Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 81

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Docenas de enormes archivadores de madera formaban hileras desde la pared hasta la puerta. Llamaba la atención el orden, la pulcritud, la extremada limpieza de aquellas estanterías, las cajas, los ficheros, las carpetas, todo metódica e impecablemente organizado. A diferencia de muchos juzgados que conocía muy bien, no daba la impresión de que aquellos archivos se hubieran ido amontonando sin más; al contrario, parecían desafiar toda lógica digital, como si la desconfianza, o incluso el orgullo, los llevara a guardar esos documentos en su formato original en papel dentro de un sótano. Puede que hubiera copias en algún disco duro, lo ignoraba, seguramente habría sido más sencillo para nosotros de ser así. Sin embargo, allí estábamos, con la luz de los móviles encendida, como dos cacos husmeando a la vieja usanza.

Mis manos recorrieron la balda inferior, pasando los dedos por un anaquel en el que sobresalían distintos nombres, Tomeo, Tortosa, Tosar, Tovar, Trabado, Trabanco…, Tramel. Allí estaba. Saqué la carpeta, era un dosier grueso, repleto de anotaciones de distinta clase. Noté un cierto desasosiego, también pudor, no quería mirar aquello, podía intuir claramente que en aquellos papeles estaba reflejado gran parte del dolor de mi hermano. Recordé vagamente un episodio, hace muchos años, en mi adolescencia: había leído algunas páginas del diario de Ale a sus espaldas y aquello desató una tormenta terrorífica que nos llevó a estar varios meses sin hablarnos.

La mayor parte de las hojas tenían una fecha en el encabezamiento. Había algunos documentos grapados o sujetos por clips, y también una gran cantidad de hojas sueltas, la mayor parte escritas a mano, de distinto tamaño.

—¿Lo tienes? —preguntó Andrés expectante, impaciente.

Le había pedido que se quedara vigilando junto a la puerta por si aparecía alguien. Al estar ordenados alfabéticamente no parecía difícil dar con los archivos, el chico ya había hecho su parte llevándome hasta allí. Después Eme había saltado la cerradura del almacén y regresó al piso de arriba, tal y como habíamos acordado. Ahora era asunto mío, si las cosas se torcían quería ser yo quien hubiera cogido el documento con mis propias manos.

—No aparece —respondí mirándolo de reojo a través del hueco de la estantería.

Seguí pasando los folios, volviendo a mirar despacio de uno en uno para que no se me escapara nada.

—Tiene que estar —dijo nervioso—. Se hablaba mucho de esos documentos de autoprohibición.

Me detuve en una hoja que me llamó la atención, era un dibujo hecho con trazos gruesos. Representaba una boca abierta y amenazante con unos colmillos afilados, muy similar a los bocetos del bloc de Ale que nos habían entregado en el cuartelillo. De nuevo el lobo. Su obsesión por esa imagen me removió. Pasé adelante, no tenía tiempo para eso ahora. Había informes clínicos, diagnósticos, notas incompletas, un montón de cosas, pero ni rastro de lo que necesitábamos.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó Andrés entrando al almacén.

—No hace falta.

—Mira —dijo señalando hacia dos filas de archivos de color negro en una esquina—. Estos vienen por fechas.

Enfoqué la luz de mi móvil. El chico tenía razón.

—Echa un vistazo alrededor del 18 de junio del año pasado —murmuré.

Andrés se puso a la tarea. Yo seguí revisando el archivador que tenía entre las manos, la carpeta contenía una enorme cantidad de folios, una hoja suelta se me podía haber pasado perfectamente sin que me diera cuenta. Miré el móvil, la 01.02. No me había fijado a qué hora habíamos entrado exactamente en la nave. Me dio por pensar qué pasaría si la persona que estaba en el despacho se marchaba y al ir a conectar la alarma se daba cuenta de que había sido manipulada. Claro que eso mismo también le podría haber ocurrido al entrar, si es que lo había hecho justo después de Eme, como todo parecía indicar. Y sin embargo, no había pasado nada. Alejé de la mente esos pensamientos, me dije que el investigador sería quien se encargaría de ello si sucedía algo.

—¿Lo encuentras? —pregunté.

—Son recetas, diagnósticos clínicos y esas cosas —dijo Andrés revisando los archivadores que tenía delante.

—Déjame ver —respondí interesada.

Calculé que podían incluir copias de documentos oficiales como el que estábamos buscando. Me acerqué y vi que tenía abierto un cajón completo en el que alguien había escrito con grandes caracteres el título genérico de «Junio». Entre los dos revolvimos, intentando no desordenar demasiado aquello. Leyendo los encabezamientos quedaba claro de qué se trataba cada archivo. A diferencia de la otra carpeta, allí no había nada escrito a mano y además estaban mezclados datos relativos a distintos pacientes. Todos eran originales o copias de documentos de lo más variado, pero ninguno de la Comisión Nacional del Juego ni del Ministerio del Interior. No tenía tiempo para discernir qué criterio había llevado a colocar unas hojas en las carpetas con los apellidos de cada paciente y otras en este archivador por fechas, aparte de la índole más o menos oficial que tenían estos últimos. También en el dosier de Ale había visto documentos semejantes. Como digo, no acertaba a extrapolar la pauta y en el fondo me daba igual, en ninguno de los dos sitios estaba la dichosa autoprohibición.

—Ya te dije que yo no la había visto directamente —reconoció Andrés—. Solo suponía que podía estar aquí.

No iba a darme por vencida. Saqué todo lo que había en el cajón correspondiente al mes de junio y lo coloqué en el suelo, dividido en varios montones.

—Vamos a mirarlo todo otra vez desde el principio —dije.

Ambos nos agachamos y empezamos a revisar con avidez la cantidad de folios que teníamos delante. Si queríamos comprobarlo a conciencia, nos podía llevar un buen rato.

Escuché una voz que provenía del pasillo y que se dirigía claramente a nosotros.

—No está ahí.

Levantamos la vista. En el marco de la puerta apareció entre las sombras la figura de un hombre con barba de algunos días y el pelo recogido en una coleta que nos miraba con severidad. Era Gabriel Brandariz.

—Lo que buscáis —repitió— no está ahí.

Me incorporé sin saber muy bien cómo reaccionar. Le hice un gesto a Andrés para que no hiciera ni dijera nada. Nos había descubierto revolviendo en su almacén de madrugada. No era una situación agradable precisamente.

—Ha sido cosa mía —dije enseguida—, Andrés no tiene nada que ver.

Sin responder, Gabriel se dirigió al extremo opuesto del almacén. Pulsó un interruptor en la pared y la luz fluorescente del techo se encendió. El lugar se inundó de una luz blanquecina. De forma mecánica, el director del centro abrió otro archivador dándome la espalda.

—He venido al centro por una llamada urgente —explicó sin darle mayor importancia y sin hacernos ninguna pregunta obvia, al tiempo que buscaba algo en una carpeta—, ocurre algunas veces, sobre todo en fin de semana. Estaba en el despacho de operaciones y he oído un ruido abajo. Al principio me ha extrañado, nunca hemos tenido un robo, al menos no desde que yo estoy aquí. Sin embargo, no sé por qué, no me ha sorprendido descubrir de quién se trataba.

Andrés también se puso en pie y me preguntó con un gesto qué hacer. Gabriel seguía dándonos la espalda. Negué con la cabeza para que no se le ocurriera echar a correr o algo parecido, era mejor tomarse aquello con calma. Desde mi posición pude ver en el exterior del almacén, al fondo del pasillo entre la penumbra, alguien que se movía atento a lo que pudiera ocurrir, me dio la impresión de que era Eme, aunque no podía estar segura.

—Todo lo referente al Ministerio se encuentra en estas estanterías —explicó Gabriel mientras revolvía dentro de una gran carpeta marrón que había cogido del archivador que tenía delante—, separado del resto.

Con precaución di dos pasos a la izquierda y me acerqué a él, que sacó un documento plastificado y se dio la vuelta hacia mí.

—Aquí está —dijo extendiendo la mano con aquella hoja.

La cogí sin mucho convencimiento y eché un vistazo. Era un modelo casi idéntico al de Miguel Ortiz, una solicitud oficial de autoprohibición a nombre de Alejandro Tramel, firmada y sellada. Un temblor recorrió mi cuerpo. Aquello significaba que mi hermano había entrado en el casino de Robredo un número incontable de veces y que había estado jugando a pesar de haberse prohibido la entrada. Los responsables del casino lo habían permitido, infringiendo gravemente la Ley de Regulación del Juego. Teníamos los registros oficiales de entrada. Teníamos los testigos que lo habían visto jugar y apostar con fecha posterior a esa orden. Y ahora teníamos este original sellado y firmado.

Y por si eso fuera poco, además alguien había borrado el documento de los registros del Ministerio del Interior. El lote completo.

Miré a Gabriel, que estaba allí en medio plantado, mirándome como si le hubiera decepcionado.

—¿Y ahora? —pregunté.

—Si usted fuera mi paciente —dijo con suma tranquilidad—, y soy muy consciente de que no lo es, le diría que saltarse las normas y buscar atajos trae consecuencias. Sin excepción.

Seguramente tenía razón, pero eso no era suficiente (no a estas alturas) para que yo no hiciera lo que había venido a hacer.

—¿Quiere que ignore este documento? —pregunté—. ¿Quiere que lo deje aquí como si nunca lo hubiera visto?

—Ese documento —respondió— lo ha conseguido infringiendo la ley. Es lo único que digo.

—Ellos también lo han hecho —rebatí—, y de manera infinitamente más grave. Han vapuleado la ley, de hecho. Han abusado de una posición dominante. Y lo siguen haciendo.

—No lo dudo.

—Esa gente se aprovecha del dolor y de la enfermedad de otros para salirse con la suya —continué, encendida, armándome de razones.

—Lo sé perfectamente. Soy exludópata, por si lo había olvidado. Y veo a diario a gente destrozada a mi alrededor por ese mismo motivo. En cualquier caso, eso no justifica cualquier comportamiento.

Ese aire de santurrón me sacaba de quicio.

—¿Es que nunca ha buscado atajos para conseguir un bien mayor? —le pregunté desafiante.

—Muchas veces —contestó—, por eso sé muy bien de lo que hablo.

Agarré con fuerza la hoja, tendrían que dispararme para arrebatármela. Observé a Andrés, que permanecía pendiente de la conversación sin moverse, alerta.

—No puedo dejar esto aquí y mirar para otro lado —concluí mostrando el documento—. Voy a salir de aquí con él en la mano. Y no solo eso. Además tengo que pedirle que no me denuncie por robo. Tengo que rogarle que no se dé por enterado de la desaparición de este archivo. Al menos, hasta la finalización del juicio.

—Eso me convertiría en cómplice —aseguró—. No me preocupan las consecuencias legales, o al menos no demasiado. Lo que me resulta inaceptable es traicionar mi obligación moral de velar por la confidencialidad de todo esto. No voy a tratar de impedir por la fuerza que se lo lleve. No hace falta que su investigador intervenga. Pueden irse cuando quieran. Pero no me puede pedir que me quede de brazos cruzados y que apruebe su conducta. Me ha costado muchos años entender que el fin no justifica los medios, que todo lo que hacemos tiene una dimensión ética, y sobre todo, me ha costado muchísimo encontrar un cierto equilibrio. No voy a tirar todo eso a la basura esta noche porque usted considere que su afán de justicia está por encima de todo y de todos.

—Mire, ese equilibrio del que habla yo ni lo huelo —repliqué—. Le escucho y me da envidia su seguridad, se lo prometo, esa certeza sobre lo que está bien y lo que no. Es algo que no sé si seré capaz de alcanzar algún día, lo dudo mucho. Pero hoy por hoy, lo único que tengo es un hermano muerto al que destrozaron unos cabrones sin escrúpulos. Y voy a hacer todo, absolutamente todo lo que esté en mi mano para que paguen por ello. Tanto si cuento con su aprobación como si no.

—Haga usted lo que tenga que hacer —sentenció—. Yo haré lo mismo.

Aquel tipo tenía razón en muchas de las cosas que había dicho. De un modo u otro, pagaría por mis actos. Yo misma se lo había dicho a Andrés un par de días antes. Cada cosa que he hecho en mi vida ha tenido consecuencias, y pensar que podía salir impune porque estaba en posesión de la razón solo era engañarme a mí misma.

Sin embargo, estaba dispuesta a pagar el precio que fuera necesario. No estoy convencida de que hiciera bien (quién sabe eso realmente), ni espero que nadie lo apruebe, pero sí sé que hice lo único que pude. Salir de aquel sótano con el documento en la mano.

Pasé por delante de Gabriel, di un paso, y luego otro, y otro más, y antes de que pudiera darme cuenta estaba en el pasillo, y unos instantes después en la planta superior, y apenas un par de minutos más tarde en el exterior de la nave en dirección al cuatro por cuatro, y aunque no me di la vuelta para comprobarlo, sabía que Andrés y Eme venían detrás de mí. Mientras atravesaba el aparcamiento, el investigador murmuró:

—Si quieres que te diga la verdad, me cae bien ese gilipollas con aires de grandeza.

—A mí también.

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