Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 66

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A medida que el avión bajaba, la niebla lo cubría todo. Me pregunté si tendríamos que dar media vuelta. Sin embargo, la operación de aterrizaje siguió su curso. Di un pequeño grito ahogado al notar una turbulencia. Mi compañero de asiento, un hombre pequeño y tan asustado como yo, tragó saliva, se agarró con fuerza a los apoyabrazos y pegó la cabeza al respaldo. Decidí imitarlo.

Veintitantos minutos después de turbulencias y de que mi estómago se hubiera contraído como un acordeón infinidad de veces, hasta perder la cuenta, empujé a trompicones la puerta del retrete en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de San Cristóbal de La Laguna, en Tenerife, y vomité los restos de la cena y del desayuno. Estaba hecha un cromo. Solo pensar que en unas horas volvería a subirme en un avión de vuelta me hizo sentir peor. Lo único que podía hacer era centrarme en mi objetivo. Como los soldados de infantería cuando están a punto de desembarcar para entrar en combate, no podría sobrevivir, y mucho menos ganar aquella batalla si llenaba mi aprensiva cabeza de un futuro incierto; solo existía el aquí y el ahora, eso era todo.

—A La Laguna —dije al taxista—. Colegio de Arquitectos Santísimo Sacramento.

—Lo que usted mande, jefa —respondió el conductor, un chico muy joven alrededor de la veintena, muy moreno, con el pelo rapado.

Había tomado la decisión de no conducir. No conocía aquellas carreteras y no quería correr ningún riesgo. Un taxi me pareció la mejor opción. Mientras entrábamos en una autopista de varios carriles, consulté los mensajes en mi teléfono. Tenía varios de Sofía y Concha antes de entrar al juicio, insistiendo en que no me preocupara de nada. Aseguraban tener todo bajo control, lo cual era lo mismo que no decir nada, pero al menos significaba que estaban juntas y que ambas estarían dentro de la sala. También había tres mensajes de Helena, preguntándome si había llegado bien y otras vaguedades.

—¿Turismo o trabajo, jefa? —me preguntó el taxista.

Lo miré a través del espejo retrovisor, parecía un chico agradable e inofensivo tratando de hacerse el simpático.

—Necesito un chófer que me acompañe hasta las siete de la tarde —dije—, ¿estás libre?

Aquello le sorprendió.

—Tendría que consultarlo, señora —dijo dudoso—, no depende de mí, el coche no es mío, ¿sabe?

—Pues consúltalo, no seas tímido.

—Tendría que cobrarle por horas, y le va a salir por un pico —advirtió.

—¿Cuánto?

—Hum…, creo que… será mejor que lo consulte también —concluyó.

—Sí, será lo mejor —dije—. Llama a quien tengas que llamar.

—Ahora cuando paremos llamo a mi tío —argumentó—, es peligroso hablar por el móvil con el coche en marcha. El otro día me multaron por hablar en un semáforo, qué disparate, ¿se lo puede creer? Simplemente hablé unos segundos con el semáforo en rojo y me pusieron sesenta euros de multa, ¿se lo imagina…?

—Tengo mucha imaginación.

Ahora fue él quien me observó a través del espejo, se le veía que estaba deseando preguntarme qué hacía allí, de qué iba todo esto, por qué quería contratarlo varias horas, quién era yo, cómo me había hecho esas cicatrices en el rostro. Tuvo que morderse la lengua.

—Si quiere, más tarde le puedo hacer un recorrido especial por La Laguna —se ofreció—. ¿Sabía usted que la Universidad tiene más de trescientos años de antigüedad? La ciudad fue declarada Patrimonio de la Humanidad por su estilo colonial. La gente se piensa que solo tenemos playas y sol en la isla, pero hay mucho que ver, se lo aseguro.

—Al Colegio de Arquitectos, eso es todo.

—Claro, señora, en un momentito estaremos allí. ¿Tiene usted familia en la isla? ¿Algún pariente a lo mejor?

—¿Cómo te llamas? —le corté.

—Toni, para servirle en lo que usted desee. En cuanto paremos llamaré a mi tío y, si puedo, muy gustosamente le acompañaré hasta las siete de la tarde, eso sí, supongo que podremos hacer un alto en el camino para comer, ¿verdad? Yo cuando estoy muchas horas sin echar algo al estómago se me pone una mala leche…, ¿a usted no le pasa? Aquí cerca hay un chiringuito donde hacen pescados a la brasa recién sacados del mar, sargo, bocinegro, gallito, todos buenísimos.

—Toni, hasta que lleguemos al Colegio, te agradecería que fuéramos en silencio. Sin hablar. ¿Crees que será posible?

—Por supuesto, si ya me lo dice siempre mi madre, Toni, no paras de hablar, calla la boca un rato. Yo creo que son los genes, a mi tío y a mi abuelo les ocurre lo mismo, una vez que cogen carrete no hay forma de que se callen ni un segundo.

—Toni —repetí amablemente llevándome un dedo a la boca—. En silencio.

Él asintió. Aquel chico no era de los que se tomaban las cosas a mal. Aunque debió costarle lo suyo, no dijo nada más hasta que llegamos a la verja verde que franqueaba la entrada al Colegio de Arquitectos Santísimo Sacramento. Era una vetusta casona estilo colonial de color rosa en una amplia avenida. Toni aparcó unos metros más abajo y mientras yo me acerqué a la verja (que estaba abierta) llamó a su tío. Le pedí que me esperase allí, no sabía cuánto tardaría.

Miré a través de las rejas: un patio grande, con una zona verde y algunos árboles. Detrás intuí lo que debía ser el edificio principal con las oficinas. Por la información que me había dado Eme, se trataba de una asociación privada con una pequeña participación del Cabildo Insular, que se dedicaba principalmente a cuidar de los intereses de sus socios, todos ellos arquitectos colegiados que pagaban una cuota mensual. En el edificio trabajaba una veintena de empleados como personal fijo, aunque en agosto quedaba menos de la mitad, ocho empleados exactamente. De ellos, seis salían a fumar al patio al menos dos veces a lo largo de la mañana, en pequeños grupos o bien solos, según los días. Entre esos seis, se encontraba Paula Casañas, la mujer que había venido a ver y a la que esperaba abordar en cuanto asomara.

Si hubiéramos dado con aquella pista semanas antes, no habría tenido que hacer dos mil quinientos kilómetros de ida y otros tantos de vuelta en el mismo día, y sobre todo no habría tenido que hacerlos en mitad del juicio oral. Pero era ahora cuando habíamos localizado a esa mujer, cuando un colaborador de Eme había determinado sus hábitos y cuando yo había decidido que merecía la pena intentarlo. Incluso podría decir que habíamos tenido suerte, si Paula se hubiera cogido sus vacaciones en agosto, como la mayoría, ni siquiera habría tenido esa oportunidad. No sabía si podría sacar algo en claro, el olfato simplemente me decía que allí había gato encerrado. Si mandaba a Eme o a algún otro emisario, tenía por seguro que la respuesta sería negativa. Debía hacerlo en persona, aunque evidentemente eso tampoco me garantizaba que quisiera hablar.

Me acerqué a la fachada y estuve merodeando un rato haciéndome la distraída. Comprobé las tres fotografías recientes de Paula en mi teléfono; según los datos de que disponía, tenía ahora treinta y ocho años, aunque en las fotos aparentaba alguno más, en parte por las bolsas debajo de los ojos y por una piel ajada impropia de su edad (no era yo quién para hacer comentarios sobre el cutis de nadie). Escuché voces en el interior del edificio y un segundo después un hombre y una mujer trajeados cruzaron la puerta e inmediatamente encendieron sendos cigarrillos. Los observé de reojo, ella era una pelirroja muy joven con el pelo recogido en un moño, no tenía nada que ver con Paula.

—¿Puedo ayudarla en algo? —me preguntó el hombre.

—¿Eh? —dije haciéndome la sorprendida—. No, bueno, solo quería informarme sobre la asociación, llevo poco tiempo en la isla.

—¿Está usted colegiada en el Cabildo? —preguntó.

—Aún no —respondí—. Como le digo, llevo muy poco tiempo aquí.

—Se nota —dijo la pelirroja sonriendo—, con esa ropa.

Me fijé en sus trajes claros, parecían de lino o similar. Yo, sin embargo, iba con mi habitual indumentaria oscura, de un tejido que la dependienta me había asegurado que era muy veraniego, por la transpiración sobre todo, pero que a ojos de mis interlocutores delataba mi procedencia.

—Sí, aún no me acostumbro a la humedad —respondí amistosamente.

Durante la charla salió otro grupo de tres personas del edificio, dos hombres y una mujer de mediana edad, intercambiaron algunos cigarros y en pocos segundos ellos también empezaron a inhalar y expulsar humo de sus pulmones. Mientras simulaba consultar algo en el teléfono, me preparé para el encuentro con Paula, era la única de los seis que no había salido, debía estar a punto de hacerlo. Sentí un cosquilleo en el estómago. Pude sentir algunas miradas de los presentes, lógicamente mis cicatrices seguían siendo motivo de comentario, no se lo puedo reprochar, por mucho que intentaran ser educados, no se veía todos los días un rostro como el mío.

La situación empezaba a ser un poco incómoda, estaba claro que yo no pintaba nada allí, la curiosidad inicial se estaba transformando en desconfianza. Decidí aguantar el temporal, no podía tardar mucho en aparecer. Vi que al otro lado de la valla, Toni ya no hablaba por el móvil, me miraba sonriente, levantó la mano saludándome y haciéndome un gesto de aprobación con el pulgar levantado, supongo que la conversación con su tío había ido bien, pero desde luego no contribuía a pasar desapercibida precisamente. Respondí con un mínimo gesto de cabeza y aparté la mirada.

La primera pareja, los que se habían dirigido a mí, parecían a punto de regresar ya al interior de la oficina. Efectivamente, saludaron a los otros y entraron. ¿Dónde se había metido Paula? ¿Por qué salían todos a fumar menos ella? Miré a los tres que aún quedaban junto a la puerta.

—Perdón que les moleste —dije—, es que estoy esperando a una persona para entrar a hacer una consulta. ¿Qué horario de atención al público tienen en verano?

—Hasta las dos de la tarde —respondió la mujer mayor.

—Si le podemos ayudar en algo… —dijo uno de los hombres, que llevaba una poblada barba gris.

Iba a responder que no, prefería abordar a Paula sin advertirle de mi presencia. Sin embargo, en ese momento vi algo que lo cambió todo. Abajo, al otro lado de la valla, un Peugeot 407 sedán gris metalizado se detuvo frente al edificio, en mitad de la calle. De inmediato bajó del coche un hombre con gafas oscuras y le preguntó algo a Toni, que se puso nervioso, pareció titubear, torció el gesto y finalmente, asustado, se giró hacia mí y me señaló en la distancia. La puerta del conductor se abrió, y otro hombre, entrado en carnes, también con gafas de sol, bajó del automóvil. Los tres me miraron. Nos separaban algo más de cien metros. No sabía exactamente quiénes eran (aunque podía hacerme una idea) ni cómo habían dado conmigo, pero estaba claro que no tenían intención de permitir que me acercara a la persona con la que yo había venido a hablar.

Me volví hacia el hombre de la barba que se había ofrecido a ayudarme unos segundos antes y le pregunté directamente:

—Estoy buscando a Paula Casañas, es muy importante, por favor.

El hombre pareció dudar. Miró hacia la valla, donde los dos tipos con gafas de sol se dirigían hacia nosotros, y enmudeció.

—Por favor —supliqué.

Pero él permaneció con la boca cerrada. Tendría que arriesgarme, buscarla por mí misma. Y tenía que hacerlo ya. Entré a toda prisa en el edificio, sin saber hacia dónde dirigirme. En el vestíbulo había unos viejos ascensores, varios pasillos que parecían conducir a salas y despachos, una garita de conserjería vacía y unas grandes escaleras de madera en el medio. La mujer mayor se asomó y desde la puerta me dijo:

—Segundo piso, el primer despacho a la izquierda.

—Gracias —acerté a decir apresuradamente.

—Suba por las escaleras, es más rápido.

Le hice caso y eché a correr por aquellas viejas escaleras. Noté que mi rodilla estaba a punto de desencajarse, aun así seguí escalones arriba, haciendo un considerable esfuerzo por obviar el dolor en mis articulaciones. Era una lisiada, no estaba para esos trotes, pero si quería acercarme a ella no tenía otra alternativa.

Aquellos sesenta y ocho escalones se me hicieron eternos, pero conseguí llegar al segundo piso antes incluso de que esos dos hombres cruzaran la puerta del edificio, pude escuchar abajo el ruido de sus zapatos entrando apresuradamente. Giré a la izquierda sin detenerme, el primer despacho tenía una puerta de cristal esmerilado, la empujé y nada más entrar me encontré de bruces con ella, prácticamente la arrollé, estuve a punto de tirarla al suelo.

—Perdón —dije recuperando el resuello.

Paula me observó temerosa, tenía un cigarro y un mechero en la mano derecha y esa misma expresión de las fotos, a mitad de camino entre la tristeza y la decepción, el pelo negro cubría parcialmente su rostro, estaba pálida, delgada, y llevaba una blusa oscura transparente, una pequeña camiseta interior y una falda marrón por las rodillas. Podría estar mal anímicamente, pero aun así saltaba a la vista por su ropa y sus modales que era una mujer de buena familia.

—Mi hermano se llamaba Alejandro Tramel —murmuré con la voz trémula, no había tiempo para andarme con paños calientes—, se suicidó después de haberse arruinado en el casino de Robredo.

Ella emitió un suspiro al oírlo, dejó caer al suelo el mechero y el cigarro y retrocedió instintivamente. Escuché los pasos, las grandes zancadas de los dos hombres aproximándose.

—Hemos denunciado al casino, pretendían cobrar las deudas a la esposa y el hijo pequeño de mi hermano, ellos no tienen nada, están en la calle. Necesitamos su ayuda. Usted sabe cosas…, no tiene por qué callarse, esos acuerdos que la obligaron a firmar son ilegales…

A medida que hablaba, Paula parecía alejarse. Me aventuré y acercándome a ella la agarré de la mano, quería que no solo escuchara, sino que sintiera mi desesperación sincera.

—No tienen derecho a hacer lo que hacen, su esposo y mi hermano estaban enfermos, fueron víctimas…

No pude continuar. En ese instante la puerta se abrió bruscamente.

—Ana Tramel —dijo uno de los hombres, que a pesar de estar en el interior continuaba con las gafas oscuras—, está usted incumpliendo una orden expresa de alejamiento del Juzgado de Instrucción de Robredo que le impide acercarse a la señora Casañas. Tiene que acompañarnos.

Con la mirada fija en la mujer dije:

—Esto de la cara me lo hicieron ellos. No permita que le sigan arruinando la vida a la gente.

—Ya está bien —soltó el tipo agarrándome de los hombros y tirando de mí.

El otro hombre, más rellenito, entró ahora en el despacho, con la respiración entrecortada.

—Joder con la coja —exclamó reventado.

Supongo que lo de la coja iba por mí. Yo hice caso omiso y mantuve la mirada fija en Paula mientras aquellos dos hombres me sacaban de allí. Intenté mantener la conexión con ella, explicarle con la expresión de mis ojos que realmente la necesitábamos y que estaba dispuesta a cualquier cosa si accedía a hablar conmigo.

—Soy el inspector de la Policía Nacional Enrique Zabala —se identificó el hombre—. Tiene que acompañarme a la comisaría, por favor.

—Putas escaleras —añadió el otro, cuyo vocabulario era más bien limitado.

—Y este que está a punto de echar los higadillos es mi compañero el sargento Pimentel, aunque no lo parezca, orgullo de la Policía de Tenerife —continuó Zabala.

—Deja de tocar las narices y vámonos —respondió el gordito—. Por el ascensor, eh.

—Disculpe, señora Casañas —dijo Zabala—, en cuanto nos han informado de que venían a molestarla, hemos acudido todo lo deprisa que nos ha sido posible.

Paula no se movió ni abrió la boca. Estaba afectada, no sé si por mi vehemencia, por la irrupción de la Policía o por los recuerdos que le habían venido de golpe a la cabeza, pero estaba claro que aquello le incumbía y que la había revuelto.

Antes de salir, vi que apretó el puño de la mano. En su interior estaba la tarjeta con mi número de teléfono, entre otras cosas.

Los dos policías me acompañaron por el pasillo del Colegio de Arquitectos hasta la puerta del ascensor ante la mirada de algunos empleados, algunos de los que me había cruzado en el exterior al llegar. Me vinieron a la mente dos imágenes simultáneas: los dos guardias de seguridad de Gran Castilla vestidos de negro que me habían escoltado fuera de sus oficinas y los dos agentes uniformados que el día anterior me habían sacado de la sala del tribunal. Por lo que se ve, tenía un imán para los hombres que en pareja vigilaban por el cumplimiento de la ley.

Justo antes de entrar en el ascensor, levanté la mirada por encima del hombro del inspector. En la puerta del fondo, asomada, vi a Paula que me observaba asustada. Nuestras miradas se mantuvieron unidas hasta que un pequeño empujón hizo que perdiera el contacto visual, no tuve más remedio que entrar en el ascensor.

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