Ana

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Segunda parte. Las manos » 17

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El operario con el mono azul arrastraba una pesada caja de cartón, me aparté para dejarle pasar y entré en la recepción.

Para mi sorpresa, no había nadie atendiendo la recepción. Únicamente más cajas apiladas junto a la pared. El logotipo de Promultas parecía huérfano tras el mostrador, habían desaparecido los ordenadores gemelos de Ronda, así como la propia secretaria. Escuché voces y ruidos en el interior del bufete. No me animé a pasar, prefería esperar, preguntarle a Ronda cuando regresara qué estaba pasando allí.

—Perdón —dijo secamente el operario.

Cruzó al otro lado del mostrador, sacó un destornillador eléctrico y, con una frialdad que me resultó dañina, lo introdujo en la parte inferior de la letra S del logotipo. El sonido de la herramienta me hizo retroceder unos pasos, el hombre parecía disfrutar desmontando aquel rótulo que había dado la bienvenida a tantos clientes y acreedores durante años. Pude imaginarme sin problema a ese mismo operario golpeando con un martillo las mamparas, el propio mostrador de pladur, tirando abajo los marcos de las puertas con brutal indiferencia, que rozaría la saña. Tuve la tentación de suplicarle que se detuviera, no solo estaba taladrando mis tímpanos, sino que me resultaba estéticamente intolerable, seguro que habría otra manera menos dañina de hacer aquello, suponiendo que fuera imprescindible. Las peores sospechas se confirmaron apenas vi aparecer a Ronda empujando un carrito cargado de archivadores.

—Ay, Ana —dijo la secretaria nada más verme—, tú eres la única que puede parar esta locura.

—¿Estamos de mudanza? —pregunté aun sabiendo que no se trataba de eso.

Ronda miró detrás de ella y, sin soltar sus manos del carrito, me dijo:

—Dicen que echamos el cierre, pero yo no me lo creo, seguro que es una táctica para no pagar a Hacienda. ¿Tú crees que podremos seguir con la empresa si le ponen otro nombre? A mí me gustaba Promultas.

—Así que se acabó —murmuré.

El ruido del destornillador eléctrico volvió a las andadas. Ronda me hizo un gesto para indicarme que no podía oírme.

—Voy a hablar con Concha —dije elevando la voz.

—¿Eh?

—¡Que voy a ver a Concha! —exclamé señalando hacia el pasillo.

Creo que el operario disfrutaba con aquel estruendo. Su trabajo manual había adquirido una jerarquía superior a cualquier otra actividad que pudiera desarrollarse en el bufete.

Dejé atrás a Ronda y surqué el pasillo derecho en dirección al despacho principal. A través de las vidrieras de las zonas comunes vi un panorama desolador: abogados y abogadas jóvenes terminando de recoger sus efectos personales, metiéndolos en cajas, en maletines, empaquetando su futuro inmediato con el semblante serio, sin grandes aspavientos. Otro operario con mono azul deambulaba por allí con una carretilla metálica sobre la que transportaba la máquina de cafés. Aquello era un punto y final en toda regla. Al fondo del pasillo vi a la responsable de aquel desmantelamiento, mi vieja amiga Concha, hablando con una chica rubia en la puerta de su despacho. Al acercarme descubrí que se trataba de Sofía y que juntas parecían repasar con atención un documento que sostenían sobre un portafolio entre ambas.

—Veo que llego en buen momento —dije.

Con sutileza, pero sin dejar lugar a dudas de que era un gesto intencionado, Concha cerró el portafolios.

—Hola, Ana, no esperaba verte por aquí tan pronto.

Su tono fue bastante solemne, acorde con lo que se podía esperar de las circunstancias.

—He decidido adelantar un poco mi reincorporación —continué, haciendo caso omiso a lo evidente— y he preferido venir a contártelo en persona. Además, tengo que hablar contigo de algo importante.

—Yo ya he acabado —dijo Sofía cogiendo con discreción el portafolios y haciendo ademán de marcharse.

—En realidad, preferiría que te quedaras, si no os importa —dije—, esto os concierne a ambas. O eso creo.

La joven Sofía me miró sin saber qué hacer, le pidió permiso a Concha para permanecer allí. La jefa ignoró mi comentario, así como la mirada de su empleada, parecía tener una tarea mucho más urgente entre manos.

—Tal vez podemos hablarlo más tarde, Ana —contestó dejándome claro que no tenía tiempo para mis problemas—. Como puedes comprobar, ahora mismo estamos muy atareados. Tengo que cerrar un montón de cosas antes de las cinco de la tarde, incluyendo la oficina propiamente dicha, un solo día más me puede costar un dineral. Por cierto, estás despedida, al igual que todos los demás. Como te encontrabas de baja, no tengo a mano tus papeles, pero no te preocupes, los recibirás en tu domicilio en las próximas horas. Por ahora no hay finiquito, estamos en quiebra técnica. Esto último puede que sea algo pasajero, eso dice el comunicado oficial, aunque yo que tú no esperaría mucho. Ya ves cómo andan por aquí las cosas…

Concha dio media vuelta y entró en su despacho. Parecía muy contrariada, no se trataba solo del cierre de la empresa, la conozco muy bien, y sabía que detrás de su aparente solemnidad había algo más. Pregunté con la mirada a Sofía, ella negó con la cabeza haciéndome entender que no podía decir nada delante de la jefa.

Decidí hacer caso omiso a la advertencia de mi amiga y la seguí a su despacho; razoné que, si de verdad hubiera querido librarse de mí, me habría cerrado la puerta en las narices, y sin embargo aún permanecía abierta.

—Tengo noticias sobre la demanda que ha presentado Gran Castilla contra la viuda de Ale —dije «la viuda de Ale» y no «Helena» a propósito, al tiempo que invité a Sofía a acompañarme, yo diría que prácticamente la arrastré al despacho, sospechaba que podría ser mi aliada si las cosas se torcían con Concha. Cuando mi amiga vio que habíamos cerrado la puerta después de entrar, no dijo nada, eso me daba un respiro, podía continuar—: Quieren llegar a un acuerdo de reducción y fraccionamiento del pago durante varios años, siempre y cuando aceptemos en su totalidad la deuda. Además, ofrecen un posible trabajo sin determinar, de cuya nómina irían descontando los porcentajes correspondientes.

—Parece razonable —dijo Concha, cuyo malhumor no se había disipado, pero al menos estaba dispuesta a escucharme—. Supongo que presentarás una contraoferta.

—No —dije con rotundidad.

—¿No?

—No vamos a aceptar, ni vamos a presentar ninguna contraoferta.

—¿Tienes pensado algo mejor?

—Algo mucho mejor —anuncié con la mayor frialdad posible, confiando en que la mera enumeración de los hechos causara el impacto que yo esperaba—. Vamos a presentar una querella criminal contra el casino Gran Castilla.

Dejé que las dos me mirasen y que fueran digiriendo las palabras que había pronunciado. Yo misma necesité un momento para hacerme cargo de lo que acababa de decir, no es algo que haga una todos los días: poner una querella al casino. Aunque llevaba toda la noche dándole vueltas, era la primera vez que lo decía en voz alta. No sé cómo les sonaría a ellas dos, pero sé cómo me sonó a mí: estupendamente. Incluso sentí que respiraba un poco mejor, esa es la verdad.

Sofía se mordió la lengua, se veía que estaba deseando decir algo, pero prefirió ser prudente y tener más datos antes de pronunciarse.

—¿Quién se va a querellar contra el casino exactamente? —preguntó Concha, cuyo enojo, lejos de disiparse, parecía ir en aumento.

—Helena Kowalczyk y Martín Tramel, los herederos legales de Alejandro Tramel —respondí como si estuviera clarísimo.

—¿Algún motivo en particular? —prosiguió Concha añadiendo algo de sarcasmo a su interrogatorio.

—Coacción, amenazas, inducción al juego y, en último término, inducción al suicidio —dije de carrerilla.

—Como bien sabes, la inducción al suicidio es un delito por el que rara vez se obtiene una sentencia favorable —rebatió Concha como si ya estuviéramos en el tribunal—, tiene que conllevar necesariamente la intención de provocar la muerte de la persona inducida, no basta con hacerle la vida imposible o provocarle una depresión con un determinado comportamiento, por así decirlo. Hay infinidad de sentencias que dejan claro la dificultad de demostrar la relación directa entre causa y efecto en un caso de suicidio.

—Eso es cierto —dije desafiante—, pero me dispongo a probar que la empresa Gran Castilla actuó de mala fe. Sabiendo que Ale estaba enfermo y en tratamiento, lo amenazaron para que siguiera jugando, con el único objetivo de exprimirlo hasta que reventara. Es más, sabían que estaba pensando seriamente en quitarse la vida a causa del juego y de las deudas, y continuaron presionándolo. Esto último puede ser la clave.

—¿Tienes pruebas? —Se atrevió al fin a preguntar Sofía—. Perdón. Quiero decir que si tienes pruebas de que ellos supieran que el señor Tramel estaba pensando en suicidarse por culpa de sus presiones.

—Eso implica tener pruebas sobre tres asuntos diferentes —admití dejando claro que la pregunta no me pillaba desprevenida—. Primero que Ale pensaba seriamente en quitarse la vida; sobre esto podré conseguir las pruebas con testimonios directos sin demasiados problemas, o eso creo. Segundo, que los responsables del casino conocían este hecho, cosa que puedo afirmar con total seguridad, pues aunque todavía no tenga las pruebas en mi poder, he escuchado una conversación confidencial que lo demuestra. Y tercero, que sabían que su depresión y sus instintos suicidas eran a causa de la intimidación que ellos mismos ejercían y, a pesar de ello, siguieron adelante, apretándole aún más si cabe, aprovechándose de su debilidad; como he dicho, este punto me parece que puede ser decisivo…, aunque tampoco tengo las pruebas aún.

—Resumiendo, que no tienes nada —concluyó Concha.

Mi euforia empezaba a disiparse: si ni siquiera podía convencer a ellas dos de que merecía la pena intentarlo, mucho menos a un juez. Sin embargo, conecté con la punzada en el estómago que había sentido la noche anterior al escuchar aquella llamada telefónica y un interruptor volvió a encenderse dentro mí.

—¿Sabes lo que tengo? —pregunté—. Te lo voy a decir: un hombre de cuarenta años enfermo y destruido por el juego, consumido por las deudas, que pidió auxilio en varias direcciones, incluyendo a su hermana mayor, y que por toda respuesta obtuvo un «Arréglatelas tú solo». Tengo a un padre de familia con un carácter voluble, adictivo e influenciable, que estaba en tratamiento, luchando por salir de su enfermedad. Y enfrente tengo a una empresa que factura cientos de millones de euros a costa de personas como él y que, cuando supieron lo que estaba padeciendo, lo que hicieron fue intensificar el chantaje y las amenazas para que siguiera jugando, hasta que estalló, reventó por dentro y por fuera, mató a una de las personas que dirigía esa campaña de amenazas y a continuación se quitó la vida. Eso es lo que tengo. No hay nada de malo en hacer lo correcto por una vez, aunque tengamos todas las de perder.

Menudo discurso les acababa de soltar. Me había salido de las tripas, cada palabra, cada letra, lo había vomitado casi sin pensar.

—Bueno, ¿os vais a quedar mirando o me vais a ayudar? —pregunté.

Sofía levantó la mano.

—Yo me apunto —dijo—. Después de todo, estoy en el paro.

La cosa se animaba, Sofía era un gran fichaje para la causa. Concha sin embargo no parecía tan decidida.

—Lo siento, Promultas es historia, eso es irreversible, no puedes contar con los recursos del despacho, bastantes problemas tengo ya —dijo—. Por otra parte, a mí también me encantaría darles un puntapié a esos cabrones de Gran Castilla, pero te voy a decir la verdad: creo que no tienes caso, ningún juez en su sano juicio admitirá a trámite esa querella.

—Modestia aparte, soy muy buena argumentando querellas, lo sabes de sobra —rebatí. No pensaba dar mi brazo a torcer, y menos ahora que ya tenía a la voluntariosa Sofía de mi parte—. Esto no puedo hacerlo sola, voy a enfrentarme a algunos de los mejores abogados del país, con recursos ilimitados. Ya sabes quién lleva los asuntos legales de Gran Castilla: Barver & Ambrosía.

Dejé caer aquel nombre esperando que fuera suficiente acicate. Como no la vi decidida, volví a jugarme el comodín que ya había usado cuando detuvieron a Ale y que había surtido efecto.

—Es el momento, Concha, ahora, lo que siempre has querido —dije—. Es perfecto, tú y yo contra el mundo. Hagámoslo.

—No me vengas con esas —me cortó—. Hace un mes y pico me soltaste el mismo rollo, y me lo creí. Que yo sepa, lo único que has hecho desde entonces ha sido beber y tomar pastillas, me parece una manera un poco extraña de cumplir un trato.

—Eso ha sido un golpe muy bajo, incluso para ti —respondí.

La muerte de Ale gravitó sobre ambas. La atmósfera se había cargado de pensamientos negativos.

—Tienes razón —admitió—, disculpa.

Me dio la espalda y se dirigió a la puerta con decisión. Justo antes de abrirla, le cogió el portafolios a Sofía, como si hubiera cambiado de opinión sobre algún asunto, y se lo llevó consigo. No fue exactamente un portazo, pero podríamos decir que la cerró con más fuerza de la necesaria.

Era una situación extraña, era Concha quien se había ido y nosotras dos las que nos habíamos quedado dentro de su despacho.

Miré a Sofía, como si aquello fuera lo más normal del mundo.

—¿Qué demonios hay en ese portafolios? —pregunté.

—No te lo puedo decir —respondió aplicada.

—Salvo que sean papeles secretos del CNI y tú seas una espía internacional, me lo vas a decir ahora mismo —dije—. Si Concha está en problemas, tengo que saberlo. Es demasiado orgullosa para contármelo, cree que no estoy preparada para encajar más disgustos.

Las palabras parecieron atascarse en el velo del paladar de la joven abogada.

Moví la mano, ayudándola con mi gesto a que lo escupiera de una vez.

—Es una demanda de divorcio —masculló—. El marido de Concha la ha abandonado.

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