Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 64

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El juez me retiró el uso de la palabra. Y ordenó un receso de veinte minutos. El interrogatorio había terminado para mí.

Ordenó que sacaran de la sala al jurado, al público, al acusado, y una vez que nos quedamos los letrados a solas con él, se puso muy serio. Con su característico estilo tranquilo y conciliador, pero con una severidad inusual, me dijo:

—Si pudiera, letrada, la expulsaría del juicio ahora mismo. Por supuesto, voy a cursar una nota al Colegio de Abogados informando de su comportamiento.

Era lo mínimo que me podía ocurrir, sabía perfectamente a qué me exponía.

—No sé qué es peor —prosiguió el juez—, que haya tratado de soliviantar los ánimos del acusado con ese tono impropio de alguien que lleva una toga en un tribunal o que haya obviado de manera explícita mis advertencias.

—Lo siento, señoría —musité—, me he dejado llevar por el calor del momento al ver la estrategia ruin de la defensa, están negando la evidencia…

—No he terminado —me interrumpió el juez—. Hasta que le avise, no puede hacer usted uso de la palabra. Como ya puede imaginarse, este interrogatorio ha concluido para usted. No podrá hacerle ninguna otra pregunta al acusado, y sepa que esto ocurre únicamente por culpa de su propio ego, letrada. Por otra parte, le advierto de nuevo: ahórrese los adjetivos calificativos para valorar la estrategia de la parte contraria. Solo hay un presidente en esta sala, y seré yo quien decida cuándo una estrategia es válida o no desde el punto de vista jurídico, nadie más. ¿Lo ha entendido?

—Perfectamente, señoría —respondí.

Barrios negó con la cabeza y mantuvo la mirada fija en mí unos segundos, tratando de saber si realmente lo había entendido o no. Después se dirigió al abogado de la defensa:

—En cuanto a usted, letrado, no soy partidario de este tipo de prácticas: sacarse de la manga una estrategia nueva en el último minuto, encubierta en argumentos ambiguos. Ha tenido largos meses de instrucción y nunca ha negado que el autor de las llamadas fuera su cliente, cuando ha contado con sobradas ocasiones para hacerlo. Muy al contrario, ha decidido esperar al último instante, en presencia del jurado, para utilizar dicha argumentación. Están convirtiendo este proceso en un circo y no lo voy a tolerar. No puedo impedir que el acusado se defienda con uñas y dientes, hasta me parece que entra dentro de lo normal, pero sepa que no cuentan ustedes con mi simpatía al emplear este tipo de argucias. Le aseguro que a la larga estos fuegos artificiales se volverán en su contra.

—Lo lamento, señoría —dijo contrito Barver—. Esta defensa tiene en muy alta estima a la presidencia de la sala y sentimos haberle contrariado, no era nuestra intención. Le puedo garantizar que hasta ayer por la noche el señor Santonja no llegó a la conclusión inequívoca de que no era él quien hablaba en esas grabaciones. Las hemos escuchado una y mil veces, hemos consultado a expertos de toda clase y finalmente ha sido él, y no sus abogados, quien ha tomado la decisión al respecto, como no podía ser de otra forma. Durante la instrucción no admitimos la autoría de la conversación, pero es verdad, y así lo reconozco abiertamente, que no la negamos tampoco.

Leopoldo Barrios no parecía feliz. Se diría que, más que enfadado, estaba muy decepcionado con nosotros.

—Me produce una enorme frustración verme obligado a quitarle la palabra a la letrada de la acusación particular —concluyó Barrios—, así como tener que llamarle la atención a la defensa. Les pido encarecidamente que hagan un esfuerzo para que esta situación no tenga que repetirse. ¿No se dan cuenta de que no van a ganar nada buscando atajos? Si acaso, se van a encontrar con un muro de incomprensión que más tarde tendrán que lamentar. Este vetusto edificio es la Audiencia Provincial, no un patio de colegio. Pongamos todos de nuestra parte para poder mostrarnos orgullosos de pertenecer al estamento judicial de nuestro país, por lo que más quieran.

Daba la impresión de que hablaba con el corazón en la mano y que le dolía ver que alguien manipulaba o retorcía el sistema en su favor.

La puerta de la sala se abrió, a pesar de que el juez había dejado claro que no entrara nadie. Allí apareció Ginés Iglesias, con un maletín negro; el veterano fiscal parecía ofuscado.

—Perdón, señoría, he tenido un lamentable incidente personal —se excusó—. He pasado toda la noche con mi esposa en urgencias, han tenido que ingresarla por un problema grave de corazón, ha sufrido dos paradas cardiacas, a estas horas aún permanece en observación.

—Lo siento mucho —dijo Barrios—, cuente conmigo personalmente si puedo ayudarle en algo.

Todos nos sentimos conmovidos al escucharle. Pero aún había más, el fiscal fue hasta el centro de la sala, junto a la silla de los testigos.

—De hecho, me temo que sí voy a tener que molestarle, señoría —continuó Iglesias, al que se le veía muy afligido—. Voy a presentar mi renuncia a la Fiscalía en cuanto acabe este juicio oral, con carácter urgente. Me quedan apenas unos meses en el cargo, y lamentándolo mucho, no puedo seguir desempeñando mi labor correctamente. Ya sé que no es algo que le concierna directamente, pero quería ponerlo en su conocimiento. Estoy a punto de cumplir setenta y un años, he dedicado mi vida entera al servicio de la Justicia, a ayudar a los demás, y a partir de ahora voy a dedicarme a mi esposa, se encuentra en un estado crítico y me necesita a su lado, y eso es lo que voy a hacer le pese a quien le pese: permanecer junto a ella hasta que se recupere completamente. He comunicado mi situación a la instancia correspondiente del ministerio fiscal, y han sido muy comprensivos, espero que usted también lo sea.

—Me deja usted muy desconcertado —titubeó Barrios—, nos conocemos desde hace muchos años y sabe que le tengo en gran estima. Por supuesto, en una decisión personal de esta índole, no tengo nada que opinar. Echaremos de menos su veteranía, su experiencia y su saber estar.

—Se lo agradezco, señoría —respondió, y miró a su compañera Adela, que no parecía tan sorprendida por el anuncio como el resto—. Por supuesto no voy a abandonar el juicio hasta su conclusión, aunque lamentablemente tendré que ausentarme en ciertos momentos. De acuerdo con mis superiores, la fiscal Adela Fernández aquí presente, que ha llevado este caso conmigo desde el principio, será quien ostente la mayor parte del tiempo la representación de la Fiscalía a todos los efectos en el juicio a partir de hoy mismo, tal y como ya ha hecho esta mañana. Aunque no es necesario que lo mencione, les aseguro que la señora Fernández se ocupará con total entrega y profesionalidad; no solo está sobradamente preparada, sino que conoce los detalles de este proceso incluso mejor que yo mismo. Seguiré trabajando con ella codo con codo a cada instante. Se alegrarán de contar con su buen hacer cuando corresponda.

Que Dios nos pillara confesados si a partir de ahora dependíamos de esa mujer triste e indolente. No esperaba gran cosa de la Fiscalía, pero al menos Ginés se había aventurado conmigo hasta el casino, arriesgándose a una sanción, había apoyado la mayor parte de mis peticiones de penas en el escrito de acusación y tenía un cierto aplomo. El resto parecían profesarle un respeto a sus canas que desde luego Adela no solo no se había ganado, sino que no parecía tener mucho interés en conseguir.

—Estoy convencido de que la señora Fernández será una dignísima representante del ministerio fiscal —aventuró Barver—, y nos alegra escuchar que no dejará usted el caso hasta su finalización, como no podía ser de otra forma. Es siempre un verdadero honor compartir sala con usted, algo que por fortuna ha ocurrido en múltiples ocasiones en los últimos años. Toda la suerte del mundo con su esposa, ya sabe que puede contar con nuestro despacho para cualquier cosa que necesite al respecto.

—Gracias —respondió él abrumado.

¿Y ya está? ¿El fiscal daba un paso atrás el segundo día del juicio oral y aquí paz y después gloria? Sentía profundamente lo sucedido a su mujer, por supuesto. Pero me había quedado estupefacta. No quería pensar mal, estaba segura de que la enfermedad de su esposa era real y que no había ningún tipo de conspiración, pero era un nuevo traspiés, otro más, como si el universo se hubiera puesto de acuerdo para ponernos cada día más difícil el caso. Ojalá me equivocara con la buena de Adela, tendría que reunirme con ella cuanto antes si era esa mujer quien se convertía en la voz de la Fiscalía.

El juez nos instó a tomar unos minutos de descanso antes de reanudar la sesión. El resto de los letrados se levantaron acercándose a Ginés con palabras de ánimo. Yo estaba demasiado impactada, no sabía qué decir ni cómo encajar aquella noticia.

Aproveché para salir de aquel horno y estirar las piernas en el pasillo, mi maltrecha rodilla lo agradeció. En cuanto tuvo ocasión, Sofía se acercó a mí.

—¿Iglesias deja el caso? —preguntó atónita.

—Ya lo has oído —respondí—, no deja el caso exactamente, aunque en la práctica es lo mismo. Y en pocas semanas dejará para siempre la Fiscalía. Qué buen momento ha elegido para hacerlo.

—¿Crees que hay una mano oculta detrás? —dijo Sofía bajando la voz.

—Yo no creo nada —murmuré acercándome a la máquina de bebidas que había delante de los ascensores—. Su mujer está muy grave, punto y final.

Habría sido un momento perfecto para recurrir al diazepam o a la paroxetina, pero lo había dejado. Era algo irreversible. Ni siquiera guardaba una caja de emergencia. No tomaría ni una sola pastilla ni un trago hasta que hubiera una sentencia en firme, no podía hacerlo y no lo haría. Después, ya veríamos.

Saqué una moneda y la introduje en la máquina de refrescos. Pulsé el botón y escuché el golpe de la botella de plástico al caer. La agarré y disfruté el frío en mi mano, la acerqué al rostro dejándome llevar un instante por la sensación de aquella superficie helada en contacto con la piel entumecida de mis cicatrices.

—Antes de entrar he visto a un testigo deambulando por el juzgado —dijo Sofía cambiando de tema—, por eso te hacía gestos.

—¿Quién? —pregunté escuetamente.

No le dio tiempo a responder.

Por el pasillo, dirigiéndose hacia nosotras, apareció un chico muy joven y muy delgado, con granos en el rostro. Supongo que ante la falta de respuesta a sus llamadas, el joven Andrés había decidido presentarse allí donde sabía que me encontraría con seguridad. Se plantó a nuestro lado como si fuera el dueño de todo aquello.

—No sabía que se podía entrar en estos sitios solo con presentar el DNI —dijo como si estuviera visitando un museo—. Creía que la Audiencia Provincial era un lugar más restringido.

Allí estaba, el joven Andrés Admira observándome con gesto mohíno. Desde que Moncada le rompió la nariz, ya no tenía esa expresión de permanente ingenuidad con la que yo lo había conocido, se le había endurecido el rostro.

—Si lo llego a saber, habría venido antes —insistió.

—Deberían cobrar la entrada —musité—. ¿Qué haces aquí?

—Quería conocer un poco el sitio antes de declarar —respondió desenfadado—, para que no me pille por sorpresa cuando me toque subir al estrado, ya sabes.

—Los testigos no pueden entrar en la sala antes de su declaración —intervino Sofía—, tenlo en cuenta, es muy importante.

—Sí, sí, no te preocupes —dijo como si le cansaran las normas.

—Estoy un poco confundida, porque creo recordar que esto ya lo habíamos hablado —dije, y miré a mi asociada, que permanecía muy atenta—. Perdona, Sofía, ¿lo habíamos hablado con Andrés? ¿Habíamos dejado claro que no entrara en contacto con nadie relacionado con el caso? ¿Y que no viniera al juzgado?

—Sí, lo habíamos dejado clarísimo —contestó ella.

Andrés me miró molesto.

—¿Por qué no respondes mis llamadas? —preguntó.

—Porque estoy en mitad de un juicio con un millón de problemas que resolver, muchos más de los que te puedes llegar a imaginar —dije tratando de mantener la calma—, y la verdad, porque me han dicho que ahora estás muy ocupado por las noches en el casino y no quería molestarte.

Andrés cambió la sonrisa por una mueca de fastidio, aquel chico tenía muchos problemas, eso era evidente. Pero daba la impresión de que a pesar de todas las dificultades había tenido las cosas demasiado fáciles en la vida, con una sólida red familiar sosteniéndolo, así era muy sencillo coquetear con el juego, hacerse el malote, caer al vacío una y otra vez, sabía perfectamente que lo iban a recoger. No quería juzgarlo, pero no podía evitar sentir una punzada de dolor y de rabia cuando veía tanta inconsciencia disfrazada de autocompasión.

—Fíjate —continué—, hablando de llamadas que no se responden, tengo entendido que tienes un montón de llamadas de tus monitores de Alma que no has tenido tiempo de contestar. Seguro que podrás comprender y hasta disculpar que yo misma no te haya contestado alguna perdida y un par de mensajes.

—Vamos a dejarnos de tonterías —dijo acercándose nervioso a nosotras dos—, soy un testigo muy importante. De hecho, soy el único que va a declarar lo que necesitáis en el juicio: que conocía en primera persona las amenazas que recibía Alejandro por parte de los responsables del casino. Tienes que tratarme con más respeto, te lo digo muy en serio. Podría cambiar mi testimonio de un día para otro.

Lo que faltaba. Un crío de dieciocho años, un niño de papá, adicto, sin dos dedos de frente, amenazándome también. Aquello era barra libre, por lo visto.

—Voy a hacer como que no lo he oído y te voy a explicar cómo funcionan las cosas —contesté—. Punto número uno, eres tú el que te ofreciste a testificar, yo no te he buscado, yo no te he esperado en el portal de tu casa de madrugada, yo no he lloriqueado porque quería hacer justicia y que esos cerdos del casino pagaran por todo lo que habían hecho. Fuiste tú el que hiciste y dijiste eso, por si no lo recuerdas. Punto número dos, si entras en esa sala y cometes perjurio, te habrás metido en un lío tan grande del que ni siquiera tus queridos papaítos podrán librarte, estarás cometiendo un delito tipificado en el Código Penal, podrías ir a la cárcel, así que piénsalo bien y ten mucho cuidado. Y punto número tres, no te he contestado porque sé perfectamente lo que querías decirme, te crees que soy gilipollas, lo único que quieres es dinero, que te pague para testificar, ahora que has vuelto a las andadas estás necesitado de efectivo y consideras que soy un cajero automático, le das a la tecla y te suelto la pasta, qué coño te pasa. ¿De verdad te piensas que voy a darte dinero para que sigas jugando? Por no hablar de lo que pasaría en caso de que lo hiciera, que alguien, la Policía o el fiscal o quien sea, terminaría por enterarse y se me caería el pelo: ¿pagar a un testigo por testificar? Joder. Tú y yo no deberíamos estar hablando, y mucho menos aquí.

—Hay testigos que cobran por su trabajo —protestó.

—¿Has escuchado algo de lo que te he dicho? —le corté acercándome a pocos centímetros de su rostro.

Las respiraciones de ambos quedaron prácticamente sincronizadas, podía sentir las pulsaciones de su corazón latiendo a toda velocidad muy cerca de mí. Quería darle unos buenos azotes y meterlo en vereda, pero no era ese mi papel, y no podía ir por el mundo salvando a todas las almas perdidas con las que me cruzaba. Sofía trató de mediar; con un tono conciliador dijo:

—Déjalo ya, Ana, nos están mirando.

Vi al fondo del pasillo a Esteban Pardo, el abogado del seguro, junto a un pequeño grupo, que dirigían sus miradas hacia nosotros.

Aflojé la tensión en la mandíbula y retrocedí dos pasos. Me concentré en el frío de la botella que sostenía en la mano. Y mientras me alejaba de Andrés, le dije:

—Si quieres que responda tus llamadas, hazlo tú primero. Habla con la gente de Alma, vete a verlos. Después me sentaré a hablar yo contigo.

Crucé la segunda planta sin rumbo fijo, intentando calmarme, en unos minutos tendría que volver de nuevo a la sala, y aunque no podría continuar con el interrogatorio, más me valía estar atenta, seguro que Barver, Tomé y el propio Andermatt estaban preparando alguna jugarreta para que a su regreso Santonja intentara borrar la imagen despótica y despiadada con la que se había quedado el jurado en su última intervención.

Pasé por delante de la sala de togas, a través de la puerta entreabierta vislumbré a Ginés Iglesias hablando con Adela y con otros dos hombres de mediana edad, probablemente compañeros de la Fiscalía. Parecía una de esas conversaciones intrascendentes, tal vez se estaban interesando por los detalles de la enfermedad de su esposa. Supongo que lo más cortés por mi parte habría sido entrar y soltar algunas palabras de apoyo sin más. Pero como ya he repetido varias veces, no puedo con las despedidas, no van conmigo, sacan lo peor de mí, de pronto me veo diciendo tópicos y lugares comunes y empiezo a odiarme a mí misma por hacerlo y a mis acompañantes por obligarme a hacerlo. Algunos tienen fobia a los ascensores o a los aviones, lo mío es terror a las despedidas, me entra una angustia que sube a borbotones desde el pecho cada vez que se acercan. Y aquello, lo llamaran como lo llamaran, era una despedida en toda regla. Ginés cruzó una mirada conmigo mientras seguía hablando con sus interlocutores, era una situación extraña, en el fondo no tenía nada que reprocharle a aquel hombre, tampoco nada que agradecerle, pero la verdad es que, aunque no fuera así exactamente, sentí que me abandonaba, que me dejaba sola frente a los malos, por decirlo de algún modo. Y ya se sabe que no hay emoción más devastadora que la soledad.

Seguí adelante y no me detuve hasta llegar a la puerta de la sala número dos, donde estaba transcurriendo el juicio. Maldije esa norma no escrita de que nadie entrara hasta que el juez ocupara su asiento. Aguardé con impaciencia sin levantar la cabeza del picaporte, ni siquiera Sofía comentó nada cuando llegó a mi lado. Vi que un par de metros más atrás estaba el joven Barver, el hijo, el heredero, me pregunté qué tipo de enseñanzas morales le estaría inculcando su padre, aunque, como ya he dicho, no soy quién para juzgar a nadie, y mucho menos a cualquiera que se haya atrevido a traer a otro ser humano a este planeta.

Por fortuna, la espera no duró mucho. La auxiliar judicial nos fue dando paso a todos y la sesión se reanudó con una pequeña charla de Barrios al jurado, exhortándolos a que, cuando llegara la deliberación, trataran de ceñirse estrictamente a los hechos y a las pruebas, no a las explosiones emocionales, inaceptables por otra parte. Me recriminó públicamente mi comportamiento. Y también le recordó a Santonja que no volviera a ponerse en pie durante su declaración, ni mucho menos a expresarse de esa forma tan violenta y amenazante.

Emiliano Santonja se tragó su orgullo y pidió permiso para dirigir unas palabras a la sala, se ve que le habían pegado un fuerte tirón de orejas durante el descanso y quería enmendarse cuanto antes. El juez le concedió el uso de la palabra y le pidió que fuera breve.

—Muchas gracias, señoría —dijo él agachando la cabeza como si estuviera dispuesto a hacer penitencia—. Quiero disculparme con todos los presentes por mis gritos antes del receso. Son totalmente inaceptables, nunca en mi vida he sido un hombre violento, este juicio me tiene desde hace meses con los nervios a flor de piel, y solo así puede explicarse que haya contestado de ese modo tan desafortunado. Mis disculpas a su señoría, a todos los miembros del jurado, a todos los letrados y, en especial, a la señora Tramel; le ruego encarecidamente que acepte mis excusas.

Santonja se quedó en actitud sumisa mirándome. Me había devuelto la patata caliente. Él sabía perfectamente que para mí sería un trago aceptar esas disculpas, pero que si no lo hacía al final sería yo quien quedaría con la imagen de intolerante. Tenía que decir algo, responderle de alguna forma.

—Con la venia, señoría —asentí—. Por supuesto entiendo que el señor Santonja se sienta contrariado por su explosión de violencia en la sala, lo comprendo, yo misma me he quedado perpleja al ver su reacción. Acepto sus disculpas. Es más, yo también le extiendo las mías si se ha sentido molesto por mis preguntas durante el interrogatorio.

—Es su trabajo, no hay problema —respondió él enseguida, satisfecho, levantando la cabeza, como si la situación se hubiera reconducido y todos fuéramos amigos otra vez—. Como dicen los deportistas, lo que ocurre en el terreno de juego se queda allí dentro. Sin rencor.

En ese momento me vino una pregunta a la cabeza: ¿Qué clase de abogada soy?

Podría parecer una pregunta retórica, pero no lo era en absoluto. En aquel preciso instante estaban a punto de cruzarse en mi interior dos líneas que para muchas personas podrían parecer contradictorias, pero que para mí eran perfectamente complementarias. Por un lado, me ponía enferma escuchar a Santonja expresándose de ese modo. Por el otro, se encendió una bombilla en mi interior, pues necesitaba una excusa para ausentarme de la sala durante al menos veinticuatro horas, sin dar explicaciones a nadie, y aquella podía ser la oportunidad perfecta.

Prometo que ambas cosas, la rabia profunda que sentía contra ese hombre y la necesidad de emplear una estrategia que me permitiese salir de allí sin levantar sospechas, convivían a la vez con una fuerza desmedida dentro de mi cerebro, palpitando.

La respuesta apareció con nitidez: soy esa clase de abogadas que no se pueden callar la boca cuando ven una injusticia delante de sus narices. Y al mismo tiempo, de las que pueden improvisar una estrategia sobre la marcha sin que nadie las vea venir.

—Tiene toda la razón, señor Santonja, es mi trabajo —le dije—, pero en el caso que nos ocupa, además de mi profesionalidad, hay un componente personal, lo reconozco, lo admito, es innegable. Por mucho que me pese, por mucho que intente apartarlo de mi mente, tener delante de mí al hombre que ha arruinado, amenazado, coaccionado, extorsionado e inducido al suicidio a mi hermano, aprovechándose de su enfermedad con el juego, me revuelve las tripas, ya ve usted.

—¡Señoría! —saltaron Barver y Andermatt al unísono.

Santonja me miraba con los ojos fuera de las órbitas. Se había dignado a pedir perdón, se había humillado (en su concepto de cómo funcionaba el universo), y yo le respondía con ataques y con insultos y con desprecio. Parecía estar en plena convulsión interna, luchando por contener su impulso de saltarme a la yugular, como si una fuerza invisible le dijera: no lo hagas, y otra mucho más poderosa lo empujara a resolver esto como solía, de forma despótica. Era un interesante dilema, actuar según lo que le convenía o dejarse llevar por lo que le pedía el cuerpo.

—¡Letrada! —exclamó el juez subiendo el tono.

Ignoré a Barrios, sabiendo muy bien lo que estaba a punto de ocurrir, y seguí mirando fijamente a Santonja. Me pasó por la cabeza fugazmente el estallido de Felipe unos meses atrás en el vestíbulo del juzgado. Sin más, pregunté directamente:

—Señor Santonja, díganos, ¿también le pidió disculpas a mi hermano por sacarle la sangre lentamente, gota a gota?, ¿también puso esa cara que acaba de poner hoy aquí, como si nunca hubiera roto un plato, y después de arruinarle la vida le dijo: no hay problema, es mi trabajo?

—¡Se interrumpe la sesión! —zanjó Barrios contundente—. Letrada, no tiene el uso de la palabra, se lo advierto, guarde silencio.

—¿También le dijo a Alejandro Tramel después de acosarlo y arruinarlo y amenazarlo durante dos años: Sin rencor, lo que ocurre en el campo de juego se queda allí dentro? —pregunté lanzada, imparable.

—¡Oficial, llame a la Policía Nacional! —gritó el juez—. ¡Ya!

No estaba dispuesta a parar, no había nada ni nadie que pudiera hacerme callar. Apreté la botella en mi mano, se rompió y me puso perdida de ese líquido pegajoso. Para terminar, me puse en pie y lo señalé.

—¿Quiere pedir disculpas por algo más, señor Santonja? ¿Quiere excusarse por haber arruinado la vida de alguna otra persona? ¿Por haber amenazado y acosado a otros clientes del casino? Este es el momento, le escuchamos con suma atención.

Dos agentes de Policía entraron en la sala alarmados, buscando a algún criminal que empuñara una pistola o similar, y cuando lo que vieron fue a una abogada cuarentona fuera de sí, parecieron tranquilizarse.

—Agentes, acompañen a la abogada fuera de la sala, por favor —dijo Barrios con la autoridad de quien está acostumbrado a dar órdenes sin grandes aspavientos—. Le ha sido denegada la palabra en repetidas ocasiones y se niega a acatar las instrucciones de este magistrado.

Los policías avanzaron hacia mí molestos (decepcionados, me atrevería a decir) por la carrera que se habían echado para algo así.

Santonja no reaccionó, no se movió del sitio, no dijo nada, estaba estupefacto, pero se había contenido. Movió los labios imperceptiblemente, sin sonido que pudiera captar ningún micrófono, me miró y articuló una palabra que solo yo entendí: «Perdedora». Lo dijo haciendo especial hincapié en cada sílaba. Para satisfacción de sus abogados, había sido capaz de mantener la calma; sin embargo, él no parecía especialmente contento, hubiera preferido abofetearme y ponerme en mi sitio.

Antes de salir en silencio, escoltada por los dos agentes, busqué con la mirada a la jurado número cuatro. La mujer me observaba atónita, temí haberla perdido también a ella. Pero en el último instante, justo antes de que yo enfilara la salida, la jurado asintió levemente, un gesto mínimo que interpreté como comprensión, tal vez incluso aprobación.

Me agarré a ese gesto con todo mi ser. Por el momento, era todo lo que me quedaba en aquella sala.

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