Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 44

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Una mujer rechoncha empujó una puerta verde de doble hoja y entramos en una habitación de paredes blancas con cojines por el suelo y ventanas estrechas por las que entraba la luz del sol de aquella tarde primaveral, nunca antes había estado en un lugar así.

—Ahora vienen los demás —dijo la mujer, y nos dejó allí dentro. Al salir volvió a cerrar la puerta.

Ginés pasó los dedos de la mano por su abundante cabellera blanca y me miró.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.

Miré al fiscal, tenía un pelo estupendo para su edad, no tengo nada en contra de los calvos y ya he dicho que no tengo una inclinación especial hacia una tipología concreta de hombres, pero reconozco que una buena cabellera en la que hundir mis dedos me resulta interesante

a priori. Ginés Iglesias debía rondar los setenta, y sus canas eran lo único atractivo que encontraba en él. Era indolente, esquivo, servicial incluso.

—Podemos esperar —respondí.

Me acerqué a uno de los extremos del cuarto y me apoyé en la pared, dejándome caer sobre un cojín grande, mullido, de color granate. Mi pierna agradeció el descanso, no estaba para muchos trotes y menos aún para permanecer de pie.

Ginés miró por una de las ventanas, desde mi posición se vislumbraba un amplio patio exterior delimitado por el horizonte, que mostraba el cielo azul, sin nubes a la vista. El fiscal consultó su reloj de muñeca, incómodo, me había costado convencerle de que me acompañara. Estaba intentando ponerlo de mi parte, hacer piña, y de paso darle un baño de conciencia mientras aprendíamos algo sobre el universo que estábamos investigando; no era lo mismo leer unas estadísticas que ver en directo los efectos del juego en personas de carne y hueso.

La instrucción seguía su curso, y esa misma mañana Huarte nos había puesto las pilas para que acelerásemos con todos los testigos. La compañía de seguros se había sumado al proceso, y su abogado había resultado ser un tipo encantador que decía empatizar con nuestra causa, aunque estuviera en el bando contrario; lo repitió varias veces delante de todo el mundo, como si quisiera dejar su moralidad a salvo, o lo que era más probable, como si pensara que así bajaríamos la guardia y nos podría pillar desprevenidos. En todo caso, la clave que nos tenía a todos en vilo era la certificación pericial sobre las grabaciones que había encargado la juez al supuesto especialista independiente, y del que ni siquiera sabríamos su nombre hasta que emitiese el informe. En medio de todo aquello, la Fiscalía, tanto Ginés como su ayudante, la triste Adela, permanecían en un segundo plano, como si fueran más espectadores que elementos activos de la querella.

Puede que hubiera tenido mala suerte en mi regreso a los tribunales, recordaba muy bien que en otra época había compartido batallas judiciales de gran calado con estupendos fiscales, que lideraban los casos y que durante la instrucción se convertían en verdadero azote de los inculpados. Tal vez eran una especie en vías de extinción y lo que se llevaba ahora era esos fiscales grises y sin más ambición que la de conservar su puesto, y en todo caso escalar sin altibajos en la lenta carrera funcionarial a la que se agarraban como tabla de salvación. No tenía atribuciones ni posibilidades reales de solicitar un cambio de fiscal en Robredo, si lo hacía sin una causa justificada se volvería contra mí. Así es que ahí estaba, intentando que Ginés Iglesias reaccionara, que empezase a aportar su granito de arena al proceso, o al menos que su corazón, y no solo su cabeza, entendiera con qué y con quién nos estábamos enfrentando.

Tras unos minutos de espera silenciosa, la puerta de doble hoja volvió a abrirse y entraron en la sala dos chicos muy jóvenes, no creo que llegaran a los veinte. Uno de ellos, delgado y con abundante acné, me saludó con un gesto de la cabeza, el otro no levantó la mirada del suelo en ningún momento. Cada cual ocupó uno de los cojines del suelo que estaban junto a la pared. Ginés los escrutó como el que observa una especie animal peculiar que nunca antes ha visto. El chico que me había saludado permaneció sentado, con la espalda apoyada en la pared, la cabeza erguida y la mirada fija en un punto indeterminado, sin inmutarse. El otro, por el contrario, consultaba algo en su móvil, consciente de que lo observábamos, parecía incómodo, aunque no hizo ni dijo nada al respecto.

Después entró en la sala una mujer de mediana edad que siguió el mismo ritual, emitió un sonido ininteligible a modo de saludo y tomó asiento en otro de los cojines. Allí buscó algo dentro del bolso, haciendo un ruido que alivió un poco el silencio. Viendo que era parte del protocolo establecido, el fiscal decidió acomodarse también en un cojín, procurando que su perfecto traje no tocara el suelo, adoptando una postura incómoda, con los brazos sobre las rodillas flexionadas, en la que evidentemente no duraría mucho, estaba claro que no era hombre de sentarse en el suelo.

Un reloj blanco presidía aquel espacio, estaba tan integrado en la pared que tardé un rato en descubrirlo, aunque una vez que lo hice ya no pude quitarle ojo. A las siete menos un minuto exactamente la sala se había llenado de personas de distinta edad, aunque prevalecían los varones jóvenes de aspecto e indumentaria informal, la mayoría con pantalones vaqueros y camiseta, pero lo cierto es que los había de todas clases. Eran un total de catorce seres humanos, aparte de nosotros dos, que permanecían allí en silencio, sentados en los cojines apoyados contra la pared, ocupando todo el perímetro de la habitación excepto la zona que había justo debajo del reloj, en la que había dos cojines rojos vacíos, tal vez algo más grandes que el resto. Ninguno pareció sorprendido o incómodo de que dos extraños como Ginés y yo estuviéramos allí, ni nadie hizo ningún comentario ni nos preguntó nada.

Al fin entraron por la puerta Gabriel Brandariz y su inseparable coleta, acompañado de un tipo quizá algo mayor, que debía rondar los cincuenta, con ropa ancha, cómoda y oscura y un par de pulseras de cuero.

—Buenas tardes —dijo Gabriel mientras atravesaba la estancia.

Los presentes respondieron educadamente, sin grandes alardes de entusiasmo, en la mayor parte de los casos escuetos monosílabos, visto lo cual incluso Ginés y yo nos animamos y abrimos la boca para saludar. Brandariz y su compañero ocuparon los dos cojines rojos que por lo que se ve estaban reservados para ellos. Después de un somero reconocimiento ocular a todos los que se encontraban en la sala, él mismo comenzó la sesión, si es que se llamaba de esa forma.

—Como ya sabéis —empezó diciendo—, hoy nos acompañan dos invitados. Ana y Ginés nos han pedido permiso para estar aquí como oyentes, sin intervenir, por supuesto. Son abogados y llevan un caso penal contra una gran empresa del juego, no puedo contaros más. Han aceptado las condiciones de absoluta confidencialidad con respecto a todo lo que aquí se diga, no reproducirán ni usarán nada de lo que oigan, en ningún caso.

—¿Para qué están aquí? —preguntó una chica jovencita que se tocaba inquieta el pelo recogido en una trenza.

—Tal vez pueden contestar ellos mismos —razonó Gabriel con su característica amabilidad—, están aquí como oyentes, pero no son mudos.

Todas las miradas se enfocaron en Ginés y en mí alternativamente. Ya que había sido yo la que había tenido la iniciativa, supuse que me correspondía hablar.

—Ante todo, gracias por dejarnos invadir vuestro espacio por un día —dije tratando de morderme la lengua para no soltar nada inconveniente. Era una invitada, ver, oír y callar, eso era todo lo que tenía que hacer—. Represento a la familia de una persona que se arruinó a causa del juego y que terminó quitándose la vida. Pensé que tal vez podría entenderle un poco mejor si os escuchaba a vosotros. Gracias por anticipado, lo digo muy en serio.

Ahora todas las miradas se centraron en Ginés, que no parecía tener muchas ganas de dar ninguna explicación.

—Yo lo mismo que ella, muchas gracias —dijo.

—Hemos pensado —intervino ahora el tipo que acompañaba a Gabriel en la cabecera de la sala, mirando a los participantes— que hoy podemos aparcar otro tipo de dinámicas y dejaros la jornada a vosotros, dedicar este espacio a comentar cómo os sentís, tal vez ponernos un poco al día sobre cómo han ido las cosas esta última semana, lo que necesitéis.

Varios de los presentes asintieron, como si aprobaran la propuesta, aunque nadie tomó la palabra. Algunos bajaron la mirada, otros la dirigieron hacia las ventanas o directamente hacia la pared, Gabriel era de los pocos que buscaba el contacto visual con el resto, con un gesto de comprensión y de aliento, animándolos a que hablasen, pero sin premura.

—Por cierto, Ana, Ginés, yo también os doy las gracias a los dos por vuestro interés —intervino de nuevo el hombre de las pulseras de cuero—. Mi nombre es Saúl, bienvenidos.

Tratando de no interrumpir el delicado equilibrio, ni el fiscal ni yo volvimos a decir nada. Consideré que por una vez debía hacerme lo más invisible que pudiera, aunque sabía perfectamente que era imposible (menos aún con mi máscara) y que nuestra presencia tenía muchísimo peso. El mutismo y las miradas huidizas, incómodas, regresaron a la habitación. Quizá era así siempre y el silencio era su rutina, no podía saberlo, lo único de lo que me había informado Brandariz es que se reunían una vez a la semana y que era un grupo de trabajo cerrado, lo cual significaba que eran siempre los mismos y que, salvo que se produjera una baja de manera excepcional, el grupo lo integraban esos catorce durante todo el curso, desde septiembre hasta junio.

Había mantenido el contacto con los miembros de Alma en las últimas semanas. Aunque no estaban dispuestos a facilitarme ningún dato sobre Alejandro, no tenía sentido enfrentarme a ellos. A pesar de su arrogancia y de cierto aire grandilocuente, eran de los pocos que habían hecho algo por ayudarle, a mi hermano y a otras muchas personas en una situación parecida. Por decirlo de algún modo, estaban de nuestra parte. Con algunas condiciones muy estrictas (nada de grabar ni de tomar notas, nada de nombres, y por supuesto nada de utilizar lo que allí se dijera) aceptó que visitáramos una de sus terapias de grupo.

El silencio duró varios minutos más. Miré el reloj, iban a dar las siete y diez, la aguja larga y delgada del segundero avanzaba inexorable, era lo único que parecía moverse en la sala. Cada segundo se me estaba haciendo eterno, me masajeé un poco la pierna discretamente, empecé a sentir un ligero malestar, aquella postura no era la más cómoda para mí, no sé cuánto podría aguantar. Me aseguré de que el bastón seguía a mi lado, quería tener la posibilidad de utilizarlo para incorporarme sin pedir ayuda llegado el caso.

Miré a mi alrededor, nadie dio indicios de tomar la palabra, ¿es que ninguno iba a decir nada? ¿En eso consistían estas reuniones? ¿En poner mala cara, permanecer en silencio dos horas y a la calle otra vez? Recordé que otra de mis promesas incumplidas consistía justamente en acudir a una terapeuta que Concha me había buscado, y que por lo visto era toda una eminencia. Me dije que, si alguna vez terminaba yendo, hablaría sin parar, tenía muchas cosas que contar y no pensaba pagarle un dineral a una extraña para quedarme callada y con los brazos cruzados. Intercambié una mirada con el fiscal, que parecía más impaciente que yo; por su expresión estaba claro que quería salir pitando de allí. No podía culparle, hasta ahora lo más jugoso que había ocurrido era que un puñado de desconocidos se habían rascado el cogote y después habían mostrado a las claras que tenían mucha vida interior; de la otra, de la exterior, no habían dado señal alguna.

Subí la mirada hacia el reloj: las siete y doce minutos. Me prometí que, si a y cuarto la cosa seguía igual, me incorporaría, en un gesto de gran audacia, y trataría de conseguir que alguno despertara.

No fue necesario. El chico que había entrado en primer lugar, el delgaducho con granos en la cara, soltó:

—El domingo fue mi cumpleaños. Cumplí dieciocho.

Se escuchó algún tímido «Felicidades» no demasiado entusiasta, y el chico continuó:

—Llevaba mucho tiempo esperando la mayoría de edad, soy el último de mi grupo de amigos en cumplirlos. Me tenían una sorpresa preparada, saben que siempre me ha divertido jugar a las cartas y esas cosas…, habían reservado una mesa para cenar en el casino. Ellos no tienen ni idea de mis problemas con el juego, claro. Pensé en no ir, poner cualquier excusa, pero al parecer llevaban mucho tiempo preparando la celebración, no quería ser un aguafiestas, y además que yo ya no…, llevo cinco meses sin jugar y me dije a mí mismo que podía ir a un casino o a cualquier sitio sin problemas. Quedamos a las nueve de la noche, estuve con síntomas de ansiedad todo el día…, ya os podéis imaginar cómo me sentí cuando llegué a la puerta del casino.

El chico hizo una pausa, le temblaban las manos. Era un crío y sin embargo decía que llevaba cinco meses sin jugar, no pude evitar sentir una punzada en el pecho: cuánto dinero se habría jugado ese chico antes de dejarlo, de dónde lo habría sacado, daba la impresión de ser de buena familia. Me entraron ganas de hacerle muchas preguntas, pero yo estaba allí como oyente.

—¿Qué sentiste exactamente al llegar a la puerta? —le preguntó Saúl.

—Me sentí mal —respondió.

—Ya, pero aparte de mal o bien, ¿qué sentiste?, ¿rabia, dolor, angustia? Intenta describirlo, te puede ayudar.

Se notaba que el chico hacía un esfuerzo por encontrar las palabras, y también que confiaba en el tal Saúl y en ese grupo.

—Primero estaba enfadado, cuando vi todas aquellas luces de bienvenida en la carretera me enfadé, quería golpear algo, quería tirar una piedra contra el puto letrero, me acordé de las webs de casinos en las que yo había entrado tantas veces…, pero después ese mismo sentimiento se convirtió en pena, todo me dio mucha pena.

—¿El qué?

—Yo qué sé, la gente que estaba entrando al local, mis amigos que no tenían ni idea de lo que me pasaba…, yo mismo, me dio mucha pena estar así, haberme jugado todo ese dinero, haber mentido a la gente que me quiere, haber robado a mis padres…, me dio pena todo de repente… Exacto, era yo mismo el que me daba pena, no los demás…, y asco también.

—¿Qué hiciste después?

El chico levantó la vista, pasó la lengua por la comisura de los labios, tenía la boca reseca.

—A pesar de todo, seguí adelante, no tenía ganas de dar explicaciones a mis colegas… En la puerta había que entregar el DNI y pagar tres euros por entrar, una chica muy guapa dijo que yo estaba invitado por ser mi cumpleaños, de puta madre.

Me vino a la cabeza la imagen de la fábrica de ginebra que me había expuesto Moncada cierta noche, podía ver a través de los ojos de aquel muchacho, podía sentir lo que le estaba ocurriendo.

—Dentro había una sala enorme con ruletas y máquinas tragaperras, y un montón de gente apiñada para apostar —continuó—. Llegamos hasta la barra de un bar desde donde podían vislumbrarse los paneles anunciando los premios en metálico que podías ganar. Mis amigos pidieron unas cervezas y propusieron hacer un fondo común, poner veinte euros cada uno y apostar algo antes de la cena. Yo dije que no tenía muchas ganas de apostar, prefería beber algo y echar unas risas. Me tomaron el pelo acusándome de tacaño, tuve ganas de gritarles, decirles a la cara que no llevaba encima ni un euro porque estoy en un puto programa de rehabilitación que me prohíbe llevar dinero ni tarjetas, nada de nada de nada…

De nuevo se detuvo. Gabriel y Saúl cruzaron una mirada.

—¿Se lo dijiste?

El chico se tocó la cara y negó con la cabeza, parecía a punto de explotar, daba la impresión de que en cualquier momento empezaría a golpear el suelo o la pared, o tal vez a alguno de los que estábamos allí.

—Tampoco les dije que había pasado un año y medio jugando a diario, en webs y en salas de apuestas deportivas y en cualquier sitio donde hicieran la vista gorda o donde pudiera falsear mi edad, ni la cantidad de veces que había robado a mis padres, y a mi hermana, y a todo el mundo, incluso a ellos les había robado más de una vez sin que se enterasen… Joder, los miraba y pensaba todo el tiempo: sois mis mejores amigos y no sabéis nada de mí.

—¿Al final jugasteis?

—Se empeñaron, como era mi cumpleaños pusieron mi parte del dinero, estaba invitado a todo… Fueron directos a la ruleta, suertes sencillas, rojo o negro, esas cosas, yo ni me acerqué a la mesa, me metí en el baño un buen rato para hacer tiempo, deambulé solo por el local, me alejé con la excusa de que tenía que hablar por el móvil… Fue horrible, fue…

Se detuvo en seco, como si de pronto se hubiera dado cuenta de algo, una luz pareció encenderse en su mente.

—Durante todo el tiempo que duró aquel suplicio, estuve a punto de quitarles las fichas de un manotazo y apostar yo mismo, sabía hacerlo mucho mejor que ellos, eran unos pringados y unos mierdas que no sabían lo que estaban haciendo…, y al mismo tiempo, tenía ganas de vomitar, lo prometo, sentí náuseas, estaba mareado, quería salir corriendo, pero no me atrevía…

—¿Por qué no te fuiste?

—Por lo que pensarían los demás de mí, por las preguntas que me harían…

—¿Y por qué más?

—No lo sé.

—¿Por qué más no te marchaste? —insistió el terapeuta—. Nadie te obligó a ir, ni mucho menos a quedarte. Si te estaba haciendo daño, como dices, podrías haberte ido con cualquier excusa, sabes muy bien que podrías haberlo hecho, eres inteligente, habrías encontrado la manera.

—¡Está bien, me quedé porque quería estar allí! —estalló—. ¡Porque en el fondo, a pesar de todo, a pesar de la mierda por la que he pasado, me gustaba tener al alcance de la mano la posibilidad de apostar! ¡Y porque me salió de los cojones! ¿Estás contento? ¿Eso es lo que querías escuchar?

El chico empezó a llorar de forma incontrolada y a balbucear palabras ininteligibles. Fue como si hubiera abierto el grifo.

—Yo quería jugar…, quería apostar… —musitó entre sollozos.

Ver a aquel crío llorando me encogió el corazón. No soy de andar por ahí mostrando mis emociones en público, pero reconozco que me costó reprimirlas en aquella maldita sala. Me sorprendió ver que incluso Ginés lo observaba absorto y desencajado, sin pestañear. Gabriel se movió ligeramente y le lanzó una caja de pañuelos de papel al chico, que la cogió y se sonó los mocos con toda naturalidad. Lo dejaron tranquilo mientras se limpiaba, y después Saúl le dijo:

—Ya lo hemos hablado, pero conviene recordarlo. Es la piedra angular de la rehabilitación. Lo más probable es que las ganas de jugar te acompañen siempre, el resto de tu vida, que nunca desaparezcan. De lo que se trata no es de que no tengas ganas de jugar. El asunto es que no lo hagas. No puedes dominar tus deseos, pero sí tu conducta. Esa es la diferencia.

Podría contarle a aquel tipo algunas cosas sobre mis impulsos con el alcohol, con las pastillas e incluso con el sexo, seguro que tendría materia para un doctorado.

Una mujer en torno a los treinta tomó la palabra, se dirigió al chico con una mezcla de precaución y curiosidad:

—¿Al final jugaste o no?

Era una buena pregunta. Gabriel se adelantó antes de que pudiera contestar.

—Ya sabes que no tienes por qué responder. Lo que digas, o lo que no digas, es cosa tuya.

Él se tomó su tiempo. Se pasó un pañuelo por los ojos y luego volvió a sonarse.

—Estuve a punto de llamar al servicio de guardia —dijo.

Brandariz me había explicado que tenían un teléfono de emergencia las veinticuatro horas al que podían llamar no solo los pacientes activos de la asociación, sino cualquiera que lo necesitara. Siempre había un psicólogo de guardia para prestar su apoyo inmediato. Además, los que ya estaban en período de rehabilitación tenían la norma de llamar si sentían el impulso irrefrenable de jugar. Se comprometían a marcar ese teléfono y permanecer al menos tres minutos en línea antes de apostar. Por supuesto, muchos se saltaban la regla, pero según me dijo era un cortafuegos muy eficaz en muchos casos. Me pregunté si Ale lo habría llegado a usar. Si lo había hecho, desde luego no parecía haberle servido de mucho.

—Al final no jugué, estuve a punto, pero no lo hice —zanjó el chico rascándose los granos.

Un alivio silencioso recorrió la habitación, incluso algunos sonrieron satisfechos, supongo que la esperanza de cada uno de ellos era la esperanza de todos. Compartían un barco frágil, a la deriva, que hacía aguas, y en el que los tiburones los rodeaban; cada día que sobrevivían era un triunfo para el grupo.

—¿Cómo te sientes ahora? —le preguntó Saúl.

—Un poco mejor, gracias —respondió sin mucho convencimiento.

El resto de la sesión se resumió en varias intervenciones al hilo de lo que había contado el chico, la mayoría sin comentar u opinar, sino dando cada uno su propio testimonio con una experiencia o sensación similar, tratando de entender con hechos concretos qué podían hacer para seguir adelante y no recaer. Su sinceridad sin adornos, su falta de prejuicios, su valor me pusieron los pelos de punta.

Un hombre de unos sesenta, el mayor de todos, fue uno de los últimos en hablar. Felicitó vehementemente al chico por su valentía y luego confesó que él sí había jugado la última semana, había vaciado la cuenta de su mujer y se había gastado más de dos mil euros en menos de diez minutos, en una casa de apuestas que estaba justo debajo de su casa. Maldijo la proliferación de esos locales por toda la ciudad, aunque no culpabilizó a nadie más que a sí mismo, y contó con un dolor tenso e irreversible que su esposa le había dejado esa misma mañana, ya no aguantaba más, no podía soportar sus cambios de humor, sus depresiones, y sobre todo no estaba preparada para afrontar una enésima recaída, según le dijo.

Expuso de manera prolija su situación financiera, con deudas, hipotecas y créditos de todo tipo. Creo que se extendió en detalles, que el resto ya conocían, en consideración a Ginés y a mí, cosa que no sabía si agradecerle, me revolvió el estómago. Por alguna razón me resultó aún más duro escuchar a un hombre de su edad contar los estragos que le provocaba su adicción al juego. Por lo que explicó, se había arruinado completamente tres veces en su vida, hasta perderlo todo, y las tres veces había conseguido volver a salir adelante, pero en esta ocasión ya no sabía si le quedaban fuerzas. Él mismo no entendía cómo había vuelto a caer, era inexplicable, tenía todas las alertas encendidas, había puesto barreras de muchas clases, y aun así, de una forma ruin había conseguido un dinero que no era suyo y que no podía permitirse, y lo había apostado de golpe en una carrera de caballos

online. Fue incluso capaz de describir a la perfección el percherón pinto, medio cojo, al que había apostado, y que llegó el último a la meta. Su excusa era que tenía una cuota altísima y que de haber entrado en cabeza habría ganado un dineral que le habría cambiado la vida. Aquel tipo era la imagen de un perdedor con los días contados; si no se producía un milagro, acabaría en la calle, o en la cárcel, o tirado en una cuneta.

Un nuevo silencio, pesado, denso. No envidié a Gabriel ni a Saúl ni al resto de gerentes y terapeutas de aquel centro, yo desde luego no aguantaría mucho en un sitio así.

La chica de la trenza le pidió permiso al hombre mayor para acercarse, y él se lo concedió. Permanecieron abrazados un buen rato, mucho más del que yo habría tolerado. Aquellos dos cuerpos pegados, unidos por la desgracia, me produjeron un enorme desasosiego. El dolor de cabeza, los pinchazos en el pecho y la ansiedad aparecieron al mismo tiempo, de manera devastadora, con tal fuerza que no tuve más remedio que pedir disculpas para ir al cuarto de baño.

Me eché un poco de agua por el rostro y tomé una dosis de tramadol, solo una, no quería pasarme, necesitaba estar concentrada. Observé mis ojos en el espejo, pude ver la paradoja de la situación: alimentando mis adicciones en el interior de un gran complejo que se dedicaba precisamente a combatirlas. No me sentí satisfecha por la supuesta transgresión. Antes de salir también me tomé una pequeña tableta de paroxetina, un antidepresivo común cuya combinación con el opioide probablemente me produciría un ligero mareo, nada del otro mundo.

No llegué a entrar de nuevo en la sala blanca, había tenido suficiente. Le puse un mensaje a Ginés y lo esperé fuera, tomando el aire. Descubrí en mi teléfono tres llamadas perdidas de un número desconocido. Estuve tentada de pulsar a ver de quién se trataba, pero la pantalla volvió a iluminarse con una llamada entrante del mismo número.

—¿Sí? —contesté.

—Perdona que te moleste —dijo—. Soy Alfredo Friman.

Tardé unos segundos en asimilarlo. Solo había visto una vez en mi vida al Argentino, y el encuentro no había terminado precisamente en términos amistosos. Ignoraba qué podría querer de mí aquel tipo.

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