Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 75

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Helena me observó desde el marco de la puerta. La luz del sol delimitaba su figura, únicamente llevaba puesta una camiseta encima de la ropa interior, tenía cara de recién levantada.

—Chico roncar en sofá —dijo.

—Sí, es un amigo —respondí desperezándome—. ¿Qué hora es?

—Siete y diez.

Me incorporé, al menos ese día había dormido unas horas. Miré a Helena, que no me quitaba ojo.

—Yo explicar qué pasa con Cimadevilla —murmuró.

—Más vale que sea una buena explicación —repuse consultando mi teléfono por si había algún mensaje importante.

—Él venir a verme muchas veces cuando Alejandro estar en casino, amenazar, yo miedo, y luego ofrecer dinero…

—Mira, vamos a hacer lo siguiente —le corté—. Piénsalo bien mientras me ducho y después me lo cuentas todo despacio. Solo te pido una cosa: dime la verdad. Si no me explicas todo, no servirá de nada. A estas alturas, las dos sabemos que hemos hecho muchas cosas de las que avergonzarnos.

—¿Toda verdad? —preguntó como si eso fuera mucho pedir.

—Toda —repetí—, aunque sea dolorosa. Es la única forma de que pueda darle la vuelta a lo que ocurrió ayer en el juicio.

Helena asintió, no parecía muy convencida.

—Yo café —dijo dándose la vuelta.

—Ah, otra cosa —repliqué—, ponte algo por encima, no quiero que el chico se ponga nervioso cuando se despierte. Tiene dieciocho años y si ve una rubia como tú en ropa interior al despertar puede que le dé un infarto o que se haga una idea equivocada, o lo que es más grave: que no pueda sacarle de aquí nunca.

—Roncar mucho.

—Sí, ronca y es adicto al juego, así que vístete y no seas muy simpática con él. Queremos que se vaya.

Sonrió y se alejó por el pasillo. Aunque evidentemente ella tenía mucho más mundo que Andrés, solo de imaginar la posibilidad de que esos dos pudieran hacer buenas migas, me puse enferma.

Antes de las nueve estaba duchada, vestida, había desayunado, había tenido una interesante charla a solas con Helena, había repasado las notas para la jornada en el juicio y había pedido a Sofía que preparase una petición oficial por escrito de los registros de entrada al casino de Robredo correspondientes a Miguel Ortiz, ya veríamos cuándo lo utilizaba, si es que llegaba a hacerlo, y de qué forma, pero por si acaso quería tenerlo listo. Teniendo en cuenta que la jornada anterior se había alargado casi hasta las diez de la noche con el testimonio de Helena, el juez había dispuesto el comienzo de la sesión del viernes a las once de la mañana. Aún tenía tiempo de hacer una visita antes de dirigirme al polideportivo.

Al salir, Helena me preguntó qué debía hacer con el chico cuando se despertase.

—Dale café y dile de mi parte que se marche. Eso es todo —respondí—. No os hagáis amigos, no le cuentes tu vida, nada. ¿Entendido?

—Yo entender.

Salí de casa y me topé con una temperatura asfixiante en la calle, a esas horas ya rondaba los treinta grados, estaba siendo un final de verano abrasador. Mientras conducía el Mazda por la A-6, escuché en la radio que para el lunes o martes se aproximaba un frente aún más caluroso procedente de África. Al parecer, envolvería gran parte de la Península, en especial la zona centro. Se trataba de una calima que traería bochorno, bruma y arena del Sahara en forma de partículas atmosféricas. Hablaban de un fenómeno meteorológico de unas dimensiones pocas veces vistas en Europa. Recomendaban extremar las precauciones al máximo y evitar la exposición al sol. Después hablaron de los efectos del cambio climático y del calentamiento global, uno de los locutores se mostraba especialmente exaltado con el tema. La posibilidad de que el planeta ardiera y quedara devastado no me parecía tan terrible en esos momentos, podría ser una solución algo radical pero efectiva a todos los problemas que nos acuciaban.

Tomé la salida de Robredo que ya conocía, me dirigí hacia las urbanizaciones, crucé por un túnel y entré en una zona cerca del pueblo. Enseguida encontré aparcamiento frente a un almacén de paquetería que parecía abandonado. Antes del cruce con la avenida principal había unas pequeñas calles adyacentes con casas bajas, algunas de las cuales se habían reformado convirtiéndose en modernos chalés, y otras sin embargo, como la que yo contemplaba, seguían conservando la misma estructura original de su construcción: una casa de dos pisos pintada de color azul grisáceo delimitada por una valla de cemento del mismo color a la que se había añadido una especie de empalizada con un trenzado de ramas para preservar la intimidad. Era una zona tranquila, residencial, y a diferencia de otros lugares similares de los alrededores donde se había construido en exceso, conservaba un cierto encanto.

Me acerqué a la casa tratando de vislumbrar algo a través de la tupida verja, pero me resultó imposible, el jardín estaba completamente tapado, apenas asomaban las ventanas del piso superior con las persianas echadas. Revisé el número de la calle en el mensaje de Eme, no fuera a ser que me hubiera equivocado. Según él, la persona a la que buscaba había regresado de vacaciones el pasado fin de semana y todavía no se había reincorporado a su puesto de trabajo, con lo cual a las nueve y media de la mañana lo más probable es que pudiera encontrarla en casa. No quería llamar por teléfono, prefería hablar cara a cara, suponiendo que la encontrase. No tenía demasiado tiempo.

Di la vuelta por el otro lado de la verja, parecía haber una pequeña abertura junto a la puerta. Aproximé el rostro a una rendija intentando ver algo. Apenas lo hice, unos terribles colmillos aparecieron de la nada y se lanzaron hacia mí gruñendo con saña. Un rottweiler negro con muy malas pulgas empezó a ladrar y se abalanzó sobre la verja; tuve que retroceder un par de pasos. Aunque no podía alcanzarme, me había metido un buen susto.

—¿Te gusta fisgonear en casas ajenas? —me preguntó una voz femenina a mis espaldas.

Me di la vuelta y me encontré a la juez Paloma Huarte delante de mí. Llevaba puestas unas mallas, una camiseta y unas zapatillas de correr. Tenía el pelo recogido en una cinta y sudaba abundantemente.

—Deformación profesional —respondí—, meter las narices donde nadie me llama.

—Normalmente viene conmigo a correr —dijo recuperando el resuello y señalando hacia el rottweiler—, pero se ha hecho daño en una pata y ha decidido quedarse a descansar.

—Sabia decisión —musité—, yo habría hecho lo mismo en su lugar.

—Es un barrio tranquilo —continuó, sacando un pequeño mando de un cinturón adherido a su cintura—, si estás buscando casa, te lo recomiendo.

—Está fuera de mis posibilidades. Aunque nunca se sabe.

—Tengo café recién hecho —dijo sin pedir ninguna explicación sobre mi presencia.

—Gracias.

Seguí a Huarte al interior de su casa, aquel pequeño mando electrónico sirvió para abrir la puerta exterior. Atravesamos el jardín, algo descuidado, bajo la atenta mirada del perro, que se acercó a ella y agachó su cabeza para que lo acariciara. Mientras pasaba la mano por su cráneo, de su boca abierta asomaron unos colmillos bien afilados que hacía un momento había visto de cerca. Me fijé en una venda blanca alrededor de una de las patas delanteras.

—Las apariencias engañan —dijo—. Es muy meloso.

—Nunca lo habría dicho.

—A estas alturas todavía hay quien no lo entiende. Una mujer independiente y con una buena carrera profesional viviendo sola con un perro. Les falta un hombre sentado en el sofá para completar el cuadro.

—A la gente le gusta hablar —respondí—. Si yo tuviera una casa como esta y una carrera prometedora y algo de dinero ahorrado y una figura como la tuya y unos cuantos años menos…, probablemente también me compraría un perro.

Subimos unos escalones y entramos en la casa simplemente empujando la puerta.

—Nunca echo la llave —explicó—, con Gary merodeando por aquí no hay problema.

—¿Gary?

—Se lo puse en honor a un novio irlandés que tuve, lo conocí en Londres durante un año de intercambio a los dieciséis.

—El primer amor que nunca se olvida —repliqué por decir algo, siguiéndola a través del salón, espacioso y completamente desordenado, con montones de libros y revistas y ropa tirada por el sofá y por todas partes. También me llamó la atención una larga estantería móvil de madera repleta de libros que ocupaba dos paredes enteras desde el suelo al techo. Ella entró en la cocina americana, separada del resto por una barra con unos taburetes altos. Cogió una cafetera que estaba sobre el frigorífico, la puso sobre la vitro y encendió el fuego.

—Era un cabrón con pintas, pero besaba de maravilla, Gary —dijo saboreando en cierta manera aquel nombre—. ¿Solo o con leche?

—Solo, sin azúcar —respondí.

Aquella casa me resultaba agradable, era en cierta forma un fiel reflejo de Huarte, sólida, acogedora, amueblada sin ninguna ostentación, desordenada y limpia, como diciendo: no me importa lo que penséis de mí. Tal vez no era más que una proyección mía y la casa no decía nada, es una posibilidad que no descartaría.

Me sorprendió ver que Gary no se quedaba en el jardín, sino que también entraba en el salón y se acomodaba al pie de un viejo sillón de cuero.

—En verano le gusta ponerse justo debajo del ventilador —explicó mirando hacia un enorme ventilador de techo que comenzó a girar sus aspas cuando Paloma pulsó un interruptor de la pared—. Odio el aire acondicionado, me da dolor de cabeza.

—Podría hablarte largo y tendido acerca de dolores de cabeza —respondí agradecida por la natural hospitalidad de la juez.

Nos sentamos en los taburetes, Huarte puso sendas tazas sobre la barra y sirvió el café.

—Me han contado que el juicio va regular —dijo.

—Te han contado bien —respondí dando un trago; estaba amargo y bien cargado, como deberían ser todos los cafés.

—¿Es verdad que la vista se ha trasladado a un pabellón de deportes?

—Barrios nos ha llevado allí para evitar que nos derritiéramos en la sala de la Audiencia. Era eso o continuar en bañador.

—¿Me vas a decir a qué has venido? —preguntó de pronto—. Yo no tengo prisa, podemos pasarnos toda la mañana de charla; lo digo por ti, cuanto antes te lo quites de encima seguro que te sientes un poco mejor. Por no hablar de lo inadecuado de la situación, la abogada de la acusación particular, en pleno juicio oral, visitando a la juez que ha instruido el caso. Supongo que tienes una muy buena razón para presentarte aquí. Y también doy por hecho que no me vas a poner en una tesitura incómoda.

Definitivamente aquella mujer tenía un don para hacer y decir lo más adecuado. Si me gustaran las mujeres (algo que por desgracia nunca ha ocurrido), sin duda sería mi tipo. Tenía toda la razón, ya habíamos pelado la pava un rato, era hora de ir al grano.

—Te pido que todo lo que hablemos se quede entre nosotras —dije.

—No te lo puedo garantizar —respondió con amabilidad—, eso depende de lo que me cuentes.

No esperaba menos de ella. Asentí, valorando lo que podría ocurrir si decidía hacer pública la conversación que íbamos a tener.

—Asumiré el riesgo —musité—. Creo que sé quién me dio la paliza en el garaje de mi casa, pero no tengo pruebas ni testigos. No me gusta reconocerlo, pero tengo miedo. Se ensañó conmigo y podría volver a hacerlo.

Huarte se reclinó sobre el taburete, asimilando lo que acababa de decirle. La confianza que se había creado entre ambas tenía que ver, o eso me decía yo, con una especie de reconocimiento mutuo que se había producido desde el primer instante. Era cierto que tenía miedo y que me sentía amenazada. También lo era que buscar su apoyo en este asunto no era lo más ortodoxo, pero no tenía muchas salidas.

—Si lo denuncias —dijo—, sea quien sea, eso pondrá todas las miradas sobre él. Generalmente es más que suficiente para que se esté quietecito. Aunque no lo encierren, se andará con cuidado, suele ser la mejor forma de parar a esa gentuza.

—Esta vez es distinto. Se trata de un agente de la ley, si lo denuncio sin pruebas, se va a volver contra mí, te lo aseguro.

—¿Qué quieres que haga?

—Necesito que el juez de plaza de Castilla que lleva el asunto me autorice a grabarle. Y también necesito registrar su coche sin que esté prevenido. Es la única forma de pillarlo.

—¿Qué pinto yo en todo esto?

—El juez de instrucción es de tu quinta, me he informado bien. Un tal Alfonso Heredia. Si hablas con él de manera extraoficial, quizá puedas ayudarme a convencerle de que dicte esas órdenes de registro y dictamine secreto sumarial.

—¿Sin una prueba concluyente?

—Tengo un testigo circunstancial que le oyó confesarlo. Y si tú le haces una llamada…

—Heredia no es amigo mío. Lo conozco muy poco. Es un tipo estirado y ambicioso que no se la va a jugar para ayudarte.

—Comprendo. Tenía que intentarlo. Si sigo el curso oficial y se entera de que estoy detrás de él sin pruebas, me asusta lo que pueda ocurrir. No acudiría a ti si no estuviera desesperada.

—Un juez necesita algo concreto para autorizar una grabación y un registro, lo sabes muy bien. Por mucho que yo interceda por ti, eso no cambia nada. No conozco los detalles del caso, no sabría muy bien qué decirle a Heredia, suponiendo que le llamara para hablarle de esto.

—Conoces al sospechoso del que te estoy hablando —musité—. El teniente Santiago Moncada.

Huarte se quedó pensativa. Quizá estaba valorando la posibilidad de ayudarme, después de todo.

—Digamos que convenzo al fiscal para que apoye mi petición —insistí—, ¿le pedirías a Heredia que lo considerase? A mí no me conoce de nada, pero si una colega le da un pequeño empujón…

—Habría que ver el asunto con calma —me cortó—. No sé en qué punto se encuentra la investigación, si quieres puedo averiguarlo de manera discreta. El juez necesitará una base sólida en la que apoyarse para dar luz verde a tu demanda. Pero si convences al fiscal, supongo que ayudará.

—Te lo agradezco de verdad. Quiero pensarlo bien antes de hablar con el fiscal. Cuando lo haga, ¿puedo decirle que lo he comentado contigo off the record?

Ella entendió entonces de qué iba la cosa.

—¿Pretendes convencer al fiscal utilizándome? ¿Luego convencerme a mí usando al fiscal? ¿Y por último persuadir a Heredia con mi intermediación? Es un poco enrevesado, me parece.

—Por eso te lo cuento. Y te pido que esta conversación no salga de aquí.

Huarte no parecía contenta, aquello no le gustaba.

—¿Estás segura de que lo hizo él? —me preguntó con franqueza.

Sentí que mi cuerpo se estremecía ligeramente al pensarlo.

—Quiero convencerme de que no ha sido él. Pero absolutamente todo lleva a su culpabilidad. Ojalá esté equivocada.

—Me pones en un aprieto.

—Lo sé. Pero si no tengo una orden judicial para grabarle y para registrar su coche y su maletero en busca de restos de alguna clase, aunque lo consiguiera y obtuviera pruebas, no me servirían de nada. Y si inicio un trámite ordinario, sé perfectamente que, a las pocas horas de que él tenga conocimiento, me volverá a caer encima. Mi única oportunidad, si es que tengo alguna, es anticiparme, ser discreta y actuar a toda velocidad.

—Tengo que pensarlo. No quiero comprometerme a algo que no pueda cumplir. Voy a hacer alguna pregunta sobre el curso de la investigación, intentando no despertar sospechas.

—Si se te ocurre otra opción, estaré encantada de escucharla. Yo le he dado muchas vueltas y no veo más salidas, pero no descarto nada.

—¿Por qué lo hizo? —me preguntó en un tono sombrío.

—La hipótesis más plausible es que fue un encargo. Después parece que él se lo tomó como algo personal.

—Si eso es cierto, estás hablando de un miembro de las Fuerzas de Seguridad del Estado realizando actividades criminales para un tercero. Estamos hablando de algo muy grave.

—Estoy de acuerdo. Me atacó por la espalda en mi garaje y sobreviví de milagro.

Huarte resopló, parecía que el mero hecho de imaginárselo la ponía enferma. Dio un pequeño sorbo al café. No era necesario expresar la repugnancia que le producían aquellos hechos.

—¿Es cierto que después de aquello tuviste una relación sentimental con él? —preguntó espantada.

—Yo no lo llamaría relación —corroboré—, digamos que compartimos la cama algunas noches solitarias y que tal vez incluso llegó a parecer que aquello podría ir a algún sitio.

—¿Cómo cortaste sin que sospechara que lo habías descubierto?

—Me lo pusiste en bandeja cuando sacaste a relucir que nos estábamos viendo durante la instrucción. Lo mandaron lejos y eso enfrió las cosas sin necesidad de dar muchas explicaciones.

—Me gustaría ayudarte —concluyó—. A pesar de tus antecedentes, a pesar de que las dos sabemos que tienes un concepto muy peculiar de la ley, e incluso a pesar de tu relación con las pastillas, no puedo quedarme de brazos cruzados. Habla con el fiscal y veremos qué puedo hacer. Aunque te advierto que Heredia es un hueso duro de roer.

—Muchas gracias.

—No las des todavía. Si es cierto todo lo que dices, y aunque encuentres pruebas, te vas a enfrentar a un montón de problemas.

—Es probable —dije poniéndome en pie y recordando la solución alternativa y por la vía rápida que me había propuesto Eme—. Aunque a veces no lo parezca, le tengo un gran aprecio a la ley, te lo aseguro.

—Mantenme informada. Yo haré lo mismo. Por ahora puedes contar con la absoluta privacidad de esta conversación.

Recogió las dos tazas y las acercó a la pila. Yo miré a mi alrededor buscando una última cosa.

—Perdona que te moleste —dije—. Necesito un salvoconducto para salir de aquí.

—¿A qué te refieres?

—Desde que ha empezado el juicio, y probablemente desde bastante antes, me están siguiendo. Ahora mismo se estarán preguntando qué hago hablando aquí contigo. Quiero hacerles creer que he venido a consultar algún asunto documental; aunque no sea lo más adecuado, es mucho mejor que la alternativa de que sospechen la verdadera razón por la que estoy aquí. Qué sé yo, algún formulismo en relación con los documentos aportados por Gran Castilla. ¿Puedes darme alguna carpeta o algún papel? No quiero salir con las manos vacías.

—¿Estás hablando en serio?

—Me temo que sí.

Huarte negó con la cabeza, pero aun así me siguió la corriente, cogió unas fotocopias que había sobre el sofá, las metió en un sobre grande y me lo dio.

—Espero que sepas lo que estás haciendo.

—Hoy mismo haré ver que lo utilizo durante el juicio —dije señalando el sobre.

Al ver que nos dirigíamos hacia la puerta, Gary levantó la cabeza y nos observó, dispuesto a seguir a Paloma donde quisiera que se encaminara.

Salí al exterior, el sol me cegó unos instantes. Respiré hondo y pensé en Moncada, hoy tenía que enfrentarme a él en el tribunal. No me hacía ninguna gracia. La diplomacia y las falsas sonrisas no eran lo mío. Tal vez después de mi conversación con Huarte podría afrontarlo con más tranquilidad, sin dejarme llevar por la rabia que bullía en mi interior. Saber que había puesto en marcha un plan para impedir que se saliera con la suya, aunque no obtuviera resultados inmediatos, me calmaría un poco. Mi propósito era interrogarle de manera aséptica, refiriéndome únicamente a los hechos del caso y aparcando completamente las emociones. Lo iba a intentar. Aunque no apostaría por ello.

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