Ana

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Segunda parte. Las manos » 19

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—¿Menéndez Pons presionó esa noche a Alejandro?

—No lo sé.

—¿Y otras noches? ¿Lo vio acosar a Alejandro dentro o fuera de las instalaciones del casino?

—Dicen que la persistencia es una virtud. Sin embargo, conmigo no le va a funcionar. Se lo he dicho y se lo repito: estoy de parte del casino, no le voy a ayudar por mucho que se empeñe.

—Puedo llamarle a declarar como testigo hostil.

Aquello pareció hacerle gracia.

—Dudo mucho que usted me quiera ver siendo hostil, señora Tramel.

Sostuvimos la mirada un instante.

Estaba escondiendo algo. Ambos lo sabíamos.

No tenía nada que perder, así que probé a tirarme un farol:

—¿Cuánto dinero le prestó usted a Alejandro Tramel?

—¿Qué?

—La cantidad que le dejó a Alejandro para que siguiera jugando. ¿Cuánto fue?

Negó con la cabeza, incluso se mordió ligeramente la lengua. Creo que tenía ganas de golpearme con el casco. En el fondo, que estuviera tan enfadado no era malo para mis intereses.

—¿Sabía que Alejandro estaba intentando dejar de jugar? ¿Sabía que era un enfermo? —pregunté.

—Escuche, listilla —dijo—. Todos los jugadores del mundo lo están intentando dejar. Todos. Alejandro solo era uno entre muchos. Ni más inteligente, ni más sensible, ni más desgraciado que cualquier otro. Era mayorcito. Sabía lo que hacía. Y yo solo cumplía con mi trabajo. ¿Qué quiere de mí?

—Que me cuente todo lo que sepa.

—Váyase al diablo —espetó.

Y dio media vuelta dejándome con la palabra en la boca.

En el fondo, su ira no era muy distinta de la mía. Solo tenía que encontrar la forma de que él también lo viera. O dicho de otro modo: tenía que seguir apretándole hasta que se pusiera de nuestra parte. O hasta que explotara. En ambos casos, podríamos sacar algo de beneficio.

En ocasiones el trabajo de abogada era así.

Un verdadero asco.

Me recordé que yo estaba en el equipo de los buenos. Tenía que recordármelo de vez en cuando. Era fácil olvidarlo.

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