Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 39

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Acaricié el pomo de marfil. Después pasé los dedos por la madera de olivo, podía sentir las vetas, la rugosidad de la superficie. Agarré el bastón con la mano derecha y dejé caer mi peso sobre esa parte del cuerpo.

Moncada tenía la virtud de aparecer siempre en el momento más inesperado. Aquella mañana de Semana Santa se había presentado sin previo aviso en la puerta de los juzgados de violencia sobre la mujer de Manuel Tovar. Me había traído un regalo.

—Está hecho a mano —dijo.

—Parezco definitivamente una anciana —asentí—: coja, con todo tipo de achaques, y ahora también con un bastón.

—Eres la anciana más sexi en kilómetros a la redonda —aseguró con un tono neutro, como si estuviera dictando notas para un informe oficial.

En general no me gustan los aduladores, pero si no son empalagosos y tengo el día, los tolero. Podríamos decir que en este aspecto, como en la inmensa mayoría, soy totalmente arbitraria. Desconfiaba de Moncada y al mismo tiempo me atraía, ambas cosan resultaban compatibles, y esa mañana su comentario me hizo gracia. Lo observé con atención, si él había sido mi agresor desde luego lo disimulaba muy bien. Apreté el bastón en mi mano y señalé el edificio gris delante de nosotros.

—Gracias por el cumplido, y por el bastón —dije—. Ahora tengo que subir, la imparable rueda de la Justicia me aguarda, por no hablar de Resano y sus malas pulgas, solo me faltaría llegar tarde también el día de mi reincorporación.

—Te veo mucho mejor, en serio —insistió Moncada.

—Al menos ahora soy capaz de ponerme en pie y caminar a duras penas, un pequeño paso para la humanidad pero un gran paso para mí, te lo aseguro. La enfermera de rehabilitación está muy orgullosa, es una sádica que me obliga a mover y estirar huesos y músculos que no sirven para nada, creo que lo hace por fastidiar.

—Se me ocurren varias actividades físicas que podríamos realizar a modo exploratorio, y sin necesidad de que te pongas de pie.

Un atisbo de sonrisa apareció en mi rostro. La idea de acostarme con Moncada en mi estado me pareció tan extraña como morbosa, pude imaginar mi cuerpo desnudo lleno de cicatrices y magulladuras y contusiones en sus manos, dejándome hacer, agarrada a su pelo y su barba con fuerza, sufriendo vaivenes que me harían gemir de dolor y de placer, tal vez le atizaría uno o dos buenos tortazos, incluso puede que me quitara la máscara y le permitiese pasar sus dedos por las heridas del rostro mientras lo hacíamos. Definitivamente, sería interesante explorarlo.

—Si me estás pidiendo una cita, te advierto que no soy una chica fácil, una de esas que se van por ahí con el primer teniente con pinta de chulazo que conoce. O bien pensado, quizá sí que lo sea, no estoy segura, ando un poco confusa desde que me dieron una paliza.

—Reconozco que es una excusa original, nunca me habían dado plantón con un pretexto similar.

Gerardo, un metro detrás de mí, tosió ligeramente, recordándome su presencia y de paso la reunión que teníamos en el tribunal. Como aún no estaba lista para conducir, mi joven asociado de corbatas imposibles se había convertido en mi improvisado chófer también.

—Estamos incomodando al pobre Gerardo con nuestros flirteos —dije—, creo que voy a entrar de una vez.

—Suerte ahí dentro —respondió Moncada.

—La suerte, como todo el mundo sabe aunque a menudo se nieguen a reconocerlo, no existe. No es más que un punto indeterminado que se produce cuando se juntan las líneas de la oportunidad y la preparación.

Tal vez había sonado algo grandilocuente, pero me pareció una buena frase para terminar.

Apoyé el bastón en el primer peldaño de las escaleras que conducían al juzgado y comencé a subirlas. Creo que me iba a gustar ir por ahí con ese bastón, no es que me diera un aire distinguido, pero me resultaba agradable su tacto y me seducía la idea de tener a mano algo con lo que atizar a cualquier desgraciado que se acercara.

A pesar de que mis últimas palabras habrían sido un buen colofón de despedida, me volví. Comprobé que Moncada permanecía al pie de las escaleras, firme, con ese gesto de aparente despreocupación. Eso también me gustaba de él, no era uno de esos apocalípticos que te hacen ver lo complejos que son, lo ocupados que están, el enorme peso que llevan sobre sus hombros; al contrario, aquel hombre daba la impresión de que todo estaba bien, podía imaginarme el universo entero devastado y en llamas, y aun así él me tendería la mano con tranquilidad. Como decía mi profesor de Filosofía en el instituto, lo más parecido a la felicidad que vais a encontrar a lo largo de la vida es olvidaros de qué hora es, no sentir la necesidad de mirar el reloj. Con Moncada me ocurría exactamente eso, a su lado no parecía que nada fuera tan importante ni tan urgente en realidad.

—Una pregunta, teniente, esto de presentarte de improviso, ¿lo haces para sorprenderme? ¿O en el fondo eres uno de esos tipos controladores a los que les gusta tener atadas en corto a las mujeres? O dicho de otra forma: ¿quieres impresionarme o tenerme vigilada?

—Me cuesta mucho creer que alguien pudiera impresionarte con tan poca cosa —respondió—. En cuanto a vigilarte, lo haría encantado, veinticuatro horas al día si fuera necesario, solo tienes que decírmelo y me pondré en marcha. Pero me temo que no es el caso. Digamos que me gusta encontrarte.

—Tú sigue haciéndolo, cuando me moleste ya te avisaré.

Gerardo arqueó las cejas. De acuerdo, tenía razón: nos estábamos comportando como dos adolescentes. Seguramente la única forma de dejar atrás esos juegos estúpidos sería coger el toro por los cuernos, o dicho en pocas palabras: echar de una vez un polvo en condiciones. Que fuera una lisiada no me iba a detener.

Cruzamos el vestíbulo y nos dirigimos directamente a la sala. La vista de aquel día era importante. El caso no iba mal, pero Palmira le estaba haciendo la vida imposible a Concha, poniéndole múltiples trabas en el trámite de divorcio, en especial en lo referente a la petición de custodia compartida de sus hijas. Alegaba todo tipo de argucias legalistas, y además había creado una lista completa e interminable de mujeres (solo mujeres) que iban a testificar a favor de la intachable conducta de Felipe como padre, desde vecinas, compañeras y excompañeras de trabajo, amigas, familiares, profesoras del colegio, la pediatra y hasta empleadas de tiendas a las que solía acudir con las niñas, como el supermercado, la farmacia o una perfumería del barrio. Todas ellas aseguraban (y estaban dispuestas a jurarlo en el estrado durante el juicio oral) que Felipe era un padre ejemplar, entregado al cuidado y educación de las tres niñas por encima de su trabajo y de sus intereses personales. Palmira era incisiva, jamás se daba por vencida, sabía exprimir la letra pequeña de la ley y conocía muy bien a Resano, me figuro que debajo de aquella magistrada seca y dictatorial también habría alguna tecla sensible que tocar.

Por nuestra parte, Sofía había llevado el asunto en mi ausencia y lo había hecho bien, con firmeza, con diligencia, sin ceder a las presiones del otro bando, ni a la desidia de la Fiscalía, haciendo hincapié en los hechos y no en las emociones, consultando cada paso con la propia Concha y manteniendo reuniones periódicas entre las tres en mi casa. No había nada grave sobre lo que preocuparse; aunque no contara con la simpatía personal de la juez, sabía perfectamente que eso no le iba a impedir dictar medidas justas y proporcionadas en un caso de malos tratos. Resano podía ser muchas cosas, pero no podía simpatizar con un tipo como Felipe, que había tenido una explosión violenta prácticamente en sus narices.

Gerardo me trajo una vieja toga del armario común que había en la primera planta, no estaba dispuesta a cometer el mismo error dos veces. Mientras me la pasaba por encima de la camisa con dificultad, Concha se acercó a mí, tenía mala cara, daba la impresión de no haber pegado ojo en los últimos días, aunque no soy la más indicada para opinar sobre el mal aspecto que pueda tener nadie. Después del incidente, Concha había vuelto a su casa con las niñas y solo nos veíamos de forma muy esporádica. Tal vez solo estaba en mi cabeza, pero mi amiga, antigua jefa y actual socia estaba más nerviosa que de costumbre, supongo que tener que airear a los cuatro vientos los trapos sucios de su matrimonio, el maltrato físico y psicológico de su esposo le estaba costando más de lo que había imaginado.

Concha estaba muy chapada a la antigua, venía de una familia donde desde bien pequeña había sido educada en la estricta observancia de las reglas sociales de forma escrupulosa, los problemas se solucionaban de puertas para adentro, esa era la regla número uno a partir de la cual emanaban todas las demás. Ahora Concha se había saltado la norma y, aunque era una mujer inteligente e independiente, se sentía vulnerable, e incluso me temo que culpable, por mucho que hubiéramos hablado sobre ello y por mucho que en su fuero interno supiera que estaba haciendo lo correcto. Además estaba el conflicto económico. Las cuentas corrientes en común con su marido, así como los fondos de inversión que tenían a medias habían sido congelados hasta que hubiera una sentencia, ninguno de los dos podía disponer de ellos. No tenía problemas para el día a día por lo que yo podía deducir, pero los ahorros de toda una vida estaban en juego, y por mucho que todos los indicios le fueran favorables, no había nada seguro hasta que hubiera un fallo en firme. Podía entenderla, era una situación muy desagradable, con demasiadas incógnitas por resolver, con los sentimientos permanentemente sobreexpuestos y con unos plazos que no facilitaban las cosas. Supongo que no descansaría del todo hasta que la situación se desbloqueara. Aunque Felipe seguiría siendo el padre de sus hijas el resto de su vida, cuando hubiera una sentencia definitiva, al menos podría relajarse un poco.

—¿De dónde has sacado esa antigualla? —me preguntó señalando el bastón.

—Es un regalo de un admirador —respondí—. Va a juego con la cicatriz de la cabeza y del pómulo. Se lleva mucho esta temporada.

—Los hombres nos golpean —dijo ella— y después nos hacen regalos para que les perdonemos, ocurre desde los tiempos de los tiempos.

—El cabrón que me atacó no me ha hecho ningún regalo que yo sepa —me defendí, aunque las sospechas sobre Moncada iban y venían según soplaba el viento, y las palabras de Concha no ayudaban a disiparlas precisamente.

—Es una cuestión de género —explicó ella—, no hace falta que sea el mismo: uno te golpea y otro te hace el regalo. En el fondo se cubren los unos a los otros, funcionan así, no pueden evitarlo.

Estaba claro que Concha no tenía un buen día. La había tomado con mi bastón como podía haberlo hecho con cualquier otra cosa.

—Si quieres romperle la cabeza a alguien, te lo puedo prestar —dije—. El pomo es de marfil macizo.

—No lo descarto, ya te avisaré —respondió ayudándome a colocarme correctamente la toga; así era Concha, podía comportarse como una tocapelotas y una madraza al mismo tiempo—. ¿Estamos bien preparadas para la comparecencia de hoy?

—Todo a punto. La maquinaria bien engrasada. Sofía está haciendo un trabajo excelente —dije señalando a nuestra joven abogada, que estaba en el extremo de la mesa junto a Gerardo.

Ambos se habían convertido en una especie de pareja de combate de primer orden, aprendían rápido, tenían talento y, lo más importante, eran infatigables; en muy poco tiempo habían pasado de ser dos completos desconocidos a convertirse en dos personas imprescindibles en mi vida, no podía ni imaginarme qué habría hecho sin ellos. Sofía había presentado las últimas alegaciones a la juez unos días antes y lo había hecho de la mano del fiscal; aunque no contribuyera en casi nada y se limitara a figurar, convenía hacer frente común con la Fiscalía en este caso.

Si las cosas salían como estaban previstas, la juez fijaría fecha para el juicio oral, daría el visto bueno a los testigos (seis por nuestra parte, ochenta y nueve por la parte contraria) y por último prorrogaría las medidas cautelares que había tomado tres meses antes en lo concerniente a custodia, uso del domicilio y prohibición de contacto. En realidad, lo mejor que podía suceder es que no sucediera nada. Los imprevistos en un procedimiento como este no solían ser habituales, Felipe no había vuelto a hacer ninguna barbaridad, sabía que podía jugarse una pena de cárcel si se saltaba la orden de alejamiento o si alteraba lo más mínimo el régimen de visitas con las niñas. Solo tenía permitido verlas una vez cada quince días y siempre con supervisión externa, en este caso de Eme, que hacía de niñera llevando y trayendo a las pequeñas durante unas horas.

La ayuda de nuestro investigador estaba siendo indispensable en todos los frentes que teníamos abiertos, está mal que yo lo diga, una defensora de los derechos civiles y de los movimientos pacifistas en general, pero lo cierto es que daba gusto tener cerca a alguien de verdadera confianza como él, la mano armada de la justicia y la verdad, podríamos decir. En realidad, yo nunca había militado en ningún partido ni en ningún sindicato, ni siquiera en una ONG o una de esas organizaciones sin ánimo de lucro, me inclino más a ir por libre, solamente me gustaba soltar eso del pacifismo y alguna otra consigna similar de vez en cuando para fastidiar un poco a los cabeza cuadradas de turno. Pero Eme se estaba portando como un auténtico caballero con nosotras, sus funciones como investigador se habían ampliado a las de guardaespaldas, consejero y chófer, eso sí, previa presentación de la correspondiente factura el día 5 de cada mes, una cosa no quitaba la otra.

—Bueno, bueno, qué alegría volver a tenerla entre nosotros —dijo una voz a nuestras espaldas.

Allí apareció el inefable Óscar Iturbe, el fiscal, con su pelo rubio y su sonrisa blanquísima impecables. Aquel tipo daba la sensación de estar siempre recién duchado, recién afeitado y recién planchado, su perfecta meticulosidad me producía grima, estoy segura de que a otras mujeres les resultaba agradable, puede que hasta atractivo, yo desde luego no lo tocaría ni con un palo.

—He preguntado por ti cada día —dijo simulando interés—, habría querido ir a visitarte al hospital, pero no he parado ni un minuto, además que esos sitios me ponen enfermo, ya me entiendes.

—Sí, están llenos de gente muriéndose, un asco —respondí.

Se quedó descolocado, pero enseguida reaccionó, era esa clase de personas que no se dejaban minar la moral con facilidad, mucho menos por un comentario más o menos negro.

—Ya, bueno, lo importante es que estás mucho mejor —continuó infatigable—. Habría que colgar del cuello al malnacido que te hizo eso.

Casi ni se atrevió a señalar con la barbilla mi rostro semidesfigurado bajo la máscara, como si fuera a contagiarse. Me vino la imagen repentina de Iturbe golpeándome con saña en el aparcamiento, dándome puñetazos, patadas, estampando mi cuerpo contra el pavimento. Tenía que dejar de hacer eso, no podía sospechar de todos los hombres que conocía, no me conducía a ninguna parte, no me hacía sentir bien y no era sano, y ya tenía bastantes hábitos poco saludables como para añadir uno más.

—La Fiscalía podría solicitar el restablecimiento de la pena de muerte para los casos de violencia machista —respondió Concha a propósito de lo que acababa de mencionar el rubio de oro.

—Me temo que eso se escapa de nuestras funciones, somos meros funcionarios. —Sonrió amable—. Por fortuna, la tarea de legislar está en otras manos.

—Tiene usted toda la razón, Iturbe —prosiguió Concha—, al igual que tantas cosas, eso escapa de sus funciones.

A continuación Concha se dirigió hacia su silla, una fila más atrás, y dio la conversación por zanjada.

—No se lo tomes en cuenta —la justifiqué—, está de mal humor, ya sabes, su marido le pega y como premio tiene que pasar por el escarnio público de que un puñado de letrados pongan en duda todo lo que dice, por no hablar de ese detalle de congelar sus cuentas.

Óscar Iturbe tenía muchas virtudes, pero los reflejos y la rapidez no eran uno de ellos; cada vez que le decía algo que no esperaba, algo que no tuviera perfecta y milimétricamente estudiado, se quedaba cortocircuitado. Creo honestamente que estaba más cualificado para posar como maniquí que para dirigir la oficina del fiscal, puesto al que estaba destinado si no metía demasiado la pata, si no se metía en ningún charco. Como en muchos otros trabajos, no se trataba tanto de hacer las cosas bien como de no hacerlas mal, de no significarse, y en esto último daba la sensación de ser un auténtico especialista.

Me miró con su eterna sonrisa y certificó su absoluta estupidez:

—Estoy de acuerdo contigo.

—¿En qué?

—En principio, en todo.

Lo miré perpleja, no podía creerlo.

—No tienes ni idea de lo que estás diciendo, ¿verdad?

Dejó escapar algo parecido a una risa y me señaló con el dedo índice.

—Eres mala conmigo —contestó.

—No tienes la exclusiva —musité—, puedo ser mala con muchas personas al mismo tiempo, en especial si son rubios.

Podría haber continuado así toda la mañana, y él me habría seguido la corriente, pero era demasiado fácil tomarle el pelo, y además estábamos allí para algo mucho más importante.

En ese instante se abrieron a la vez la puerta lateral y la del fondo de la sala, como si estuvieran sincronizadas. Por una entró Resano, seguida muy de cerca por un agente judicial. La magistrada iba tecleando algo en su teléfono móvil y ni siquiera levantó la vista para comprobar que ya estábamos allí. Por la otra puerta entró Palmira precedida por el ruido de sus tacones, y a medio metro de ella una mujer pelirroja, rolliza, con chaqueta y pantalón azul, que acompañaba a Felipe y que le iba susurrando algo al oído, como si le estuviera dando instrucciones.

Sofía ya me había hablado de ella, se llamaba Melody Larranz, nacida en el País Vasco, era una abogada y psicóloga que se había hecho con una buena reputación asesorando a la defensa en un célebre asunto de acoso sexual en el que se vio involucrado un político de Ajuria Enea. Contra todo pronóstico, el citado político salió absuelto y tan campante después de haber sido denunciado por dieciocho mujeres de su gabinete. Después de haber defendido con éxito algunos otros casos en la misma línea, se había trasladado a Madrid, donde había pasado a formar parte del bufete de la Presidenta. De hecho, este era su primer caso en el nuevo despacho, así que imagino que querría hacer méritos. Por lo visto, su especialidad era «Conducta e imagen», a saber qué diablos quería decir eso, pero, si alguien se llama Melody y se dedicaba a defender a indeseables, supongo que puede estar especializada en lo que le dé la gana. Tal vez su misión consistía en controlar a su cliente, o en mejorar su imagen de cara al tribunal, ese tipo de cosas. Por el ceño fruncido y el rostro enjuto y lleno de ira de Felipe, por ahora estaba fracasando en el empeño.

Todo el mundo ocupó su lugar y la rueda de la Justicia, una vez más, se puso en marcha.

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