Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 89

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—Yo diría justo lo contrario —respondió sin ningún énfasis.

Arrastró el sobre por la mesa y lo dejó delante de mí.

—Si te parece bien —dijo—, ahora voy a ir al cuarto de baño y te voy a dejar a solas con este sobre. No tardaré mucho.

Se levantó dándose un cierto aire enigmático. Se alejó con sus pantalones elásticos y su camiseta oscura y su goma del pelo y su tolerancia a prueba de sacudidas emocionales.

Me quedé sola. Sentada en aquel rincón de La Antorcha Roja. Probablemente sería la última vez que estaría allí. En poco tiempo tirarían aquellas viejas paredes y lo convertirían en un local decente, con el que los vecinos estarían por fin encantados. Que no contaran conmigo.

Miré el sobre con una mezcla de curiosidad y temor. Me aseguré de que no había nadie a mi alrededor. Y por fin lo abrí. Dentro había seis documentos grapados y clasificados. Me bastó echar un ojo para entender rápidamente de qué se trataba.

Creo que si alguien me hubiera visto en aquel instante habría pensado que yo era una de esas mujeres que se conmueven con facilidad. Lo cierto es que aquello superaba todas mis expectativas. Ese sobre era una auténtica caja de Pandora que podía llegar a desencadenar un vendaval de consecuencias imprevisibles.

Volví a guardar todos los documentos en su interior precipitadamente, puede que por temor a que alguien pudiera verlos, o lo que era más probable, por el desasosiego que me provocaba saber que ya no podría mirar a otra parte y dejarlo pasar, aunque hubiera prometido (e incluso firmado) hacerlo.

Lo reconozco. Tuve miedo. Pánico de entrar una vez más en rincones oscuros donde volvería a encontrar angustia, sufrimiento, desconsuelo. La única y dolorosa verdad es que siempre he tenido miedo. A tantas cosas. Tal vez un miedo irracional y antiguo a la oscuridad, a no estar a la altura de lo que los demás esperaban de mí, a no ser amada, a descubrir que mi madre en realidad no había muerto, sino que seguía llorando en algún lugar remoto, a tener una depresión enquistada, a ser tan autoritaria y violenta como mi padre, a no ser capaz de librarme de mis adicciones, a no ser una buena persona, y sobre todo, miedo a la soledad. Era algo de lo que casi con toda seguridad no me libraría nunca.

Agarré el sobre con las dos manos y agradecí y maldije al mismo tiempo a Gabriel Brandariz su perfecto, inquebrantable y estricto sentido de la justicia. Para bien o para mal, aquello aún no había terminado.

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