Ana

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Epílogo. 30 de noviembre » 91

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Apreté con fuerza los dos puños para asegurarme de que aquello era real y a continuación entorné los ojos. El operario, a unos cincuenta metros de donde yo me encontraba, al otro lado de la verja, extendió una cinta verde y blanca a lo largo de la enorme puerta principal y la pegó en ambos extremos, ayudado por un agente de la Guardia Civil. A continuación sacó el rollo de la cinta y se dispuso a continuar con el procedimiento por toda la fachada.

A las tres en punto de la tarde de un desapacible 30 de noviembre tuvo lugar una de esas cosas prodigiosas que solo ocurren muy de vez en cuando. Lo imposible se hizo real.

Casi un centenar de periodistas con cámaras y micrófonos se agolpaban frente a la verja exterior de entrada al recinto, custodiada por guardias de seguridad privada que impedían su paso. Al otro lado de la verja dos coches de la Guardia Civil con media docena de agentes acompañaban al funcionario de la Comisión Nacional del Juego, el tipo que estaba precintando el local. Aquel hombrecillo de traje oscuro se sabía centro de todas las miradas, actuaba con gestos contundentes dándole gran valor a cada una de sus acciones. Dejó a un lado la cinta y se acercó a una de las ampulosas columnas doradas. Con un trozo de celo mal cortado pegó allí mismo, sobre la superficie metálica, un folio que llevaba el sello del Ministerio del Interior, supongo que se trataba de una copia de las medidas cautelares adoptadas por la Comisión.

El flamante casino de Robredo aún no había abierto sus puertas aquel día, y por lo que se ve, no lo haría. Por primera vez en treinta y siete años de historia, la joya de la corona de Gran Castilla iba a permanecer cerrada a cal y canto. El sol otoñal reflejado en su enorme y desproporcionada fachada le daba un aire más ceremonioso, si cabe.

Eme y yo contemplábamos todo a una prudente y discreta distancia, desde el arcén que rodeaba el jardín de acceso. No era necesario abrir la boca, nada de lo que pudiéramos decir estaría a la altura de lo que estaba ocurriendo. Tal vez después de todo, algo de lo que habíamos hecho merecía la pena.

Los periodistas se movieron de pronto hacia una esquina, allí apareció una pareja que conocía muy bien y que eran quienes habían convocado a la prensa. Gabriel Brandariz y Lorena Márquez estaban serios, no parecían satisfechos, sino más bien alerta, como si no quisieran que aquello quedara en un mero gesto. Era sin duda mucho más. Detrás de ellos dos caminaban con el semblante imperturbable seis personas, pacientes de Alma, cuya valentía había hecho posible el cierre. Unos y otros se amontonaban de pie junto a la alambrada que delimitaba el perímetro del casino, ya que los guardias no les dejaban cruzar la verja. Gabriel se subió a una improvisada caja metálica que le cedió un auxiliar de una cadena de televisión, movió las manos pidiendo un poco de calma ante el revuelo general y agradeció a los presentes que hubieran acudido esa tarde.

—Si me permitís, quiero empezar señalando que estamos asistiendo a un momento histórico —dijo conteniendo la emoción, dirigiéndose a los periodistas—. Como podéis ver a mis espaldas, se está procediendo al cierre del casino de Robredo, atendiendo a las medidas cautelares que ha adoptado la Comisión Nacional del Juego ante la gravedad de los hechos y la alarma social generada. Este cierre forma parte de un proceso administrativo que se inició hace exactamente tres meses y que puso de relieve las continuas y reiteradas infracciones graves cometidas por el grupo Gran Castilla durante los últimos años, permitiendo acceder a sus instalaciones y jugar en ellas a personas que se habían autoprohibido la entrada a cualquier recinto de juego. Después de incoar el oportuno expediente, el máximo órgano sancionador de dicha Comisión ha decidido tomar estas medidas cautelares, atendiendo la petición de la asociación contra la ludopatía Alma, a la que tengo el honor de representar y que ha actuado como parte activa en todo el proceso.

Entre los empujones de los cámaras, los coches pasando a gran velocidad por la autopista cercana y lo incómodo del lugar en el que se encontraba, resultaba difícil escucharle con claridad. Sin embargo, Gabriel se hacía oír por encima de todo y de todos, no iba a permitir que nada le impidiera decir aquello que llevaba tanto tiempo deseando pronunciar.

—A mi lado —prosiguió Gabriel subiendo el tono de voz y al mismo tiempo la indignación de sus palabras—, me acompañan las seis personas que han decidido salir del anonimato y que han iniciado con sus valientes denuncias todo este procedimiento. Ahora podréis hablar con ellos, pero no quiero dejar de mencionar esta tarde a dos hombres que nunca pudieron llegar a formalizar sus denuncias porque el juego acabó literalmente con sus vidas. Ellos son Alejandro Tramel y Miguel Ortiz, ambos fallecidos tras ser arrasados por el juego. Si los menciono hoy aquí es porque este cierre histórico del casino que los devoró es también una manera de rendirles un pequeño homenaje.

El director de Alma se detuvo un instante para tomar aire. Cruzó una mirada lejana y breve conmigo, cargada de intención. No podía mencionarme en público, oficialmente yo no tenía nada que ver con aquello. A causa de mi riguroso acuerdo firmado con Gran Castilla, no podía involucrarme en acciones contra la empresa por ninguna causa anterior a la fecha de la firma. Era una cláusula muy seria y tenía que respetarla. Eso no me había impedido asesorarle desde la sombra, por así decirlo, durante estos tres meses. La noche que cenamos en La Antorcha Roja me había insistido en que las seis denuncias que contenía el sobre se habían producido gracias a mí, que yo había provocado ese sentimiento en aquellas personas, que de alguna forma yo les había demostrado que merecía la pena luchar, asomar la cabeza y enfrentarse a la todopoderosa entidad que los había arruinado. Yo era, lo había dicho textualmente Gabriel mirándome a los ojos, su inspiradora. Aquello por supuesto no solo me empalagó y no lo creí, sino que me dio miedo. No quería, no aceptaba, ser la inspiradora de nadie. Yo nunca había sido un ejemplo a seguir. No lo pretendía, no lo buscaba, y en último término, no lo aprobaba. Solo había hecho mi trabajo lo mejor que sabía. Nada más. Sin embargo, él me dijo en su habitual tono amable pero contundente que no tenía elección y que ya no había vuelta atrás, que, por mucho que me pesara, había hecho algo genuinamente bueno.

Aquel individuo tenía la virtud de exasperarme. Quizá debía analizar a fondo el motivo, aunque lo podía intuir. Estaba acostumbrada desde pequeña a rodearme de hombres fuertes, violentos en las formas y en el fondo. Empezando por supuesto por mi padre, continuando por Ramiro, mi primer exmarido, siguiendo por Moncada, o salvando las distancias por el propio Eme. Eran un tipo de hombres que me asustaban y me daban seguridad al mismo tiempo. Sin embargo, la delicadeza, la fragilidad incluso, que emanaba Brandariz era algo completamente nuevo para mí. Tal vez, y con esto no estoy diciendo ni mucho menos que me lo estuviera planteando, no me vendría mal acercarme un poco más a él, crear un vínculo distinto por una vez en mi vida. Qué sé yo.

Observé a los seis protagonistas de las denuncias junto a la alambrada, sus rostros desconcertados ante los periodistas, el pasado tormentoso que se adivinaba bajo sus ojos, y me vino de nuevo la palabra «inspiradora» en relación con ellos, y me permití no censurarme, quedarme en paz, digiriendo aquello a duras penas. En cualquier caso, sentí una enorme empatía por los seis, los noté muy cerca de mí. Entre ellos se encontraba Andrés Admira, como no podía ser de otra forma, era uno de los que había decidido dar el paso.

Gabriel continuó hablando a los periodistas, mientras el funcionario terminaba de precintar el casino.

—… que tenga noticia, es la primera vez que ocurre algo así en nuestro país. Un casino clausurado, aunque sea temporalmente, por cometer una grave infracción contra sus clientes. Espero que esto solo sea el comienzo de otros muchos expedientes y otros muchos procesos administrativos y penales contra la industria del juego. Las cifras de enfermos por el juego en nuestro país van en aumento, según los cálculos del Ministerio de Sanidad hay casi un millón de personas que padecen algún tipo de trastorno relacionado con la ludopatía en distinto nivel, y lo que es más alarmante, la edad de iniciación en el mundo del juego cada vez es inferior, por debajo de los dieciocho años incluso. Ante esto, las administraciones públicas no mueven un dedo, solo miran hacia otro lado y se dedican a recaudar.

»Hay cientos de miles de hombres y mujeres de todas las edades y condición social que son víctimas de un sistema depredador que está inculcando a nuestros jóvenes valores terribles que nunca antes habíamos visto en nuestra sociedad y que desafortunadamente se están convirtiendo en algo habitual. Parece que ya no podemos ver un partido de fútbol sin que nos griten que debemos apostar para disfrutar de una completa emoción, sin que nos digan lo fácil que resulta ganar dinero. Es una vergüenza para todos que las cadenas de televisión, los grandes portales de internet, las emisoras de radio, todos los medios estén contaminados día y noche por la industria del juego, que nos inviten a apostar como si fuera lo más normal del mundo, y que no haya una estricta regulación al respecto.

»Hemos retrocedido demasiado en los últimos años, vamos cada vez a peor. Os pido disculpas por el tono de mis palabras, pero os aseguro que es uno de los principales problemas con el que nos enfrentaremos en un futuro cercano, y nadie parece querer verlo. Hagamos algo para ponerle freno si no queremos que nos explote en la cara. Este cierre de hoy es algo mucho más importante de lo que parece a primera vista, es un precedente único, pero aun así es solo la punta de lanza de una campaña a la que espero que se unan otras muchas víctimas y asociaciones. Ninguna industria, por muy poderosa que sea, está por encima de las personas. Perdonad mi torpeza con las palabras, tengo la sensación de que nada de lo que estoy diciendo puede hacer verdadera justicia a estas seis personas que han sido capaces de vencer sus miedos y dar un paso al frente para denunciar a una gran corporación, ni tampoco a otros cientos de miles de víctimas que sé perfectamente que hoy nos acompañan desde muchísimos lugares. Gracias a ellos y a vosotros por haceros eco de lo que está ocurriendo, es la única forma de que esto sirva verdaderamente para algo.

Apenas había terminado de pronunciar las últimas palabras, cuando las preguntas de los periodistas atronaron al mismo tiempo: por cuánto tiempo se iba a alargar aquel cierre, ¿estaban valorando iniciar también acciones penales?, cuánto dinero podría perder el casino cada día que permaneciera clausurado, qué normativa exactamente se había contravenido, quién fue el primero en denunciar, la asociación Alma actuaba en nombre de sus pacientes o a título particular como ente jurídico, y muchas otras cuestiones que se solapaban y que resultaba imposible escuchar.

—Le paso la palabra a Lorena Márquez —dijo Gabriel abrumado ante semejante avalancha—, subdirectora de Alma, que podrá aportar algunos datos que seguro que son de vuestro interés.

Al bajar de la caja para dejarle espacio a su compañera, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer. Los empujones se sucedían, era un ejercicio endiablado moverse entre la maraña de periodistas.

El teléfono en mi bolsillo comenzó a vibrar. Lo cogí y miré la pantalla, allí parpadeó el nombre de Sofía. Ante la atenta mirada de Eme, descolgué.

—¿Lo estás viendo? —preguntó ella abruptamente.

—En vivo y en directo —respondí.

—Joder.

—Exacto. Joder.

Pude escuchar al otro lado del hilo telefónico la voz en segundo término de Lorena, que era quien había tomado la palabra, supongo que Sofía estaba siguiendo el evento en algún canal

online.

—¿Has sido tú? —soltó con ansiedad.

Me sorprendió que me hiciera una pregunta así por teléfono, en especial después de todo lo que habíamos vivido con las grabaciones durante el juicio. No digo que fuera su intención ni mucho menos, pero era como mínimo una temeridad, ninguna de las dos podíamos estar seguras de quién podría llegar a escuchar esta conversación.

—Por supuesto que no —respondí adoptando un tono neutro, como si estuviera hablando delante de un tribunal—, sabes muy bien que después de lo que firmé con Gran Castilla no puedo tener nada que ver con algo así.

—Ya, claro, sí, perdona —balbuceó.

Eme me miró entendiendo de qué se trataba.

—Por cierto —dije—, por lo que se rumorea, es posible que todo esto del casino de Robredo llegue a la vía penal, el fiscal parece que ve indicio de delito en las infracciones, en cuyo caso las víctimas necesitarán una buena abogada. Me consta, y quiero dejar claro que yo no he tenido nada que ver, que vas a recibir una llamada de Alma proponiéndote el caso.

Tardó unos segundos en contestar.

—No sé qué decir.

—Di que atenderás esa llamada y ese caso como se merece. Estás más que preparada para hacerlo.

—Pero… ¿y tú?

—Yo, querida Sofía, estoy completamente retirada. Aunque nadie parezca creerme, no voy a volver a ponerme una toga. Es una decisión firme e irrevocable.

Se quedó muda. Podía imaginar su cara asimilando la información, decidiendo si estaba dispuesta a embarcarse en un nuevo caso como aquel, con todo lo que implicaba.

—No hace falta que lo decidas ahora mismo. Solo quiero que sepas que lo harías estupendamente.

—Yo también lo creo —dijo dibujando una amplia sonrisa con sus palabras.

—Voy a colgar, Sofía. Te lo aviso para que no te asustes, ya sabes que detesto las despedidas.

—Lo sé. Es tremendo ver el precinto en la puerta del casino, no me lo puedo creer. ¿Se habrá enterado Helena?

No tenía respuesta para aquello. Tarde o temprano, por muy lejos que estuviera, terminaría sabiéndolo. Sentí una íntima satisfacción al pensar en ello.

—Tal vez se lo puedes contar tú.

Eso fue lo último que dije. Dejé que Sofía asimilara la frase durante unos segundos, me dio la impresión de que era un buen modo de concluir. Colgué y acto seguido levanté la vista, vi que Lorena estaba leyendo un documento delante de las cámaras, creo que se estaba refiriendo a cada uno de los seis que habían presentado la denuncia, una especie de breve historial acompañado de los detalles de la célebre Ley 13/2011 de Regulación del Juego que se había infringido, haciendo hincapié en los artículos que venían al caso.

Al otro lado de la verja, el funcionario parecía haber terminado su labor. Con el rollo de cinta en la mano se aseguró de que todo había quedado perfectamente sellado. A la notificación oficial que habría recibido Gran Castilla unas horas antes se sumaba aquel acto público. Ignoro cuánto tiempo permanecería cerrado el casino, nadie podía saberlo, me constaba que ya había una tropa de abogados poniendo recursos y tratando de revocar aquellas medidas cautelares, por no hablar de las llamadas que debían estar produciéndose a distintos niveles intentando presionar en el Ministerio. Tal vez aquel cierre solo durase un día, o un mes, o un año. Nadie lo sabía. Pero más importante que la enorme cantidad de dinero que le iba a hacer perder a la empresa era la imagen en sí misma recorriendo todos los medios. Aquella fotografía con el casino precintado tenía más valor que cualquier cosa que pudiera hacerse o decirse.

—Tenías razón —musitó Eme—. El espectáculo merecía la pena.

El investigador se pasó la mano por la boca.

Me fijé en una figura furtiva que se alejaba discretamente del grupo de periodistas. Era el director de Alma, de alguna forma quería dejar todo el protagonismo a los seis denunciantes, que estaban preparados para responder las preguntas que fueran necesarias. No parecía que Gabriel disfrutase delante de las cámaras precisamente. Quizá teníamos más en común de lo que podría parecer a primera vista. Después de todo, ambos éramos adictos (o exadictos, si es que algo así existe). Avanzaba por el arcén despacio, con aire despistado.

Volví la mirada hacia Eme.

—Creo que bajando hacia el pueblo hay una parada de autobús —dije.

Entendió a la primera.

—Me quedaré un rato más —contestó el investigador sin darle importancia—. Con suerte, asomará la cabeza alguno de los directivos de Gran Castilla y pondrá el grito en el cielo. No me lo quiero perder.

—Yo he tenido suficiente —asentí.

Retrocedí unos pasos hacia mi coche. Al pasar junto a una vieja papelera, saqué la servilleta que guardaba en mi bolsillo trasero, hice una bola con ella y la tiré en su interior. Sin más, entré en mi viejo Mazda 6 de color rojo otoñal (me atrevería a decir que más otoñal que nunca). Algún día, dentro de mucho tiempo, puede que recordara con nostalgia aquella tarde, los empujones de los periodistas, el rostro temeroso del funcionario, las miradas indolentes y asustadas de los guardias de seguridad, la notificación pegada sobre aquella columna dorada, la cinta verde y blanca impidiendo el paso al casino, el gesto victorioso del joven Andrés y compañía, el reflejo del sol casi crepuscular sobre la fachada del casino de Robredo.

Giré la llave y el motor se puso en marcha. Quité el freno de mano suavemente, dejando que el coche casi se deslizara solo, apenas tuve que meter primera. Llegué a la altura del hombre que caminaba pegado al arcén con sus pantalones elásticos. La ventanilla del coche se bajó justo al pasar a su lado, me incliné unos centímetros.

—¿Necesitas que te lleve a algún sitio? —pregunté.

Gabriel se agachó ligeramente y me miró desde fuera.

—Pensaba ir dando un paseo sin prisa —respondió—, disfrutar de esta tarde tan agradable.

Resoplé, definitivamente iba a tener que esforzarme mucho.

—A ver —dije—, hace una tarde de mierda, el viento es tan frío que te puede cortar la respiración. Por otro lado, caminar sin ningún objetivo, o subir en una de esas bicicletas que tanto te gustan, está muy bien siempre y cuando una dama no te esté haciendo una oferta más interesante. Una vez dicho todo lo cual, te lo voy a repetir para que lo pienses mejor antes de contestar: ¿quieres subir en mi cochazo de una vez por todas?

Esbozó una sonrisa que me desarmó. Se recogió el pelo en la consabida coleta y abrió la puerta. Una vez dentro del automóvil, pasó el cinturón de seguridad por encima de la cintura y el pecho y se arrellanó en el asiento como si estuviera en su casa. Entonces pisé el acelerador y me incorporé a la vía de servicio sin prisa, pero con determinación.

—¿Te puedo hacer una pregunta, Gabriel Brandariz?

—Soy todo oídos.

—Espero que no lo malinterpretes —dije—. Lorena, ¿es solo tu compañera o tenéis algo más en común?

Noté que su mirada se posaba en mí antes de responder. Me sentí levemente ansiosa, tal vez debería haberme callado la boca.

—Lorena está felizmente casada… con su marido —contestó al fin—. Compartimos muchas horas de trabajo y también muchas batallas libradas. Eso es todo.

—Me parece una estupenda respuesta.

—A mí también.

Pude ver de reojo, mientras conducía, cómo se quedó mirándome descaradamente, sin hablar, contemplándome. No me pareció mal, ni me hizo sentir incómoda; al contrario, tuve la sensación de que podríamos permanecer así durante todo el tiempo que fuera necesario, yo conduciendo, dejando el asfalto atrás bajo las ruedas, y él observándome detenidamente. Un kilómetro y medio después enfilé la autopista A-6 con destino a Madrid y el Mazda se perdió entre otros muchos automóviles.

Tendría que ver cómo manejaba aquello. Brandariz no era un veinteañero ni tampoco un cuarentón brusco e impetuoso. Se trataba de una verdadera novedad para mí. Algo se me ocurriría.

Digo yo.

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