Ana

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Quinta y última parte. Alegato final » 84

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Se escuchó un murmullo en la sala, no me volví hacia Concha y el resto, podía imaginar perfectamente su cara de estupefacción.

—No es el lugar para estas cuestiones, letrada —me advirtió Barrios—, lo sabe perfectamente. Haga el favor de ir terminando.

Asentí. Sabía que mis palabras no le iban a gustar demasiado al juez, se saltaban el protocolo. Pero había sido muy breve al respecto, y lo más importante: no quería dejar ningún cabo suelto, si le había dicho aquello al jurado el primer día con el objetivo de provocar una serie de movimientos en ciertas personas (aún confiaba en que se produjeran), no podía ahora pasarlo por alto, sabía muy bien que ellos lo tenían presente.

—Les prometo —dije manteniendo la tensión en la voz— que he pensado mucho en cuál ha sido el motivo por el que los acusados no han intentado esa aproximación que yo daba por hecha, qué motivo les ha llevado a no proponer ningún trato. Pues bien, todo obedece, estoy convencida, a una sola razón: con la inestimable e inesperada (al menos inesperada por mi parte) ayuda de la Fiscalía, el acusado está completamente seguro de que no va a ser condenado, no tiene la más mínima duda de que va a salir indemne de aquí. Lo cual no deja de resultar lógico si tenemos en cuenta que se trata de una gran corporación empresarial que cuenta con los servicios de docenas de abogados y con un historial de condenas inmaculado. Sí, señoras y señores del jurado, en cuarenta años de actividad, Gran Castilla solo ha recibido tres multas por infracciones leves, a pesar de operar en un sector tan delicado, tan escabroso, como el del juego. Es algo insólito en otros países de nuestro entorno, se trata de algo sin precedentes. Quiero felicitarles por ello, ni una sola condena, ni siquiera una infracción grave o muy grave es todo un récord. No me extraña que, ante un expediente tan impoluto, estén sentados con semejante confianza. Están acostumbrados a hacer y deshacer sin que nadie les llame la atención. Observen al señor Santonja, su parsimonia, su flema, su cachaza me atrevería a decir, si se me permite emplear una expresión coloquial. Está tranquilo, sabe que su bronceado y sus trajes caros no corren peligro. Miren también al letrado de la defensa a mi izquierda. ¿Para qué iba a ofrecer mi colega un trato si está seguro de que va a salir indemne de este proceso? ¿Con qué objetivo iba a tratar de evitar que su cliente fuera a la cárcel con un acuerdo cuando sabe perfectamente que eso no ocurrirá? No asoma en sus rostros la sombra de la más mínima duda. Estaba equivocada, no necesitan ningún acuerdo con la acusación particular, no precisan sentarse a negociar, no tengo ningún problema en reconocerlo, así como en reiterar mis disculpas a todos los presentes. Acéptenlas, por favor.

Cuando parecía que había terminado con esta línea argumental, volví a mirar con dificultad hacia el acusado.

—¿No tiene la más mínima duda sobre el veredicto, señor Santonja? —pregunté, y después me volví hacia Barver y Andermatt—. ¿Ustedes tampoco, letrados de la defensa? ¿No piensan que el jurado, a pesar de sus intentos por desviar la atención con triquiñuelas de toda clase, saben quién es la persona que habla en esas grabaciones y que saben también perfectamente lo que ha ocurrido?

Se escuchó un nuevo rumor en la sala, que recorrió la bancada pública. Barrios, sin cambiar su postura, se apresuró a encender su micrófono.

—Letrada —dijo con severidad—, no se dirija a los abogados de la defensa. Termine sus conclusiones. Tiene dos minutos para hacerlo o le retiraré el uso de la palabra. Muchas gracias.

—Con la venia, señoría —respondí de inmediato—. Termino, sí. No lo voy a hacer con mis palabras. Nunca he creído en las casualidades, pero el caso es que están ahí, a la vuelta de la esquina, te las encuentras de bruces a cada momento, solo hay que prestar un poco de atención. Justo hoy mi difunto hermano, Alejandro Tramel, la principal víctima de todo este proceso, aunque no la única, cumpliría cuarenta y un años. Si estuviese vivo, paradójicamente, hoy, 29 de agosto, estaría celebrando su cumpleaños. Eso ya sabemos que no es posible. Pues bien, quiero acabar mi intervención en este juicio oral con la felicitación telefónica que recibió tal día como hoy por parte del dueño de la empresa a la que le debía más de ochocientos mil euros. Concluyo con las palabras del señor Santonja. De nuevo, leo textualmente…

Cogí con sumo cuidado el folio que tenía delante. Lo miré por encima una vez más. Lo había leído y escuchado en infinidad de ocasiones. Aun así, no tuve que fingir ninguna emoción. Lo que sentí, la punzada en el pecho, la indignación, la rabia, era completamente real. Di un trago de agua y traté de leer alto, claro, con un tono lo más neutro posible:

—«Este es mi regalo de cumpleaños: una nueva vida. Una vida en la que no eres un perdedor, ni un lastre para todos los que te conocen, ni un mierda, ni un miserable, ni un desgraciado. Una nueva vida en la que simplemente te quitas de en medio. Desapareces. Para siempre. Ya sabes lo que tienes que hacer».

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