Ana

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Segunda parte. Las manos » 13

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En condiciones normales, detesto que me hagan esperar. Sin embargo, aquel era el primer día de mi nueva vida, por así decirlo, con lo cual apreté la mandíbula y decidí tomarme las cosas con tranquilidad.

Conocía muy bien esa clase de lugares: el tono crema de la pared perfectamente lisa, el hilo musical suave casi inapreciable, los sillones que aún olían a cuero nuevo, los últimos números de las revistas del Colegio de Abogados y de algunas publicaciones en inglés cuidadosamente elegidas sobre la mesita, la recepcionista discreta a juego con el mobiliario clásico, las ventanas luminosas con vistas al centro de la ciudad. Todos y cada uno de los detalles decían lo mismo: este sitio es el centro del universo del derecho.

Y seguramente lo era.

Una vez yo había trabajado en uno muy similar: un gran despacho de abogados, uno de esos que aparecen en las listas de «los 20 bufetes más importantes de España» o «las 15 firmas de abogados de mayor facturación en nuestro país». Era infatigable, facturaba a los clientes catorce horas al día, seis días a la semana, y me sentía parte de una maquinaria bien engrasada que funcionaba a la perfección. En esa época era yo la que hacía esperar a los demás.

A mi lado pude ver de reojo a Helena y Martín, el niño se había sentado en el regazo de su madre. Ella no se movía de su silla, con la mirada al frente, casi sin pestañear, parecía vigilante, como si hubiera entrado en una dimensión desconocida y cualquier cosa que hiciera se pudiera volver en su contra. No iba muy desencaminada.

Martín, por el contrario, parecía relajado, subía y bajaba la cremallera de su anorak una y otra vez, a distintas velocidades, poniendo en dicha tarea una concentración envidiable.

Una chica con falda larga y americana oscura entró en la sala sin puertas donde nos hallábamos (supongo que tener puertas no se llevaba esa temporada, para un verdadero despacho innovador, moderno y vanguardista como aquel eran mucho más adecuados aquellos paneles móviles). Se acercó a mí y me dijo con un tono firme pero amable:

—El señor Arias se va a retrasar unos minutos, un lamentable incidente le retiene fuera del despacho, espera llegar en breve. Lo siento mucho.

—Ajá —dije conteniendo mi impulso de soltarle algún improperio a esa mocosa estirada.

La hora de la cita la había fijado la secretaria de Arias. Es decir, que eran ellos quienes habían elegido el día y la hora. Llevábamos esperando treinta y cinco minutos. Y ahora venían con el cuento de que se iba a retrasar aún más.

—Aquí estaremos cuando llegue el señor Arias —añadí con una sonrisa.

—Por supuesto —contestó ella con una sonrisa mucho más amplia que la mía. Y salió de allí moviéndose entre los paneles como si hubiera nacido para ello.

No iba a alterarme. No iba a perder los nervios. No iba a insultar a nadie. No iba a marcharme.

Crucé una mirada lejana con la recepcionista-mueble que estaba al fondo, en sus ojos pude ver claramente que aquel retraso al que estábamos siendo sometidos no era fortuito, y que tal vez era una práctica más o menos habitual.

—¿Hay problema? —me preguntó Helena.

—Ningún problema —dije tratando de calmarme—, tenemos que esperar un poco más, eso es todo.

—A mí gusta esperar aquí, todo muy bonito y muy caro —respondió ella.

La viuda polaca solía sorprenderme con sus respuestas. Estaba claro que veníamos de mundos opuestos y que tanto nuestra educación como nuestras costumbres eran tan distintas que a menudo parecíamos vivir en dos universos paralelos. El caso es que, aunque no lo pareciese, ahora éramos familia. Me lo repetía a mí misma a la menor ocasión, no quería olvidarlo. Y por si fuera poco, también me había convertido en su abogada.

Decidí echar un vistazo a la demanda de nuevo, me la sabía de memoria, pero no estaría de más, siempre podía haber algún detalle que se me hubiera escapado, algo insignificante a primera o segunda vista que pudiera servirme para la reunión que íbamos a tener. Saqué una subcarpeta marrón de mi maletín y la abrí. Me fijé en el encabezamiento:

Al juzgado de primera instancia que por turno de reparto corresponda

D. Jacinto García Redondo, procurador de los Tribunales de Madrid (colegiado n.º 2389), en nombre y representación de GRUPO DE EMPRESAS GRAN CASTILLA S. A., empresa mercantil provista de CIF 55003224A, y con domicilio en el paseo de los Olmos, 191, Madrid 28049, según acredito con la copia de la escritura de poder general y especial para pleitos que acompaño (documento n.º 1), ante el Juzgado comparezco y como en derecho mejor proceda…

El Grupo Gran Castilla era un enorme consorcio propietario de varios casinos presenciales, como el de Creonte, el de los Pirineos o el casino de Robredo, la joya de la corona. Desde hacía algunos años, también poseía tres casinos

online, siendo la primera sociedad en nuestro país que había conseguido dichas licencias. Era una empresa que facturaba muchos millones de euros al año. La propiedad sin embargo recaía en un pequeño grupo de accionistas, a pesar de su enorme tamaño casi podría decirse que era una empresa familiar. Al frente de todo el grupo, dirigiéndolo con mano de hierro, Emiliano Santonja.

Tras la jerigonza habitual, pasé al tercer párrafo de la demanda, y volví a leer el nombre del letrado con el que me había citado, y que representaba a la empresa demandante, o sea, su abogado.

Letrado del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid D. Francisco Arias Martínez, colegiado número tal, teléfono número cual.

No sabía quién era Arias, su nombre no me sonaba de nada. Hice algunas averiguaciones rápidas y descubrí al menos tres datos de interés. El primero y más importante era que trabajaba para Barver & Ambrosía. Para el que no esté familiarizado, solo diré que se trata del mejor bufete de abogados de toda España, el número uno. No hay ni un solo despacho de abogados que les haga sombra, ni en volumen ni en presencia mediática. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que en cualquiera de esos juicios que hemos visto últimamente en televisión siempre había uno o varios miembros de Barver & Ambrosía representando a alguna de las partes. Es pues un monstruo del derecho. Un gigante.

El segundo dato es que Arias tenía veintinueve años y era un recién llegado al bufete. Esto daba una idea acerca de la escasa importancia que le concedían al caso. Aunque también podía ser una pista falsa. O incluso podía ocurrir que, a pesar de la falta de experiencia y de galones, el tal Arias fuera un genio, cosa que no era probable, pero que no debía descartar aún. El tercer dato de cierto interés es que se rumoreaba que iban a asociarse con un despacho alemán y que, de producirse dicha fusión, se convertirían en el tercer bufete con mayor facturación de la Unión Europea y el octavo de todo el mundo. Así que por lo visto los socios debían estar muy ocupados, y también muy satisfechos con su imparable expansión, actitud que para mí podía resultar indiferente a corto plazo, pero que me hacía tener una idea global de a quién me estaba enfrentando.

Seguí leyendo. Estaba a punto de aprenderme de memoria aquella demanda de tanto manosearla. Quizá no era mala idea hacerlo, puede que así impresionara a alguien, aunque no se me ocurría muy bien a quién.

Pasé por alto el nombre y los datos completos de la demandada, Helena Kowalczyk. Solo diré que me había llamado la atención que, escrita a mano, apareciese la dirección de mi casa como domicilio habitual de Helena. Se ve que no habían tardado mucho en encontrarla. Sin embargo, todo tenía una sencilla explicación. Por lo que me había contado la propia Helena, ella había dejado un papel con la nueva dirección en su anterior domicilio, un hostal junto a la carretera, a cuatro kilómetros del casino. No sabía si me sorprendía más el hecho de que mi hermano viviera con su esposa y su hijo en un hostal o que se hubiera empeñado en vivir lo más cerca posible del sitio que lo había arruinado. Ale siempre había sido un desastre, pero aquello lo superaba todo.

Continué leyendo. Se relataban multitud de hechos, fechas, documentos y testigos que daban fe de las deudas que Alejandro Tramel había contraído con la empresa Gran Castilla como propietaria del casino, incluyendo numerosos pagarés que había ido firmando en los últimos años. Pasé las páginas y fui directa al final, lo más suculento de esos veintisiete folios y, en definitiva, la carne del asunto.

Suplico al Juzgado:

Que teniendo por presentado este escrito, con los documentos relacionados y copias preceptivas, se digne admitirlo: tenerme por parte en la representación que ostento y ordenar se entiendan conmigo las diligencias sucesivas, tener por interpuesta DEMANDA DE JUICIO ORDINARIO contra HELENA KOWALCZYK JAKOV, como heredera legal del fallecido ALEJANDRO TRAMEL HIDALGO, cuyas circunstancias personales ya constan, tener por efectuadas las peticiones contenidas en el encabezamiento…

Para terminar con el chimpún final:

Se sirva dictar en su día sentencia por la que estimando íntegramente la presente demanda se declare que la demandada adeuda a mi patrocinado la cantidad de OCHOCIENTOS DIECISÉIS MIL EUROS (816.000 EU), en concepto de principal más los intereses devengados hasta la fecha de la interposición de la presente demanda, CONDENÁNDOLA a su pago, con expresa condena en costas a la demandada.

Después seguían algunas peticiones formales al juzgado y acababa con la fecha y firma.

La primera vez que escuché la cifra que adeudaba mi hermano me había quedado helada. Ahora que conocía a Helena y Martín, ahora que les ponía cara, voz, cuerpo, el mero hecho de relacionarlos con esa cifra me asqueaba. Era indecente que alguien perdiera la cabeza hasta el punto de jugarse en un casino tal cantidad de dinero, más aún si no estaba en disposición de pagarlo ni tenía visos de poder hacerlo. Y desde luego era indecente que ahora intentaran cobrárselo a la viuda, una inmigrante sin estudios, sin recursos, madre de un niño pequeño, y que ya de por sí sería un milagro si conseguía salir adelante y pagar la comida de su hijo sin esta carga.

—Tía Ana enfadada —dijo Martín a mi lado.

Lo miré.

Desde que yo había regresado al mundo de los vivos, al niño le había dado por llamarme tía Ana, lo cual no solo me hacía sentir vieja, sino que además me daba la impresión de que lo hacía por fastidiarme, cosa que no tenía ningún sentido en un crío de dos años y pico. Cuando me llamaba de esa forma, en realidad tardaba en darme cuenta de que se refería a mí y no a otra persona, siempre me parecía que alguien respondería al oír ese nombre.

—Tía Ana no está enfadada —respondí seria—, y a tía Ana no le gusta que le llamen así, prefiere cualquier otro nombre, como por ejemplo Ana a secas.

Martín me miró y frunció el ceño.

—Tía Ana sí enfadada —dijo, y señaló con el índice mi mano derecha.

Sin darme cuenta, estaba aplastando la subcarpeta, doblando la esquina superior. Aflojé rápidamente los dedos de la mano, soltando la tensión, como si me hubiera pillado en un renuncio.

Helena le dijo algo en polaco a Martín, parecía estar regañándole. Cuando lo hacía, siempre elegía su idioma natal.

Cerré la carpeta y me disponía a meterla de nuevo en el maletín cuando apareció ahora un muchacho con cara de atolondrado, y con un traje y corbata que parecía haber robado en unos grandes almacenes.

—Buenas tardes —dijo el chico, que llevaba una tablet en la mano, dirigiéndose a mí—, soy adjunto del departamento de litigios. Lamentablemente el señor Arias no va a poder recibirles hoy, les pide disculpas y solicita que, si lo tiene a bien, concierte con usted una nueva cita para los próximos días.

No podía creer lo que estaba escuchando.

Volví a repetir mi mantra: no gritar, no perder los nervios, no hacer nada de lo que después pudiera arrepentirme.

Me puse en pie despacio tratando de no endurecer las facciones de mi rostro.

—Buenas tardes, adjunto del departamento de litigios —dije cortésmente—. Mi nombre como ya sabe es Ana Tramel, abogada de la señora Helena Kowalczyk, aquí presente. El señor Arias nos citó expresamente hoy. Llevamos cincuenta y dos minutos esperando.

Hice una pausa. Sabía que aquel muchacho esperaba que yo continuara hablando, por eso mismo hice justo lo contrario, me detuve después de remarcar los minutos de espera.

El chico quedó desconcertado durante unos segundos. Ante mi silencio, no tuvo más remedio que tomar la iniciativa:

—Como le acabo de explicar, el señor Arias no va a poder recibirles hoy. Lo lamento muchísimo.

Abrió la tablet y continuó hablando mientras ojeaba algo que supongo que sería una agenda.

—Si le parece a usted bien, podríamos fijar ahora mismo una nueva cita —dijo muy aplicado—. Tal vez el próximo jueves a última hora de la tarde, o mejor aún, dentro de dos lunes, el día 12, aunque tendría que ser muy temprano, los lunes el señor Arias tiene junta de delegados a las nueve de la mañana y…

—Perdone —le interrumpí—. Creo que no me ha entendido. Verá, se lo voy a repetir: llevamos cincuenta y tres minutos esperando pacientemente al señor Arias. Hemos venido a su oficina. El día que él nos ha citado. Exactamente a la hora que él ha propuesto. Hemos hecho todo a la mejor conveniencia del señor Arias. Así que aquí estamos.

Empezó a ponerse nervioso. Miró de reojo a la recepcionista pidiéndole ayuda.

—La entiendo, señora Tramel, y de verdad que lo siento muchísimo. Al señor Arias le ha surgido un contratiempo inesperado, es una persona muy ocupada —dijo sin dejar de mirar la tablet—, por eso mismo, si concertamos ahora una nueva entrevista será más fácil para todos. Me permito sugerirle el lunes día 12 a las siete y media de la mañana, sería perfecto, y al ser ustedes los primeros de la lista ese día, no habrá riesgos de nuevos contratiempos. ¿Qué le parece?

Vi que Helena también se había puesto en pie, parecía preocupada por el cariz que estaban tomando los acontecimientos.

—Día 12 yo sí poder, Ana —intervino con su deje polaco aún más acentuado que de costumbre, o al menos esa es la impresión que me dio.

—Sí poder —corroboró Martín a su lado repitiendo las palabras de su madre.

Le hice un gesto a Helena y al pequeño para que no siguieran hablando.

Mi interlocutor aprovechó la coyuntura para meter baza.

—Perfecto, el lunes día 12 a las siete y media —zanjó satisfecho y se agachó sonriendo a Martín—. ¿Quieres unos caramelos de chocolate, caballerete?

El niño se escondió detrás de Helena y negó con la cabeza.

—¿Prefieres de limón y menta? —preguntó el adjunto mostrando una sonrisa tan amplia como fue capaz.

—Verá, le agradecería enormemente que no se dirigiera a mis clientes —tercié tratando de no mostrarme alterada, ni tampoco displicente—. Creo que no me ha entendido: se lo voy a repetir por tercera y última vez para que se haga una idea de la situación. Una secretaria del señor Arias organizó esta reunión, fue el propio señor Arias quien la solicitó, quien pidió que acudiéramos a su oficina, quien fijó el día, la hora y el lugar, fue el señor Arias quien insistió en que nos viéramos, fue él y no yo. Sin embargo, llevamos cincuenta y cinco minutos esperando, y ahora me dice usted, con el que no había tenido el placer de hablar nunca, que el señor Arias no nos va a recibir, que nos va a dar plantón.

—La entiendo, señora Tramel, pero yo no lo llamaría plantón —balbuceó—, ha surgido un imprevisto y…

—Y nos va a dar plantón —repetí subrayando la palabra «plantón»—. Bien, esto es lo que vamos a hacer. Ahora mis clientes y yo vamos a bajar al garaje a recoger nuestro coche y nos vamos a marchar. Si antes de que abandonemos el edificio, un hecho que según mis cálculos ocurrirá aproximadamente en unos cinco minutos como máximo, aparece el señor Arias, hablaremos con él. Si, por el contrario, salimos por la rampa del garaje a la calle sin tener noticias, no habrá más reuniones con el señor Arias. Ni hoy, ni el lunes día 12, ni ningún otro día. Nos veremos directamente en los tribunales. Buenas tardes.

—Pero no… —Trató de decir el chico. Solo era un mensajero, no tenía responsabilidad sobre este caso, pero, si permitía que nos fuéramos de esa forma, tendría que darle algunas explicaciones a su jefe—. Es que el señor Arias no está…, no puede recibirles… Señora Tramel, por favor…

Dejándole con la palabra en la boca, algo que no me produjo ningún tipo de satisfacción en particular, Helena, Martín y yo salimos de allí. El edificio al completo pertenecía a Barver & Ambrosía, era una construcción del siglo XIX en la esquina entre dos calles residenciales detrás del parque del Retiro, la zona más cara de Madrid (al menos la más cara dentro del cinturón de la M-30), muy cerca de la Milla de Oro, y donde convivían varios de los bufetes más prestigiosos de la ciudad. En las dos fachadas principales, sobre la piedra maciza de la última planta, había sendas inscripciones que podían verse desde lejos: B & A. No eran el colmo del buen gusto, pero imagino que a alguien le debió parecer un acierto dejar claro a propios y extraños que aquella construcción señorial era propiedad de la firma de abogados más importante y exclusiva de nuestro país.

Sin despedirnos de la recepcionista, entramos en el ascensor y pasamos por la banda magnética la tarjeta de identificación que nos habían dado al entrar. A continuación pulsé el piso -1. Mientras las puertas se cerraban, pude entrever que tanto el adjunto del departamento de litigios como la chica de recepción llamaban con celeridad a alguien.

—¿Nosotros vamos y no volver? —me preguntó Helena.

—Es importante que entiendas una cosa —le dije controlando mi enfado—. Nunca jamás hables directamente con la otra parte. Nunca. Tú solo habla conmigo.

—Pero…

—Es muy importante. ¿Lo has entendido?

Ella asintió sin mucho convencimiento. Debía tener una tranquila charla con la dulce viuda polaca si quería que nuestra relación funcionara, una cosa era asistirla legalmente sin ninguna expectativa de cobrar honorarios, y otra muy distinta permitir que aquello se convirtiera en un todo vale. Nuestro rival era un gigante, y cualquier detalle, por pequeño que pudiera parecer, podía ser decisivo.

Apenas salimos del ascensor, Martín dijo:

—Tía Ana enfadada.

Tenía razón. Estaba muy enfadada. Una empresa que facturaba cientos de millones a costa de desplumar a incautos como mi hermano, una empresa que le había arruinado la vida, había demandado a una mujer indefensa para cobrar una deuda heredada. Esa empresa tenía recursos inagotables y contaba en nómina con el mayor bufete de España, que muy pronto se iba a convertir en uno de los mayores del mundo también. Un abogado advenedizo de ese bufete me había citado y después me había dado plantón. En mi percepción del mundo eso significaba que o bien habían decidido humillarnos para hacernos saber con quién nos estábamos enfrentando, o bien simplemente nos ignoraban, no nos prestaban la más mínima atención, daban por hecho que podían hacer cualquier cosa que les viniera en gana. Cualquiera de las dos opciones me hacía sentir como una estúpida.

—Sí, ahora estoy enfadada —respondí abriendo el Mazda—, y deja de llamarme así, por favor te lo pido.

Subimos al coche. Helena y Martín al asiento trasero, donde había un elevador para niños que la madre al parecer siempre llevaba consigo. Quería salir de allí. Cerré los seguros y encendí el motor. Hice un esfuerzo para no perder los nervios.

Salí despacio marcha atrás de la plaza de garaje y enfilé la rampa. Dentro del coche, permanecíamos en silencio. Subimos un piso y al fondo vislumbré la barrera de salida. Me detuve junto a la cabina del vigilante jurado, bajé la ventanilla y le entregué la tarjeta de identificación.

El hombre me hizo un gesto para que siguiera adelante.

Acaricié la palanca de marchas y me dispuse a abandonar el edificio. Antes de que pudiese salir, se produjo un ruido seco, alguien había golpeado la parte trasera del coche.

—Perdón —exclamó una voz—, disculpe, al parecer ha habido un error.

El que había golpeado el coche era un chico con una barba perfectamente cortada, gafas de diseño y un traje que debía valer más de tres mil euros. Había llegado allí a la carrera y estaba recuperando el resuello.

—Perdone —insistió acercándose—, soy Francisco Arias, encantado.

—Ya veo —dije desde el interior del coche sin inmutarme.

—Creo que antes se ha producido un lamentable error —masculló haciéndose el inocente—, le pedí a mi adjunto que por favor le pidiera disculpas y tratara de retenerla, acabo de llegar de una reunión… De verdad que lo siento.

—No es eso lo que me han dicho —musité.

—Los adjuntos, ya sabe —continuó—. Por favor, acepte mis disculpas y suban a mi despacho, les recibiré ahora. Tengo una propuesta que hacerles. Le aseguro que es una buena oferta.

Miré delante de mí la barrera abierta. También eché un vistazo al espejo retrovisor interior, donde pude comprobar que Helena me miraba inquieta. Por último, observé a ese chico, Arias. A sus veintinueve años debía ganar un dineral, sumando incentivos y comisiones como mínimo estaría por encima de los cien mil. Valoré mis opciones.

—Cuénteme la oferta —dije.

—¿Aquí? —preguntó sin entender—, ¿quiere que le explique la oferta en la puerta del garaje?

—Justamente.

—Preferiría subir a mi despacho si no le importa —reiteró—, ya les he pedido disculpas por el retraso.

—Y yo preferiría que no me tomara por idiota —contesté—. Usted no acaba de llegar al edificio, estaba en su despacho, haciéndonos esperar, poniendo a prueba nuestro límite de resistencia. Por otra parte, si es cierto que tiene una buena oferta que hacernos, cosa que dudo, esta es su oportunidad para hacerla. Ahora. Aquí.

Un par de coches se habían detenido detrás de nosotros. El vigilante empezó a impacientarse. Se escuchó el sonido de un claxon a nuestras espaldas.

Una duda se apoderó de mí, aún no sabía qué estábamos haciendo allí. ¿Para qué nos había realmente llamado aquel abogado? ¿De verdad tenía algo que proponer o simplemente quería conocernos, tantearnos? Es más, una duda me corroía desde el principio: ¿por qué demandaba el casino a Helena? No tenía ningún sentido. Era puro ensañamiento. Sabían perfectamente que aquella chica no tenía dinero, mucho menos una cantidad como la que se estaba barajando en la demanda, ni la posibilidad de conseguirlo.

Un tercer vehículo llegó a la cola y también hizo sonar el claxon. Si alguno de los presentes era un cliente, la firma no estaba ofreciendo precisamente la imagen más deseable. Uno de sus jóvenes cachorros manteniendo una reunión en la puerta del garaje, impidiendo el paso a los coches que se disponían a salir, no era algo adecuado para Barver & Ambrosía.

Arias se dio por vencido. Se aproximó a mi ventanilla tratando de encontrar algo de privacidad en medio de aquella situación.

—Está bien, esta es la oferta —dijo inclinándose—. Reconocimiento y aceptación por parte de su cliente de la deuda íntegra. A cambio, una quita del setenta y cinco por ciento de la cantidad inicial y de los intereses, y financiación de un plan de pagos a treinta años. Si echa cuentas, eso son apenas quinientos euros al mes, cifra que en pocos años perderá su valor actual, como es lógico. Por si fuera poco, teniendo en cuenta la situación de desamparo en la que se encuentra la señora Kowalczyk, Gran Castilla estudiaría de buena fe la posibilidad de proporcionarle un trabajo acorde con sus capacidades, de cuya nómina iría detrayendo las cantidades correspondientes. Esto último por supuesto es extraoficial y no figurará en ningún documento, pero puede contar con ello.

Arias se pasó el dedo por la parte inferior del cuello, su barba estaba meticulosamente perfilada, con una precisión milimétrica me atrevería a decir. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿De qué iba todo aquello? Había algo que se me escapaba.

—En mi opinión es una propuesta muy generosa —dijo—, el propio señor Barver en persona insistió en el asunto del empleo.

¿Barver? ¿Jordi Barver estaba interesado en esta demanda? ¿El viejo Barver, propietario de ese edificio y de otros muchos a lo largo de la geografía española, el hombre que había destrozado en los tribunales al Banco de España, al Ministerio de Defensa, a la Comisión Europea, había prestado atención a los detalles de este caso?

El brillo en los ojos de Arias, la urgencia en la expresión de su rostro confirmaron mis sospechas.

Aquello no iba sobre Helena. Ni sobre la deuda.

Ahora lo veía claro: en realidad, no querían que ella pagara, les traía sin cuidado, de hecho sabían de sobra que no podía hacerlo. Querían sentar un precedente, una base legal sobre la que apoyarse en futuros casos de fuertes deudas con el casino. Querían un reconocimiento público, dar un escarmiento, dejar claro que nadie se iba de rositas, ni siquiera los muertos. Y al mismo tiempo abonar el terreno para el futuro. De eso se trataba.

—Le trasladaré la oferta a mi cliente —respondí.

Arias miró hacia el asiento trasero buscando la mirada de Helena.

—Tiene exactamente veinticuatro horas para pensarlo, pasado ese plazo la oferta dejará de estar vigente —dijo levantando la voz para que Helena pudiera escucharle—. Si vamos a los tribunales, la cuantía de la deuda se reclamará de forma íntegra e inmediata y no volverá a producirse ninguna otra oferta ni negociación al respecto.

—Como le he dicho, informaré a mi cliente de sus opciones —dije dando por zanjado el asunto.

—Veinticuatro horas —insistió—, ni un minuto más, es fundamental que entienda esto.

—Buenas tardes, señor Arias.

Pisé el acelerador y salí de allí, sin dejarle decir nada más.

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