Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 60

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Crucé rabiosa y decepcionada el restaurante observando aquellas llamativas lámparas rojas que iluminaban a duras penas el salón principal, mordiéndome la lengua para no soltar algún improperio, rodeando despacio la mesa desde la que me miraba impertérrita Sofía, que masticaba el pan chino que nos habían puesto de aperitivo. Todavía sentía dolor en la rodilla, la cojera no había desaparecido del todo. Estaba tan furiosa conmigo misma que no podía permanecer quieta, más aún después de todo el día sentada en aquella incómoda y terrible silla de la Audiencia.

—No ha ido tan mal —susurró Sofía de forma muy poco convincente.

Le hice un gesto para que no siguiera hablando, y sobre todo, para que no continuara mintiendo, no tenía cuerpo para aguantarlo.

—Primera lección —dije—, no subestimes nunca jamás a tu rival, por mucho que te creas en posesión de la verdad, que te estés jugando más que él, que estés íntimamente convencida de que la razón y la justicia están de tu parte, que te hayas preparado día y noche durante meses, por mucho incluso que tu contrincante sea un millonario acomodado al que desprecies y que supuestamente esté tan desentrenado que ni siquiera recuerde ya cómo se pone una toga. No lo hagas, o te pegará una cornada detrás de otra.

Ella no se atrevió a intervenir, tragó el pan que acababa de mordisquear y me miró sin pestañear.

—Segunda lección —continué—, ten mucho cuidado con tus deseos, lo peor que te puede llegar a pasar es que se cumplan. Cuando Huarte dictó el auto definitivo asignando el caso a un juicio con jurado, lo celebramos. Perfecto. ¿Queríamos jurado? Pues ahí tenemos taza y media. Los once babeando al unísono con el abogado de la parte contraria, solo les ha faltado hacer la ola a Barver y aplaudirle después de su exposición inicial.

Sofía asintió reconociendo lo evidente.

—Y tercera lección —zanjé—, una imagen vale más que mil palabras. Esta noche esos hombres y mujeres tendrán sueños eróticos con las sienes plateadas de Barver, querrán que sea su amante, su padre, su amigo, su vecino. Por el contrario, solo tendrán pesadillas con las cicatrices estilo Frankenstein de la abogada cuarentona que los atormenta y que los ha obligado a encerrarse en una sala sin aire acondicionado en pleno mes de agosto. Ha quedado clarísimo que soy la única culpable de que estén allí.

El rostro de Haruo asomó detrás de una cortina, con su discreción habitual.

—¿Querer sake? —preguntó.

—Agua —respondí ásperamente.

—Yo agua también, gracias —dijo Sofía.

—Sake bueno para demonios de espíritu —insistió.

—Ya, pero estamos en agosto y después de todo el día encerrada en un horno lo último que me apetece es un licor caliente —rebatí creyendo que se daba por cerrado el debate.

Estuve a punto de decirle también que era alcohólica y que lo estaba dejando, pero me pareció que no venía a cuento.

—Antepasados japoneses tomar sake días de máximo calor antes de batalla —explicó tratando de convencernos.

—Hoy en el tribunal me han dado una paliza de las que hacen época, Haruo —le respondí con mucha paciencia—. Trae una botella grande de agua fría y no me lleves la contraria, por favor.

La tarde en los juzgados me había dejado sin fuerzas para pelear. No iba a darme por vencida a la primera de cambio, pero tenía que digerir lo ocurrido. Sabía que intentarían arrollarme desde el principio, y casi lo habían conseguido. Después de la breve y destructiva alocución de Barver, le llegó el turno al holandés errante. Andermatt había loado la trayectoria empresarial y familiar de Emiliano Santonja, un hombre que se había hecho a sí mismo, que había levantado un próspero negocio de la nada, que conocía y se preocupaba por cada uno de sus empleados, que si se había interesado a nivel personal por algunos de sus clientes, como era el caso de Alejandro Tramel, era precisamente para aconsejarles que no corrieran riesgos excesivos. Y por si fuera poco, además era padre de cinco hijos y abuelo de tres nietos, un fiel esposo y un patriarca generoso, amable y cariñoso. Lo que más disfrutaba en la vida era compartir todo el tiempo del que disponía con sus seres queridos y donar importantes sumas a diversas organizaciones benéficas, sobre las que dio pelos y señales y animó a todos a que las comprobaran. Ese hombre al que yo acusaba era, en definitiva, poco más o menos que la versión masculina y actualizada de la madre Teresa de Calcuta. Impresionante. Cuando terminó con la impecable trayectoria cum laudem de Santonja, se indignó de que alguien quisiera aprovechar las grietas de nuestro sistema judicial para atacar y aprovecharse de una persona como él, y abundó en la idea de que la acusación en general, y yo en particular, solo estaba allí para tratar de quitarle su dinero a la gente de bien que se lo había ganado honradamente.

Terminó con una exposición muy clara y muy seria sobre la inducción al suicidio, que era el delito más grave del que se acusaba a su cliente, y explicó con toda rotundidad que desear la muerte de alguien, o amenazarlo, o incluso hacerle la vida imposible (cosas que Santonja no había hecho, pero aunque así hubiera sido) no eran motivos suficientes para condenar a alguien, y resultaba de vital importancia que todos lo entendieran; el Código Penal lo explicaba muy bien, y el propio juez podría resolver cualquier duda que les surgiera al respecto. Para que hubiera delito de inducción al suicidio había que probar la intención directa del acusado de que la víctima se quitara la vida, no bastaban las agresiones físicas o verbales, por mucho que estas fueran graves o continuadas. Después agradeció su tiempo al jurado y le pasó la palabra a Esteban Pardo, el último en intervenir. Estaba claro que los tres, aunque representaban a clientes diferentes (y esperaba que eso pudiera serme útil llegado el momento), habían coordinado sus exposiciones, en una estrategia de alegatos sucesivos atacando los distintos puntos flacos de la acusación.

El abogado de la compañía aseguradora se centró en los méritos de su propia empresa como garante de la seguridad de cientos de miles de personas en el sentido más amplio de la palabra, y luego se deslizó sutilmente hacia la labor social, laboral e incluso humanitaria que Gran Castilla realizaba desde hacía casi cuarenta años. Lo hizo con tanta emoción que daban ganas de ponerse de rodillas y agradecer a estos grandes holdings que salvaran nuestro país de la bancarrota y la anarquía. Por último, recordó a los miembros del jurado que por suerte para ellos no tendrían que entrar a valorar las cantidades económicas que solicitaba la acusación, ni tampoco el número de años por los supuestos delitos imputados, solo tendrían que responder razonadamente a las preguntas que les hiciera el juez para decidir si los acusados, entre los que injustamente se encontraba su cliente, eran culpables o no, y en ese sentido iba a quedar claro durante el juicio que no había ni una sola prueba incriminatoria contra su empresa. «Recuerden que la acusación tiene que demostrar la culpabilidad, y no al contrario. La presunción de inocencia es la piedra angular sobre la que se sustenta el sistema judicial en el mundo entero». Y con ese efectivo y contundente lugar común, acabó la jornada.

El juez mandó a todo el mundo a su casa e instó a la auxiliar judicial a que solucionaran por la vía urgente la avería del aire acondicionado. Había sido, sin lugar a dudas y por lo que a mí respecta, una de las aperturas de juicio oral más dañinas que había vivido en mis carnes. La mayor parte del jurado dormiría esta noche deseando no haberme conocido. Tendría que hacer un sobreesfuerzo para remontar este comienzo.

Por el pasillo de La Antorcha Roja se escucharon pasos y voces, el primero en aparecer fue Martín.

—Tía Ana, yo como rollito de primavera —soltó nada más verme.

—Claro, tú comes lo que quieras —contestó Sofía al darse cuenta de que yo apenas había emitido un gruñido por toda respuesta—, ya eres mayor.

—Ya soy mayor —dijo él con mucha seguridad, mostrando tres dedos con la mano izquierda—, tengo tres años.

—Es zurdo, igual que Ale —musité—, esperemos que no se parezca en más cosas a su padre.

Inmediatamente detrás del niño cruzaron el salón Helena y, ligeramente retrasado, Eme.

—Tener expediente completo de Santonja en tu mesa —dijo mi querida cuñada mirándome—; esta tarde llamar dos veces el chico, Andrés, necesita verte antes de su declaración, insistir mucho. Ah, y llegar correo psiquiatra con informe ampliado. Reenviar a mail tuyo.

Mail tuyo —repitió Martín.

La dulce viuda se había convertido en mucho más que nuestra cliente y cocinera, había pasado a la primera línea: tras la pérdida de Ronda, la había ascendido a secretaria gerente. Necesitaba que alguien se ocupase de los trámites, y además de ahorrarnos un sueldo, me pareció que lo mejor era tenerla muy cerca, codo con codo, informada absolutamente de todo, para que de esa forma no volviera a tener la tentación de hacer algo a nuestras espaldas.

—Gracias, Helena —dije—. ¿Andrés ha especificado qué quería exactamente?

—Solo decir muy importante ver a ti —respondió ella tomando asiento junto a Martín, que estaba agarrando los restos de pan chino con ambas manos.

—Creo que me puedo hacer una idea —soltó Eme tan lacónico como siempre—. Me temo que el joven Andrés Admira ha tenido eso que los especialistas llaman una recaída.

—¿Ha vuelto a jugar? —pregunté preocupada.

—Más de una vez, por lo que yo sé —asintió el investigador—. De hecho, hace seis semanas que no pisa las instalaciones de Alma, y no parece que se trate de unas vacaciones veraniegas. Como de costumbre, en la asociación no me han querido decir nada, pero me consta que le han llamado varias veces para que regresara a la terapia sin éxito.

—¿Sigue viviendo con sus padres? —pregunté.

—Ninguno de los dos sabe lo que le está pasando a su hijo —continuó Eme—. Parece que ahora que no les roba y que se ha matriculado en la universidad, están encantados con su hijito, no sospechan que en sus salidas nocturnas no se va con sus amigos ni con ninguna novia, sino que pasa las horas muertas en las salas de apuestas deportivas… y en el casino.

—¿Está jugando en el casino de Robredo? —pregunté desconcertada.

—Los siete días de la semana. No sé de dónde saca el dinero, estoy intentando averiguarlo. Pero me lo puedo imaginar.

Eme y yo cruzamos una mirada, no podía ser verdad, aquello era demasiado miserable incluso para ellos.

—Me he perdido —dijo Sofía.

—Yo también me he perdido —repitió Martín hablando con la boca llena mientras masticaba a dos carrillos el pan y simulaba leer la carta—, quiero rollito primavera y croquetas.

—No haber croquetas —le recordó su madre.

El investigador observó a Sofía y le dijo lo que los dos estábamos pensando:

—De algún modo, Santonja y el resto están financiando a Andrés, supongo que lo harán a través de algún intermediario para no dejar huellas. Puede que lo estén comprando directamente para que no declare. O tal vez solo le están permitiendo que se cueza a fuego lento en su propia adicción para después desacreditarle en el juzgado.

—No quiero quitarle importancia a lo que están haciendo con ese chico, es algo terrible —matizó Sofía—, pero el hecho de que sea un adicto al juego en activo no tiene por qué ser necesariamente malo para nosotros, puede añadirle más dramatismo a su testimonio.

—Sí, es lo que intentaremos —dije yo—, pero lo más probable es que le reste toda credibilidad, ya se encargará Barver de minar cada una de sus afirmaciones. O lo que es mucho más grave, si contrae una deuda elevada, puede retractarse y no declarar.

—¿Va todas las noches al casino? —preguntó Sofía, que no podía creérselo.

—Va todas las noches a jugar —corroboró Eme.

—A mí me gusta mucho jugar.

Todas las miradas se volvieron hacia el autor de aquella frase, el pequeño Martín, tres años recién cumplidos, dientes de leche, mirada ingenua y atrevida, hijo de ludópata compulsivo. Evidentemente, él no podía ni imaginar el sentido que adquirían sus palabras en ese contexto. Mientras él seguía dando pequeños mordiscos al pan chino, nosotros tratábamos de evaluar la posibilidad de que la ludopatía se transmitiera a través de los genes.

—Yo tomo nota —anunció Reiko, que surgió de la nada y se acercó a nuestra mesa libreta y bolígrafo en ristre.

—¡Rollito primavera! —exclamó Martín entusiasmado.

—Pedid lo que queráis —dijo el investigador—, a mí todo me va bien. Ana, perdona, ¿podemos hablar?

—Para mí sushi y sashimi variado, el resto elegid vosotras —apostillé alejándome de la mesa en compañía de Eme.

Si quería hablar conmigo a solas no sería para nada bueno. Me eché a temblar pensando qué otra jugarreta nos habrían hecho aquel lunes; para ser el primer día del juicio, supuestamente la jornada más anodina de todo el proceso, desde luego estaba resultando inolvidable.

Desde que había dejado el alcohol, los tranquilizantes, los antidepresivos, los analgésicos opiáceos y todo lo que consumía habitualmente, esperaba que me diera un ataque de alguna clase, el síndrome de abstinencia en todo su esplendor, tenía todas las papeletas para ello. Sin embargo, lo único que notaba era un cansancio algo superior al habitual, que también podía achacarse al verano, a las pocas horas de sueño y al estrés, algunas náuseas de vez en cuando y mis habituales accesos de ansiedad y angustia, que no habían aumentado especialmente en los últimos meses. Por supuesto las jaquecas, los dolores en la pierna y los pitidos agudos en el oído seguían apareciendo de forma intermitente, pero no eran síntomas relacionados directamente con la abstinencia. Estaba preparada (al menos eso me decía) para reacciones físicas y psicológicas mucho más severas tras dejar de tomar todas aquellas sustancias. Esta vez no iba a volver a recaer, me había hecho el solemne juramento de que pasara lo que pasara no volvería a consumir, por muchas ansias que tuviera y por muy virulentos que fueran los efectos secundarios de mi decisión. Me recomendaron hacer deporte, entrar en terapia, pedir ayuda, pero, la verdad, no tenía tiempo ni ganas, me aferré a mi voluntad y ahí seguía. Había leído mucho al respecto de eso que comúnmente llamaban «mono», y todos los expertos coincidían en una serie de síntomas comunes que en mi caso apenas habían aparecido. Tenía miedo de que se presentaran de golpe, de que un tsunami emocional me arrasara en el lugar y la situación más inesperados. Al salir del restaurante en compañía de mi investigador supuse que aquel podría ser un momento perfecto para que me ocurriese. Tal vez Eme abriría la boca, me daría una mala noticia que no solo me sorprendería, sino que además abriría la caja de los truenos.

—Mejor cenar dentro —dijo Haruo al vernos cruzar la puerta de la calle—, calor mucho en terraza.

El matrimonio japonés había colocado tres mesas y un puñado de sillas mal puestas junto a la fachada del local, a eso se refería con lo de «terraza». No creo que ni siquiera tuvieran licencia, pero desde luego no iba a ser yo quien los denunciara, por mí como si llenaban el barrio de mesas.

—Gracias, nosotros cenar dentro —respondí—, volver enseguida.

Ignoro el motivo que detona esa mímesis gramatical cuando un extranjero te habla cambiando las formas verbales, especialmente si lo hace empleando el infinitivo. Al menos a mí me ocurría con frecuencia y además no siempre me daba cuenta, podría tirarme días enteros hablando así.

Nos alejamos unos pasos de la entrada, había una considerable cantidad de gente deambulando por allí a esas horas; era como si todo el mundo permaneciera escondido en sus casas hasta que se ponía el sol y todos a la vez se echaran a la calle en busca de una brizna de aire que habitualmente no llegaba hasta bien entrada la noche.

—Me han dicho que las cosas han ido regular en el juzgado hoy —murmuró Eme.

—Podrían haber ido peor —dije—. Barver podría haberse bajado los pantalones y podría haber hecho sus necesidades encima de mí delante del jurado, es lo único que le ha faltado.

—Devuélvesela cuanto antes —respondió Eme, como si fuera tan sencillo—, no esperes a más adelante, golpéale mañana donde más le duela.

—Gracias por la idea, es lo que pensaba hacer. ¿Hemos salido para comentar la jornada?

El investigador negó con la cabeza, ambos sabíamos muy bien que tenía algo que contarme.

—Han volado.

—¿Quiénes?

—Prácticamente todos los que aparecen en las grabaciones —respondió—. Morenilla, Freire, Hidalgo, incluso el hermanísimo Sebastián.

—Explícate, por favor. Me estás asustando.

—Todos se han trasladado la semana pasada a República Dominicana.

—¿Quieres decir que han cogido un avión y que no piensan presentarse en el juicio?

—Me extrañaría que regresasen a tiempo para prestar su testimonio en la Audiencia Provincial.

—Es un delito —protesté; estaba empezando a ponerme muy nerviosa.

—Perdona, tú eres la abogada, pero, si no me equivoco, la primera vez es una falta grave, y solo si hay reiteración constituye un delito. No están imputados, son meros testigos.

Lo miré pensativa. ¿Era tan sencillo como eso? ¿Los mandaban de vacaciones fuera del país durante el juicio y ya está? A la vuelta se exponían a una multa, una sanción administrativa, supongo que nada por lo que Gran Castilla no estuviera dispuesta a compensarles.

—Además —continuó Eme—, la cosa es que no se han ido para una semana o dos.

—¿Para cuánto tiempo se han marchado?

—Indefinido —respondió secamente—. La empresa se halla en un proceso de regulación de empleo, así como de reducción de plantilla, por lo cual la movilidad de los empleados entra dentro de la lógica.

—No hace falta que me lo digas —dije—. Los han reubicado en el casino de Gran Castilla en Dominicana.

—Exacto. De esa forma tienen cobertura legal para no presentarse al juicio, ya que se encuentran fuera del país por motivos laborales, y además estoy seguro de que se las apañarán para documentar que recibieron la notificación del traslado con anterioridad a la citación del juzgado. Aunque la Administración termine imponiéndoles una sanción, no creo que les preocupe demasiado.

Falsificar documentos, cambiar fechas, quitar de en medio a los principales testigos, si seguían así batirían el récord de delitos en un solo caso. El único problema es que no tenía pruebas de nada de ello.

—La única conclusión positiva que podemos sacar —arguyó Eme— es que si están dispuestos a enviar a cuatro personas a trabajar fuera del país es que le dan mucha importancia a este juicio.

—No me jodas, pues claro que le dan mucha importancia. No tienes más que ver las marcas de mi cara para saberlo.

Habían borrado cuatro testigos vitales de un plumazo. Podía seguir contando con las grabaciones, pero no era lo mismo poner al jurado las voces de unos desconocidos que sentarlos en la silla y que los mirasen a los ojos mientras escuchaban sus amenazas. Apelaría, protestaría, solicitaría su regreso urgente para que declarasen, movería todos los recursos a mi alcance, pero ya sabía lo que me iba a encontrar: la maquinaria de Gran Castilla trabajando al cien por cien para proteger sus intereses, a costa de lo que fuera y de quien hiciera falta. Estaban atacando la principal baza con la que contábamos: las conversaciones grabadas amenazando a Ale. Supongo que no les había costado mucho convencer a Freire y compañía de pasar uno o dos años trabajando en el Caribe. Si con eso se libraban de tener que declarar, no era un mal plan.

—De los siete del teléfono, cuatro fuera del país y uno bajo tierra —concluyó Eme—. Solo quedan Santonja y Cimadevilla.

Gengis Kan no podía huir del país en mitad de un proceso penal donde se le estaba juzgando, era el principal acusado, y no sería solo obstrucción a la justicia como en el caso de los testigos, sino que se le declararía de inmediato en busca y captura. No era tan estúpido como para arriesgarse a algo así. Lo que había hecho era limpiar las malas hierbas que podían arruinarle el día, para qué arriesgarse dejándoles declarar si podía mandarlos a miles de kilómetros de distancia y ahorrarse el trago. Otra cosa distinta era su socio, se había salvado de testificar durante la instrucción, finalmente lo había hecho por escrito.

—¿El escurridizo Cimadevilla no se ha ido? —pregunté.

—No sé nada de él. No me consta que se haya marchado. Es muy complicado localizarlo. No tiene familia. En su domicilio oficial, un chalé a la salida de Puerta de Hierro, solo hay una pareja de guardeses, por allí no aparece nunca. Pero todo indica que sigue en España.

—Tenemos que saber por qué se esconde. Por qué no declaró en persona. Por qué no se ha ido, como el resto de testigos. Si está enemistado con Santonja. Cuál es su punto débil. Puede que me equivoque, pero me da que es uno de los pocos frentes que no parecen tener totalmente cubierto. Quiero una charla con él antes del juicio, aunque me arriesgue a que me abran un expediente por tratar de influir a un testigo, quizá suene la flauta y resulte que en esa empresa queda alguien decente.

—Sigo en ello, Ana. Te lo aseguro. En cuanto lo localice o sepa cualquier cosa, te aviso.

Sabía de sobra que, si había alguna posibilidad de dar con el socio minoritario de Santonja, Eme lo encontraría. Estaba también con otros asuntos importantes del caso, pero ese era prioritario. También le había pedido que investigara más a fondo a la viuda de Ortiz, a pesar del portazo que me había dado Huarte durante la instrucción con esa vía y de que ni siquiera residía en Madrid. Seguíamos hurgando en su pasado, rebuscando algo a lo que agarrarnos, no aceptaba que una mujer que había perdido a su marido por culpa del juego se negara a colaborar en nuestro caso, a pesar de que resultara doloroso y aunque fuera de manera extraoficial. Dicen que la persistencia es una virtud, ya veríamos.

—¿Se sabe algo de la viuda? —pregunté.

—Está limpia —respondió Eme—. Desde que murió su marido, vive apartada del mundo. Hace labores administrativas en el Colegio de Arquitectos de Tenerife, un trabajo que le consiguió su padre. Es una empleada gris, una madre abnegada y poco más. La tenemos localizada, ubicación, horarios, etcétera, pero sabes que no podemos abordarla directamente, suponiendo que sirviera para algo. Y no creo que se muestre muy receptiva si un investigador privado se presenta delante de ella.

—Estoy de acuerdo —concluí.

La mayor parte del dinero de Friman lo había empleado en pagar los atrasos a mi carísimo investigador y en mantenerme al día con él.

Lo necesitaba, habría sido imposible afrontar el juicio sin su colaboración. Habíamos pactado una tarifa plana por sus servicios hasta finalizar el juicio oral. Si la cosa se alargaba después con recursos y demás, volveríamos a hablar. Por supuesto, Sofía, Helena y yo misma no cobrábamos nada por nuestros respectivos trabajos. Otra parte de los cuarenta mil la dediqué a los nuevos expertos que había contratado y con los que pensaba torpedear cualquier objeción de la defensa, a los numerosos gastos del día a día y a guardar algo en un cajón al que llamé «la bolsa de emergencia». Me di la vuelta hacia el restaurante, era hora de regresar con el resto.

—Tengo que contarte otra cosa —anunció Eme.

Noté el aire caliente a nuestro alrededor, no corría ni la más mínima brisa. No le pregunté de qué se trataba, estaba demasiado cansada, dejé simplemente que me dijera lo que me tuviera que decir. Eme lo soltó sin andarse con rodeos.

—Ha muerto Ramiro —dijo—. Este mediodía, mientras tú estabas en el juzgado. No he querido decírtelo hasta ahora, no habría servido de nada.

Noté un ligero vértigo. Sabía que la noticia llegaría más pronto que tarde, pero no sospechaba que me iba a impactar de ese modo.

—Ha fallecido en el Ramón y Cajal —continuó—. Por lo visto, la enfermedad lo había devorado. Lo han llevado al tanatorio de la M-30 hace un par de horas. No sé más detalles.

No tenía ánimos, ni cuerpo ni tiempo, ni siquiera creía en eso de velar a los muertos, pero supe que tenía que acercarme al tanatorio, aunque solo fuera para cerciorarme de que había muerto de una vez por todas. Salvo que se levantara de la caja y resucitara, podría enfrentarme a mi primer exmarido sin miedo a que me engañara y al mismo tiempo sin falsas esperanzas acerca de que fuera verdad eso de que la gente cambia.

Respiré hondo y me encaminé hacia el coche. Conduciría hasta el tanatorio, no tardaría demasiado.

—¿Quieres que te acompañe? —me preguntó Eme mientras me alejaba.

—Prefiero estar sola, gracias.

—¿Les digo algo a los demás? Te están esperando para cenar.

—Diles simplemente que he ido a despedirme de un viejo amigo. Los veré mañana temprano.

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