Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 68

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COMISIÓN NACIONAL DEL JUEGO

Ministerio del Interior

SOLICITUD DE AUTOPROHIBICIÓN EN BINGOS Y CASINOS

D. Miguel Ortiz Aguado, con DNI/pasaporte/NIF 34508399G, cuya fotocopia adjunta, con domicilio en avenida de los Robles, 35, 8.º dcha. Distrito Postal 28044 Madrid

SOLICITA: Me sea prohibida la entrada en BINGOS Y CASINOS de todo el territorio nacional por un periodo INDEFINIDO.

Fdo. Miguel Ortiz Aguado

Ejemplar para entregar en la Delegación del Gobierno o en comisaría de la Policía Nacional.

A continuación figuraba la fecha, que correspondía a un año y medio antes del fallecimiento del propio Ortiz. La ficha estaba firmada y sellada en la comisaría de Fuencarral. No estaba familiarizada con ese tipo de documentos, tuve que leerlo varias veces para alcanzar a comprender qué significaba exactamente.

—Son datos confidenciales, pero se supone que hay decenas como este en el registro del Ministerio del Interior —soltó Eme.

Nos encontrábamos en el despacho, alrededor de mi mesa, con la luz encendida, Sofía, Concha, Eme y yo. Estábamos observando aquella carta con cautela, evaluando las opciones que nos ofrecía. Las ventanas permanecían abiertas, la ciudad parecía en calma aquella noche de agosto.

Un rato antes, apenas había llegado procedente del aeropuerto, les había contado a mis colaboradores mi encuentro con la viuda, y de inmediato Sofía y Concha me habían puesto al día sobre la jornada en el juzgado, que al parecer había sido movidita, la defensa se había encargado de ello, lógicamente no iban a concedernos ni un respiro. Los peritos habían dado su testimonio sobre las grabaciones sin grandes objeciones por ninguna parte. El día anterior Santonja había negado la mayor (que era él quien hablaba en dichas grabaciones), por lo cual no habían hecho hincapié en aspectos técnicos. A continuación el experto en fonética y huellas de voz por lo visto tampoco había despejado ninguna incógnita, no se había mojado en un sentido ni en otro, había aburrido a todos los presentes con multitud de datos técnicos, y cuando le habían preguntado directamente en qué porcentaje de acierto estimaría su informe sobre la procedencia de las voces, había respondido un vago cincuenta por ciento; según su experiencia, era imposible determinar con exactitud algo así. Un desperdicio, que dejaba a la pura arbitrariedad de los miembros del jurado la decisión de creer o no que la persona que hablaba en las cintas era Emiliano Santonja.

Después había llegado el turno de nuestro reputado psiquiatra, que había hecho un completo diagnóstico del comportamiento compulsivo de Ale, explicando al jurado que la ludopatía era una enfermedad mental en toda regla, una adicción compleja que podía anular la personalidad, y que aquellos que la padecían eran presas fáciles de manipular si se ejercía sobre ellos una presión conveniente. Ángel Salazar era un gran profesional, con un historial intachable, muy didáctico, alguien que yo conocía desde hacía muchos años de un antiguo caso de homicidio, y que tal y como preveía se había metido en el bolsillo al jurado contándoles aspectos y síntomas concretos de la ludopatía e insistiendo en el concepto principal: que Alejandro Tramel no era dueño de su voluntad, sino un enfermo en tratamiento, y que a juzgar por las circunstancias había sido presa de terceras personas que lo habían empujado para que siguiera apostando más allá de sus posibilidades. Por desgracia, la cosa se equilibró cuando Barver le hizo reconocer dos puntos clave: el primero, que Salazar no conocía personalmente a Ale, y que por lo tanto el suyo era un diagnóstico puramente teórico, en base a testimonios de terceros y a su propia experiencia; y el segundo, y aquí se abrió una nueva línea que más pronto que tarde sabía que ocurriría, que no había ninguna constancia clínica de que la ludopatía fuera una enfermedad que empujara al sujeto que la padecía a un comportamiento violento. Barver se había extendido al respecto, dejando ver al jurado que una cosa era padecer una adicción grave (suponiendo que así fuera) y otra muy distinta matar a una persona golpeando su cabeza, tal y como había hecho Alejandro con Menéndez Pons. Sofía había protestado; según alegó con insistencia, no había podido celebrarse un juicio que probase la culpabilidad en el caso de la muerte del director del casino. Pero fue inútil, el informe policial no dejaba ninguna duda al respecto y la defensa pensaba utilizarlo, como había hecho aquel día, convirtiendo a la supuesta víctima del caso en un hombre violento, un asesino despiadado, a ojos del jurado.

Ese era aproximadamente el resumen. A la hora de comer el juez suspendió la vista hasta el jueves por la mañana. Teniendo en cuenta el calor insoportable de la sala, advirtió por última vez a los operarios del juzgado que tomaría medidas si no se solucionaba el problema del aire.

Después habíamos pasado a Miguel Ortiz y a aquella carta que me había entregado su viuda.

—La legislación española establece la posibilidad de autoprohibirse la entrada en bingos y casinos —explicó Sofía, que había estudiado la normativa al respecto—. Es una medida disuasoria que utilizan muchas personas para evitar jugar posteriormente en un momento de debilidad. Cualquiera puede solicitar la autoprohibición a través de un registro en la Comisión Nacional del Juego, que depende del Ministerio del Interior, y que a su vez lo notifica a los casinos y bingos, los cuales tienen que velar por el escrupuloso cumplimiento de dicha inhabilitación.

—¿Y si una persona, por ejemplo, que se ha autoprohibido la entrada cambia de opinión? —preguntó Concha.

—Basta con hacer otro escrito y revocar su propia prohibición —continuó Sofía—. Es sencillo. Pero esta revocación tarda unos días en hacerse efectiva, con lo cual ese efecto disuasorio resulta efectivo. En otras comunidades se puede acompañar la petición de una tercera persona para reforzar la medida, de tal forma que para revocarla tendrían que solicitarlo ambos, pero en Madrid esa posibilidad no existe.

—A ver si lo entiendo bien —dije—. Un ludópata compulsivo como Miguel Ortiz, que perdía decenas de miles de euros en el casino cada semana, un buen día se levanta y dice: se acabó, me voy a autoprohibir la entrada a los recintos de juego.

—Exacto.

—Sin embargo, hay algo que no encaja —proseguí—. Este documento tiene fecha de un año y medio antes del suicidio. Y según lo que sabemos, y lo que me ha contado su propia esposa, Miguel Ortiz estuvo jugando en el casino hasta el día anterior a su fallecimiento.

Los cuatro nos miramos pensando lo mismo.

—Eso quiere decir —verbalizó Concha— que, después de esta carta, firmó otra levantándose la prohibición.

—O… —dijo Sofía.

—O que el casino lo dejó entrar durante un año y medio a pesar de tener la entrada expresamente prohibida —concluí.

Si eso era cierto, podía ser una auténtica bomba. Más allá del gravísimo incumplimiento de la ley en que pudiera haber incurrido el casino, reforzaba nuestra tesis de que Gran Castilla infringía cualquier norma ética, moral e incluso legal para lucrarse, para arruinar a sus clientes.

—Me pongo con ello —dijo Eme.

—Y yo —aseguró Sofía.

—Tenemos que revisar el registro de la Comisión Nacional del Juego para comprobar si existe alguna carta revocatoria de la autoprohibición —concluí—, y lo que es más difícil, hay que entrar a los archivos de acceso al casino de Robredo para comprobar si allí figuran las visitas de Ortiz, ya visteis lo mucho que nos costó que entregaran el fichero con las visitas de Ale.

—Sacarán a relucir la protección de datos de los clientes y todo eso —vaticinó Concha.

—Además, los pondríamos en alerta —dije—. Eme, ¿crees que habría posibilidad de acceder a esos archivos de una forma discreta?

—No son cuentas corrientes cifradas en Suiza —murmuró—, solo un registro con nombres y apellidos y DNI de las personas que entran cada día en un local público. No creo que sea complicado.

—Claro que también existe la posibilidad de que lo dejaran entrar sin ficharlo en el registro informático —aseguró Sofía—. Solo estoy pensando en voz alta, pero si se iban a saltar una prohibición expresa del Ministerio del Interior no creo que fueran tan tontos como para dejar huellas.

—Nunca se sabe —rebatí—, ya has visto que actúan con total impunidad, son muy capaces. De todas formas, si no hay un registro oficial de sus entradas al casino, seguro que hay testigos.

—Vamos por partes —dijo Eme—, me pongo con el tema de los archivos ya mismo y te cuento.

—Sabemos que el margen para introducir nuevas pruebas a estas alturas es muy escaso, pero aun así podríamos solicitarlos oficialmente con otra excusa —dijo Sofía—, por ejemplo que necesitamos ampliar la información sobre la asistencia de Alejandro a las instalaciones del casino con anterioridad a las fechas que nos entregaron, o que tenemos fundadas sospechas de que visitó el casino más veces de las que constan en los datos que nos han permitido ver y queremos revisar a fondo todos los archivos de entrada, no creo que el juez lo impidiera.

—No son tontos —contesté—. Después de mi visita a Tenerife, se olerían algo si les pedimos oficialmente los archivos, y como mínimo tratarían de retrasar la entrega hasta que finalice el juicio y sea demasiado tarde. Solo recurriremos a eso si en las próximas cuarenta y ocho horas Eme no tiene éxito con sus pesquisas.

—Me encantan los plazos imposibles —dijo el investigador sarcásticamente—, me siento como un novato al que ponen a prueba.

—Si no hay nada más urgente, yo tengo que irme —anunció Concha—. Solo llevo un día en el caso y tengo la sensación de que he envejecido varios años de golpe. Por no hablar del dineral que me va a costar la niñera.

—Vete a casa, no te preocupes —le dije a mi amiga—. Mañana nos vemos delante de la Audiencia Provincial a las ocho.

—No —dijo Sofía, que se había sentado delante del ordenador.

Los tres nos volvimos hacia ella con curiosidad.

—¿No? —pregunté.

—Acaba de llegar un

email que notifica un cambio para la citación de mañana —explicó Sofía mientras leía en la pantalla de su portátil—. Lo tendréis vosotras también en la bandeja de entrada. El juicio continuará en el pabellón deportivo Francisco Requena, a quinientos metros de la Audiencia.

Esbocé una sonrisa. Podía imaginar perfectamente a Barrios dictando orden para que trasladaran el juicio a un polideportivo cercano hasta que arreglaran el aire acondicionado.

—Nos vemos a las ocho delante del pabellón de deportes —sentencié—. Estudiad a fondo las declaraciones previstas para mañana; si la cosa va rápida, puede que por la tarde tenga que testificar Helena.

—Pero ¿mañana continúa Sofía al frente o vuelves tú de titular? —preguntó Concha desconcertada.

—Pondré cara de buena chica e intentaré que el juez me permita reincorporarme —prometí—, ya veremos.

Concha y Sofía recogieron sus cosas y salieron del despacho exactamente a las 00.25, una hora más que prudente para concluir su jornada laboral, en mi opinión. Noté que un cansancio profundo se apoderaba de mí. No estaba mal para un miércoles de agosto. Había hecho cinco mil kilómetros. Me habían interrogado en una comisaría. Había insultado a un policía nacional en la cara. Me había escondido en un retrete del aeropuerto junto a una mujer que pertenecía a una de las familias más adineradas del país. Y de remate, había vomitado en dos ciudades de dos continentes distintos. Al menos desde el punto de vista geográfico, todo un logro.

—¿Vas a quedarte a dormir aquí? —pregunté a Eme, que seguía apoyado en un taburete haciéndose el remolón, sin ninguna intención aparente de marcharse. Si quería quedarse a solas conmigo era para hablar de algún asunto incómodo—. Si no me equivoco, estamos al día con tus facturas, ¿verdad?

Él hizo un gesto de fastidio, como si ambos supiéramos de sobra que los tiros no iban por ahí.

—Hace semanas que evitas hablar conmigo sobre lo que pasó en el garaje —dijo.

Me pilló por sorpresa que sacara el tema de esa forma, era cierto que desde mi conversación con Friman había frenado mi interés en conocer detalles del asunto, como si temiera confirmar lo que me había dicho el Argentino, confiaba en que estuviera equivocado con respecto a Moncada.

—Tenemos otras cosas más urgentes entre manos, ya le dedicaremos el tiempo oportuno en su momento —respondí.

—No estoy de acuerdo. Si quien lo hizo sigue por ahí tranquilamente, podría repetirlo cuando le venga en gana. Me parece que es bastante urgente.

—¿Has averiguado algo nuevo? —pregunté dándome por vencida.

Mi viejo y querido investigador privado chasqueó la lengua.

—La gente habla, Ana. Cuentan cosas. Es algo que aprendes tras unos años en el oficio. Si sabes poner el oído en el lugar adecuado, te enteras de todo. No sé si es por el miedo a la soledad o por alguna otra razón, pero es imposible guardar un secreto durante mucho tiempo. Todo el mundo sin excepción está deseando sacarse la mierda que lleva dentro.

—¿Eres psicólogo ahora?

Eme colocó su teléfono sobre la mesa, delante de mí. Abrió una imagen y la amplió, de forma que ocupó toda la pantalla. Podía verse una gruesa barra metálica junto a un bidón de aceite y una rueda de repuesto.

—Es el maletero de Moncada —dijo secamente.

No quería preguntarle nada más, no quería pronunciar ninguna palabra por temor a que, si lo verbalizaba, se convirtiese en una realidad que tendría que afrontar de una vez.

—Puedo coger esa barra y llevarla a un laboratorio para que busquen rastros de alguna clase —continuó—: sangre, pelos, piel, qué sé yo. Pero lo más probable es que a estas alturas esté limpia. Por no hablar de que se trata de un teniente de la Guardia Civil, estamos pisando terreno pantanoso. La verdad, no estoy seguro de qué debemos hacer. Si lo denuncias sin pruebas, me temo que será peor.

No podía levantar la vista de aquella fotografía, noté cómo la barra me impactaba en la espalda, en la cabeza, casi podía sentir el dolor.

—Hay muchas barras como esa —musité.

—Ya, bueno, a todos nos gusta creer en los Reyes Magos —soltó.

—No hay pruebas. No podemos estar seguros.

—Conozco gente, ya lo sabes. Podemos darle una lección a ese cabrón.

Lo miré asustada. No era una idea que le había venido de pronto a la cabeza, lo tenía muy bien pensado, y durante toda la conversación había buscado la mejor forma de proponérmelo. La mera posibilidad de solucionar el asunto como si fuéramos

gangsters me revolvió el estómago.

—De ninguna manera —dije—. El hecho de que lleve una barra en el maletero no significa que haya sido él. Y aunque lo fuera, no voy a tomarme la justicia por mi mano. Además es un teniente de la Guardia Civil, cuando se recuperase volvería a la carga, no dejaría pasar algo así.

—Si acaba en el fondo de un hoyo, no podría volver a ninguna parte —afirmó Eme sin titubear y sin darles ningún énfasis a sus palabras, como el que habla de hacer un arreglo de fontanería—. Recuerda lo que te hizo. Y lo que podría volver a hacer. Te pido que lo pienses.

Estábamos hablando de matar a una persona. A un agente de la ley. No sé cómo habíamos llegado a ese punto de la conversación, pero no pensaba seguir por ahí.

—Encuentra pruebas —solté apagando la pantalla del móvil—, analiza esa barra o haz lo que sea necesario. Es tu trabajo. No quiero volver a hablar de solucionar esto rompiéndole la cabeza a nadie.

—Lo que tú digas. Pero ten cuidado, por favor.

—Lo tendré.

Había empezado a sudar, noté la ropa pegada a las piernas y los brazos. De pronto me cayó encima el agotamiento de todo el día, me daría una ducha antes de acostarme y trataría de limpiar y ahuyentar los malos augurios. Me levanté en dirección al pasillo y cambié de tema bruscamente.

—¿Se sabe algo de Cimadevilla? —pregunté.

—Sigo en ello. Es realmente escurridizo. Tal vez se ha metido en algún lugar del Caribe, puede que en uno de sus hoteles de República Dominicana, y ni siquiera asoma la cabeza para respirar.

—Está citado para declarar en el juicio el próximo lunes, y hasta hoy no ha presentado ninguna alegación, como han hecho el resto. No se ha ido a ninguna parte, lo presiento. Está aquí al lado, deseando soltar todo lo que sabe. Tú lo has dicho: está en la naturaleza humana.

—Yo solo lo he dicho para tratar de convencerte de que le partamos la cabeza a ese cabrón de teniente.

Lo observé de reojo mientras seguí caminando, creo que lo había dicho en serio. Me entró la duda de qué ocurriría si yo le diese luz verde, si le dijese adelante, habla con esa gente que conoces y que se encarguen de Moncada sin contarme nada. Tal vez acabaría con el problema, y al mismo tiempo con los últimos (y escasos) restos de fe en el ser humano que me quedaban, suponiendo que aún tuviera alguno.

—Nos vamos a limitar a permanecer alerta y seguir investigando, ya te lo he dicho.

—Investigaremos, Ana, pero, si no es mucho pedir, vigila tu espalda —insistió.

—No te preocupes —dije—, o mejor dicho: preocúpate, pero no le rompas la crisma a nadie si puede ser. Y encuentra a Cimadevilla antes del lunes.

Llegué hasta la puerta del cuarto de baño y la empujé, estaba deseando abrir el grifo y meterme dentro de la ducha.

—Por cierto —dijo Eme—, la incineración de Ramiro quedó preciosa, con música de Chopin y la parafernalia habitual.

—¿Se acercó alguien?

—Ni un alma. Dos operarios del tanatorio, la chica del seguro y yo.

Respiré profundamente agotada, no había nada más que decir por esa noche. Entré en el cuarto de baño y cerré la puerta detrás de mí. Dejé caer la ropa al suelo sin ningún orden. Antes de abrir la ducha, escuché la puerta de la calle cerrándose de un sonoro golpe.

El agua empezó a caer sobre mi cabeza. Me enjaboné a fondo, frotando la piel con la pastilla de jabón de brea que había sobre la repisa de la ducha, aún me quedaban un par de cajas de aquellas pastillas, tratando de no pensar en nada. Fui abriendo el agua fría y la caliente de forma alternativa, el cambio brusco de temperatura hizo su efecto, era una sensación liberadora, simple, agradable, sin complicaciones, justo lo que necesitaba, podría haberme quedado allí toda la noche.

Me pareció escuchar un ruido. Supongo que después de la conversación con Eme (y de todo lo que me había ocurrido en los últimos tiempos) estaba especialmente sensible. La mera idea de que alguien hubiera entrado en la casa hizo que mi cuerpo se contrajera. A través de la mampara de la ducha me dio la sensación de que el tirador de la puerta se movía. No había echado el pestillo, no tenía la costumbre de hacerlo desde que había dejado de tomar pastillas, era como si no tuviera nada que ocultar.

Pasé la mano por el cristal limpiando el vaho que se había formado, tratando de ver un poco mejor. El pomo comenzó a girar. No era una impresión, era real, estaba ocurriendo. La puerta se estaba abriendo en ese instante. Delante de mis narices.

—¿Eme? —pregunté con cierta ansiedad—. ¿Helena?

Muy despacio, con una lentitud exasperante, la puerta siguió abriéndose. Agarré con fuerza la ducha con mi mano izquierda, mientras con la derecha me apoyé en la mampara tratando de mantener el equilibrio. Fuera quien fuera lo estaba haciendo a propósito para mantenerme en vilo. Pensé en dar un salto, empujar la puerta y echar el cerrojo. Suponiendo que no resbalara en el intento y acabase desnucada en el suelo del cuarto de baño (siempre he sido un poco torpe, esa es la verdad), lo más probable es que el intruso entrara antes de que yo pudiera completar la maniobra. La respiración fue subiendo hacia la garganta, podía sentirla cada vez más acelerada.

—¿Hola? —volví a decir con la esperanza de que alguien diera la cara y que pasara lo que tuviera que pasar de una vez—. Si es una broma, no le veo la gracia.

Cerré el grifo, abrí la mampara corredera de la ducha y agarré una toalla con decisión, si tenía que pasar algo no iba a quedarme esperando como un cordero indefenso. Me envolví en la toalla y sin pensarlo más tiré de la puerta hacia mí y la abrí de golpe, dispuesta a lo que tuviera que ocurrir.

—Tengo miedo.

Di un respingo. Parecía una estampa sacada de una película de terror de serie zeta: un niño rubio en mitad de la noche, mirándome fijamente con unos enormes ojos y repitiendo:

—No puedo dormir. Tengo miedo.

Resoplé tratando de recuperar el pulso. Me agaché y cogí con sumo cuidado al pequeño Martín de los hombros.

—No pasa nada —dije—, la tía Ana está aquí para cuidarte.

Ya sé que no era la frase más original del mundo, pero fue lo primero que fui capaz de articular. Y para un niño de tres años recién cumplidos, no me pareció una mala forma de intentar calmarlo.

—Mamá está dormida —continuó él—. Tengo miedo.

—¿Quieres que la tía Ana te lleve a la cama con mamá?

Martín pareció valorar la oferta y luego movió la cabeza.

—Prefiero ver dibujos en la televisión con la tía Ana toda la noche.

—Perfecto —respondí dándole un beso en la mejilla—, no se me ocurre un plan mejor.

Lo cogí en brazos y entré con él en la cocina. Me sentí bien con aquel niño, la certeza de que ambos estábamos a salvo el uno con el otro se fue apoderando de mí. En el canal público echaban una antigualla casi prehistórica, una recopilación del Correcaminos que a Martín le pareció lo mejor que había visto en toda su vida. No paraba de reír con las perrerías que sufría el Coyote, a cada capítulo su entusiasmo iba en aumento.

Después de secarme y ponerme algo de ropa, preparé un poco de leche caliente y unas galletas. Había algo muy real en las carcajadas de Martín, no tuve más remedio que rendirme y entregarme yo también al sadismo del Correcaminos y el sufrimiento de su enemigo el Coyote. Fue una velada inolvidable que se prolongó varias horas y que pagué con creces al día siguiente con unas ojeras aún más pronunciadas, y con mi cerebro ya de por sí entumecido, algo más lento. Pero mereció la pena. Sin ningún lugar a dudas, fue la mejor noche que había tenido con alguien del sexo opuesto en años.

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