Ana

Ana


Segunda parte. Las manos » 16

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El plástico que cubría la mesa estaba lleno de polvo acumulado. No me molesté en limpiarlo, simplemente tiré de él y lo arrastré hasta una esquina.

Hacía mucho tiempo que nadie, ni yo misma, había entrado en aquel lugar. La puerta había permanecido cerrada con llave varios años.

Mi despacho. Un cubículo de casi treinta metros cuadrados repleto de libros, papeles y estanterías atestadas de archivadores. Una especie de cueva con ventanales de madera blanca roída por el tiempo, más o menos grande y más o menos repleta de documentos y parafernalia legal acumulada sobre las sillas, las mesas, o directamente esparcida por el suelo. Hubo una etapa en la que allí mismo había resuelto varios casos importantes. Como si no tuviera suficiente con las horas dedicadas en el bufete y en los juzgados, al llegar a casa me encerraba en mi gruta personal, muchas noches (y estoy hablando posiblemente de más de la mitad de las noches de cada semana) las pasaba maldurmiendo en esa vieja

chaise longue que ahora tenía delante. Mi primer marido acostumbraba a hacerme alguna corta visita con un vaso de leche caliente y un sándwich. Lo cierto es que Ramiro, mi primer exmarido, independientemente de las barbaridades que había hecho al final de nuestra relación, tenía que haberme querido mucho en esa época para permanecer a mi lado con el ritmo de trabajo que yo llevaba. Esto último no lo había pensado nunca mientras estuve con él, por mucho que ahora me pareciera evidente.

Santiago Moncada observó el espacio con algo de aprensión. Gruesos plásticos cubrían casi todo el perímetro, dándole un aspecto frío y desolador al despacho. Por suerte, como era habitual en mí, ni siquiera me había molestado en cortar la calefacción, así que al menos estaba caldeado. Quité unas carpetas que se amontonaban sobre una silla con ruedas e invité al teniente a tomar asiento.

Yo me apoyé sobre la mesa. Me pregunté por qué le había llevado allí en lugar de hacerle pasar a la cocina, o incluso al salón. Aparte de una cuestión práctica (no quería despertar a Martín, y aquella era la parte de la casa más alejada de su habitación), había algo de ritual instintivo en la decisión de charlar precisamente en ese despacho con Moncada.

—Aquí estamos —dije.

—Eso parece —contestó él.

—Te agradecería que fuéramos al grano, Santiago.

Hizo retroceder la silla unos centímetros, deslizándose con las ruedas. Sacó su teléfono Android del interior de la chaqueta y navegó por la pantalla buscando algo. Cuando lo encontró, dejó el aparato sobre la mesa, justo delante de mí.

Pulsó un botón.

De inmediato se escuchó una voz que al principio no reconocí.

¿Sí…? ¿Hola…?

Al parecer se trataba de una conversación grabada, o una parte de ella.

La voz repitió:

¿Hola…?

Ahora sí que la identifiqué, se trataba de Ale.

Por fin, su interlocutor respondió.

Ayer no viniste.

Sí, bueno, estuve ocupado.

[Silencio].

Hoy vamos a abrir dos mesas de cinco diez, puede que incluso se monte una de diez veinte si aparece el portugués.

¿Va a ir el portugués?

Casi seguro, hoy tiene partido en casa y ya sabes lo que eso significa.

[Silencio].

No estoy en forma, Bernardo, necesito descansar, ayer fui otra vez a ver a los tarados… Me vienen pensamientos muy raros a la cabeza, de verdad, creo que necesito parar una temporada.

Hoy tienes que venir.

Moncada le dio al

pause y me miró.

—¿Cuándo se produjo esta conversación? —pregunté.

—El día anterior al asesinato —respondió el teniente fríamente.

—Es Ale conversando con el director del casino unas horas antes de matarlo —dije verbalizando mis pensamientos.

—Yo no diría que se trata de una llamada amistosa precisamente, no están «conversando», más bien podría decirse que están negociando —matizó Moncada—. El único objetivo de la llamada, como queda claro más adelante, es presionar a Alejandro para que acudiera a jugar a las instalaciones del casino, lo cual sería como mínimo objeto de una sanción grave a la empresa si esto cayera en manos de la Brigada del Juego.

La familiaridad empleada implicaba que no era la primera llamada que Bernardo Menéndez Pons realizaba a mi hermano. Desconocía las prácticas habituales en el mundo del juego, pero me llamaba la atención que hablaran en esos términos.

—Una curiosidad —dije—. ¿Quiénes son los tarados?

—Alejandro había comenzado a ir a una asociación de ludopatía —respondió sin inmutarse—, estaba comenzando una terapia de desintoxicación o como quiera que se diga. Quería dejarlo. ¿No te lo contó?

Pensé que Ale no había tenido oportunidad de contarme nada en nuestro único encuentro; de hecho, yo se lo impedí. Al margen de esa entrevista en el cuartelillo, no habíamos tenido ningún tipo de comunicación en mucho tiempo, y cuando él lo había intentado, yo lo había cortado de raíz. No, evidentemente yo no sabía que Ale estaba visitando una asociación de ludopatía, ni siquiera sabía que jugaba habitualmente.

—Les llamaba así desde el primer día, los tarados —continuó Moncada—. En mi opinión, les respetaba y mucho, era una manera de desdramatizar su propia situación.

—¿Podemos seguir? —pregunté.

—Por supuesto.

El teniente le dio de nuevo al

play.

Enseguida se escuchó la voz trémula de mi hermano, no reconocía al Ale seguro de sí mismo, encantador y seductor que yo siempre había visto cuando hablaba con los demás.

No creo que vaya a la partida de esta noche, Bernardo.

Ya, te entiendo perfectamente…, a veces hay que descansar un poco.

[Silencio].

Te propongo una cosa, Álex, vente esta noche a cenar al casino con tu chica, ya sabes que estáis invitados… Así la sacas un poco de casa…, y después, si vemos que la partida es interesante, te sientas un rato. Si no, te tomas un par de copas y te vas a casa. De esta forma no estarás reconcomiéndote, preguntándote si te estás perdiendo algo bueno. Después de todo, qué vas a hacer si no vienes…

No sé.

Está decidido, te reservo mesa a las ocho y media, mejor temprano, por lo que pueda pasar.

Tengo que hablarlo con Helena.

Por supuesto, háblalo con ella.

[Silencio].

No tengo

cash para esta noche.

Podemos arreglarlo, ya lo sabes.

Quizá sería mejor que no vaya, el calvo me dijo que me había cortado el crédito.

Yo me encargo… Pídele un par de miles a tus amigos los gallegos…, para cerrarle la boca al jefe…, así tendré vía libre para darte lo que necesites.

Si se monta la mesa de diez veinte, al menos necesitaré diez mil.

Ya te he dicho que yo me encargo. Te veo luego. Tienes la reserva a las ocho y media.

[Silencio].

No me encuentro bien, Bernardo.

Yo tampoco, no me jodas.

Los tarados me dijeron ayer que podía dejarlo, que podía conseguirlo.

Escucha, tú y yo no somos de esa clase. A nosotros nos gusta correr riesgos, ya me gustaría a mí tener tu talento, joder. No quieres dejarlo, lo que quieres es cambiar esa mierda de racha y empezar a ganar, esta noche con el portugués puede ser el comienzo, lo noto.

No sé si voy a ir.

[Silencio].

Ya sabes lo que pasará si no vienes hoy. Te estoy avisando porque somos amigos. Te veo luego.

Esta vez fui yo la que di al

pause. No podía creer lo que estaba oyendo.

—¿El director del casino acaba de amenazar a un cliente si no va a jugar? —pregunté.

—Saca tus propias conclusiones.

—Esto es la llamada de la fábrica de ginebras, ¿verdad? —até cabos—, a esto te referías hace un momento.

—De alguna forma, sí —admitió Moncada, que no parecía tan impresionado como yo—. Esta sería la última fase de las llamadas, en donde el tono ya no es tan amable como al principio.

—Mi hermano estaba intentando dejarlo —protesté airada.

—El juego, al igual que las drogas, es una adicción —subrayó el teniente con el énfasis del que sabe muy bien de qué está hablando—. En condiciones ideales, ya es suficientemente complicado romper el círculo y salir, es casi un milagro, conozco casos contados de exjugadores que lo han dejado de verdad, y siempre con daños colaterales, por supuesto. Si además, te presionan, te coaccionan, te amenazan incluso, simplemente es imposible.

Me habría gustado tener allí a Ale, simplemente mirarlo a los ojos, quizá darle un abrazo fuerte, decirle que le entendía, que podía contar conmigo, que lo iba a acompañar. Me estaba poniendo sentimental, solo me faltaba soltar unas lágrimas delante de Moncada. «No lo hagas, llorona», me dije. Traté de concentrar mi atención en algún otro aspecto de la conversación.

—El jefe es… —dije.

El teniente se mostró remiso a contestar, me miró como diciendo: bastante estoy haciendo. Sin embargo, no acepté su negativa, quería oírselo decir.

—Está bien —respondió—, el jefe es Santonja.

Emiliano Santonja, el gran Gengis Kan.

—¿Él autoriza directamente el crédito a los jugadores?

—Cuando supera cierto límite, sí.

—¿Hay muchos jugadores en la situación de Ale?

—Si te refieres a las deudas, algunos.

—¿Cuántos?

—No tengo ni idea.

—¿Tú también le debes dinero al casino? —solté cruzando una fina línea invisible que a Moncada no pareció sentarle bien.

—Eso no es asunto tuyo.

Me tomé esa respuesta como un sí. Quizá lo que movía al buen teniente era su propia situación, se me pasó por la cabeza que podía estar utilizándome como arma arrojadiza contra el casino para solventar su caso, aunque no sabía muy bien cómo. Fuera como fuera, quería escuchar el resto de la grabación.

Yo misma le di al

play.

Una cosa, Bernardo, ¿esta llamada la haces a título personal o es en nombre del casino?

[Silencio].

¿Qué cojones acabas de preguntar?

Solo quiero saber si estoy hablando con un amigo o con el director del casino de Robredo.

Hijo de puta. ¿Estás grabando esto?

¿Estás en las oficinas del casino ahora mismo…? ¿Bernardo? ¿Oye?

Después se escuchaba un clic.

Y nada más. La grabación terminaba ahí.

—¿Qué acaba de pasar? —pregunté desconcertada.

—Lo que acaba de pasar, Ana, es que tras esta conversación, cuando volvieron a verse, tu hermano le hundió el cráneo a su interlocutor.

—¿Por qué le ha preguntado Ale si hablaba a título personal? ¿Por qué le ha insultado Pons? ¿Por qué le ha colgado?

—Mi teoría es que tu hermano trataba de que el director del casino se identificara y que metió la pata al hacerlo, porque Bernardo no es tonto, de ahí que sospechara que la conversación estaba siendo grabada.

—¿Y por qué quería que se identificara?

—Supongo que sabía que aquellas llamadas no eran trigo limpio, no es normal que el director del casino llame a tu número privado, por eso las grababa y por eso quería tener una confirmación clara de quién era la persona que hablaba y desde dónde le llamaba. Tal vez para usarlas contra él más adelante, para pedirle algo a cambio, no lo sé.

Traté de mantener la calma.

—A ver si lo entiendo: el director de juego del casino Gran Castilla amenazaba a mi hermano si no acudía a jugar.

Moncada agarró su Android y se lo guardó. Pasó la mano por la barba, sus canas parecían más evidentes bajo la luz cenital del despacho.

—Lo coaccionaba, lo acosaba, lo amenazaba, llámalo como quieras —murmuró a modo de conclusión, y se puso en pie—. Tengo que irme, perdona, no me siento muy bien.

Desde luego, yo tampoco estaba feliz. Había pasado de la angustia por Ale a la rabia, y de la rabia a la ira. No quería ni imaginar cuántas conversaciones como aquella, y mucho peores, habría tenido Ale en los últimos meses de su existencia. Hice una rápida radiografía mental de su situación: una esposa y un niño pequeño viviendo en un hostal; visitas a una terapia de ludópatas; una deuda espantosa que lo tenía prisionero; y además, llamadas, intimidaciones, amenazas, chantajes y presiones. Sí, definitivamente la ira se estaba apoderando de mí, abriéndose camino a pasos agigantados.

Yo también me puse en pie.

—¿Puedes hacerme una copia de la grabación? —pregunté sabiendo perfectamente cuál iba a ser la respuesta.

—Desde luego que no —contestó sin un atisbo de duda—. Ni tampoco puedes mencionarla oficialmente.

—¿Y qué se supone que debo hacer yo ahora con esta información?

La pregunta rebotó en las paredes de mi viejo despacho. Moncada me observó con una mezcla de empatía y prudencia. También noté en él un ligero alivio, como esos militares satisfechos y agotados que han hecho cosas horribles en el campo de batalla, pero que han cumplido con su misión.

—Tú eres la abogada —dijo—. Buenas noches.

Salió del despacho y lo vi alejarse por el pasillo. Sabía perfectamente que no era la última vez que lo vería.

La pelota estaba ahora en mi tejado.

A pesar de que lo había preguntado en voz alta, sabía perfectamente lo que tenía que hacer. No sería fácil, pero estaba dispuesta.

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