Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 61

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Las letras parpadearon en la pantalla de la entrada principal: «Ramiro Sare Bellavista», y detrás un número, el catorce. Debajo aparecía un listado de salas con otros nombres que debían tener un significado para alguien. Crucé el vestíbulo impersonal del tanatorio entre rostros de angustia y ojos llorosos. En pocos minutos había pasado de estar a punto de ocuparme de un sashimi de pez mantequilla de corte perfecto a enfrentarme con la muerte.

Un empleado con pantalón oscuro, camisa blanca de manga corta y corbata negra se acercó a mí al verme intentar abrir la puerta de la sala catorce.

—Es usted la primera —me dijo sacando unas llaves—. Está cerrada por seguridad.

—Claro —respondí, como si entendiera a qué se refería.

Mientras abría la puerta, el hombre, delgado, mal afeitado, con ojeras, me explicó que la capilla no cerraba en toda la noche y que la sala podía quedarse también abierta siempre y cuando hubiera alguien; si me marchaba, me insistió en que por favor avisara en recepción. Luego me dijo que había un sacerdote de guardia si necesitaba algo y que él mismo estaba a mi disposición. No le presté demasiada atención, giré el pomo y entré. Los leds del techo se encendieron solos en cuanto crucé el umbral. Atravesé una pequeña antecámara con algunos sillones, una mesa baja y un cuarto de baño, todo muy aséptico, limpio, muebles desnudos, prácticamente vacíos a excepción de un par de revistas y unas botellas de agua. Al fondo se adivinaba otra puerta, me acerqué despacio imaginando lo que habría detrás. Del interior salía una luz tenue. Me agarré al marco de la puerta, sin querer presioné una rueda que había en la pared y comenzó a sonar una especie de hilo musical que me sobresaltó, creí reconocer la

Tercera de Bach, aunque no estoy segura. Apagué el sonido del móvil, no quería más sustos cuando estuviera frente al cuerpo inerte de Ramiro. Sin más excusas, entré.

Era una pequeña estancia con una pared de cristal a través del cual se veía un ataúd. Di unos pasos y fui vislumbrando poco a poco el rostro de aquel hombre a quien tanto había amado y que tanto daño me había provocado. Tenía los ojos cerrados, lo habían afeitado y limpiado a conciencia. A pesar del maquillaje, aún asomaban las manchas en la piel, las grietas y oquedades que lo habían ido deteriorando en los últimos tiempos. No sentí gran cosa, tal vez frío y un cierto ardor en el estómago. Para mi sorpresa, me aliviaba no tener que reprocharle nada. Lo contemplé con estupor durante algunos minutos, recorrí con la mirada aquel cuerpo consumido, extremadamente deteriorado, y en un acto reflejo me llevé las manos a la altura del abdomen, colocando ambas sobre la tripa, sin emitir sonido alguno.

—Perdón, ¿es familiar? —preguntó una voz trémula desde la puerta.

Allí asomó una mujer rellenita, muy joven, vestida con traje azul oscuro, que sostenía un portafolios en una mano y que me observaba con sus pequeños ojillos.

—¿Es usted familia del difunto? —repitió tímida.

—Exmujer —respondí secamente.

—Ya, bueno, disculpe mi atrevimiento —dijo—, le acompaño en el sentimiento.

Viendo que sus condolencias no parecieron tener mucho eco, se animó a continuar:

—Verá, es que ha habido un malentendido con el seguro del señor Sare —trató de explicarme—. Su póliza estaba vencida, y sin embargo lo han enviado al tanatorio a coste de la compañía, un verdadero contratiempo.

—No entiendo qué quiere decir —murmuré saliendo de la sala mortuoria.

Crucé también la antecámara y me dirigí al exterior, no quería estar allí. La mujer me siguió, mostrándose atenta y educada, pero sin separarse de mí.

—El asunto es que la póliza del difunto venció hace más de tres años por impago —continuó—. Y claro, en esas condiciones nuestra compañía no puede hacerse cargo de los trámites del entierro.

—¿Es usted del seguro?

—Mercedes Rosell, para lo que usted necesite —contestó acercándome una tarjeta de visita, que cogí sin mirarla—. Siento abordarla con este problema, pero es que no consta ningún número de teléfono de familiares o allegados, y como solo ha aparecido usted…

—Por lo que se ve, Ramiro no era muy popular.

Ella pareció incómoda ante mis palabras, pero se abstuvo de hacer ningún gesto ni mucho menos un comentario. Llegamos a un patio interior amplio, con muchas plantas y flores y con bancos de madera, que parecía comunicar con otras salas.

—El problema es que alguien dio por hecho que su póliza de seguro seguía vigente, por eso lo han enviado aquí —insistió la mujer, que por el tono de su voz parecía lamentar realmente la situación—, pero desafortunadamente no es así. Si alguien no se hace cargo, tendremos que devolverlo al depósito.

—Mire, estoy cansada, es muy tarde y francamente esto no me importa demasiado.

—Mil excusas, de verdad. Pero Ramiro Sare no tiene cobertura ni para ser trasladado al cementerio de la Almudena e incinerar allí sus restos. El caso es que alguien tiene que pagar las cuotas atrasadas y un recargo de morosidad. Hay que solucionarlo ahora. Si no, sacarán al difunto de aquí, lo llevarán al depósito y se realizarán los trámites habituales con los cuerpos sin reclamar.

No quería saber cuáles eran esos trámites, me vinieron a la cabeza imágenes de fosas comunes y otras cosas peores. Estaba a punto de responderle cuando reconocí a alguien unos metros más allá. Sentado en el tercer banco estaba el teniente Moncada. Llevaba la barba algo más corta que de costumbre, se pasó una mano por ella, tal vez me había seguido y se había sentado a esperar para no molestarme mientras me despedía de Ramiro. No veía al teniente desde hacía más de tres meses. Desde que lo habían apartado del caso e hicimos la entrada triunfal en las oficinas de Gran Castilla. Después de aquello me había llamado para informarme someramente de que lo enviaban a Ceuta detrás de un tema de blanqueo de capitales, alguien lo quería lejos. Ninguno de los dos había mencionado la posibilidad de vernos, de hacernos tal vez alguna visita, nada. Durante este tiempo habíamos cruzado algún mensaje, cada vez más esporádico. Yo no podía quitarme de la cabeza las palabras de Friman, no había querido investigar el asunto, lo aplazaba una y otra vez, en parte por lo que me había dicho el propio Argentino, y en parte porque no terminaba de creer que hubiera sido él quien me atacó en el garaje. Supongo que quería guardarme la pequeña, remota, posibilidad de que no fuera así, de que Friman estuviera equivocado. Ahora había regresado.

—¿Entonces? —me preguntó la mujer con una sonrisa de compromiso—. ¿Se va a hacer usted cargo de las costas?

—¿Pretende usted que yo pague el entierro de Ramiro?

—No hay nadie más —aclaró ella—. Verá que no es mucho dinero, al haber pagado durante tantos años, la compañía asume la tarifa base, por así decirlo. Si, en lugar de hacerlo a través de nuestra compañía, tuviera que abonar desde cero todos los costes, la cifra sería mucho más elevada.

—No tengo ninguna intención de hacer semejante cosa, ni abonar los costes desde cero ni pagar las cuotas atrasadas del seguro.

—Pero, en ese caso sacarán al señor Sare de la sala y lo enviarán al depósito en una caja, ni siquiera en un ataúd de verdad —dijo Mercedes desconcertada.

Miré a Moncada, el teniente me observaba reclinado ligeramente hacia delante y con una expresión amistosa. Sentí un hormigueo en el estómago, de una manera irracional, aquel hombre seguía atrayéndome a pesar de todo. Me iba a costar comportarme con normalidad. No me gusta compadecerme de nadie, y mucho menos de mí, pero la verdad es que nunca había elegido muy bien a los hombres de mi vida. El único con el que me había casado me había traicionado, me había arruinado y ahora incluso después de muerto seguía trayéndome problemas. La idea de que lo sacaran de aquel ataúd y que lo devolvieran al depósito como un bulto incómodo del que todos querían deshacerse me resultaba muy desagradable; desde luego, no quería pagar, pero tampoco quería pasar los siguientes días con aquella imagen en mi retina.

—¿A cuánto asciende la deuda? —pregunté sin ninguna gana de saberlo.

—Entiendo que es un momento muy delicado y yo aquí molestándole con estas cuestiones, lo siento —insistió la mujer consultando sus papeles—. A ver, el total serían mil ochocientos veinte euros más IVA.

La cifra me pareció tan desproporcionada que no emití ni un gruñido. Todo aquello era absurdo. Tomé la decisión como suelo hacer casi siempre, guiada por el instinto. No iba a permitir que manosearan el cuerpo de Ramiro y que apagaran su nombre del monitor de la entrada, sabía que me pesaría más adelante. Mi maldito exmarido seguía agarrado a mi cuello desde la tumba, o para ser más exactos, desde su ataúd cromado.

—¿Puedo pagarle en metálico? —inquirí.

—No es lo habitual, tendría que consultarlo, supongo que habrá alguna forma de arreglarlo —balbuceó—. Eso sí, debería abonarlo ahora mismo, si no el sistema saltará de inmediato. Es un procedimiento automático, yo no puedo hacer nada, si no lo arreglamos, en unos minutos se llevarán el cuerpo del tanatorio…

—Escuche atentamente, Mercedes Rosell —le corté leyendo el nombre de su tarjeta—. Esto es lo que vamos a hacer. Mañana a las ocho de la mañana vendrá un hombre al mostrador de recepción con un sobre en cuyo interior habrá mil ochocientos veinte euros más IVA y se lo entregará a usted. Lo reconocerá fácilmente porque es un tipo muy grande, no tiene pelo en la cabeza ni en las cejas ni en ninguna otra parte de su cuerpo. También sabrá que es él porque tiene muy mal genio y puede que suelte alguna palabra malsonante. Haga usted lo que tenga que hacer con el sistema, con el procedimiento o con lo que sea, pero el señor Sare no se va a mover de esa sala hasta que lo saquen para llevarlo al cementerio de la Almudena y lo incineren. No hay ninguna otra alternativa, ninguna otra posibilidad, me da igual que se quede aquí toda la noche haciendo guardia, pero si me entero de que se han llevado antes a Ramiro, le haré responsable a usted personalmente. Y le aseguro que no querrá que eso ocurra. Voy a pagar. Usted va a coger el dinero. Y se va a encargar de que todo salga perfecto. Ahora no puedo perder más tiempo con esto, tengo que solucionar un asunto urgente.

Ella se quedó inmóvil y murmuró algunas palabras ininteligibles. Estaba segura de que haría exactamente lo que le había dicho. Cuando el martes a las ocho de la mañana Eme le trajera el dinero, todo estaría arreglado. Sería la última cosa que haría por Ramiro. No quería volver a escuchar ese nombre.

Pasé por delante de Moncada sin detenerme.

—No he comido nada en todo el día —dije—, voy a tomar un bocado en la cafetería del tanatorio.

Él se levantó sin rechistar y se puso a mi altura.

—Casi han desaparecido las cicatrices de la cara —observó.

No era cierto, seguían allí, bien a la vista de cualquiera que quisiera verlas. Tal vez lo decía como un cumplido, aunque yo estaba lógicamente a la defensiva y me sonó más como una advertencia.

—¿Las echas de menos? —pregunté.

Él sonrió, me fijé en sus canas, esas mismas canas que no hace mucho me habían reconfortado y en las que había hundido gustosa mis manos en repetidas ocasiones. Casi podía sentirlas. Por desgracia, esos tiempos habían pasado. Pedí al único camarero de la cafetería un plato combinado y una botella de agua mineral, el teniente me acompañó con un café. Aunque no había mucha gente, nos sentamos en una mesa alejada de la barra.

—Nunca me divorcié realmente —dije.

—¿A qué te refieres?

—Ramiro y yo nunca llegamos a firmar los papeles del divorcio —respondí—, fue un proceso horrible, con acusaciones cruzadas y abogados muy caros, pero lo cierto es que en el último momento no firmamos. A la gente le dije que sí para que dejaran de preguntarme, aunque seguíamos casados. Oficialmente, hoy me he convertido en viuda.

Moncada asintió sin inmutarse.

—Cuando supe que había muerto, me imaginé que vendrías a despedirte —dijo.

—Me pregunto si al final Santonja le pagó por traicionarme —reflexioné—. No me extrañaría que al no conseguir su propósito con Helena no le hubiera soltado ni un euro. El viejo no es de los que pagan por nada.

—Le dio una propina y se deshizo de él —relató Moncada, que parecía tener información de primera mano—. Ramiro insistió, pero no le sirvió de nada. Pasó sus últimos días entre un albergue y el hospital.

Aunque resultara extraño, no me pareció justo que Santonja no le hubiera dado el dinero pactado por llevarle a Helena y darme la puñalada, al fin y al cabo él había cumplido, la chica incluso firmó el acuerdo.

—Dime la verdad —dije mirándolo fijamente—. ¿Por qué me llevaste a las oficinas de Gran Castilla aquel día? ¿Por qué rompiste el acuerdo en sus narices y lo tiraste por la ventana? He pensado mucho en aquello, no termino de entenderlo, podrías haber intervenido mucho antes si de verdad querías ayudarme, podrías haber impedido que Helena llegara a esa oficina de muchas maneras. ¿Por qué esperaste al último segundo? ¿Por qué fuiste a buscarme para contármelo?

—Das por hecho muchas cosas, Ana —respondió—. Lo supe en el último instante, apenas unos minutos antes de avisarte, la información no siempre llega en el momento que uno quiere. Y lo que es más importante, lo hice porque me importas. Puede que no me creas, llevamos muchas semanas sin vernos y tal vez te has olvidado de lo que teníamos, o mejor dicho, de lo que estábamos empezando a tener juntos. Yo desde luego no lo he olvidado. He pensado en ti cada día. Ningún juez puede impedirlo.

Quería creerle. Pero no podía hacerlo. Mi cuerpo me decía una cosa, mi cabeza la contraria. ¿Por qué había regresado el teniente? Si era cierto lo que me había dicho el Argentino, Moncada quizá había expiado sus culpas con Santonja y por eso estaba de vuelta. Fuera como fuera, decidí andar con pies de plomo y no mostrar mis cartas, ni mi indignación ni mi miedo ni mi ira. Corté un trozo de empanadilla y la engullí con la esperanza de concentrar en la comida la ansiedad que me provocaba compartir mesa con el hombre que, además de amante y confidente, quizá también había sido mi agresor. Mastiqué en vano, la angustia no se esfumaba, no podía o no sabía o no quería disimular delante de él.

—Me gustaría que nos diéramos una oportunidad —musitó, como si le diera vergüenza.

—¿Una oportunidad para qué? —pregunté.

—Para construir algo juntos, ya te lo he dicho. No hace falta que me respondas ahora.

—¿Me estás pidiendo salir, teniente? —pregunté tratando de quitarle hierro—. No tenemos edad para esto, Santiago.

—Llevo menos de veinticuatro horas en Madrid y lo primero que he hecho ha sido buscarte. Puedes reírte si quieres, pero te garantizo que estoy hablando muy en serio.

—En otro contexto tal vez apreciaría la paradoja —musité—. Con el cadáver aún caliente de mi esposo expolicía, todo un oficial de la Guardia Civil me está haciendo una proposición para que formalicemos algo así como una relación de pareja. Y todo esto en las instalaciones del tanatorio a medianoche, rodeados de muertos y platos combinados.

Cogí el tenedor y di buena cuenta de la ensaladilla rusa. Moncada no reaccionó. Dejó que comiera en silencio, observándome.

—Piénsalo, por favor —dijo al fin.

—Estoy en pleno juicio, ahora mismo no tengo tiempo para nada más.

Seguí escondiéndome detrás de la comida. Di un lento trago al vaso de agua y rebañé el plato con un trozo de pan. Moncada se levantó.

—Si quieres algo, estaré por ahí —murmuró—. Vuelvo al servicio activo en Robredo.

Lo observé de pie, frente a la mesa; no sé qué esperaba de mí. Si confiaba en que le felicitara por su regreso y le diera la bienvenida con un ramo de flores, podía quedarse ahí parado toda la noche.

Sin levantar la vista del plato, dije:

—Hay mucha gente por ahí que se piensa que soy gilipollas y que no me doy cuenta. Hoy, sin ir más lejos, me han zurrado a base de bien en la sala del tribunal. Después he sabido que se han evaporado milagrosamente algunas de las declaraciones más importantes del caso. Y también que están acosando a otro de los testigos de la acusación. A lo mejor se piensan que me voy a quedar de brazos cruzados sin hacer nada viendo cómo se ríen de mí.

—No creo que haya demasiadas personas que tengan ese concepto de ti —respondió él—. Al revés, me da que la mayoría te tiene miedo.

Estaba harta de que unos y otros dijeran lo gran abogada que era, el talento que tenía, el olfato incomparable para los casos penales. Basura. Hasta ahora, por lo que se refería a este caso, no había hecho nada todavía. Absolutamente nada. Ni siquiera había empezado. Ahora bien, pensaba hacerlo.

El teniente se alejó unos pasos, dejándome allí a solas con mi cena. Antes de salir, se volvió para decirme:

—Tal vez cuando acabe el juicio cambies de opinión sobre nosotros.

—No cuentes con ello.

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