Ana

Ana


Tercera parte. Fantasmas del pasado » 56

Página 61 de 101

56

Trece personas alrededor de una mesa de reuniones ovalada de vidrio levantaron la mirada hacia nosotros. Helena estaba sentada en el centro, con Martín sobre sus piernas, y un montón de documentos delante. Ni siquiera tuve tiempo de fijarme en el resto de los presentes. La miré directamente a ella.

—¿Has firmado algo? —pregunté.

No tuvo que responder. Bajó la vista sobre las hojas que tenía delante y el bolígrafo que sujetaba con la mano derecha. Incluso desde donde yo estaba, podía ver su rúbrica sobre aquellos folios. Ya estaba hecho.

—Señora Tramel, es un placer inesperado —dijo Santonja, sentado dos butacas más allá.

—Le voy a demandar a usted y a todos sus abogados —le señalé—. Aunque sea lo último que haga en mi vida, no pararé hasta que un juez les condene por corrupción y por conspirar para cometer fraude, hasta que le inhabilite y volvamos a empezar con la querella donde la habíamos dejado.

—Eso puede ser un penoso y largo camino —respondió él con toda tranquilidad.

Cristina Tomé, a su lado, se puso en pie.

—La señora Kowalczyk ha pedido nuestro asesoramiento jurídico por escrito —recitó de memoria lo que llevaban largo tiempo preparando—. Se sentía desatendida por su propia abogada, y gustosamente nos hemos prestado a ayudarla. También acaba de firmar dicha solicitud formal. A su debido tiempo, recibirá una copia en su despacho, por supuesto.

—Este acto es alevoso —respondí tratando de mantener la calma—. Es contrario a las normas más elementales de comportamiento. Y sobre todo, es ilegal.

—¿Ilegal? —preguntó Helena alarmada.

—Esa es una afirmación temeraria y sin fundamento —continuó Tomé—, estaremos encantados de dirimirlo ante un juez.

—Ellos dicen a mí todo legal —repitió Helena—. Perdonan deuda si yo retiro querella. Es mejor para todos. Para ti también ser bueno, Ana.

—No, para mí no ser bueno —dije— y para ti tampoco. ¿Sabes por qué? Porque tú y yo teníamos un pacto. No estoy hablando de un contrato firmado, que también. Me refiero a ese pacto según el cual yo me lo jugaba todo para hacer justicia, incluyendo mi carrera, mi dinero y hasta mi vida. Para encerrar a estos cabrones que acabaron con Ale y con otro montón de gente enferma, y que se creen que pueden hacer lo que les dé la gana sin que nadie les pare los pies. Tú y yo estábamos de acuerdo en que iba a ser muy difícil, pero que íbamos a llegar hasta el final. ¿De verdad crees que Alejandro estaría de acuerdo con esto? ¿Crees que él estaría contento con eso que has firmado? Tú y yo somos familia, me lo dijiste un montón de veces. Familia. ¿Quiénes son todos estos? Extraños que mataron a Ale y que ahora nos quieren asustar. ¿Cómo coño has podido firmar eso, Helena?

La chica parecía a punto de llorar, se abrazó a Martín, que también parecía muy asustado.

—Yo tener miedo —se disculpó.

—Y yo también, joder, estoy muerta de miedo día y noche —estallé—. ¿Es que no me ves? ¡Te pregunté si estabas segura! ¡Te lo pregunté antes de empezar todo!

—Ana, déjalo, ya ha firmado —me interrumpió alguien desde el otro extremo de la sala.

Me volví al escuchar aquella voz cavernosa. Al fondo de la sala vi a Ramiro junto a un ventanal. Sentí un pinchazo en el pecho. Caminé hasta él en presencia de todos. Crucé la sala de reuniones y me planté delante de mi primer exmarido. Él retrocedió un par de pasos.

—¿Cuánto te han pagado? —le pregunté.

—La enfermedad es real —respondió—, me quedan unos meses, no tenía otra salida.

—¿Cuánto? —repetí.

—No me voy a disculpar —dijo—. Es lo mejor para esa chica, y tú lo sabes.

—¿Más que la otra vez?

—Joder, Ana…

—¿Cuánto?

—Cincuenta mil.

Resoplé. El precio de una persona solo podía ponérselo uno mismo. Si es verdad eso de que todos estamos en venta, Ramiro Sare estaba de saldo. No lo pensé, simplemente lo hice: armé el hombro, extendí la palma de la mano y le crucé la cara con una estruendosa bofetada que resonó por toda la sala. Ramiro se llevó la mano al rostro.

—Siempre te has creído mejor que los demás —dijo.

Era la segunda persona que me decía algo similar en el mismo día. Una cosa es que lo dijera una mujer a la que había engañado en su propia cara y a la que había arrebatado a su marido. Pero que un reptil como Ramiro se atreviese siquiera a pensarlo era demasiado.

Volví a golpearle en la cara. En el mismo sitio exactamente. Con toda la fuerza y el dolor acumulado de estos años. Con toda mi alma.

Del impacto, parte del rostro y del cuello se le había puesto rojo. Me preparé para seguir atizándole, por una vez era otro el encajador. Estaba dispuesta a continuar golpeándole. Pero algo me detuvo. Escuché que Martín había comenzado a llorar. Lo miré y bajé los brazos. Helena le pasó la mano al niño por el pelo y le susurró algo, tratando de tranquilizarle. Me miró deshecha, como si estuviera arrepentida de haber venido a esa reunión y de haber firmado esos papeles. Demasiado tarde.

—Tú perdona a mí —dijo Helena.

No fui capaz de articular palabra. Sé que yo tenía parte de la culpa: en lugar de anestesiarme con las pastillas, tendría que haber estado despierta y hablar con ella cada día, cada noche, haberla acompañado de verdad, no solo de palabra. Y también sé que esos cabrones se habían aprovechado de su temor para que firmara el acuerdo. Sin embargo, estaba furiosa con ella, no podía decirle que todo estaba bien, porque realmente no lo estaba.

—Creo que será mejor que demos por concluida esta reunión —dijo Tomé—. Mañana a primera hora remitiremos al juzgado de Robredo estos documentos. Por supuesto, podrá usted recurrir, señora Tramel, está en su derecho, aunque oponerse a los deseos de su propia cliente no suele ser una buena política, usted sabrá.

—Es lo que pasa cuando se mezclan los sentimientos personales con el trabajo, siempre sale mal —dijo Santonja levantándose—. Si me disculpan, me están esperando, no tengan prisa en salir, tómense el tiempo que necesiten. Y no se preocupe de nada, señora Kowalczyk, ha hecho usted lo correcto.

Lo miré con su traje carísimo y su bronceado naranja de mal gusto. Estaba tan acostumbrado a salirse con la suya que ni siquiera consideraba aquello una victoria, no era más que un asunto molesto menos en la agenda. Pasó por detrás de Arias, Barver hijo y el resto de abogados y asistentes que lo acompañaban.

El teniente había permanecido invisible junto a la puerta hasta ese momento. Moncada dio dos pasos hasta la mesa, agarró todas las hojas que tenía Helena delante, las que había firmado unos minutos antes, y las rompió en varios pedazos ante los ojos atónitos de todos los presentes. Eran una docena de folios firmados y sellados, tal vez alguno más. Con ambas manos, los rasgó hasta que se partieron en multitud de trozos.

Santonja dio un paso al frente, perplejo.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —preguntó señalando al teniente.

—Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo —respondió.

No contento con eso, agarró todos los trozos, o la mayor parte de ellos, atravesó la estancia hasta la ventana, la abrió con dificultad y arrojó por ella los papeles, que volaron de inmediato, arrastrados por el viento y la lluvia. Contemplé la escena inmóvil, no me atrevía a intervenir por si acaso me despertaba de golpe y resultaba ser una ensoñación. Pude ver, o acaso imaginar, los pequeños papeles con el membrete de Gran Castilla volando, dispersándose en pequeños trozos a lo largo de las calles, cayendo sobre el asfalto mojado.

Un golpe de viento hizo que la lluvia entrara en la habitación y empapara los muebles, la corriente se llevó por los aires otros documentos que había por allí, creando un efecto de irrealidad en la ampulosa sala de reuniones. En cuanto Moncada se apartó, uno de los hombres de negro se apresuró a cerrar torpemente.

—Esto es del todo inadecuado —dijo Tomé buscando las palabras—, destrucción de documentos delante de testigos, se acaba de meter usted en un lío, teniente Moncada.

—Como usted misma ha dicho —intervine—, estaremos encantados de dirimirlo delante del juez.

Ahora me dirigí a Helena, con la esperanza de que comprendiera lo que estaba sucediendo y la importancia de la decisión que tomara en ese instante.

—Escucha, vámonos ahora mismo de aquí —le pedí—. Hablaremos de todo en casa, y si quieres firmar ese acuerdo, mañana volveremos, yo misma te ayudaré. Te lo prometo.

—Ya está bien de gilipolleces —soltó el gran Gengis Kan dando un golpe en la mesa—. ¿Es que nadie va a hacer nada? ¿Es que cualquier pelagatos puede presentarse con una placa en mi propia casa y reírse de mí? ¡Ahora mismo vamos a firmar otra vez ese contrato, a ver si tienes cojones para volver a romperlo!

Moncada no se inmutó, torció el cuello unos centímetros, parecía estar deseando que Santonja le diera una excusa para estamparlo contra la pared.

—¿Está usted amenazando a alguien, señor Santonja? —pregunté.

Cristina tragó saliva y le pidió calma con un gesto a su cliente. Después miró a Helena e intentó reconducir la situación.

—Si sale usted de esta habitación, señora Kowalczyk, no habrá acuerdo —dijo conteniéndose—. Es ahora o nunca. Si firma, se acabaron las deudas, los agobios, los juicios. Si no firma, se enfrentará a un montón de problemas en los próximos meses y años, se lo garantizo. Es su última oportunidad.

Viendo que Helena no se movía del sitio, Tomé hizo un gesto y sus ayudantes salieron disparados, supongo que a imprimir otra copia del acuerdo.

Me acerqué a la puerta y extendí la mano hacia Helena para que me acompañara. No había más argumentos. Si después de todo ella seguía dispuesta a firmar, era su decisión legítima.

—Vámonos —le dije.

Nadie movió ni un músculo, daba la sensación de que cualquier pequeño gesto o palabra de más podría inclinar la balanza, que parecía mantenerse en un fino equilibrio en el interior de Helena, entre su cabeza y su corazón, o mejor dicho, entre el miedo y la lealtad, entre su instinto de supervivencia y su sentido de la moral, por muy ampuloso que pueda sonar. El único que se atrevió a romper aquel silencio tenso fue el pequeño Martín. Murmuró algo en polaco al oído de su madre, unas palabras ininteligibles dichas en un idioma que en aquel momento me pareció cercano.

Helena sujetó a su hijo en brazos y se levantó muy despacio. Ella tampoco dijo nada. Simplemente rodeó la mesa, sabiendo que era el centro de todas las miradas, en un trayecto corto, intenso, lleno de reproches mudos. Y llegó a mi lado.

—Somos familia —dijo.

—A ver si no se te olvida la próxima vez, joder —respondí.

Martín repitió:

—Joder.

Salimos los tres, seguidos de Moncada. Pude ver que Martín, que permanecía entre los brazos de su madre delante de mí, levantaba una mano y se despedía de alguien. Ya me podía imaginar de quién se trataba.

Mientras nos alejábamos, llegaron las voces de Santonja, completamente fuera de sí, culpando a Tomé y al propio Barver de todo, jurando venganza contra Moncada, insultando a Ramiro, a Helena, a mí, arramblando con todo y con todos; si continuaba golpeando la mesa de esa forma, se rompería una mano. En cualquier caso, y eso era lo único que me importaba, no estaríamos allí para verlo.

Llegamos hasta el ascensor escoltados por los dos hombres de negro y por una cohorte de empleados que no se atrevían a acercarse, pero que tampoco querían perderse el espectáculo. No sé si querían aplaudirnos o más bien lincharnos, puede que ambas cosas, no era probable que algo así pasara todos los días en aquellas oficinas.

Bajamos los nueve pisos temiendo que tal vez un tropel de guardias de seguridad o de policías nos estuviera esperando en el vestíbulo del edificio, los tentáculos de aquella gente podían ser muy largos y poderosos. Moncada se puso delante de nosotras, listo para afrontar lo que viniera, y cuando se abrieron las puertas del ascensor salió en primer lugar. Sin embargo, aquello estaba prácticamente desierto, únicamente el chico de los tornos y un par de hombres trajeados; el camino estaba despejado.

Fuera la atmósfera también estaba cargada, había dejado de llover, pero daba la impresión de que era una pausa engañosa para que las nubes negras descargaran una tormenta con toda su virulencia.

—Nadie ha tocado el coche, señor —se apresuró a decir el guardia jurado señalando el Volvo, que seguía donde lo habíamos dejado, con el morro sobre la acera.

—Buen trabajo —le respondió Moncada, como si aquello hubiera sido una operación en equipo.

—Si se le ofrece algo más —dijo el hombre sonriendo de oreja a oreja mientras subíamos al coche.

—Todo bien —musitó Moncada—. Descanse.

Lo último que vi antes de arrancar fue a aquel hombre entrado en kilos, embutido en su uniforme gris de la empresa de seguridad, con los brazos en jarra, orgulloso, delante del edificio de oficinas.

—¿Qué ha dicho Martín? —le pregunté a Helena.

Me miró sin entender.

—Ahí arriba —aclaré—, cuando todos estábamos esperando que tomases una decisión, el niño te ha dicho algo en polaco.

Martín abrió la boca y lo repitió. Dijo exactamente las mismas palabras que había pronunciado en la sala de reuniones en su idioma natal, al oído sonaba como «boye sie luzdi» o algo parecido.

—Eso —señalé.

—Ser expresión de Poznan —dijo ella—. Significar «tengo miedo de hombres», algo así.

Arqueé las cejas. No sé exactamente a qué se refería, es posible que la expresión original tuviera una dimensión más allá de su literalidad que se me escapaba, pero por algún motivo me pareció muy adecuado.

—Ya somos dos —dije.

Crucé una mirada con Moncada, que iba al volante. Necesitaba llegar a casa y encerrarme allí cuanto antes, ya me ocuparía de mi coche. Esconderme antes de que aquel día ocurrieran más catástrofes, antes de que estallara definitivamente la tormenta y el cielo se desplomara sobre nuestras cabezas.

—¿Adónde van las señoras? —preguntó el teniente.

—A casa, por favor —respondí.

El Volvo aceleró y nos perdimos entre el tráfico de la ciudad.

Ir a la siguiente página

Report Page