Ana

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Segunda parte. Las manos » 19

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Los siguientes días puse el despertador a las cinco y media de la mañana. Era una costumbre que había heredado de mis tiempos de combate y que no me costó mucho recuperar. Cuando los demás llegaban al despacho, les llevaba más de dos horas de ventaja. Dedicaba ese tiempo sobre todo a estudiar querellas y sentencias relacionadas con el caso que teníamos entre manos, divididas en tres grupos principalmente: inducción al suicidio, altas indemnizaciones económicas y por último litigios penales contra empresas, un tipo de procesos legales relativamente nuevos en nuestro país.

A través de esas lecturas, además de ponerme de nuevo a tono con el imbricado lenguaje legalista de alta combustión, algo oxidado después de tanto tiempo, saqué varias conclusiones que podían ser de utilidad.

La primera, que iba a ser muy complicado, como ya apuntó Concha desde el principio, demostrar la inducción al suicidio si no contábamos con pruebas directas respecto a su intención de provocar la muerte de Ale. No valían las pruebas circunstanciales, ni siquiera los testigos que pudieran confirmar el acoso, era necesario dar un paso más allá. Tendríamos que remover en muchas direcciones para obtener algo sólido. Por si acaso, ya empecé a elucubrar un plan alternativo, relacionado con el delito de estafa que podía suponer conspirar a varios niveles para fabricar un plan cuyo único objetivo era arruinar a una persona, que además era un enfermo. Esperaba no tener que ir por esta vía, más débil en primera instancia, pero aún no sabía qué pruebas podríamos reunir.

La siguiente conclusión es que debía ir de la mano del ministerio fiscal, que obligatoriamente se personaría en una querella de este tipo. Si no encontraban razonadas a su gusto nuestras argumentaciones, podrían retrasar el comienzo del proceso e incluso hibernarlo, como solía decirse en la jerga cuando una querella criminal se dilataba en el tiempo por defectos de forma.

Y por último, pero no menos importante, concluí que la única manera razonable de establecer una solicitud económica satisfactoria a ojos del juez era tirar por lo alto, de lo contrario no nos tomaría en serio. Así me aseguraba de captar su atención, aunque no fuera necesariamente a nuestro favor: los magistrados que yo conocía no eran partidarios en absoluto de las compensaciones económicas en la vía penal. Era un riesgo que estaba dispuesta a asumir, el tiempo corría en nuestra contra; dados los limitadísimos recursos de que disponíamos, cualquier argucia que pudiera acelerar el proceso sería muy bienvenida.

Habitualmente los abogados de los grandes despachos dejaban que fueran los adjuntos o los recién llegados los encargados de leer toda la jurisprudencia posible, y después echaban un vistazo a los correspondientes resúmenes. Sin embargo, a mí me parecía importante encargarme de ello, y no solo en esta ocasión, era una costumbre que mantenía desde los inicios de mi carrera. Al igual que la redacción de la querella o la demanda. Estoy convencida de que armar y escribir el documento es un arte que requiere toda la implicación posible, tan esencial resulta la forma en la que se presentan los argumentos como el fondo de la cuestión. Por eso lo hacía yo, no porque no confiara en nadie más (aunque esto último también podía influir), sino porque yo era la abogada principal del caso, yo era la responsable última. Aquellos menesteres eran la sustancia en esta parte del proceso, por supuesto sin desdeñar el trabajo de campo. Al menos así lo veía.

A las ocho en punto solía llegar el resto de la tropa. Ronda era casi siempre la primera. Se había revelado como una gerente muy útil. No solo se había encargado de comprar a muy buen precio algunos muebles de segunda mano y material de oficina, sino que además coordinaba a la perfección las aportaciones que cada uno sumábamos al caso. También manejaba nuestras cuentas con puño de hierro. Habíamos creado un fondo común para afrontar los gastos indispensables, cinco mil euros iniciales, de los cuales cada uno aportaba su porcentaje correspondiente. Yo ponía la mayor parte: tres mil seiscientos. Sofía y Gerardo quinientos cada uno, y Ronda cuatrocientos. No era gran cosa, pero visto en perspectiva, al menos permitía que pudiéramos tener unas sillas donde sentarnos, hacer unas fotocopias o pagar una línea telefónica nueva. La generosidad de mis compañeros no dejaba de sorprenderme, nadie protestó por el hecho de que cada uno pagara de su bolsillo la gasolina, el teléfono móvil e incluso las comidas de trabajo, que básicamente eran todas de lunes a sábado. Teniendo en cuenta que trabajábamos contrarreloj, habíamos pactado trabajar seis días a la semana al menos hasta la presentación de la querella. Por suerte, ninguno teníamos hijos, si bien Sofía y Ronda vivían con sus respectivas parejas, a los que por lo visto no les hacían mucha gracia estas nuevas condiciones laborales, que se resumían en: más horas de trabajo, menos ingresos.

—Hola, jefa, traigo churros calentitos, ¿gustas? —me espetó Ronda la mañana del undécimo día, un oscuro viernes de diciembre, con temperaturas previstas que rondaban los cero grados.

Por toda respuesta emití un gruñido. Estaba terminando de leer una sentencia del Tribunal Supremo que condenaba a una empresa subsidiaria de servicios financieros a pagar una fuerte suma y a la desarticulación de la propia compañía, que según se detallaba había creado un entramado para el blanqueo de dinero. Como me temía, los setecientos cincuenta mil euros de la condena no eran una indemnización, sino una multa que debían pagar al Estado, un esquema muy alejado del que estábamos manejando nosotros.

—Me ha llamado Sofía, que llegará tarde. Por lo visto tiene algo interesante con uno de los agentes que sacó el cuerpo de Alejandro de la celda —continuó Ronda.

Uno de los principales inconvenientes de compartir todos el mismo espacio era ese: la total ausencia de privacidad. Más de una vez había estado tentada de encerrarme en mi cuarto a leer o a revisar mis notas, solo tenía que cruzar el pasillo y cerrar la puerta. Pero finalmente no lo había hecho, me parecía que esa asimetría no sería adecuada, y también tenía la impresión de que de alguna forma debía dar ejemplo. La culpa, la ejemplaridad, la humildad, valores heredados de mi educación católica en el Sagrado Corazón con las monjas, que de vez en cuando asomaban como un acto reflejo.

—¿De verdad que no quieres uno? Están recién hechos —insistió Ronda mordisqueando uno de esos churros grasientos que llevaba en un cucurucho de cartón.

—¿Ha llegado el informe completo de la autopsia? —pregunté bruscamente.

—Hum —respondió ella haciéndose la ofendida ante mi falta de interés por sus churros—, si quieres te lo envío al

mail, aunque no es nada del otro mundo, Sofía dice que te lo puedes ahorrar.

Sofía era la encargada de investigar todo lo relativo a la parte física del suicidio de mi hermano. A todos nos pareció más adecuado que fuera ella y no yo quien analizara en profundidad los hechos más escabrosos. Eso era una cosa, y otra que yo no pudiera revisar la autopsia, por mucho que me pudieran doler los detalles. Estaba más que preparada, al fin y al cabo era el epicentro sobre el que gravitaba todo lo demás: mi hermano se había ahorcado en su celda con su propio cinturón. Con frecuencia descuidamos la esencia de un caso cuando las ramificaciones son tan extensas y tan jugosas como ocurría aquí. No podíamos olvidar que una persona se había quitado la vida, de eso iba todo este asunto, y no solo de una gran corporación codiciosa, de dinero, de jugadores, de mentiras y, en último extremo, de argucias legales. Eso no era más que ruido. La médula espinal de todo el caso estaba en la muerte de Ale.

—Envíame la autopsia, luego le echaré un vistazo —dije haciendo caso omiso a sus consejos.

Sofía se había revelado como una perspicaz abogada de campo y estaba revisando minuto a minuto todo lo que le había ocurrido a Ale la noche y la madrugada que se había quitado la vida. La guía a seguir era el propio informe policial, pero por supuesto no era suficiente.

Aparte de eso, Sofía también estaba intentando recabar información de su contacto en la Brigada del Juego. Pero había resultado en vano. El tipo en cuestión había desaparecido misteriosamente, según nos explicó Sofía, que se empeñaba en no revelar su identidad. Por lo visto, estaba de baja laboral desde hacía un mes. Tal vez era una mera coincidencia, no quería pensar en tramas conspiratorias. Al menos, no todavía.

Un ruido de fuertes pisadas irrumpió por el pasillo y en unos instantes apareció Gerardo ante nuestros ojos, esa mañana llevaba una corbata verde pistacho.

—Buenos días —saludó aproximándose a su mesa, uno de los tableros alineados frente a la pared—. La lista sigue creciendo, por ahora son treinta y cuatro jugadores, dieciséis crupieres y otros veintitrés empleados del casino, entre camareros, seguridad y jefes de sala. He hablado con todos por teléfono, y en algún caso en persona también. Helena me ha ayudado mucho, ella conoce a la mayoría, y la verdad es que casi todos se han mostrado colaboradores, parece que Alejandro caía bien a la gente. Por otra parte, estoy seguro de que la lista continuará aumentando, cuando hablo con unos mencionan otros nombres, y así en una cascada que, si te digo la verdad, no sé dónde terminará. Me vendría bien un poco de ayuda, jefa.

Gerardo se estaba encargando de elaborar un exhaustivo listado de declaraciones con todas las personas que se habían relacionado con Ale en el mundo del juego, y en especial en el microcosmos del casino de Robredo. En principio, eso no tenía por qué alertar a los abogados de Gran Castilla, se suponía que esas preguntas a jugadores y empleados eran parte de la defensa por la demanda. No quería que sospecharan nada de la querella criminal hasta que la tuvieran encima, si veían venir algo así podrían tapar muchas bocas y no nos interesaba. Esperaba que Gerardo fuera lo suficiente discreto en las preguntas (sin descuidar nada) como para no levantar sospechas.

—Ronda, échale una mano al crío con esas llamadas —dije condescendiente—, hay que acelerar todo, y ya de paso nos puedes demostrar tus dotes para la persuasión telefónica.

—Yo encantada —respondió enseguida—, puedo sacar información relevante a los testigos, tengo un sexto sentido para eso.

—Limítate a las preguntas que te pase Gerardo.

—Gracias, jefa —dijo él.

Yo no era la jefa de nadie, en todo caso era la socia mayoritaria. Pero tampoco iba a limitar su vocabulario, ya eran mayorcitos.

El teléfono fijo dio un par de timbrazos. Ronda se colocó su auricular y respondió diligente:

—Tramel y Asociados, dígame.

Finalmente había optado por ese nombre para el bufete. Era sencillo, claro y dejaba abierta la posibilidad de ampliar el número de socios en caso de que fuera necesario (y de que encontrásemos a alguna otra alma caritativa que quisiera echarnos una mano).

La tarde anterior había advertido a Gerardo sobre la conveniencia de que aparcara su afición al póquer por una temporada, no se trataba de un consejo maternal, era una orden directa, no quería que mis socios se vieran envueltos en ningún tipo de relación personal con el mundo del juego durante el proceso. Él había protestado tímidamente, alegó que podía venirnos bien si husmeaba un poco infiltrándose en ciertas partidas donde había jugado Alejandro. Vi en el brillo de sus ojos que no iba a dejar de jugar por mucho que yo se lo prohibiera, tendría que vigilarlo de cerca si no quería que nos trajera problemas. Me resultaban interesantes sus pequeñas lecciones sobre el juego («El póquer es la suma de tres habilidades: estrategia psicológica, cálculo matemático y azar», o «Si durante los primeros veinte minutos de una partida no sabes quién es el pardillo al que van a desplumar es que eres tú», o mi favorita: «Nadie dice ni una sola verdad cuando se sienta en una mesa de póquer»), pero no quería tener dentro de nuestro pequeño grupo a un adicto. Y lo cierto es que, por su carencia de inteligencia emocional, por su seguridad en sí mismo y por su vehemencia cuando se refería al asunto, tenía todas las papeletas. En ese despacho yo era la adicta oficial. Nadie más.

Cogí mis cosas y me preparé para salir. Tenía dos entrevistas fuera esa mañana. Mientras me alejaba, pude escuchar que Gerardo y Ronda se enzarzaban en una discusión acerca de la mejor forma de optimizar el formulario para los testigos. También oí que Helena y Martín estaban desayunando en la cocina; desde que habíamos empezado con el caso, a pesar de vivir en la misma casa, nuestro contacto se limitaba a escasos cruces por el pasillo y algunas palabras de cortesía. Percibí que ella le estaba hablando en polaco al niño, en esa ocasión no le regañaba, sino al contrario, se dirigía a él casi en susurros, como si le estuviera recitando una nana o una poesía de su país; lo que llegaba al pasillo era una especie de armonía agradable. Aunque teniendo en cuenta mis conocimientos del idioma, muy bien podía estar recitando la lista de la compra y me habría parecido igual de melódica. Supuse que a Helena no le haría mucha gracia si supiera con quién tenía yo la primera cita del día. Era innecesario contárselo, no aportaría nada, así que la dejé allí con su recital matutino, se tratase de lo que se tratase, y salí de la casa.

El cielo seguía completamente nublado. Enfilé con mi Mazda la carretera de circunvalación M-50 y cogí el desvío a Alcorcón. Los días transcurrían a gran velocidad y me había propuesto presentar la querella antes de Navidad, era muy importante no retrasarla más para detener el proceso de la demanda. Aún nos quedaban muchas cosas por hacer, pero por alguna razón era moderadamente optimista. Durante esas dos semanas había tenido la tentación de llamar a Moncada más de una vez. Si pudiera tener oficialmente esa grabación en mi poder, podía resultar de muchísima ayuda, podía ser incluso decisiva para la admisión a trámite de la querella. Pero el teniente había dejado claro que no podía contar con ella. ¿Cómo había dicho? Ah, sí: «Tú eres la abogada». Me gustaba Moncada, esa es la verdad, tenía aplomo, no trataba de aparentar lo que no era, y para colmo tenía aquellas manos rudas, de leñador. Si hubiera estado en otra posición y en otro momento de mi vida, estaba casi segura de que el teniente y yo habríamos tenido algo más que palabras. Era el tipo de hombre que despertaba mi instinto más primario.

También había pensado varias veces durante esos días en Concha. La echaba de menos. Pero no respondía a mis llamadas. Después de cerrar Promultas había desaparecido. Tomé la decisión de que el próximo domingo iría a buscarla, estuviera donde estuviera.

Giré a la derecha por un viejo camino de tierra siguiendo las instrucciones de mi GPS. El testigo con el que me iba a entrevistar formaba parte de la lista que manejaba Gerardo, pero había un detalle que le hacía distinto al resto y que había merecido mi atención: su apellido. Sebastián Kowalczyk era el hermano mayor de Helena. Otro caso de hermanos que no se hablaban, supongo que el ancho mundo estaba repleto, pero inevitablemente me recordó a Ale y a mí. Aunque las diferencias eran notables. Ellos dos nunca habían mantenido una relación muy estrecha. Sebastián le sacaba catorce años a su hermana y se vino a España cuando Helena apenas tenía cuatro. Habían tenido un trato muy esporádico, que solo se reanudó cuando ella viajó a nuestro país, alentada en gran parte por la vida acomodada que su hermano había alcanzado aquí. Cuando llegó, Sebastián le presentó a algunos amigos, entre otros a los dueños del club donde Helena terminó trabajando de bailarina. Dicho sea de paso, estaba empezando a cansarme de ese eufemismo, «bailarina»; sabía que tarde o temprano saldrían a la luz las verdaderas actividades de la chica en ese club, y era mucho mejor que fuera yo quien las sacara del armario a que lo hicieran los muchachos de Barver & Ambrosía; suponiendo que llegásemos a enfrentarnos a un tribunal y a un jurado, no quería ver cómo destruían a Helena convirtiéndola en una inmigrante del Este que había venido a nuestro país para vender su cuerpo a cambio de dinero, si de verdad era eso lo que hacía. Resultaba muy difícil no tener ciertos prejuicios, yo era una mujer de mente abierta, o eso me decía a mí misma, y aun así no podía evitar cierta suspicacia; no quiero ni pensar qué les pasaría por la cabeza al juez o a los miembros de un jurado popular cuando vieran que la demandante no era una pobre viuda madre de familia sino una explosiva rubia que se ganaba la vida en un club de alterne. De nuevo me apunté mentalmente la necesidad de tener una conversación a fondo con nuestra clienta sobre su espinoso trabajo.

Al poco de llegar a España, Sebastián también le había presentado una noche a Alejandro. Por los datos que tenía, él conocía a mi hermano de su trabajo como crupier en el casino, su trato había trascendido los límites de lo meramente profesional y era frecuente verlos tomar una copa juntos en las discotecas y clubs de la zona. Después apareció Helena y algo ocurrió, porque Sebastián cortó de raíz la relación con ambos.

Después de dejar el Mazda en un improvisado aparcamiento frente a un arado, junto a otros automóviles, atravesé a pie una valla metálica que delimitaba el Club Motocross Alcorcón y di una vuelta alrededor de un campo embarrado. Podía escucharse el motor de las Yamahas, las Hondas y el resto de motocicletas. Un pequeño grupo de ellas subía por una pequeña colina al fondo. Me acerqué a un almacén con el techo de uralita y pregunté por Sebastián Kowalczyk a un chico pelirrojo que estaba allí arreglando una vieja Aprilia. Era Ronda quien había concertado la cita, y no tenía ni idea de dónde habíamos quedado exactamente, aquel recinto era enorme. En cuanto escuchó el nombre, el chico señaló a lo lejos, al grupo de motos que corrían campo a través, y dijo:

—Es el gordo que va en cabeza.

Observé el grupo, por alguna razón no me sorprendió que Sebastián no me hubiera recibido con un ramo de flores y una sonrisa. Ver cómo se alejaba del perímetro del club me produjo un cierto desasosiego.

—¿Crees que tardará mucho en regresar? —pregunté.

—No tengo ni idea, no soy su secretaria —contestó despectivo, apretando con una llave inglesa las bujías de su moto.

Era una Aprilia 450 roja, un buen trasto para alguien tan joven y tan enclenque como el pelirrojo.

—¿Compites? —pregunté haciéndome la interesada. No soy una experta, pero en una época digamos que había mostrado una inclinación hacia las motos, y en especial hacia los motoristas.

—A veces —respondió desafiante el chico y sonrió.

Aquel pelirrojo no pasaba de los veinte años. Tenía la furia y la ignorancia de la edad marcada en el rostro, que por cierto estaba empapado de grasa y de sudor. Me lo imaginé subido en su Aprilia, con su cuerpo embadurnado en aceite. Fue apenas un fogonazo. Aquello cada vez me ocurría con menos frecuencia. Inmediatamente volví a la realidad. Estaba allí intentando contactar con un testigo y mantener una charla productiva con él, no a la caza de moteros jovenzuelos.

—Si no te importa, esperaré dentro —dije.

—Tú misma.

Ya en el interior del almacén, me apoyé sobre una especie de barandilla y consulté mi correo en el teléfono mientras hacía tiempo. Se acumularon varios

mails en la bandeja de entrada, entre otros uno muy reciente de Ronda con el asunto «Autopsia». Tras unos segundos de duda, abrí el archivo adjunto.

En el encabezamiento figuraba el nombre completo de Alejandro y la firma de Helena como familiar autorizado. Después pasaba a detallar los datos físicos del difunto: altura, peso, complexión, color del cabello y demás características.

A continuación entraba en materia con el examen externo. Reconozco que no me resultó fácil leerlo, en realidad lo que hice fue pasar por encima, marcando una especie de prudente distancia con la pantalla y deteniéndome solo en algunos puntos del documento.

El cuerpo presenta hematomas de consideración en el cuello, así como desgarros en las uñas de ambas manos […] La presencia de petequias (vasos sanguíneos rotos) en los globos oculares es señal inequívoca de ahogamiento o estrangulamiento […] No hay presencia de traumatismos ni fracturas en el cráneo ni en ninguna otra parte del cuerpo […] El examen interno revela rotura de cartílagos en la base del cuello […] Ausencia de restos de comida en el intestino […].

También hablaba de inflamación de globos oculares y del color y espesura de la lengua, pero me salté esa parte.

El documento se acompañaba de análisis de sangre, de orina y de ADN, así como de la descripción y pesaje de los órganos internos.

Y por supuesto, de un diagnóstico del propio médico forense.

Hora aproximada de la muerte: 05.45 a. m.

Asfixia por estrangulamiento. Constricción del cuello a cargo de un lazo sujeto a un punto fijo, causada por el peso del cuerpo. Etiología médico legal: suicida. Clasificación: incompleta (una parte del cuerpo podría haber estado en contacto con el suelo). Situación del nudo: posterior. Anoxia anóxica por compresión de la vía aérea.

Después venía lo peor: imágenes. Esa parte me pilló por sorpresa.

Deslicé el cursor por la pantalla sin detenerme, pero no pude evitar ver algunas fotografías detalladas del rostro inerte con los ojos a punto de salirse de las órbitas, del cuello amoratado, inflamado, de las manos desnudas con las uñas rotas, ensangrentadas…

—La famosa Ana Tramel en persona —exclamó una voz interrumpiéndome, sacándome de mi ensimismamiento y de alguna forma salvándome de los pensamientos negros a los que aquellas imágenes me habían llevado.

Levanté la vista y contemplé delante de mí a un tipo entrado en carnes, sin apenas pelo, embutido en un traje de cuero gris con protecciones. Llevaba guantes y en la mano un casco con alas dibujadas. Cerré la aplicación de mi móvil y puse todos mis sentidos en la persona que me miraba con cara de pocos amigos.

—Sebastián Kowalczyk, supongo. Encantada —dije extendiendo mi mano.

—Encantado —respondió estrechando su mano sudorosa con la mía—. Verá, le voy a ser sincero: trabajo muchas horas a la semana y hoy es mi único día libre. No voy a perder mucho tiempo con esto, lo siento, en un rato tengo que salir con los chicos al circuito.

—Por supuesto. Solo son unas cuantas preguntas sobre su relación con Alejandro.

—Ya se lo dije a su secretaria, y se lo repito a usted: no estoy de su parte.

—¿Perdón?

—Trabajo para el casino, ellos me dan de comer. Si tengo que testificar, lo haré a favor de la empresa, diré lo que ellos quieran, mentiré, falsearé la realidad, tergiversaré los hechos, me da exactamente igual.

Empezábamos bien. Por lo visto, los lazos sanguíneos no contaban demasiado para Sebastián. Era de agradecer que fuera tan claro, eso nos evitaría jugar al despiste. Me llamó la atención la total ausencia de acento polaco; después de convivir con Helena, esperaba otra cosa de su hermano.

—No le molestaré mucho tiempo —dije sin perder mi cordialidad—. ¿Podemos sentarnos en algún sitio tranquilos y tomar un café?

—No, gracias, estoy bien aquí —respondió.

Ambos permanecimos de pie en aquel almacén con los portones abiertos, rodeados de amantes del

motocross que entraban y salían y en medio del rugido de los motores.

—Es un mundo muy masculino, ¿no le parece? —pregunté—, no veo ninguna mujer por aquí.

Se encogió de hombros.

—Espero que eso no le haga sentirse incómoda —dijo—, pero, vamos, sí que hay mujeres moteras, si se queda un rato verá a más de una.

—Es curioso, porque sucede lo mismo con el póquer —respondí—, apenas hay mujeres en las mesas.

—¿Es usted una feminista? No tengo nada en contra de las feministas, que conste. Ni tampoco a favor.

—¿Conocía usted bien a Alejandro Tramel, señor Kowalczyk?

—Venía a jugar al casino. Yo le daba las cartas cuando coincidíamos en una mesa, igual que al resto. A veces ganaba y era simpático conmigo, en otras ocasiones perdía y me insultaba, igual que el resto.

—Usted le presentó a su hermana Helena.

—En eso está mal informada, se conocieron ellos solitos en El Sombrerero, ya sabe, el club que está detrás del casino.

Me dejó desarmada por un segundo.

—¿No les presentó usted?

—Ya le he dicho que no. Voy a serle muy claro: Helena es mi hermana pero apenas la conozco. Un buen día se presentó en mi casa después de mil años sin tener noticias de ella. Acababa de llegar de Poznan, nuestra ciudad natal. No tenía dónde caerse muerta, ni siquiera sabía hablar español. Lo único que hice fue presentarle algunas personas para que se ganara la vida. Después nada.

Aquello era amor fraternal en estado puro.

—¿Alejandro era su amigo?

—No tengo amigos. Es mi política: no amigos, no familia, menos problemas. Alejandro era una persona que sabía pasarlo bien cuando estaba de buenas, me hacía reír, compartimos algunas copas tres o cuatro noches, eso es todo. Luego se lio con mi hermana y decidí que era mejor apartarme un poco, ya sabe, dos son compañía, tres multitud.

—¿Sabe si alguien del casino acosó o amenazó a Alejandro para que jugara?

—Las personas del casino que yo conozco son unos santos que velan únicamente por el bienestar de sus clientes —dijo de carrerilla—. No sé nada de eso que usted menciona, ni idea.

—¿Por qué no quiere colaborar? —insistí—. Solo tiene que decir la verdad.

—Otro concepto sobrevalorado. Y ya van tres en una sola conversación: la amistad, la familia y la verdad. Lo siento, esperaba más de usted. Su hermano decía que era una especie de genio. Hablaba mucho de usted. Las pocas veces que conversé con él en privado, quiero decir. Por cierto, no la vi en el entierro, lástima, seguro que a él le habría gustado. Era un sentimental.

—Perdone que se lo pregunte bruscamente, pero estuvo usted con Alejandro Tramel la noche de la muerte de Menéndez Pons, ¿recuerda algo en especial de aquella partida, algo que pudiera ser relevante?

—Todo lo que sé es lo que le dije a la Guardia Civil, pregúnteles a ellos, lea los informes, ahí está todo. No le voy a contar nada más.

—En el atestado dice que Alejandro y usted discutieron en la mesa esa noche.

—No discutimos, él se metió un poco conmigo. Es frecuente que los jugadores la tomen con el crupier cuando pierden.

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