Ana

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Segunda parte. Las manos » 28

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De nuevo las dos empezaron a empujarse, no sé muy bien si se estaban peleando o bailando, o ambas cosas al mismo tiempo, hasta que Rosa agarró del pelo a Aitana con tanta fuerza que empezó a llorar.

—¡Mamá! —gritó.

Concha tuvo que intervenir y separarlas.

—¡Os he dicho que nada de mordiscos ni de tirones de pelo!

Se mire como se mire, era un buen consejo. Mientras mi amiga se encargaba de las dos pequeñas, yo me acerqué a Jimena.

—Tengo una habitación para ti sola, con ordenador, televisión y con una cama gigantesca —le dije—. ¿Quieres verla?

Ella se encogió de hombros sin ningún entusiasmo y respondió con un lacónico:

—Vale.

Estaba dispuesta a dejarle mi propio cuarto para animarla un poco, pero eso tampoco parecía servir de mucho.

—Ni se te ocurra —terció Concha mirándome sin soltar a las dos pequeñas con ambas manos; había adivinado mis intenciones—. Tú duermes en tu cama y nosotras cuatro nos apañamos en el salón, será como un campamento con colchones por el suelo y compartiendo todo un par de noches.

—¡Yo no quiero dormir en el suelo! —protestó enseguida Rosa.

—¡Yo tampoco! —dijo Aitana.

Atraído por los gritos de las niñas, Martín abrió la puerta de la cocina y se asomó, escudriñando a Rosa y Aitana como si fueran dos extraterrestres. Ellas dos se quedaron paradas un instante por la sorpresa. Lo observaron y enseguida volvieron a la carga.

—¿Ese niño es tu hijo, Ana?

—¿Cuántos años tiene?

—¿Por qué es tan rubio si tú eres morena?

—¿Sabe hablar?

—¿Cómo se llama?

—No —balbuceé—, su madre se llama Helena y yo soy…, o sea, que soy su tía.

—¡Igual que de nosotras! —dijo Rosa.

La puerta se abrió ahora de par en par y también apareció la madre de la criatura.

—¡Es muy rubia! —señaló de inmediato Aitana—. ¿Te llamas Helena? ¿Eres la madre rubia del niño rubio? ¿También vives aquí con nosotras?

Helena trató de sonreír, abrumada por el repentino interrogatorio. Concha miró por encima de la chica hacia el interior de la cocina. Desde mi posición no podía estar segura, pero supongo que debió ver a Sofía y también los objetos de Ale sobre la mesa. El rostro de mi vieja amiga se transformó, como si se fuera contrayendo lentamente. Supongo que también ella había reconocido alguna de esas cosas de mi hermano, al fin y al cabo habían sido amantes hasta poco antes de su muerte. Me pregunté si la buena de Helena sabría o siquiera sospecharía algo al respecto. Hasta ese momento, no había caído en la cuenta de que había acogido bajo el mismo techo a la esposa y a la amante de mi querido hermano, quizá no fuera tan buena idea después de todo.

Pensé en dar alguna explicación sobre los objetos, sobre los motivos que nos habían hecho converger a todos, y especialmente a todas, en aquel pasillo esa tarde de diciembre (y posiblemente también durante los próximos días). No sabía muy bien por dónde empezar, o mejor dicho, no tenía ninguna gana de hacerlo. Lo malo de las explicaciones es que, por muy bien que se den, al final siempre terminan pareciendo excusas.

Por fortuna, Ronda me rescató de aquel intenso cruce de miradas. Su voz llegó alta y clara desde el despacho del fondo.

—¡Ana, ha llamado Eme! Está llegando, te recoge en dos minutos, ¡ya puedes ir bajando!

Me agarré a sus palabras como si fueran órdenes urgentes, y en cierto sentido lo eran.

—Disculpad, tengo que irme…, ya lo habéis oído —dije—. Concha, instalaos como si estuvierais en vuestra propia casa. Helena, se van a quedar unos días con nosotros, qué buena noticia, ¿verdad?

Sé que las niñas intervinieron enseguida y que la propia Helena también dijo algo, pero no me quedé a escucharlo. Enfilé la puerta de la calle y, sin dar tiempo a que nada ni nadie me detuviera, salí todo lo rápido que pude.

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