Ana

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Segunda parte. Las manos » 20

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El cartel verde en la pared mostraba una ruleta con la señal de prohibido y un lema en grandes caracteres: «APUESTA POR TU VIDA».

Estar allí me hizo sentir incómoda, por alguna razón que al principio no supe identificar. El lugar parecía una especie de gimnasio.

—También realizamos muchas actividades físicas —explicó mi interlocutor como si me estuviera leyendo la mente—. Es importante para la rehabilitación.

—Estupendo —dije sin el menor interés.

Hay una parte de mi cerebro que desconecta cuando me hablan de ciertas cuestiones, como por ejemplo el parte meteorológico, los índices bursátiles o más aún: el deporte en general. No me interesa, no lo registro, no presto atención, es algo automático, mi cerebro toma la decisión por su cuenta.

—Aquí tiene un programa del próximo trimestre —dijo la mujer que lo acompañaba—, puede ver las actividades abiertas que realizaremos, tal vez quiera acercarse algún día para conocernos un poco mejor, solo tiene que llamar para apuntarse previamente en cualquiera de las dinámicas.

Me tendió un folleto en cuya portada aparecía el mismo lema que en la pared: «Apuesta por tu vida».

Observé su pelo ensortijado, su media melena, su sonrisa sincera, su aspecto desaliñado y limpio, agradable. Agarré el folleto. El hombre, que al parecer era quien dirigía el centro, aprovechó la pausa para hacerse una coleta con una goma oscura. Ambos daban la impresión de ser personas saludables, tal vez incluso eran pareja y tenían un montón de hijos con el pelo largo y rizado y la tez sonrosada.

—¿Son ustedes psicólogos clínicos? —pregunté.

—Sí y no —respondió él—. Yo por ejemplo tengo el título de Psicología, y el certificado del Colegio para poder ejercer. Sin embargo, hace tiempo que no lo hago, estoy más centrado en mantener a flote el espíritu de la asociación, por decirlo de alguna forma.

—Aquí tenemos muy buenos psicólogos con amplia experiencia, ellos se encargan del trabajo terapéutico —prosiguió ella—. Yo soy subdirectora del centro y coordinadora de actividades grupales, ah, y también monitora de yoga, no se puede figurar lo mucho que puede ayudar el yoga a nuestros pacientes.

Podía hacerme una idea, miré a mi alrededor y me imaginé aquel enorme espacio vacío en el que nos encontrábamos repleto de hombres y mujeres practicando el saludo al sol, haciendo meditación y dando gracias a Patanyali, el fundador del yoga. Vale, lo reconozco, tuve mi época yogui. Fue hace muchos años, justo al terminar la carrera conocí a un tipo increíble, Danilo, que me introdujo en la disciplina del aquí y el ahora. Nunca antes ni después he probado tantas posturas distintas en la cama con ninguna otra pareja, fue muy aleccionador y guardo un buen recuerdo, aunque seguramente por motivos muy distintos a los que esa mujer se refería.

Decidí centrarme en el hombre que tenía delante, me daba la impresión de que podría sacar más de él.

—La esposa de Alejandro nos dijo que usted era el psicólogo de su marido —le dije mirándolo.

—Yo era su vía de contacto con el mundo exterior, nada más.

—¿Mundo exterior?

—No es fácil de entender, pero cuando un jugador está en una fase aguda de su enfermedad, como en el caso de Alejandro, vive dentro de una burbuja, solo piensa en jugar, lo esté haciendo o no, únicamente vive para jugar, es su único objetivo, es incapaz de ver nada más. Para que me entienda, es como si viviera en un mundo cerrado, irreal, del que ni siquiera se plantea la posibilidad de salir. A nosotros nos gusta recordarles a los jugadores que hay vida más allá, que hay un montón de actividades maravillosas en el mundo y que no están relacionadas con el juego. Es lo que llamamos el mundo exterior.

Aquel hombre emanaba una especie de paz genuina. No me gustaban sus pantalones elásticos, pero sí el tono de su voz, parecía salir de un sitio real, nada impostado, no daba la impresión de querer agradar, hacía y decía lo que creía más conveniente, sin más, y eso no era algo frecuente. Gabriel Brandariz era el director de Alma, la Asociación de Ludópatas de Madrid a la que había acudido mi hermano. Nos encontrábamos en su sede social, una nave enorme cerca del Campo de las Naciones. Después de hacer una visita guiada por las aulas, los talleres y los despachos de la asociación, Gabriel y su compañera Lorena me ofrecieron un vaso de limonada natural y me invitaron a que tomáramos asiento en unas sillas de madera plegables que se encontraban en la zona común, lo que él había llamado «el jardín de recreo», aunque allí no había ningún jardín a la vista. Por lo que se ve, en aquel lugar eran muy amigos de las metáforas.

—¿Tratan a muchas personas aquí?

—Muchísimas —respondió Gabriel—. Según los últimos estudios, entre el dos y el tres por ciento de la población española padece algún tipo de trastorno relacionado con la ludopatía, si echa la cuenta eso son más de un millón de ludópatas en distinto grado.

—Muchas personas —aseguré pensativa dándole la razón—. Por pura curiosidad, ¿hay el mismo número de hombres y mujeres ludópatas?

—Aproximadamente un sesenta por ciento de nuestros miembros son hombres —dijo Lorena—. Aunque eso no significa que haya menos mujeres que apuesten, simplemente significa que a ellas les cuesta más reconocer que tienen un problema con el juego. La ludopatía en la mujer tiene un perfil diferencial: apuestan cantidades más pequeñas en general y suelen sentirse más atraídas por juegos de perfil menos social, como el bingo o las máquinas tragaperras. Ellos optan por las apuestas deportivas, el póquer o las distintas modalidades de juegos de cartas. Paradójicamente, se estima que hay más mujeres jugadoras que hombres, una tendencia que sin embargo cambia entre los más jóvenes y entre los adolescentes, ahí ganan ellos por goleada en los últimos tiempos, en especial a causa del juego

online. Si le interesa, tenemos muchas estadísticas y estudios al respecto.

—Sí, me gustaría echarle un vistazo si no les importa —dije, y me incliné hacia delante—. Supongo que hay muchas razones y que no se puede dar una sola respuesta, pero ¿por qué juega una persona? ¿Qué le lleva a alguien a jugar?

—Efectivamente, hay múltiples razones —respondió ahora Gabriel; incluso la manera en la que se alternaban en el uso de la palabra, de forma tan equilibrada, sin interrumpirse, daba a entender que en aquel lugar reinaba la paz y la concordia—. Podríamos decir que es una manera de huir de los problemas personales, como la soledad, el fracaso laboral o emocional o la ausencia de otro tipo de motivaciones. También se suele asociar con un historial familiar con antecedentes de alcoholismo, drogadicción, o simplemente con la ausencia de un entorno estable; aunque, si le digo la verdad, yo personalmente no estoy muy convencido. En realidad, cualquier pequeño suceso de la vida puede llevar a iniciarse en el juego, un despido, un divorcio, el fallecimiento de un ser querido, o incluso una mudanza traumática. Se sorprendería de la cantidad de casos que tenemos de personas que nunca antes habían tenido contacto con este mundo y que a partir de un hecho aparentemente intrascendente se aproximan al juego. Por supuesto, hay caracteres más proclives a la adicción de cualquier tipo, a la competitividad (en esto, los hombres nos seguimos llevando la palma) o a los problemas para afrontar un estado de ánimo disfórico.

—¿Perdón?

—Me refiero a la tristeza, ansiedad, irritabilidad o incluso depresión. Algunas veces la mala gestión de estos sentimientos puede ser el detonante de la adicción al juego.

—Antes ha mencionado que también tienen pacientes adolescentes…

—Es una realidad triste y muy preocupante. La legislación española ha cambiado mucho en los últimos años, sobre todo en lo que se refiere al juego

online, a las apuestas deportivas en vivo y a la permisividad con la publicidad del juego. Esta combinación hace que se produzca un fenómeno totalmente nuevo, menores de edad apostando dinero, bien a través de otros jóvenes que acaban de cumplir los dieciocho o bien directamente en algunos locales donde hacen la vista gorda. Las instituciones miran para otro lado por una razón muy sencilla: la enorme cantidad de dinero que recaudan las arcas públicas gracias a estas empresas, que se han convertido en el principal inversor en la tarta de la publicidad, por ejemplo, superando a otros sectores tradicionales como los automóviles o las bebidas. Es algo indecente, pero perfectamente legal, tanto en la televisión como en la radio o en internet: cualquier persona, tenga la edad que tenga, es acribillada con continuos reclamos para jugar, los deportistas y actores más atractivos prestan su imagen para estas compañías, los equipos de fútbol son patrocinados por proveedores de juego. En fin, es un círculo del que resulta muy difícil escapar dependiendo de la edad o el estado mental de cada persona.

Estaba claro que lo que me estaba contando era espeluznante. Pero debía intentar aproximarme a los hechos concretos.

—¿Cuándo conocieron a Alejandro?

—El 18 de junio de este año —respondió Gabriel como si la fecha fuera importante para él—. No lo olvidaré. 18 de junio.

—Vino acompañado de un paciente, él nos conocía de alguna de nuestras actividades y le recomendó que acudiera a nosotros, es algo habitual —añadió Lorena.

—¿Me puede dar el nombre de ese paciente?

No recordaba que figurase en nuestro dosier ni que le hubiera mencionado Helena.

Gabriel y Lorena cruzaron una mirada antes de responderme, como si yo estuviera entrando en terreno resbaladizo.

—Lo siento, como usted puede entender, los datos de todos nuestros miembros son absolutamente confidenciales —contestó al fin Gabriel—. Ocurre lo mismo que con la relación abogado-cliente, es un vínculo sagrado e inquebrantable.

—Yo no diría tanto como sagrado —maticé con una sonrisa tratando de quitarle hierro a su negativa—. Volvamos pues a Alejandro, ¿cuántas veces vino a la asociación desde el 18 de junio?

Gabriel se removió en la silla.

—No podemos revelar los datos de los miembros de Alma, es confidencial.

—La gente que viene por aquí confía en nuestra absoluta discreción —dijo Lorena—. Es una parte fundamental del trabajo que hacemos en la asociación.

Eso sí que no me lo esperaba.

Una cosa era la reticencia de Sebastián. Al fin y al cabo, estaba protegiendo su puesto de trabajo. Pero estaba convencida de que ahora sí que me encontraba en territorio amigo. Quizá no me había explicado bien.

—Alejandro está muerto, y yo soy su abogada, y su hermana también. Estoy aquí para ayudar a Alejandro, a su mujer, a su hijo. Ustedes pueden colaborar para que se haga justicia con un miembro de su asociación.

—Si estoy bien informado, usted no es la abogada de Alejandro, dejó de serlo cuando murió, ahora representa los intereses de su viuda, Helena Kowalczyk, que no es lo mismo, con todos mis respetos.

—Mire, esto es muy delicado —señaló Lorena—. Usted no estuvo a su lado cuando Alejandro necesitó ayuda, cosa que no le recrimino en absoluto, tendría sus razones, yo no soy quién para juzgarla. Pero ahora no está usted aquí para descubrir qué le ocurrió de verdad a su hermano. Está aquí porque el casino le reclama una enorme cantidad de dinero a Helena. Son dos cosas muy diferentes. Nos pide que rompamos la confidencialidad de personas que han confiado en nosotros, y lo hace en calidad de abogada defensora de una demanda económica que, sintiéndolo mucho, no tiene nada que ver con esta asociación. Sabíamos que por desgracia esto podía ocurrir, y por nuestra parte nos vemos obligados a remitirle a los datos públicos de la asociación, que puede consultar en nuestra página web.

Aquella mujer había endurecido su discurso, tal vez tendría que hacerlo yo también.

—Puedo solicitar una orden judicial para registrar sus ficheros y para interrogar a todos los psicólogos y miembros de la asociación. Puedo mandarles a mi equipo y hacerles la vida imposible.

—Por supuesto que puede —replicó Lorena desafiante—. Hágalo. Es posible que le lleve tiempo y que nuestros abogados se resistan, pero si consigue una orden judicial, no dude de que le abriremos nuestros ficheros. Nos gusta que las cosas se hagan legalmente. Imagine que vulneramos el derecho a la intimidad de uno de nuestros miembros por las buenas. ¿Qué clase de credibilidad tendríamos? Como ya le he dicho, la discreción es uno de los valores esenciales de nuestra asociación.

Estaba empezando a desesperarme, aquello era un muro imposible de atravesar. Lorena había tomado las riendas de la conversación, ahora que las cosas se habían puesto un poco feas. Decidí dirigirme de nuevo a Gabriel, sospechaba que su relación con Alejandro había sido mucho más estrecha.

—¿Por qué no quiere ayudarme, señor Brandariz? Usted precisamente vivió muy de cerca el infierno por el que pasó Alejandro, sabe que esa demanda del casino contra la viuda es inmoral.

—Yo no juzgo a las personas, lo siento, no me lo puedo permitir. No quiero parecer un santurrón, aunque es posible que a estas alturas sea eso lo que piense de nosotros, o algo peor. Estoy casi convencido de que usted quiere hacer algo bueno, pero no me va a obligar con sus argumentos a actuar contra mis creencias ni contra mi voto de confidencialidad.

—A diferencia de los abogados, aquí creemos que el fin no justifica los medios, señora Tramel —salió en su defensa Lorena apoyando al director de la asociación con convicción.

—Muy bien —respiré hondo—. No tiene sentido que nos enfrentemos. Díganme solo una cosa, por favor, y no les molestaré más, prometido. ¿Saben si el casino amenazó o acosó a Alejandro para que siguiera jugando?

Aquel hombre extremadamente delgado me observó con detenimiento. Lorena a su vez lo miró a él. En esa triangulación equidistante de miradas se produjo algo parecido a un intercambio silencioso y extraño de energías que rompió Gabriel con sus palabras tranquilas, sosegadas.

—Me recuerda usted mucho a su hermano —dijo—. Él se sentó en muchas ocasiones en esa silla precisamente. Tenía muchas cosas buenas, muchas virtudes, tenía una alegría contagiosa. Pero estaba sufriendo. Muchísimo. Era incapaz de estar a solas consigo mismo ni un minuto, no estaba en paz. ¿Ha tenido alguna vez en su vida una adicción, señorita Tramel? Yo sí. Yo he robado a mi familia para jugar, he mentido a las personas que más quería, he arruinado mi vida, me he humillado más allá del límite de la dignidad humana por unas miserables fichas en el casino. ¿Sabe lo que es eso?

Me estaba echando un sermón sobre las adicciones. Lo que me faltaba.

Tanto él como Lorena siguieron hablando un buen rato sobre sus propias experiencias, sobre lo que suponía ser un repudiado de la sociedad, que todas las personas de tu entorno laboral y social te cerrasen las puertas. Los escuché con atención, tenía la falsa impresión de que sus palabras no me afectaban, que ese malestar que se había apoderado de mi cuerpo se debía única y exclusivamente a su negativa a darme lo que había venido a buscar. Sin embargo, había algo más. A pesar de mi escepticismo crónico, de mis aparentes burlas sobre su estilo, a pesar de que me refugiaba en el cinismo para no tener que afrontar ciertas cuestiones (y pensaba seguir haciéndolo), la verdad es que tocaron alguna fibra inesperada. Algo se desencadenó en mi interior. Por supuesto que yo aún no estaba bien, estaba en un período de transición, de recuperación por así decirlo, pero no podía imaginar que iba a tener otro episodio de ansiedad allí mismo.

La presión en el pecho volvió. Como ocurría siempre: sin previo aviso. No quería tener un ataque delante de aquellas personas. Me puse en pie y les pasé torpemente sendas tarjetas de visita. Creo que era la primera vez que entregaba una tarjeta de Tramel y Asociados.

—Si cambian de opinión y creen que pueden contarme algo útil sobre Alejandro, les estaré muy pero que muy agradecida —solté con dificultad—. Tengo que irme ahora, disculpen, es una urgencia.

No esperé a que ellos se despidieran ni a que me acompañaran, no podía aguardar ni un segundo más. Estoy segura de que percibieron algo, pero ninguno de los dos hizo la más mínima mención. Después de todo, Gabriel y Lorena eran personas discretas, eso había quedado clarísimo.

Me alejé de allí todo lo deprisa que pude, intentando no correr. Sin mirar atrás. Notando cómo crecía la presión en el pecho.

Cuando salí de la nave, una terrible duda me vino a la cabeza. A pesar de que me costaba respirar, tenía que saberlo. No podía esperar. Sin dejar de caminar, marqué el teléfono de Gerardo. Ocupado. Avancé unos metros, no podía detenerme. Le di al botón de rellamada. Ocupado de nuevo. Creo que corrí, que me detuve para respirar, que volví a correr y que llegué al coche enseguida. Aunque en realidad no sabía cuánto había tardado en cruzar el aparcamiento. Cuando llegaban los ataques, perdía la noción del tiempo. Vi al fondo un numeroso grupo de bicicletas aparcadas, podía imaginarme perfectamente a Gabriel y compañía subidos en ellas para desplazarse por la ciudad.

La sensación de vértigo y la opresión en el pecho seguía creciendo. Sentí la sangre palpitando en las venas de mis sienes, el corazón desbocado, la falta de aire.

Marqué el número de la oficina.

Después de dos timbrazos, la voz de Ronda:

—Tramel y Asociados, dígame.

—Ronda, escucha, dime una cosa, por favor: de todos los testigos de la lista, ¿alguno ha confirmado expresamente que el casino amenazó y coaccionó a Alejandro para que jugara?

—Ana, ¿estás bien?

—Estoy perfectamente, tú solo contesta lo que te acabo de preguntar, ¿tenemos alguna confirmación?

Pude escuchar que Ronda ojeaba algunos papeles, que tal vez tocaba algunas teclas de su ordenador, oía su respiración a través del teléfono, intenté sincronizarla con la mía, imposible, el aire entraba y salía de mis pulmones a borbotones, como un caballo rabioso, incontrolable. Me agarré al techo del Mazda, aquel coche era un espacio amigo, si me quedaba a su lado todo iría bien.

—¿Sigues ahí, Ronda?

—Sí, sí, perdona…, es que no estoy segura… Me consta que varios testigos han confirmado las dificultades de Alejandro con el juego, su ludopatía podríamos decir…, pero lo otro… creo que no, Ana, pero es muy pronto, solo llevamos una semana y media, no lo sé. Cuando regrese Gerardo le pregunto, ha salido a hacer una entrevista, es él quien tiene todos los datos.

—¿Ni uno, Ronda?

Tras el silencio, una sola palabra por respuesta:

—No —dijo.

Iba a desplomarme. ¿Cómo había estado tan ciega?

No teníamos nada.

Absolutamente nada.

Ningún testigo directo.

Incluso el contacto de Sofía había desaparecido.

Solté el móvil, dejé caer el bolso al suelo.

Tenía que ponerme en contacto con Arias urgentemente. Proponerle un nuevo trato. Si lo hacía bien, podía conseguirlo. Era buena negociando. Era Ana Tramel. Si era necesario, suplicaría. Le chantajearía. Lo que fuera. Después pediría disculpas a Sofía, a Gerardo, a Ronda, a Helena, a todo el mundo. Me había equivocado. Era imposible: nadie iba a testificar contra el casino. Nadie los iba a incriminar. Nadie iba a confirmar expresamente las amenazas, suponiendo que las conocieran, era algo que se había producido entre los responsables del casino y mi hermano, sin testigos. Nadie nos iba a ayudar. Esa certidumbre se apoderó de mí mientras luchaba por no perder totalmente el control.

Tenía que respirar.

La presión en el pecho se hizo insoportable.

La evidencia de mi fracaso me saltó a la cara con una nitidez inusitada.

Quería gritar, llorar, pero no pude. Estaba paralizada, asustada. ¿Cómo me había metido en eso?

No sabía si era un episodio de ansiedad, un ataque de pánico o una mezcla.

Vi dentro de mi cabeza a Helena arruinando su vida para siempre.

Vi también el rostro de Martín, desconcertado, preguntándome con la mirada qué íbamos a hacer ahora.

Por último, vi el cuerpo de mi hermano colgando en su celda, intentando soltar el cinturón de su cuello que él mismo había colocado, podía escuchar el cuero presionando su piel.

El dolor iba en aumento, la sensación de falta de aire. Pensé que iba a perder el sentido, que me iba a desplomar junto al coche. Por alguna extraña razón, pensar que podía desmayarme me tranquilizó. Es como si estuviera metida en un bote salvavidas en mitad de una tormenta, si al menos una ola me engullía de una vez por todas, podría dejar de luchar, podría descansar, dejarme llevar.

Coloqué dos dedos entre las costillas, uno encima de otro, apretando con firmeza, tal y como me habían enseñado. Evoqué la imagen de una enfermera a la que recordaba vagamente, mostrándome la mejor forma de hacerlo. Había sido hace años, en una de mis primeras recaídas, en la sala de urgencias de la clínica San Antonio.

Traté de dejar la mente en blanco.

Ciento uno, ciento dos, ciento tres, ciento cuatro…

Solo estaba yo, no había nada más, ni pasado ni futuro.

Lentamente, muy poco a poco, empecé a sentir que el aire volvía a entrar.

Tenía que respirar por la nariz.

Inspirar y espirar despacio, sin forzarlo.

Es una de las mejores sensaciones del mundo. El aire entrando en tus pulmones limpiamente.

La presión no desapareció, pero al menos dejó de aumentar, lo cual ya era mucho. Examiné el estado de mi cuerpo, chequeando mentalmente y sin prisa cada parte, desde los pies (que se habían mantenido firmes y anclados en el suelo, sintiendo la gravilla a través de las suelas de los zapatos) hasta la parte superior de la cabeza, pasando por zonas clave como el estómago, el pecho o la garganta.

Supe que no me iba a desmayar. La alarma había pasado.

Volví a inspirar profunda y lentamente.

No sé lo que diría Sebastián Kowalczyk al respecto, pero en mi opinión respirar no estaba sobrevalorado en absoluto.

Me prometí que dedicaría todos los días de mi vida unos minutos a glorificar mi respiración.

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