, lo he hecho por nosotros. No tenía más remedio, me amenazaron, me chantajearon, me tenían acorralado. No sabía, no podía suponer que harían algo así, que tú estarías ahí, que perderíamos nuestro bebé”.

»Puso una enorme cantidad de excusas y justificaciones. Muy convincentes. Por el modo en que las expresó, supongo que él mismo se las creía. Pero la única realidad es que había traicionado a todos, incluyéndome a mí, y lo que es peor, a sí mismo, por miedo a que sacaran a la luz sus trapos sucios, y a cambio de una insignificante suma de dinero en una cuenta corriente, que casi seguro que a él le pareció enorme, pero que te aseguro que era desproporcionadamente ridícula. Cualquier suma lo habría sido.

»No fue necesario que le denunciara, él solo se bastó para arruinar su propia vida, su carrera, su existencia.

»Nunca más volví a verlo. Solo tuvimos alguna comunicación a través de nuestros abogados. Hasta el otro día, cuando se presentó aquí.

»Aquella noche en el Gregorio Marañón le ordené que desapareciera. Había destruido todo, nuestra confianza, nuestra vida, nuestro futuro. Le rogué que, si le quedaba una sola gota de decencia, hiciera el favor de desaparecer para siempre. Y eso fue exactamente lo que hizo.

»Dejé el caso, y por decirlo de alguna manera que se pueda entender, aparqué mi vida en el pozo más oscuro que encontré. Se sucedieron los interminables meses de desgarro, de dolor, de falsa anestesia, llenos de lagunas. Admito que estuve a punto de dejarme llevar y quitarme de en medio, pero no tuve el valor, ese fue el único motivo que me detuvo. Luego llegó Concha y me rescató a la fuerza. Me obligó a levantarme y dar algunos pasos.

»El resto ya lo sabes —dije mirando a Sofía, que había permanecido en un respetuoso silencio durante todo el tiempo.

De pronto, la cocina me pareció mucho más pequeña, tuve una ligera sensación de estar encerrada en un sitio del que necesitaba salir. Ella seguía muda, imagino que no resultaba fácil decir nada después de aquello.

—Lo siento —murmuró lacónica.

—Eres la tercera persona en saberlo —dije—, y la primera a la que se lo he contado.

—No entiendo cómo puedes hablarle o mirarlo a los ojos después de aquello, por mucho tiempo que haya pasado.

—Efectivamente —respondí—, hay muchas cosas que no entiendes. No te culpo, yo tampoco termino de comprenderlas.

—No sé qué decir —se lamentó.

—No tienes que decir nada. Ni mucho menos compadecerte de mí o utilizar palabras manidas. No es necesario. En realidad, no tienes que hacer ni decir nada. Ahora bien, no vas a preguntarme sobre ningún otro aspecto de la historia. Esto acaba aquí y ahora. No vamos a volver a hablar de ello nunca más. No vas a volver a mencionarlo.

—Como digas —aseguró.

—No soy la única persona que ha sobrevivido a algo así, y no solo me refiero al estallido de una bomba, sino a la pérdida de un embarazo, a una traición de la persona más cercana, y en definitiva a todo lo que rodea este suceso. He hecho lo que he podido, no estoy especialmente orgullosa de mi comportamiento durante los últimos seis años, pero tampoco me arrepiento de nada.

Después de salir del hospital, y esto no me pareció necesario comentárselo a Sofía, empezó mi afición a los tranquilizantes y al alcohol, que poco a poco se transformarían en algo esencial en mi día a día. Aquello se convirtió en un modo de vida.

—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó ella.

Negué con la cabeza.

—Ya he hablado demasiado —zanjé—. Espero que lo entiendas y que tengas presente lo que te he pedido al respecto.

Sofía me miró, y vi en sus ojos que se hacía perfecto cargo de la situación.

Dejamos ahí la conversación, por mi parte no tenía fuerzas para seguir, si continuábamos escarbando podría acabar soltando unas cuantas lágrimas en el hombro de mi joven asociada, una posibilidad que solo de imaginarla me ponía enferma. Le pedí que se marchara, quería estar a solas.

En cuanto salió de allí, sin dudarlo ni un segundo, entré con ansiedad al lavabo del fondo, temblando, y tomé una pastilla de tramadol y otra pequeña dosis de paroxetina, nada del otro mundo. Me ayudé con la mano para dar un trago de agua fría directamente del grifo. Poco a poco fui recobrando cierta sensación de equilibrio.

Me encerré en el despacho, aislada, y dejé que Ronda y compañía terminaran de asear a Ramiro. Decidí tratar de llevar mis pensamientos a otra parte, si es que era posible. Estuve tratando de repasar durante varias horas, sin demasiado éxito, un nuevo informe que me había dejado Gerardo sobre el entramado financiero de Gran Castilla. Mi concentración brillaba por su ausencia después de lo que le había contado a Sofía.

Hice un enorme esfuerzo por leer con atención aquellos documentos. Tal vez a causa de las pastillas, tenía la extraña sensación de que, cuanto más sabíamos sobre Gran Castilla, menos nos acercábamos a la verdad, sus cuentas de resultados eran indescifrables. No solo tenían negocios a lo largo de la geografía española, también tenían salas de juego en República Dominicana, en Chile y en Argentina, un total de treinta y dos lucrativos casinos. A los que había que sumar la creciente oferta online, sobre la que al parecer habían centrado grandes inversiones de marketing y publicidad en los últimos años. En total, un enorme monstruo de varias cabezas que dirigía a su antojo Emiliano Santonja. Aunque tuviera que rendir cuentas en el consejo de administración, era él quien tomaba las decisiones. La cifra que iba a solicitar como indemnización en el escrito de acusación definitivo tenía que ser proporcional no solo al delito cometido, sino también a la facturación de una enorme sociedad como la suya.

Mientras tomaba notas, algunas sin mucho sentido, me vinieron dos nombres a la cabeza. El primero, Ignacio Cimadevilla, el socio del casino del que tenía seis conversaciones grabadas amenazando o coaccionando a mi hermano, y que por lo visto tenía además otros intereses con Helena, digamos no solo meramente monetarios. Figuraba con distintos cargos a lo largo de los años en las asambleas ordinarias de Gran Castilla: vicepresidente de operaciones, director adjunto, mánager general, consejero delegado, en definitiva, alguien que sacaba una buena tajada y que contaba con la confianza del gran jefe en persona. Su participación societaria era más pequeña que la de Santonja, sin embargo su presencia resultaba abrumadora, por no hablar de la familiaridad con la que se expresaba en las grabaciones. Según Gerardo, era una anguila, hasta ahora no habíamos conseguido que declarase en la instrucción, los abogados lo habían ido posponiendo con alegaciones de viajes de trabajo diversos, con sus correspondientes justificantes de toda clase. Ojalá que esos retrasos escondieran algo más, algo que tal vez quisiera contar y de lo que estuvieran tratando de disuadirle. No veía el momento de conocerlo en persona y tener una charla con él.

El segundo nombre era el de Miguel Ortiz. Por lo que habíamos ido descubriendo, tenía un perfil muy similar al de Alejandro, personalidad obsesiva y adictiva, don de gentes, talento y simpatía, no era un primo al que desplumaran noche tras noche, era algo más complicado. Tanto mi hermano como él habían ganado dinero en muchas partidas, y luego los habían ido pelando como a una cebolla, capa a capa, lentamente, sin que nadie, ni ellos mismos, se dieran cuenta. No digo que formara parte de un plan preconcebido, simplemente había ocurrido. Les habían arrebatado todo y luego habían seguido apretando más y más hasta que habían reventado. Si existían un Alejandro Tramel y un Miguel Ortiz, tenía que haber más, y yo tenía que encontrarlos.

A eso de la una, el agotamiento y la presión en la sien se hizo insoportable. Los ojos se me cerraban solos, había sido un día muy largo. Había hecho un largo viaje al pasado del que todavía no había regresado del todo. Y había tomado muchas pastillas. Aunque me resistía a entrar en mi cuarto, sabiendo lo que me iba a encontrar allí, decidí afrontarlo. No podía pasar la noche en un sillón, mi cuerpo no estaba preparado después del incidente; si lo hacía, lo lamentaría el día siguiente, amanecería llena de contracturas y cosas peores. Estuve tentada de bajar a por el coche y presentarme en casa de Moncada, en los últimos días habíamos repetido varias veces nuestros satisfactorios y completísimos encuentros sexuales, digamos que nos entendíamos bien y que las cosas ocurrían con naturalidad, sin forzarlas, eran un pequeño oasis en el que hablábamos poco y hacíamos mucho, dejando que nuestros cuerpos tomaran las riendas. No era una relación seria, y no iba a permitir que lo fuera, solo éramos dos adultos que se acompañaban y lamían sus heridas juntos, casi literalmente, en un momento de sus vidas en el que no sospechaban que algo así les podría ocurrir. Sin embargo, aquella no era una de esas noches, me sentía tan agotada que lo único que necesitaba era cerrar los ojos unas pocas horas sin que nadie me molestase. Me armé de fuerzas y me dije que podía con ello, qué demonios, era mi dormitorio.

Enfilé el pasillo, arrastrando la pierna, y entreabrí la puerta. Distinguí en la penumbra el cuerpo de Ramiro, con los pies fuera de la cama, su longitud siempre había sido incompatible con las medidas estándar de los colchones. Me tumbé con cuidado sobre la cama sin quitarme la ropa, no quería sentir el contacto de su piel durante la noche en caso de que alguno de los dos se moviera. Traté de acompasar mi respiración, estómago, pecho y garganta, despacio, sintiendo el aire entrar y salir de mi nariz, sin abrir la boca, otra vez, alargando un poco más cada inhalación. No conseguía relajarme, ni creo que lo fuera a conseguir. Ramiro murmuró algo entre sueños y se giró hacia mí, se acomodó la almohada con la cabeza, sin despertarse siquiera, y dejó caer su mano, larga, desvaída, que fue a parar justo sobre mi pecho. Dudé de si se estaba haciendo el dormido, pero no lo parecía, roncaba ligeramente e incluso le caía un pequeño hilo de baba por la comisura de los labios. Si no le aparté la mano fue única y exclusivamente por el temor de que pudiera despertarse y que aquello llevara a un inevitable intercambio de palabras.

Allí estábamos. Mi primer exmarido, Ramiro Sare, el cabrón que me había traicionado, el hombre por el que lo había perdido todo, y yo. Él consumiéndose por una enfermedad incurable. Yo, en uno de los puntos más álgidos de mi adicción, repitiéndome una y otra vez que lo iba a dejar. Los dos compartiendo la cama muchos años después. Cogiéndome una teta.

En las tres ocasiones en que nos habíamos visto desde su vuelta, había repetido lo mismo: Te juro que he cambiado. Por supuesto, no le creía, ni le iba a dar otra oportunidad, ni nada parecido. Sin embargo, sin tomar ninguna decisión, dejando que las cosas simplemente ocurrieran, ya habíamos vuelto a las andadas: yo haciéndome cargo de él y Ramiro aferrándose a mí.

Hice algo que no tenía previsto.

Me quité la careta con mucho cuidado, la desencajé de mi rostro y la dejé sobre la mesilla. Se acabó. Estaba lista para que el mundo viera mis heridas tal y como eran, profundas, desagradables, sin cicatrizar. No necesitaba consultarlo con el especialista, decidí que había acabado con esa careta. Sentí un ligero alivio.

Miré de reojo a Ramiro y murmuré:

—Como me la vuelvas a jugar, no permitiré que te mueras sin más. Primero congelaré tu cuerpo en vida y después te iré cortando en pequeños trocitos, uno a uno cada día, hasta que no quede de ti más que un lejano y hediondo recuerdo.

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