Ana

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Cuarta parte. El sendero de la traición » 79

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Eme negó con la cabeza.

—Nada.

—¿Estás seguro? —pregunté incrédula.

Tal vez Ignacio Cimadevilla me la había jugado, o bien estaba confundido, o la fecha no correspondía. Era extraño, no tenía nada que ganar si me había dado datos falsos o equivocados.

—Hemos revisado por nombres y por fechas —dijo Eme—. No hay margen de error.

Eran las tres de la tarde del sábado y entraba la luz del mediodía por las ventanas de mi despacho. El investigador y yo estábamos allí solos, con la puerta cerrada. Sofía se había ido a repasar las declaraciones del lunes y martes próximos. Concha se había quedado trabajando en casa, necesitaba estar cerca de las niñas al menos durante el fin de semana. Y Helena se encontraba con Martín en el otro extremo de la casa. Resoplé tratando de pensar qué podía estar ocurriendo.

—Quizá haya que esperar al lunes para que el registro abra oficialmente sus puertas —valoré.

—Como quieras —respondió sin llevarme la contraria—. Solo te digo que mi fuente es de toda confianza y que el lunes te vas a encontrar con la misma respuesta: no existe ninguna solicitud de autoprohibición por parte de Alejandro Tramel en la Comisión Nacional del Juego.

—No lo entiendo.

—Me gustaría decirte otra cosa, pero es lo que hay.

—¿Para qué iba a contarme algo así Cimadevilla si no es cierto? —pregunté—. Es una pérdida de tiempo que no le conduce a ninguna parte.

—¿Le diste algo a cambio? ¿Le contaste algo valioso?

—Nada —dije encogiéndome de hombros—, le prometí que le ayudaría en un asunto, pero si no ha resultado auténtica su información, el acuerdo queda invalidado. No gana nada.

—Tal vez solo quería tantearte, saber hasta dónde estabas dispuesta a llegar.

—No era eso, te lo aseguro.

Me acerqué a la ventana y observé la plaza. Aun con la ventana herméticamente cerrada, se adivinaba el calor afuera, el bochorno que seguía aumentando y que llegaría a su máxima una vez transcurrido el fin de semana, según todas las previsiones.

—¿Quieres que llamemos a Concha y Sofía? —me preguntó—. Incluso a Helena. Quizá podamos llegar a una conclusión si lo pensamos entre todos.

—Siempre te han producido alergia las reuniones en grupo, todo eso del intercambio de opiniones, las tormentas de ideas —le solté—, ¿a qué viene esto ahora de pronto?

Torció el cuello.

—Me estoy haciendo viejo, Ana. Puede que sea la razón por la que no me gusta lo que veo. Estás ocultando a tu cliente y a tus socias una información que puede resultar vital en el caso. Creo que es una mala política por tu parte echarte todo el peso encima.

—No es una cuestión de asumir toda la responsabilidad, ni tampoco el afán de control. Es otra cosa. —Cerré los ojos un momento y al fin salió—: No confío en ellas.

Esas cuatro palabras sonaron aún más duras al pronunciarlas en voz alta. En vez de exorcizar la sensación, fue justo al revés: se hizo más poderosa en mi interior. Eme se mantuvo firme, sosteniendo mi frustración de alguna forma.

—Me entristece escucharlo —dijo—. El que no confía en nadie al final consigue que los demás le traicionen.

—Confío en ti. Te pago, haces tu trabajo y desapareces. Con el resto hay demasiadas implicaciones emocionales. Prefiero mantenerlas al margen por el momento. Además, siempre hemos sido dos jinetes solitarios tú y yo, si me permites que lo diga de ese modo.

El investigador movió la cabeza de un lado a otro, mostrando su evidente disconformidad. Era cierto que habíamos cabalgado solos durante mucho tiempo, pero también lo era que ahora teníamos un ejército muy poderoso enfrente.

—Los tiempos cambian, Ana —dijo.

Por una calle perpendicular cruzó un camión de bomberos con las luces y las sirenas encendidas, el parque estaba cerca de allí y no era raro verlos pasar de vez en cuando. Imaginé que con aquel calor las alarmas saltarían con mayor frecuencia.

—¿Estás segura? —preguntó—. Si lo compartes con ellas, podríamos sacar algo en claro. Y quizá tú misma te sentirías aliviada.

—Esto queda entre nosotros.

—Tú mandas. Borraré todos los mensajes del teléfono. Si es un secreto de Estado, mejor que no queden rastros.

Nada más escuchar aquello, me di la vuelta y lo miré.

—Eso es —dije.

—¿El qué?

—Borrar el rastro —seguí—. Borrarlo todo, en realidad.

—No te sigo.

—En el registro del Ministerio del Interior. Han borrado la solicitud de Ale.

—Pero ¿quién? ¿Cómo?

—No tengo todas las respuestas. Pon un poco de tu parte —dije—, ¿al menos estás de acuerdo en que es posible?

—Modificar o borrar un registro oficial del Estado es algo muy serio.

—Y permitir que un jugador que se ha prohibido la entrada oficialmente a los casinos juegue en tu local una y otra vez también. Cimadevilla me lo dijo: todas las huellas han sido borradas. Pensé que se refería a sus pasos en el casino, pero estaba hablando de la Comisión Nacional. Han ido al origen.

—En este caso, ocurre lo contrario que con Ortiz —recapituló Eme—: hay registros oficiales y testigos de sobra sobre su participación activa en el casino, nos falta el documento oficial que acredite que pidió la autoprohibición.

—Se han saltado las normas tantas veces que supongo que no les ha temblado la mano a la hora de arrancar las pruebas de los archivos digitales del Ministerio.

Estaba empezando a ponerme nerviosa. Podía ver a mi hermano firmando su solicitud para prohibirse la entrada al casino. Y podía ver también los hilos de Gran Castilla, y tal vez de Barver, moviéndose para eliminar el documento.

—Es una conjetura. No tienes pruebas. Ni testigos.

—Pareces un magistrado.

—Puedo tratar de averiguar quién tiene acceso a esos archivos, qué tipo de control existe, etcétera, pero son registros oficiales, me va a llevar tiempo…

De pronto escuchamos un ruido en el pequeño cuarto de baño que daba directamente al despacho. Los dos nos volvimos extrañados hacia allí.

—¿Quién está ahí dentro? —exclamé desconcertada.

La puerta se abrió muy lentamente y apareció delante de nosotros un chico de dieciocho años rascándose los granos, con cara de despistado.

—Perdón —dijo Andrés—, ¿interrumpo algo?

—¿Qué haces ahí metido? —pregunté conteniéndome—. O mejor dicho: ¿qué haces en mi casa? Es sábado, y si no recuerdo mal, ayer deberías haberte ido. ¿Es que tengo un imán para todos los desgraciados del mundo?

—Yo, bueno… —Trató de explicarse—. Me iba a ir, pero no me encontraba muy bien, no me veía con ánimos de enfrentarme con mi padre. Helena insistió en que me quedara, dijo que, si había riesgo de que fuera a jugar, era mejor que no fuera a ningún sitio, y que tú estarías de acuerdo.

—En eso lleva razón el chico —intervino Eme.

—Joder —musité—, ¿y llevas ahí metido desde ayer?

—No, perdón, es que he venido antes y no había nadie y no me encontraba muy bien y entonces…

—Te repites —le corté—. Responde dos preguntas muy simples. Primera: ¿te has acostado con Helena?

Tardó unos segundos en contestar que se me hicieron larguísimos.

—No.

—¿Por qué dudas?

—Te voy a decir la verdad. A lo mejor lo he intentado, pero ella me ha mandado a freír espárragos.

Resoplé imaginando la escena.

—Segunda pregunta: ¿has escuchado todo lo que hemos hablado aquí dentro ahora mismo?

La pausa esta vez se hizo eterna.

—Lo ha oído —sentenció Eme.

—Un poco —se defendió—. No estaba espiando, solo estaba ahí dentro y habéis llegado y habéis empezado a hablar de Alejandro y todo eso de la autoprohibición y no he podido evitar prestar atención. Pero te juro que soy una tumba.

Crucé una mirada con Eme. El investigador se llevó la mano a la chaqueta.

—¿Quieres que le pegue un tiro? —preguntó.

Aunque no lo dijera en serio, una frase así en boca de Eme asustaba al más pintado.

—No me vaciléis —protestó Andrés sudando un poco.

—¿Tú crees que alguien aquí está vacilando? —dije muy seria—. Llevamos meses con este caso, casi me ha costado la vida y ¿tú piensas que estamos para bromas?

—Lo siento —dijo—. No voy a contar nada.

—Si lo de pegarle un tiro resulta excesivo —propuso Eme con ese tono sardónico que era imposible de interpretar—, al menos podríamos atarlo y amordazarlo y dejarlo ahí metido un par de días, hasta que se aclare todo. Le traeré agua para que no la palme, si quieres. Lo he hecho otras veces.

Si lo dejaba irse tranquilamente, podía ser un problema. No solo se lo contaría a Helena, sino que podría irle con el cuento a Santonja a cambio de que le abriera el grifo otra vez. Era incapaz de tener la boca cerrada. Quizá podíamos asustarle de verdad. Eme y yo formábamos un buen equipo a la hora de soltar amenazas.

—¿Por qué debería creer que no vas a contar nada? —pregunté mirándolo fijamente.

—Porque te doy mi palabra.

—¿Algo un poco más sólido?

Se hizo el ofendido durante un instante y, viendo que su pose no le servía de nada, dijo:

—Porque sé dónde está la solicitud de Alejandro.

Si era un farol, desde luego había conseguido que le prestáramos toda nuestra atención.

—¿De qué hablas? —pregunté sin dar crédito.

—La autoprohibición que Alejandro Tramel entregó en el Ministerio —continuó—. Lo que lleváis hablando media hora. Sé dónde puede estar.

Hubo un cruce de miradas entre los tres.

—Déjate de pausas dramáticas y suéltalo de una vez —dijo Eme.

—A ver —se explicó—, no es que la haya visto, pero estoy casi seguro. En Alma hay un archivo exhaustivo de todos los pacientes. La solicitud de autoprohibición en bingos y casinos la guardan en la carpeta personal de cada uno.

—¿Sabes dónde están esos archivos?

—Claro, soy muy curioso —respondió sonriente.

—¿Dónde? —pregunté impaciente.

—En un almacén del sótano. Están bajo llave y todo ese rollo.

—Vamos —dije acercándome a mi bolso.

—Espera, Ana —pidió Eme—. No creo que sea buena idea que tú te presentes allí y que te cueles en una propiedad privada sin orden de registro. Si es cierto que te están vigilando, les encantará ver cómo cometes allanamiento de morada en sus narices. Y si la Policía te descubriera, te expones a todo tipo de problemas, incluyendo perder la licencia.

—¿Y qué propones?

—Que el chico y yo vayamos a por el documento, y tú te quedes aquí tranquilamente estudiando o haciendo lo que tengas que hacer.

—Estoy de acuerdo —dijo Andrés—, el viejo y yo nos podemos encargar.

—Como vuelvas a llamarme viejo, es probable que te pegue un tiro —le respondió el investigador—, y esta vez sí lo estoy diciendo muy en serio.

—Pero ¿es verdad que llevas pistola? —preguntó interesado—. Yo creía que la licencia de armas caduca cuando te jubilas o algo.

—Estás a punto de comprobarlo —respondió Eme—, una sola palabra más y te meto el cañón de la pistola en la boca.

Podrían haber seguido así toda la tarde, soltando chorradas, midiéndosela a ver quién la tenía más larga. Mientras practicaban el juego favorito del noventa por ciento del género masculino, yo decidí que no dejaría en sus manos la búsqueda de un documento clave. No iba a quedarme de brazos cruzados mientras ellos dos se divertían. Nunca ha sido mi estilo. Tal y como le había dicho a Eme, era posible que los tiempos hubieran cambiado. Yo no.

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