Ana

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Tercera parte. Fantasmas del pasado » 58

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El sol apretaba más que de costumbre. El parque del Oeste se había llenado de patinadores, de cuidadoras con carritos de bebé y de desempleados que deambulaban sin rumbo fijo.

—Estos cambios de tiempo van a terminar conmigo. Un día caen chuzos de punta y al día siguiente parece que ha llegado el jodido verano —dijo pasándose el pañuelo por la frente, moviendo ligeramente el bisoñé postizo que cubría su cabeza.

Sentado en aquel banco del parque a plena luz del día, Alfredo Friman no daba la sensación de ser una de las personas más influyentes en el turbio mercado del juego ilegal, tan solo un tipo que comía demasiado, que fumaba demasiado y, a juzgar por sus ojeras, que dormía menos de lo que debía.

—He financiado a muchos jugadores, ¿sabes? —dijo—. Algunos muy buenos, otros no tanto, incluso algunos malos de solemnidad.

Yo estaba sentada a cierta distancia de él, apoyada en el respaldo del banco, con la sensación de que nos podían estar vigilando. Miré a un ciclista con un maillot verde, tuve la impresión de que era la segunda vez que pasaba por el camino de tierra delante de nosotros, supongo que solo estaba dando vueltas por el parque, sin más. También me llamó la atención una mujer con un carro de la compra que se había sentado en un banco al otro lado del césped, justo a nuestras espaldas.

—Me dijiste que despreciabas a los prestamistas —le rebatí.

—Yo no tengo nada que ver con esa gentuza —se defendió—. A diferencia de ellos, casi nunca he cobrado intereses a nadie, no es mi negocio.

A continuación se encendió un cigarro y, apenas le dio una calada, empezó a toser con fuerza. Era una tos seca, áspera, profunda y muy desagradable, daba la sensación de que iba a echar los pulmones por la boca. Vi al fondo a unos niños muy pequeños corretear alrededor de un árbol.

Quise salir corriendo de allí, estaba a tiempo, no tenía por qué hacerlo, nadie me obligaba, era yo quien le había llamado, la que le había pedido ayuda; podría encontrar otra forma de salir adelante, sin mezclarme con alguien como él. Solo tenía que apoyarme en mi bastón, ponerme en pie y alejarme sin dar explicaciones, nadie me detendría.

—¿Por qué lo haces? —pregunté—. ¿Por qué a mí?

Antes de responder, Friman aspiró el humo de su cigarro, como si lo necesitara más que el oxígeno para seguir respirando.

—Porque me gusta apostar, ya lo sabes. Y apuesto por ti —dijo mirándome—. No te vayas a creer que eso es ninguna garantía, he perdido muchas más apuestas de las que he ganado a lo largo de mi vida, ya te digo.

—Si perdemos, no podré devolvértelo.

—En caso de que eso llegue a suceder, ya se nos ocurrirá algo —respondió sin darle mayor importancia—. Tienes la casa, aunque esté hipotecada siempre le podremos sacar algún rendimiento. Además, no quiero pensar en eso, me fatiga. Céntrate en la victoria, como los deportistas, visualiza el éxito y toda esa mierda, joder, Tramel, un poco de optimismo.

—No te preocupes, cada mañana me miro al espejo y me digo: Vamos a ganar. Luego, a medida que me van dando hostias según avanza el día, se me van bajando los humos, la verdad.

—Fíjate, yo te veo como una inversión segura —continuó él como si no me hubiera escuchado—, más que las letras del Tesoro si me apuras. ¿Sabes por qué? No porque seas buena abogada, estoy convencido de que lo eres, he investigado, dicen que eras una bestia en los tribunales, que les pasabas a todos por encima. Pero no es por eso.

—Sorpréndeme.

—Es porque eres una adicta.

—¿Me ves como una inversión segura porque soy una adicta? —pregunté desconcertada.

—Todos esos abogados a los que te enfrentas tendrán muchos másteres y estarán muy bien entrenados y contarán con muchos recursos, pero no han bajado al infierno y han vuelto a resucitar como tú. No saben lo mismo que tú acerca del sufrimiento. No han perdido a su hermano en este caso. No les han dado una paliza que casi les cuesta la vida. No necesitan un trago y un montón de pastillas para mantenerse en pie. No tienen toda esa oscuridad ahí dentro. Ellos lo hacen por dinero. Tú lo has convertido en un asunto personal. Eres una adicta. Y no hablo solo de los tranquilizantes y todo eso, hablo de tu trabajo como abogada, estás enganchada a esta querella, la tienes metida en las venas.

—Eso no tiene por qué ser necesariamente bueno —repuse.

—Ya lo creo que sí —dijo dando otra larga calada—. Es cojonudo. De hecho, es lo único que tienes.

Me asustó escuchar a Friman hablar así de mí. Suponiendo que tuviera razón, eso no me dejaba en muy buen lugar precisamente. Su descripción era más la de un monstruo que la de una mujer de cuarenta y tres años.

Me dio por pensar que formábamos una pareja peculiar en aquel parque a ojos de un extraño, un dúo esperpéntico, me atrevería a decir. Yo con mis marcas en el rostro y mi cojera y mis ojos enrojecidos y mi expresión demudada, agarrada a un bastón con empuñadura de marfil. Él con sus cincuenta kilos de más, atiborrado e inflado por el colesterol, carcomido por la nicotina, con ese peluquín ridículo de otro siglo. Si alguien nos observaba al pasar no era porque nos estuviera vigilando, era porque componíamos un cuadro digno de contemplar.

Bajo aquel sol primaveral, en uno de los parques más antiguos y emblemáticos de la capital, me pareció que no encontrarían otra pareja tan característica en muchos kilómetros a la redonda.

—No sé si aprecias la paradoja, Friman —murmuré—: voy a emplear dinero que sale del juego para intentar pararles los pies precisamente a los capos del juego.

—Yo pongo la pasta, tú las palabras y las paradojas, cada uno aporta lo suyo —contestó—. Somos un buen equipo.

—No somos un equipo, te he pedido el dinero a ti porque no tengo a nadie más a quién acudir —dije—. Pero no quiero que te acerques a los juzgados ni a mi despacho ni a ningún sitio una vez que empiece el juicio, no te confundas.

—No te preocupes, no tengo tiempo para eso.

No podía imaginarme nada peor que tener a Alfredo Friman vigilándome desde la tribuna pública durante el juicio, no quería que me relacionaran con él bajo ningún concepto. Sobre todo si finalmente la cosa iba por la vía del jurado, como todo parecía indicar. El delito de amenazas graves es uno de los pocos tipificados en nuestro arcaico Código Penal que podía dar lugar a un juicio con jurado. Y Huarte parecía inclinarse por esta opción. Tras la llegada del informe pericial sobre las grabaciones, todo se había acelerado en las últimas cuarenta y ocho horas. La juez había dado un plazo máximo de tres semanas para tomar declaraciones a los últimos testigos que quisiéramos aportar cualquiera de las partes, y otras tres para presentar los escritos de acusación y defensa definitivos. Quería mandar todo a la Audiencia Provincial antes del verano, un tiempo récord para un caso penal como aquel. Definitivamente, habíamos tenido suerte con el nuevo Juzgado de Robredo, las diligencias habrían durado al menos el doble de tiempo en cualquier otro.

El ciclista volvió a pasar por el camino de tierra, era al menos la tercera vez que lo veía desde que nos habíamos sentado allí. Friman levantó la mano y pareció saludar a alguien que cruzaba por detrás del ciclista. Era el tipo menudo que había conocido en la puerta del chalé en mi visita, venía directo hacia nosotros. El tal Muveg podría pasar por otro desempleado de los que paseaban por el parque a esas horas. Su aspecto desaliñado, sus gafas pasadas de moda, su ropa usada, su manera de caminar, todo contribuía a que pasara desapercibido, y supongo que esa era su intención precisamente, por su trabajo no le convenía llamar la atención. Me fijé en la pequeña bolsa de deportes que sostenía con la mano derecha, de la marca Puma, azul oscura, desgastada por el uso y el tiempo.

—Vengo sudando como un pollo —dijo al llegar delante de nosotros—, estos cambios de tiempo no son normales.

—Es el calentamiento global y todo eso, quieren acabar con nosotros —confirmó Friman encantado de que le diera la razón.

—El otro día vi en un documental que nos estamos cociendo a fuego lento sin darnos cuenta, el planeta entero es como una olla a presión —continuó Muveg.

—Es lo que yo digo, estamos a punto de reventar. ¿Y sabes de quién es la culpa?

—De los gases invernadero, de las multinacionales, de los gobiernos —respondió su subalterno.

—Nada de eso —le cortó Friman—, de los ecologistas. Como lo oyes. Es a los que más les interesa que pase todo esto para mantener su tinglado en pie. Piénsalo: los partidos verdes, las oenegés tienen millones de abonados en el mundo entero que les votan y que pagan sus cuotas por una sola razón: porque están acojonados.

Un tema apasionante. Si les dejaba, podrían tirarse toda la tarde diciendo disparates, hablando de climatología y de la teoría de la conspiración.

—Perdón —intervine—. Es que voy con el tiempo un poco apretado.

Ellos dos se miraron como si hubiera interrumpido su materia de conversación predilecta por algo mucho más prosaico. Muveg negó con la cabeza, se ajustó las gafas y dejó con cuidado la bolsa de deportes sobre el banco, entre Friman y yo. Con suma cautela abrió ligeramente la cremallera, me incliné y eché un vistazo al interior, podían verse numerosos fajos de billetes de veinte y cincuenta.

—Cuarenta mil —dijo—. En billetes pequeños.

—Tengo el coche en el

parking de Princesa —dijo Friman mirándome—. Si quieres podemos ir allí y contarlo.

No me pareció buena idea meterme dentro de un aparcamiento con aquellos dos tipos y una bolsa repleta de dinero.

—No hace falta —respondí—. Me fío.

—Se fía —repitió Muveg, parecía que le había hecho gracia mi comentario.

—Como tú digas —convino Friman. Él mismo volvió a cerrar la cremallera de la bolsa y la desplazó unos centímetros hacia mí—. Todo tuyo.

—¿No hay que firmar nada? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta—. ¿Un recibo? ¿Algo?

Ambos se rieron, sabía que les parecería una ingenuidad, pero lo había preguntado en serio, no dejaba de sorprenderme que aquello funcionase así.

—Es una bolsa llena de dinero —me dijo—. La coges y te piras, así funciona.

—No nos gustan los contratos ni los recibos —apostilló Muveg—. Se traspapelan, se pierden, los encuentra la Policía o Hacienda y hacen preguntas, una pérdida de tiempo.

Aún no había tocado aquella bolsa de deportes. Supe que en cuanto lo hiciera, en cuanto la agarrase y saliera de aquel parque con ella, nada volvería a ser igual. Quedaría unida al Argentino, un tipo del que no sabía gran cosa, a excepción de que la juez lo había calificado como un gánster y que Eme me había advertido de que era mucho más peligroso de lo que parecía a primera vista. Era una de esas decisiones sin vuelta atrás. Necesitaba financiación si quería seguir adelante con el caso, ahora que estaba mucho más cerca que nunca. Y no se me ocurría ninguna otra forma de conseguirla.

—Antes de aceptar el dinero, quiero que entiendas dos cosas, Friman —solté.

—Soy todo oídos —dijo.

—La primera es que no quiero que haya ninguna confusión con respecto a los términos de nuestra relación —dije—. Tú me prestas cuarenta mil y yo te los devuelvo dentro de un año pase lo que pase. Si gano la querella contra Gran Castilla y en la sentencia se establece una indemnización económica, recibirás además un diez por ciento de la cantidad que fije el juez. Ese porcentaje lo cobrarás cuando el dinero obre en mi poder, no antes, lo cual, como ya te he explicado, puede tardar mucho tiempo, en el mejor de los casos. Eso es todo. No somos socios, ni formamos equipo, ni te daré ninguna explicación de lo que hago, cómo lo hago, ni por qué lo hago, ni mucho menos en qué empleo el dinero, eso es cosa mía.

—No hay problema —respondió encendiendo otro cigarro con la colilla del anterior—. Me gustan las cosas claras, sé dónde me estoy metiendo.

—La segunda es más delicada —proseguí—, y puede que te eches atrás después de escucharla. Tú verás. La cosa es así: una vez que haya terminado con Gran Castilla, puede que vaya a por ti. Quiero decir que esos cabrones se aprovecharon de mi hermano, lo exprimieron y terminaron arrebatándole la vida, y van a pagar por ello. Pero si llego a la conclusión de que tú también lo hiciste, de que usaste la enfermedad de mi hermano en tu beneficio, de que tú también lo arruinaste, iré contra ti con todas mis fuerzas. Aunque ahora esté desesperada y te esté pidiendo dinero, no creo que seas una buena persona, no me gustas, y si encuentro pruebas de que jodiste a mi hermano, te denunciaré y buscaré la forma de encerrarte. Quedas advertido. Como bien has dicho, soy una adicta peligrosa, pero me gusta ir de frente.

Mis palabras parecieron quedar suspendidas sobre el banco. Muveg tragó saliva y me miró preguntándose de dónde había salido un bicho raro como yo.

—Tienes cojones, Tramel, eso es innegable —respondió Friman—. Entiendo todo lo que has dicho, y lo acepto, me arriesgaré, es lo que hago todos los días. Ahora me vas a escuchar tú a mí, también quiero decirte dos cosas muy importantes.

El Argentino le hizo un gesto a Muveg antes de continuar, y este comprendió que ya no pintaba nada allí.

—Me voy al chalé, hay mucho que hacer, luego te veo, jefe —dijo; después me miró a mí—. Tenga cuidado con esa bolsa, señora, hay mucho indeseable suelto por ahí.

Dio media vuelta y se alejó por el mismo sendero por el que había venido. Fuera lo que fuera lo que me iba a decir Friman, decidí que no iba a aceptar ninguna otra condición sobre el préstamo. Me dije a mí misma que no tragaría con resolverle un asunto legal ni ayudarle en algún chanchullo que se trajera entre manos; si me exigía cualquier otro requisito, me largaría sin el dinero.

—Esto no lo hago solamente porque estoy convencido de que voy a recuperar con creces los cuarenta mil —dijo—. Hay más. Quiero joder todo lo que pueda a Santonja y compañía, llevan años creyéndose los reyes del cotarro, haciéndome la vida imposible, enviándome cada dos por tres a la Brigada para que desmantelen mi partida, robándome los clientes, mirándome por encima del hombro, tratándome como si fuera un paria al que utilizan para evitar que proliferen otras partidas ilegales. Esta es una oportunidad de darles por saco, y eso me pone bastante, la verdad. Además, y como ya te he dicho, le tenía cariño a Alejandro. Hubo un tiempo en que compartimos muchas cosas, me pidió consejo sobre Helena cuando la conoció y también cuando ella se quedó embarazada, aunque luego por supuesto hizo lo que le dio la gana. Te aseguro que le apreciaba. Es la verdad. No es lo más importante, pero también lo hago por eso. Solo quiero que lo sepas, y que no lo olvides.

Intenté no valorar sus palabras, ni siquiera me pregunté si le daba crédito a esa supuesta relación fraternal con mi hermano.

—Lo segundo que tengo que decir te va a doler, pero creo que debo hacerlo —anunció—. Tengo que velar por mis propios intereses ahora que he invertido en ti. Es algo relacionado con la paliza que te dieron en Navidad. Sé quién lo hizo.

Noté que mi cuerpo se ponía en tensión, de forma involuntaria me incorporé y por un instante concentré toda mi atención en el rostro de Friman. No había nada más, ni aquella bolsa con dinero, ni un parque lleno de gente que nos podía estar observando, solo estaba el Argentino, con sus ojos hundidos, aquella cabeza que parecía salir directamente del tronco, sin cuello, aquella mata de pelo postiza, el cigarro en la comisura de los labios.

—¿Quién fue? —pregunté.

—La persona que lo tenía más fácil para hacerlo —respondió—. Piénsalo.

El pulso se me aceleró, el aire entraba y salía a borbotones desde mi garganta, donde se concentraba la ansiedad que se empezó a apoderar de mí. Me vino una imagen a la cabeza.

—Moncada —murmuré suplicando equivocarme.

—El teniente Santiago Moncada —asintió Friman—. Lo siento.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo contó él unos días después de hacerlo. Una noche, tras una de esas partidas interminables en el chalé, nos quedamos solos, había perdido mucho, supongo que quería alardear o meterme miedo para que le diera más crédito, o las dos cosas, no estoy seguro.

—No te creo —dije.

—Me explicó detalles que yo no podría conocer de otra forma. Primero te golpeó en la cabeza con una barra que siempre guarda en el maletero del coche, puede incluso que siga allí, es un hijo de puta arrogante, se cree intocable. Después llegó el golpe en la columna, te agarró del pelo y estrelló tu rostro contra el pavimento una docena de veces. Luego vinieron las patadas en las costillas y en la cabeza. Al final, una vez que te habías quedado inmóvil, la meada sobre la espalda y la cabeza. Ah, y entre medias, tus súplicas, dijo que gimoteabas y le pedías que parara todo el tiempo.

—¿Por qué?

—Porque está en nómina de Santonja, por supuesto. Como todo el mundo. El viejo estaba muy cabreado, le habías llamado a su casa para reírte en su cara después de ponerle la querella.

—No tiene sentido. Moncada me ha ayudado con el caso, fue él quien me puso sobre la pista de las grabaciones. Y fue él quien me avisó y me ayudó a sacar a Helena de las oficinas de Gran Castilla.

—Cualquier cosa que haya hecho ha sido en su propio beneficio. Tal vez se peleó con Santonja y por eso te ayudó. O quizá quería que el caso se alargara para sacar provecho, no lo sé. Pero te aseguro que trabaja para el viejo. ¿Cómo te crees que sabía lo que estaba ocurriendo?

El pitido en el oído derecho comenzó a hacer de las suyas. La temperatura corporal empezó a subirme a marchas forzadas. Inmediatamente llegaron las palpitaciones y la presión en el pecho.

—No tiene sentido —repetí.

—Lo conozco desde hace muchos años. Puede llegar a ser un verdadero sádico. Comete una barbaridad y luego se arrepiente, les suele pasar a esos tipos. Está convencido de que por sentirse mal, por sufrir una tormenta en su interior y por echarte una mano después de mandarte al hospital, ya expía sus pecados. Se cree sus propias patrañas, eso de que el mundo está podrido y él solo intenta salir adelante causando el menor daño posible. Debe dinero a todo el mundo, esa es la única verdad, tarde o temprano explotará, no le doy más de uno o dos años, y cuando lo haga se llevará a todos los que tenga cerca por delante.

—¿Moncada me dio la paliza? —musité.

Friman asintió.

—Sé que tuviste algo con él. Joder, primero casi te mata y luego se pone en plan Casanova contigo, hay que ser retorcido.

—No te creo —repetí.

—Estás en tu derecho. Yo solo te lo cuento para que estés atenta y no te fíes. No me gustaría que perdieras el caso por confiar en quien no debes. Sobre todo ahora que mi dinero también está en juego.

—Se enfrentó a Santonja hace dos días. En sus propias narices. Lo hizo delante de mí, delante de todo el mundo.

—No me cabe duda. Ya te lo he dicho, vive atormentado, con la culpa a cuestas. Si se enfrentó a Santonja para ayudarte, ahora creerá que estás en deuda con él, a pesar de que casi te manda al otro barrio. Y te garantizo que se lo cobrará, de una manera u otra lo hará. Emiliano le volverá a apretar las tuercas, tiene muchas maneras de hacerlo, le llamará al orden. Y vuelta a empezar.

Me costaba respirar, traté de acompasar el aire entrando por mis fosas nasales, sin conseguirlo. Podría desmayarme. Allí mismo. En mitad del parque. No me habría extrañado. Si era verdad que Moncada era el autor de la paliza en el aparcamiento, y era algo que a cada segundo que pasaba me parecía más probable, una de las últimas y escasas certezas que me quedaban se esfumaría definitivamente. No quería creerlo, tenía que haber alguna explicación, tal vez Friman no mentía, solo estaba equivocado, eso es, se trataba de una terrible confusión.

—Maneja esto como quieras —dijo—. Pero, si me permites un consejo, yo no lo hablaría con nadie, y mucho menos con el propio Moncada, no te servirá de nada. Ahora mismo tienes una pequeña ventaja sobre él, sabes algo que no imagina. Sé que no te va a resultar fácil, eres como tu hermano, os afectan demasiado las cosas.

No quería saber nada más, únicamente quería que la presión creciente en el pecho desapareciera, que el zumbido en el oído se esfumara y, sobre todo, que un terremoto de proporciones bíblicas devastara la Tierra y acabara con todo rastro de vida humana.

Me puse en pie y me dejé llevar por el instinto: golpeé el bastón violentamente contra el banco, al cuarto impacto se partió en dos y el puño de marfil salió disparado rodando por el césped.

—¡Joder! —bramé.

Algunas de las cuidadoras, de los niños y de los paseantes que estaban en los alrededores me miraron. Tiré la madera partida por la mitad al suelo.

—Será mejor que me vaya —dije.

Agarré la bolsa de deportes con la mano derecha, asiéndola con tal fuerza que nada ni nadie sería capaz de arrebatármela. Le di la espalda a Friman, que se quedó allí fumando, imagino que no demasiado tiempo, y enfilé el camino de tierra hacia el paseo de Rosales. Cojeando ligeramente, con la determinación y la ira marcadas en el rostro, atravesé el parque caminando bajo los árboles entre el ruido de los niños jugando al fondo y el sonido del viento sobre las hojas, que se fundía con el eco de los coches de la ciudad.

En ese momento, sin venir a cuento, lo recordé. Ocurría en el asalto decimocuarto. Creed le soltaba un gancho de derecha y, debido al impacto, Balboa escupía el protector bucal. En el penúltimo asalto. El árbitro no se percataba y no detenía el combate. A pesar de ello, Rocky aguantaba. Aún faltaba lo mejor, el último asalto, el definitivo, lo único que tenía que hacer era mantenerse en pie, seguir encajando.

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